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Librería Biopsychology.org
El siglo XX ha sido un siglo de grandes avances en la biología. Pero estos avances han sido más de carácter técnico y aplicado. La medicina, la alimentación, la genética dan fe de ello. Pero desde un punto de vista teórico, la biología del siglo XX se ha dedicado fundamentalmente a digerir la teoría darwiniana formulada en el siglo XIX. Es, por supuesto, una teoría de difícil digestión dado el tiempo que estamos necesitando para ello. Incluso hoy en día hay gente que aún no la comprende ni la conoce. Es terrible, por ejemplo, que no se estudie en las carreras de ciencias humanas, como si los seres humanos fuésemos de otro planeta. El problema es que, si aún estamos en la difícil digestión de la teoría de Darwin, mal digeriremos el avance teórico más importante del siglo XX en biología, a saber, la teoría de la evolución cultural de Richard Dawkins formulada en este libro y ya estamos en el siglo XXI. No es posible comprender globalmente al ser humano sin comprender la naturaleza biológica de la cultura. Vivimos en la creencia de que la cultura humana trasciende a la naturaleza y, por eso, se habla siempre del dualismo entre biología y cultura. Este es otro de los errores que han impedido avanzar a las ciencias humanas. Pero este error ya fue subsanado por Dawkins en 1976, es decir, hace más de veinticinco años. Así pues, este libro también es de lectura obligatoria para quienes quieran comprender al ser humano. E. Barrull, 2001
PREFACIO A LA EDICIÓN DE 1976 El presente libro debiera ser leído casi como si se tratase de ciencia-ficción. Su objetivo es apelar a la imaginación. Pero esta vez es ciencia. «Más extraño que la ficción» podrá ser o no una frase gastada; sirve, no obstante, para expresar exactamente cómo me siento respecto a la verdad. Somos máquinas de supervivencia, vehículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas con el nombre de genes. Ésta es una realidad que aún me llena de asombro. A pesar de que lo sé desde hace años, me parece que nunca me podré acostumbrar totalmente a la idea. Una de mis esperanzas es lograr cierto éxito en provocar el mismo asombro en los demás. Tres lectores imaginarios miraron sobre mi hombro mientras escribía y ahora les dedico el libro a ellos. El primero fue el lector general, el profano en la materia. En consideración a él he evitado, casi en su totalidad, el vocabulario especializado y cuando me he visto en la necesidad de emplear términos de este tipo, los he definido. Me pregunto por qué no censuramos, asimismo, la mayor parte de nuestro vocabulario especializado en nuestras revistas científicas. He supuesto que el lector profano carece de conocimientos especiales, pero no he dado por sentado que sea estúpido. Cualquiera puede difundir los conocimientos científicos si simplifica al máximo. Me he esforzado por tratar de divulgar algunas nociones sutiles y complicadas en lenguaje no matemático, sin por ello perder su esencia. No sé hasta qué punto lo he logrado, ni tampoco el éxito obtenido en otra de mis ambiciones: tratar de que el presente libro sea tan entretenido y absorbente como merece su tema. Durante mucho tiempo he sentido que la biología debiera ser tan emocionante como una novela de misterio, ya que la biología es, exactamente, una novela de misterio. No me atrevo a albergar la esperanza de haber logrado comunicar más que una pequeña fracción de la excitación que esta materia ofrece. El experto fue mi segundo lector imaginario. Ha sido un crítico severo que contenía vivamente el aliento ante algunas de mis analogías y formas de expresión. Las frases favoritas de este lector son: «con excepción de», «pero, por otra parte», y «¡uf!». Lo escuché con atención, y hasta rehice completamente un capítulo en consideración a él, pero al fin he tenido que contar la historia a mi manera. El experto aún no quedará del todo satisfecho con mis soluciones. Sin embargo, mi mayor esperanza radica en que aun él encontrará algo nuevo; una manera distinta de considerar conceptos familiares, quizás, o hasta el estímulo para concebir nuevas ideas propias. Si ésta es una aspiración demasiado elevada, ¿puedo, al menos, esperar que el libro lo entretendrá durante un viaje en tren? El tercer lector en quien pensé fue el estudiante, aquel que está recorriendo la etapa de transición entre el profano y el experto. Si aún no ha decidido en qué campo desea ser un experto, espero estimularlo a que considere, una vez más, mi propio campo, el de la zoología. Existe una razón mejor para estudiar zoología que el hecho de considerar su posible «utilidad» o la de sentir una simpatía general hacia los animales. Esta razón es que nosotros, los animales, somos el mecanismo más complicado y más perfecto en cuanto a su diseño en el universo conocido. Al plantearlo de esta manera es difícil comprender el motivo por el cual alguien estudia otra materia. Respecto al estudiante que ya se ha comprometido con la zoología, espero que mi libro pueda tener algún valor educativo. Se verá obligado a recorrer con esfuerzo los documentos originales y los libros técnicos en los cuales se ha basado mi planteamiento. Si encuentra que las fuentes originales son difíciles de asimilar, quizá mi interpretación, que no emplea métodos matemáticos, le sea de ayuda, aceptándola como una introducción, o bien como un texto auxiliar. Son obvios los peligros que entraña el intento de llamar la atención a tres tipos distintos de lector. Sólo puedo expresar que he sido muy consciente de estos peligros, pero también me pareció que los superaban las ventajas que ofrecía el intento. Soy un etólogo, y este libro trata del comportamiento de los animales. Es evidente mi deuda a la tradición etológica en la cual fui educado. Debo mencionar, en especial, a Niko Tinbergen, quien desconoce hasta qué punto fue grande su influencia sobre mí durante los doce años, en que trabajé bajo sus órdenes en Oxford. El término «máquina de supervivencia», aun cuando en realidad no le pertenece, bien podría ser suyo. La etología se ha visto recientemente fortalecida por una invasión de ideas nuevas provenientes de fuentes no consideradas, tradicionalmente, como etológicas. El presente libro se basa, en gran medida, en estas nuevas ideas. Sus creadores son reconocidos en los pasajes adecuados del texto; las figuras sobresalientes son G. G. Williams, J. Maynard Smith, W. D. Hamilton y R. L. Trivers. Varias personas sugirieron para el libro títulos que yo he utilizado, con gratitud, como títulos de diversos capítulos: «Espirales inmortales», John Krebs; «La máquina de genes», Desmond Morris; "Gen y parentesco" («Genesmanship», palabra compuesta de genes = genes; man = hombre y la partícula ship que podríamos traducir como afinidad), Tim Clutton-Brock y Jean Dawkins, independientemente, y ofreciendo mis disculpas a Stephen Potter. Los lectores imaginarios pueden servir
como objetivos de meritorias esperanzas y aspiraciones, pero su utilidad práctica
es menor que la ofrecida por verdaderos lectores y críticos. Soy muy aficionado
a las revisiones y he sometido a Marian Dawkins a la lectura de incontables
proyectos y borradores de cada página. Sus considerables conocimientos de la
literatura sobre temas biológicos y su comprensión de los problemas teóricos,
junto con su ininterrumpido estímulo y apoyo moral, han sido esenciales para mí.
John Krebs también leyó la totalidad del libro en borrador. Conoce el tema
mejor que yo, y ha sido magnánimo y generoso en cuanto a sus consejos y
sugerencias. Glenys Thomson y Walter Bodmer criticaron, de manera bondadosa pero
enérgica, el tratamiento que yo hago de los tópicos genéticos. Temo que la
revisión que he efectuado aún pueda no satisfacerles, pero tengo la esperanza
de que lo encontrarán algo mejor. Les estoy muy agradecido por el tiempo que me
han dedicado y por su paciencia. John Dawkins empleó su certera visión para
detectar frases ambiguas que podían inducir a error y ofreció excelentes y
constructivas sugerencias para expresar con palabras más adecuadas los mismos
conceptos. No hubiese podido aspirar a un
«profano inteligente» más adecuado que Maxwell Stamp. Su perceptivo
descubrimiento de una importante falla general en el estilo del primer borrador
ayudó mucho en la redacción de la versión final. Otros que efectuaron críticas
constructivas a determinados capítulos, o en otros aspectos otorgaron su
consejo de expertos, fueron John Maynard Smith, Desmond Morris, Tom Maschler,
Nick Blurton Jones, Sarah Kettlewell, Nick Humphrey, Tim Clutton-Brock, Louise
Johnson, Christopher Graham, Geoff Parker y Robert Trivers. Pat Searle y
Stephanie Verhoeven no sólo mecanografiaron con habilidad sino que también me
estimularon, al parecer que lo hacían con agrado. Por último, deseo expresar
mi gratitud a Michael Rodgers de la Oxford University Press, quien, además de
criticar, muy útilmente, el manuscrito, trabajó mucho más de lo que era su
deber al atender a todos los aspectos de la producción de este libro. RICHARD DAWKINS
PREFACIO A LA EDICIÓN DE 1989 En la docena de años transcurridos desde la publicación de El gen egoísta, su mensaje central se ha transformado en ortodoxia en los libros de texto. Esto es paradójico, si bien no de manera obvia. No fue uno de esos libros tachados de revolucionarios cuando se publican y que van ganando conversos poco a poco hasta convertirse en tan ortodoxo que ahora nos preguntamos el porqué de la protesta. Por el contrario, al principio las críticas fueron gratificantemente favorables y no se consideró un libro controvertido. Con el tiempo aumentó su fama de conflictivo, y hoy día suele considerarse una obra radicalmente extremista. Sin embargo, al mismo tiempo que ha aumentado su fama de radical, el contenido real del libro parece cada vez menos extremista, más y más moneda corriente. La teoría del gen egoísta es la teoría de Darwin, expresada de una manera que Darwin no eligió pero que me gustaría pensar que él habría aprobado y le habría encantado. Es de hecho una consecuencia lógica del neo-darwinismo ortodoxo, pero expresado mediante una imagen nueva. Más que centrarse en el organismo individual, adopta el punto de vista del gen acerca la naturaleza. Se trata de una forma distinta de ver, no es una teoría distinta. En las páginas introductorias de The Extended Phenotype lo expliqué utilizando la metáfora del cubo de Necker. Se trata de un dibujo bidimensional, trazado con tinta sobre papel, pero se percibe como un cubo transparente tridimensional. Mírelo unos pocos segundos y cambiará para orientarse en una dirección diferente. Continúe mirándolo y volverá a tener el cubo original. Ambos cubos son igualmente compatibles con los datos bidimensionales de la retina, de modo que el cerebro los alterna caprichosamente. Ninguno es más correcto que el otro. Mi punto de vista fue que existen dos caminos de considerar la selección natural, la aproximación desde el punto de vista del gen y la aproximación desde el individuo. Entendidos apropiadamente son equivalentes, son dos visiones de la misma verdad. Podemos saltar de uno al otro y será todavía el mismo neo-darwinismo. Pienso ahora que esta metáfora fue demasiado cautelosa. Más que proponer una nueva teoría o descubrir un nuevo hecho, con frecuencia la contribución más importante que puede hacer un científico es descubrir una nueva manera de ver las antiguas teorías y hechos. El modelo del cubo de Necker es erróneo debido a que sugiere que las dos maneras de verlo son igual de buenas. Efectivamente, la metáfora es parcialmente cierta: "los puntos de vista", a diferencia de la teorías, no se pueden juzgar mediante experimentos; no podemos recurrir a nuestros criterios familiares de verificación y refutación. Sin embargo, un cambio del punto de vista, en el mejor de los casos, puede lograr algo más elevado que una teoría. Puede conducir a un clima general de pensamiento, en el cual nacen teorías excitantes y comprobables, y se ponen al descubierto hechos no imaginados. La metáfora del cubo de Necker ignora esto por completo. Percibe la idea de un cambio del punto de vista pero falla al hacer justicia a su valor. No estamos hablando de un salto a un punto de vista equivalente sino, en casos extremos, de una transfiguración. Me apresuraré a afirmar que no incluyo mi modesta contribución en ninguna de estas categorías. Sin embargo, por este tipo de razón prefiero no establecer una separación clara entre la ciencia y su "divulgación". Exponer ideas que previamente sólo han aparecido en la literatura especializada es un arte difícil. Requiere nuevos giros penetrantes del lenguaje y metáforas reveladoras. Si se impulsa la novedad del lenguaje y la metáfora suficientemente lejos, se puede acabar creando una nueva forma de ver las cosas. Y una nueva forma de ver las cosas, como acabo de argumentar, puede por derecho propio hacer una contribución original a la ciencia. El propio Einstein no estuvo considerado como un divulgador y yo he sospechado con frecuencia que sus vivas metáforas hacen más que ayudarnos al resto de nosotros. ¿No alimentarían también su genio creativo? El punto de vista del gen acerca del darwinismo está implícito en los escritos de R. A. Fisher y otros grandes pioneros del neo-darwinismo de principios de la década de los años treinta, si bien se hizo explícito en la década de los sesenta de la mano de W. D. Hamilton y G. C. Williams. Para mí su percepción tuvo carácter visionario. Sin embargo, encontré que sus expresiones eran demasiado lacónicas, no suficientemente asimilables. Estaba convencido de que una versión ampliada y desarrollada podía poner en su sitio todas las cosas referentes a la vida, tanto en el corazón como en la mente. Escribiría un libro acerca del punto de vista del gen con respecto a la evolución. Debería concentrar sus ejemplos en el comportamiento social para ayudar a corregir el inconsciente seleccionismo de grupo que pervivía en el darwinismo popular. Empecé el libro en 1972, cuando los cortes de corriente resultantes de los conflictos en la industria interrumpían mis investigaciones en el laboratorio. Por desgracia (desde este punto de vista) los apagones acabaron después de haber redactado únicamente dos capítulos, y arrinconé el proyecto hasta que disfruté de un año sabático en 1975. Mientras tanto, la teoría se había propagado de manera notable gracias a John Maynard Smith y Robert Trivers. Ahora veo que era uno de esos períodos misteriosos en los que las nuevas ideas están flotando en el aire. Escribí El gen egoísta en algo parecido a un arrebato de excitación. Cuando Oxford University Press se puso en contacto conmigo para publicar una segunda edición, insistieron en que era inadecuado realizar una revisión exhaustiva convencional página a página. Existen muchos libros que, desde su concepción, están destinados obviamente a tener ediciones sucesivas, pero El gen egoísta no era de este tipo. La primera edición se impregnó del frescor de los tiempos en que fue escrita. Se vivían aires de revolución, de un amanecer maravilloso al estilo de Wordsworth. Era una lástima modificar un hijo de aquellos tiempos, engrosándolo con nuevos hechos o arrugándolo con complicaciones y advertencias. Así pues, el texto original permanecería con sus imperfecciones y sus opiniones sexistas. Las notas finales abarcarían las correcciones, respuestas y desarrollos. Y habría capítulos completamente nuevos sobre temas cuya novedad alimentaría en los nuevos tiempos el amanecer revolucionario. El resultado han sido los capítulos XII y XIII. Para escribirlos me he inspirado en los dos libros aparecidos en este campo que he encontrado más excitantes durante los años transcurridos: The Evolution of Cooperation, de Robert Axelrod, que parece ofrecer una cierta esperanza a nuestro futuro, y mi propia obra The Extended Phenotype, que me ha absorbido estos años y que probablemente es lo mejor que he escrito nunca. El título del capítulo XII, "Los buenos chicos acaban primero" está tomado del programa de televisión Horizon, de la BBC, que presenté en 1985. Se trataba de un documental de cincuenta minutos acerca de aproximaciones mediante la teoría de juegos a la evolución de la cooperación, producido por Jeremy Taylor. La realización de esta película y de otra, The Blind Watchmaker, con la misma productora, hizo que adquiriese un nuevo respeto por estos profesionales de la televisión. Los productores de Horizon se vuelven estudiantes expertos avanzados de los temas que tratan. El capítulo XII debe más que su título a mis experiencias trabajando en estrecha colaboración con Jeremy Taylor y su equipo de Horizon, y les estoy agradecido por ello. Recientemente he tenido noticia de un hecho desagradable: existen científicos influyentes que tienen la costumbre de poner sus nombres en publicaciones en cuya elaboración no han tomado parte. Al parecer, algunos científicos de renombre reclaman sus derechos de autor en un trabajo cuando toda su contribución ha consistido en conseguir instalaciones, obtener fondos y realizar una lectura del manuscrito. ¡Por lo que sé, las famas de ciertos científicos se pueden haber cimentado en el trabajo de sus estudiantes y colegas! No se qué se puede hacer para luchar contra esta falta de honradez. Posiblemente los editores de las revistas deberían pedir declaraciones juradas acerca de cuál ha sido la contribución de cada autor. Sin embargo, esto está fuera de lugar. La razón que me ha impulsado a poner de relieve este asunto aquí es el contraste. Helena Cronin ha hecho tanto por mejorar cada línea —cada palabra— de los nuevos capítulos de este libro, que si no fuera por su firme rechazo la hubiera mencionado como coautora de los mismos. Le estoy profundamente agradecido y siento que todo mi agradecimiento tenga que limitarse a estas líneas. Doy también las gracias a Mark Ridley, Marian Dawkins y Alan Grafen por sus consejos y su crítica constructiva acerca de aspectos particulares. Thomas Webster, Hilary McGlynn y otras personas de la Oxford University Press toleraron mis caprichos y mis dilaciones. RICHARD DAWKINS
I. ¿POR QUÉ EXISTE LA GENTE? La vida inteligente sobre un planeta alcanza su mayoría de edad cuando resuelve el problema de su propia existencia. Si alguna vez visitan la Tierra criaturas superiores procedentes del espacio, la primera pregunta que formularán, con el fin de valorar el nivel de nuestra civilización, será: «¿Han descubierto, ya, la evolución?» Los organismos vivientes han existido sobre la Tierra, sin nunca saber por qué, durante más de tres mil millones de años, antes de que la verdad, al fin, fuese comprendida por uno de ellos. Por un hombre llamado Charles Darwin. Para ser justos debemos señalar que otros percibieron indicios de la verdad, pero fue Darwin quien formuló una relación coherente y valedera del por qué existimos. Darwin nos capacitó para dar una respuesta sensata al niño curioso cuya pregunta encabeza este capítulo. Ya no tenemos necesidad de recurrir a la superstición cuando nos vemos enfrentados a problemas profundos tales como: ¿Existe un significado de la vida?, ¿por qué razón existimos?, ¿qué es el hombre? Después de formular la última de estas preguntas, el eminente zoólogo G. G. Simpson afirmó lo siguiente: «Deseo insistir ahora en que todos los intentos efectuados para responder a este interrogante antes de 1859 carecen de valor, y en que asumiremos una posición más correcta si ignoramos dichas respuestas por completo.»1 En la actualidad, la teoría de la evolución está tan sujeta a dudas como la teoría de que la Tierra gira alrededor del Sol, pero las implicaciones totales de la revolución de Darwin no han sido comprendidas, todavía, en toda su amplitud. La zoología es, hasta el presente, una materia minoritaria en las universidades, y aun aquellos que esconden su estudio a menudo toman su decisión sin apreciar su profundo significado filosófico. La filosofía y las materias conocidas como «humanidades» todavía son enseñadas como si Darwin nunca hubiese existido. No hay duda que esta situación será modificada con el tiempo. En todo caso, el presente libro no tiene el propósito de efectuar una defensa general del darwinismo. En cambio, examinará las consecuencias de la teoría de la evolución con el fin de dilucidar un determinado problema. El propósito de este autor es examinar la biología del egoísmo y del altruismo. Aparte su interés académico, es obvia la importancia humana de este tema. Afecta a todos los aspectos de nuestra vida social, a nuestro amor y odio, lucha y cooperación, al hecho de dar y de robar, a nuestra codicia y a nuestra generosidad. Estos aspectos fueron tratados en Sobre la agresión de Lorenz, The Social Contract de Ardrey y Love and Hate de Eibl-Eibesfeldt. El problema con estos libros es que sus autores se equivocaron por completo. Se equivocaron porque entendieron de manera errónea cómo opera la evolución. Supusieron, incorrectamente, que el factor importante en la evolución es el bien de la especie (o grupo) en lugar del bien del individuo (o gen). Resulta irónico que Ashley Montagu criticara a Lorenz calificándolo como «descendiente directo de los pensadores del siglo XIX» que opinaban que la naturaleza es «roja en uñas y dientes». Por lo que yo sé de lo que opina Lorenz sobre la evolución, él estaría de acuerdo con Montagu en rechazar las implicaciones de la famosa frase de Tennyson. A diferencia de ambos, pienso que la naturaleza en su estado puro, «la naturaleza roja en uñas y dientes», resume admirablemente nuestra comprensión moderna de la selección natural. Antes de enunciar mi planteamiento, deseo explicar brevemente de qué tipo de razonamiento se trata y qué tipo de razonamiento no es. Si se nos dijese que un hombre ha vivido una larga y próspera vida en el mundo de los gángsters de Chicago, estaríamos en nuestro derecho para formular algunas conjeturas sobre el tipo de hombre que sería. Podríamos esperar que poseyese cualidades tales como dureza, rapidez con el gatillo y habilidad para atraerse amigos leales. Estas no serían unas deducciones infalibles, pero se pueden hacer algunas inferencias sobre el carácter de un hombre si se conocen, hasta cierto punto, las condiciones en que ha sobrevivido y prosperado. El planteamiento del presente libro es que nosotros, al igual que todos los demás animales, somos máquinas creadas por nuestros genes. De la misma manera que los prósperos gángsters de Chicago, nuestros genes han sobrevivido, en algunos casos durante millones de años, en un mundo altamente competitivo. Esto nos autoriza a suponer ciertas cualidades en nuestros genes. Argumentaré que una cualidad predominante que podemos esperar que se encuentre en un gen próspero será el egoísmo despiadado. Esta cualidad egoísta del gen dará, normalmente, origen al egoísmo en el comportamiento humano. Sin embargo, como podremos apreciar, hay circunstancias especiales en las cuales los genes pueden alcanzar mejor sus objetivos egoístas fomentando una forma limitada de altruismo a nivel de los animales individuales. «Especiales» y «limitada» son palabras importantes en la última frase. Por mucho que deseemos creer de otra manera, el amor universal y el bienestar de las especies consideradas en su conjunto son conceptos que, simplemente, carecen de sentido en cuanto a la evolución. Esto me lleva al primer punto que deseo establecer sobre lo que no es este libro. No estoy defendiendo una moralidad basada en la evolución.2 Estoy diciendo cómo han evolucionado las cosas. No estoy planteando cómo nosotros, los seres humanos, debiéramos comportarnos. Subrayo este punto pues sé que estoy en peligro de ser mal interpretado por aquellas personas, demasiado numerosas, que no pueden distinguir una declaración que denote convencimiento de una defensa de lo que debería ser. Mi propia creencia es que una sociedad humana basada simplemente en la ley de los genes, de un egoísmo cruel universal, sería una sociedad muy desagradable en la cual vivir. Pero, desgraciadamente, no importa cuánto deploremos algo, no por ello deja de ser verdad. Este libro tiene como propósito principal el de ser interesante, pero si el lector extrae una moraleja de él, debe considerarlo como una advertencia. Una advertencia de que si el lector desea, tanto como yo, construir una sociedad en la cual los individuos cooperen generosamente y con altruismo al bien común, poca ayuda se puede esperar de la naturaleza biológica. Tratemos de enseñar la generosidad y el altruismo, porque hemos nacido egoístas. Comprendamos qué se proponen nuestros genes egoístas, pues entonces tendremos al menos la oportunidad de modificar sus designios, algo a que ninguna otra especie ha aspirado jamás. Como corolario a estas observaciones sobre la enseñanza, debemos decir que es una falacia —sea dicho de paso, muy común— el suponer que los rasgos genéticamente heredados son, por definición, fijos e inmodificables. Nuestros genes pueden ordenarnos ser egoístas, pero no estamos, necesariamente, obligados a obedecerlos durante toda nuestra vida. Sería más fácil aprender a ser altruistas si estuviésemos genéticamente programados para ello. El hombre es, entre los animales, el único dominado por la cultura, por influencias aprendidas y transmitidas de una generación a otra. Algunos afirmarán que la cultura es tan importante que los genes, sean egoístas o no, son virtualmente irrelevantes para la comprensión de la naturaleza humana. Otros estarán en desacuerdo con la observación anterior. Todo depende de la posición que se asuma en el debate «naturaleza frente a educación», consideradas como determinantes de los atributos humanos. Este planteamiento me lleva a establecer el segundo punto aclaratorio de lo que no es este libro: no es una defensa de una posición u otra en la controversia naturaleza/educación. Naturalmente poseo una opinión a este respecto, pero no voy a expresarla excepto hasta donde queda implícita en la perspectiva de la cultura que presentaré en el capítulo final. Si los genes, efectivamente, resultan ser totalmente irrelevantes en cuanto a la determinación del comportamiento humano moderno, si realmente somos únicos entre los animales a este respecto, es por lo menos interesante preocuparse sobre la regla en la cual, tan recientemente, hemos llegado a ser la excepción. Y si nuestra especie no es tan excepcional como a nosotros nos agradaría pensar, es todavía más importante el estudio de dicha regla. Como tercer punto, podemos señalar que este libro tampoco es un informe descriptivo del comportamiento detallado del hombre o de cualquier otra especie animal en particular. Utilizaré detalles objetivos sólo como ejemplos ilustrativos. No diré: si observan el comportamiento del mandril descubrirán que es egoísta; por lo tanto, es probable que el comportamiento humano también lo sea. La lógica del argumento de mi «gángster de Chicago» es totalmente distinta. Se trata de lo siguiente: los seres humanos y los mandriles han evolucionado de acuerdo a una selección natural. Si se considera la forma en que ésta opera, se puede deducir que cualquier ser que haya evolucionado por selección natural será egoísta. Por lo tanto, debemos suponer que cuando nos disponemos a observar el comportamiento de los mandriles, de los seres humanos y de todas las demás criaturas vivientes, encontraremos que son egoístas. Si descubrimos que nuestra expectativa era errónea, si observamos que el comportamiento humano es verdaderamente altruista, entonces nos enfrentamos a un hecho enigmático, algo que requiere una explicación. Antes de seguir adelante, necesitamos una definición. Un ser, como el mandril, se dice que es altruista si se comporta de tal manera que contribuya a aumentar el bienestar de otro ser semejante a expensas de su propio bienestar. Un comportamiento egoísta produce exactamente el efecto contrario. El «bienestar» se define como «oportunidades de supervivencia», aun cuando el efecto sobre las probabilidades reales de vida y muerte sea tan pequeño que parezca insignificante. Una de las consecuencias sorprendentes de la versión moderna de la teoría darwiniana es que las pequeñas influencias, aparentemente triviales, pueden ejercer un impacto considerable en la evolución. Esto se debe a la enorme cantidad de tiempo disponible para que tales influencias se hagan sentir. Es importante tener en cuenta que las definiciones dadas anteriormente sobre el altruismo y el egoísmo son relativas al comportamiento, no son subjetivas. No estoy tratando, en este caso, de la psicología de los motivos. No voy a discutir si la gente que se comporta de manera altruista lo está haciendo «realmente» por motivos egoístas, secretos o subconscientes. Tal vez sea así o tal vez no, y quizá nunca lo sepamos, pero en todo caso ello no concierne al tema del presente libro. A mi definición sólo le concierne si el efecto de un acto determinará que disminuyan o aumenten las perspectivas de supervivencia del presunto altruista y las posibilidades de supervivencia del presunto beneficiario. Es un asunto muy complejo el demostrar los efectos del comportamiento en cuanto a perspectivas de supervivencia a largo plazo. En la práctica, cuando aplicamos la definición al comportamiento real, debemos modificarla empleando la palabra «aparentemente». Un acto aparentemente altruista es el que parece, superficialmente, como si tendiese (no importa cuan ligeramente) a causar la muerte al altruista, y a conferir al receptor mayores esperanzas de supervivencia. A menudo resulta, al ser analizados con más detenimiento, que los actos aparentemente altruistas son en realidad actos egoístas disfrazados. Una vez más, no quiero decir que los motivos implícitos sean secretamente egoístas, sino que los efectos reales del acto en cuanto a perspectivas de supervivencia son el reverso de lo que al principio creíamos. Voy a dar algunos ejemplos de comportamiento aparentemente egoísta y de comportamiento aparentemente altruista. Es difícil desterrar los hábitos subjetivos de pensamiento cuando nos estamos refiriendo a nuestra propia especie, de tal manera que, en lugar de ello, seleccionaré ejemplos tomados de otros animales. Presentaré en primer término diversos ejemplos de comportamiento egoísta de animales individuales. Las gaviotas de cabeza negra anidan en grandes colonias, quedando los nidos sólo a unos cuantos palmos de distancia unos de otros. Cuando los polluelos recién salen del cascarón son pequeños e indefensos y no ofrecen ninguna dificultad para ser devorados. Es un hecho bastante común que una gaviota espere que una vecina se aleje, probablemente en búsqueda de un pez con que alimentarse, para dejarse caer sobre los polluelos que han quedado momentáneamente solos y vaciar el nido. De tal modo obtiene una buena y nutritiva comida sin tomarse la molestia de pescar un pez y sin tener que dejar su propio nido desprotegido. Más conocido es el macabro canibalismo de la mantis religiosa. Las mantis son grandes insectos carnívoros. Normalmente comen pequeños insectos como las moscas, pero suelen atacar a cualquier ser que se mueva. Cuando se acoplan, el macho, cautelosamente, trepa sobre la hembra hasta quedar montado sobre ella, y copula. Si la hembra tiene la oportunidad, lo devorará empezando por arrancarle la cabeza de un mordisco, ya sea cuando el macho se está aproximando, inmediatamente después que la monta o después que se separan. Parecería más sensato que ella esperase hasta el término de la copulación antes de empezar a comérselo. Pero la pérdida de la cabeza no parece afectar al resto del cuerpo del macho en su avance sexual. En realidad, ya que en la cabeza del insecto es donde se encuentran localizados algunos centros nerviosos inhibitorios, es posible que la hembra mejore la actuación sexual del macho al devorarle la cabeza.3 De ser así, es un beneficio adicional. El beneficio primordial es que consigue una buena comida. La palabra «egoísta» podrá parecer una subestimación de la realidad para casos tan extremos como el canibalismo, aun cuando éstos encajan bien en nuestra definición. Tal vez podamos simpatizar más directamente con el reputado comportamiento cobarde de los grandes pingüinos de la Antártida. Se les ha observado parados al borde del agua, dudando antes de sumergirse, debido al peligro de ser comidos por las focas. Si solamente uno de ellos se sumergiera el resto podría saber si hay allí o no una foca. Naturalmente nadie desea ser el conejillo de Indias, de tal manera que esperan y en ocasiones hasta tratan de empujarse al agua unos a otros. Con mayor frecuencia, el comportamiento egoísta puede simplemente consistir en negarse a compartir algún recurso apreciado como podría ser la comida, el territorio o los compañeros sexuales. Daremos ahora algunos ejemplos de comportamiento altruista. El comportamiento de las abejas obreras, prontas a clavar su aguijón, constituye una defensa muy efectiva contra los ladrones de miel. Pero las abejas que efectúan tal acto son guerreros kamikaze. Al clavar el aguijón algunos órganos vitales internos son, normalmente, arrancados del cuerpo de la abeja y ésta muere poco tiempo después. Su misión suicida puede haber salvado los almacenamientos de comida indispensables para la colonia, pero ella no estará presente para cosechar los beneficios. Según nuestra definición, éste es un acto de comportamiento altruista. Recuérdese que no estamos hablando de motivos conscientes. Pueden o no estar presentes, tanto en este ejemplo como en los anteriores referentes al egoísmo, pero son irrelevantes para nuestra definición. Dar la vida a cambio de la de los amigos es, obviamente, un acto altruista, pero también lo es el asumir un leve riesgo por ellos. Muchos pájaros pequeños, cuando ven a un ave rapaz tal como el halcón, emiten una «llamada de alarma» característica, que al ser escuchada hace que la bandada inicie una acción evasiva adecuada. Existe una evidencia indirecta de que el pájaro que da la señal de alarma se sitúa ante un peligro especial, pues atrae la atención del ave rapaz, de forma particular, hacia ella. Es sólo un leve riesgo adicional, pero sin embargo parece, al menos a primera vista, calificarse como un acto altruista según nuestra definición. Los actos más comunes y más sobresalientes de altruismo animal son efectuados por los padres, especialmente por las madres, en beneficio de sus hijos. Pueden incubarlos, ya sea en nidos o en sus propios cuerpos, alimentarlos a un enorme costo para sí mismos, y afrontar grandes riesgos con el fin de protegerlos de los predadores. Para tomar sólo un ejemplo individual, citaremos el de los pájaros que anidan en la tierra y que desempeñan la llamada «exhibición de distracción» cuando se acerca un predador como el zorro. El pájaro padre se aleja cojeando del nido, arrastrando un ala como si la tuviese quebrada. El predador, apreciando una presa fácil, es alejado mediante el engaño del nido que contiene los polluelos. Finalmente, el pájaro padre deja de fingir y levanta el vuelo justo a tiempo para escapar de las fauces del zorro. Es probable que haya salvado la vida de sus polluelos, pero a cierto riesgo de la suya propia. No estoy tratando de hacer hincapié en algo determinado al narrar estas historias. Los ejemplos nunca constituyen una evidencia seria para hacer una generalización útil. Estos relatos sólo tienen la intención de servir de ilustraciones a lo que yo entiendo por comportamiento altruista y comportamiento egoísta. Este libro demostrará que tanto el egoísmo individual como el altruismo individual son explicados por la ley fundamental que yo denomino egoísmo de los genes. Pero primero debo referirme a una explicación particularmente errónea del altruismo, ya que es ampliamente conocida y con frecuencia se enseña en las escuelas. Esta explicación está basada en la mala interpretación que ya he señalado, y dice que las criaturas evolucionan y efectúan actos ; «en bien de la especie» o «en beneficio del grupo». Es fácil apreciar cómo esta idea se gestó en biología. La mayor parte de la vida animal está dedicada a la reproducción y la mayoría de los actos altruistas, de autosacrificio, que se observan en la naturaleza son realizados por los padres en beneficio de sus hijos. «Perpetuación de la especie» es un eufemismo común para denominar la reproducción, y es indudablemente una consecuencia de la reproducción. Requiere tan sólo «estirar un poco» la lógica para deducir que la «función» de la reproducción es perpetuar la especie. Aceptado este principio, sólo hay que dar un pequeño paso en falso para concluir que los animales se comportarán, en general, de tal manera que favorecerán la perpetuación de las especies. El altruismo hacia miembros similares de su especie se deducirá de esa premisa. Esta línea de pensamiento puede ser puesta en términos vagamente darwinianos. La evolución opera por selección natural y la selección, natural significa la supervivencia diferencial de los «más aptos». Pero ¿estamos hablando sobre los individuos más aptos, las razas más aptas, las especies más aptas, o de qué? En algunos casos, esto no tiene mayor importancia, pero cuando hablamos de altruismo es, obviamente, crucial. Si son las especies las que están compitiendo en lo que Darwin llamó la lucha por la existencia, el individuo parece ser considerado como un peón en el juego destinado a ser sacrificado cuando el interés primordial de la especie, considerada en su conjunto, así lo requiera. Para plantearlo de una manera un poco menos respetable, un grupo, tal como una especie o una población dentro de una especie, cuyos miembros individuales estén preparados para sacrificarse a sí mismos por el bienestar del grupo, puede tener menos posibilidades de extinguirse que un grupo rival cuyos miembros individuales sitúan, en primer lugar, sus propios intereses egoístas. Por lo tanto, el mundo llega a poblarse, principalmente, por grupos formados por individuos resueltos a sacrificarse a sí mismos. Esta es la teoría de la «selección de grupos», asumida como verdadera desde hace mucho tiempo por biólogos no familiarizados con los detalles de la teoría de la evolución publicada en un famoso libro de V. C. Wynne Edwards y divulgada por Robert Ardrey en The Social Contract. La alternativa ortodoxa es denominada, normalmente, «selección individual», aun cuando yo, personalmente, prefiero hablar de selección de genes. Continúa ...
XI. MEMES: LOS NUEVOS REPLICADORES Hasta ahora no he hablado mucho sobre el hombre en particular, aun cuando tampoco lo he excluido de manera deliberada. Una de las razones por las cuales he empleado el término «máquina de supervivencia» es su ventaja sobre la palabra «animal», que hubiese excluido a las plantas y, en la mente de algunas personas, a los seres humanos. Las hipótesis que he planteado deberían, a primera vista, aplicarse a cualquier ser en evolución. Si se ha de exceptuar a alguna especie debe ser por muy buenas razones particulares. ¿Existe alguna buena razón para suponer que nuestra propia especie es única? Pienso que la respuesta debe ser afirmativa. La mayoría de las características que resultan inusitadas o extraordinarias en el hombre pueden resumirse en una palabra: «cultura». No empleo el término en su connotación presuntuosa sino como la emplearía un científico. La transmisión cultural es análoga a la transmisión genética en cuanto, a pesar de ser básicamente conservadora, puede dar origen a una forma de evolución. Geoffrey Chaucer no podría mantener una conversación con un moderno ciudadano inglés, pese a que están unidos uno al otro por una cadena ininterrumpida de unas veinte generaciones de ingleses, cada uno de los cuales podía hablar con sus vecinos inmediatos de la cadena igual que un hijo habla a su padre. Parece ser que el lenguaje «evoluciona» por medios no genéticos y a una velocidad más rápida en órdenes de magnitud que la evolución genética. La transmisión cultural no es un fenómeno exclusivo del hombre. El mejor ejemplo, no humano, que conozco ha sido recientemente presentado por P. F. Jenkins al describir el canto de un pájaro del orden de los paseriformes que vive en unas islas frente a Nueva Zelanda. En la isla en que él trabajó había un repertorio total aproximado de nueve cantos distintos. Cualquier macho determinado entonaba solamente uno o unos pocos de esos cantos. Los machos pudieron ser clasificados en grupos según los dialectos. Por ejemplo, un grupo de ocho machos con territorios aledaños entonaban un canto determinado, llamado canción CC. Otros grupos dialectales entonaban cantos diferentes. En ciertas ocasiones los miembros de un grupo clasificados según el dialecto compartían más de una canción. Comparando las canciones de los padres y las de los hijos, Jenkins demostró que los tipos o modelos de canciones no eran heredados genéticamente. Cada joven macho podía adoptar canciones de sus vecinos territoriales por imitación, de una manera análoga al lenguaje humano. Durante la mayor parte del tiempo que Jenkins pasó allí, había un número fijo de canciones en la isla, una especie de «acervo de canciones» del cual cada macho extraía su propio pequeño repertorio. Pero, en ciertas ocasiones, Jenkins tuvo el privilegio de presenciar el «invento» de una nueva canción, que ocurría al cometerse una equivocación al imitar una antigua. Lo describe así: «Se ha demostrado que surgen nuevas formas de canciones ya sea por cambio de tono de una nota, por repetición de una nota, omisión de notas y combinación de partes o trozos de otras canciones existentes... La aparición de la nueva forma se producía abruptamente y el producto era bastante estable durante un período de años. Más adelante, en cierto número de casos, la variante era transmitida con precisión en su nueva forma a jóvenes reclutas, de manera que se desarrollaba un grupo coherente y reconocible de cantores.» Jenkins se refiere a los orígenes de nuevas canciones como «mutaciones culturales». El canto de este paseriforme evoluciona ciertamente por medios no genéticos. Existen otros ejemplos de evolución cultural en pájaros y en monos, pero sólo se trata de curiosas rarezas. Nuestra propia especie es la que realmente demuestra lo que la evolución cultural puede lograr. El lenguaje sólo es un ejemplo entre muchos. Las modas en el vestir y en los regímenes alimentarios, las ceremonias y las costumbres, el arte y la arquitectura, la ingeniería y la tecnología, todo evoluciona en el tiempo histórico de una manera que parece una evolución genética altamente acelerada, pero en realidad nada tiene que ver con ella. Sin embargo, al igual que en la evolución genética, el cambio puede ser progresivo. En cierto sentido, la ciencia moderna es en verdad mejor que la ciencia antigua. No solamente cambia nuestra comprensión del universo a medida que transcurren los siglos, sino que también la mejora. Se ha admitido que el actual estallido de progresos se remonta sólo al Renacimiento, que fue precedido por un período deprimente de estancamiento en el cual la cultura científica quedó petrificada al nivel alcanzado por los griegos. Pero, como vimos en el capítulo V, la evolución genética también puede seguir un curso de breves estallidos entre niveles estables. La analogía entre la evolución cultural y la genética ha sido frecuentemente señalada, en ocasiones en el contexto de innecesarias alusiones místicas. La analogía entre progreso científico y evolución genética por selección natural ha sido ilustrada especialmente por sir Karl Popper. Desearía adentrarme algo más en algunos sentidos que también están siendo explorados, por ejemplo, por el genetista L. L. Cavalli-Sforza, el antropólogo F. T. Cloak y el etólogo J. M. Cullen. Como entusiasta darwiniano que soy, no me he sentido satisfecho con las explicaciones dadas por aquellos que comparten mi entusiasmo respecto al comportamiento humano. Han intentado buscar «ventajas biológicas» en diversos atributos de la civilización humana. Por ejemplo, la religión tribal ha sido considerada como un mecanismo de cristalización de la identidad de un grupo, válida para las especies que cazan en grupos y cuyos individuos confían en la cooperación para atrapar una presa grande y rápida. Con frecuencia tales teorías son estructuradas en base a preconceptos evolutivos y sus términos son implícitamente partidarios de la selección de grupos, pero es posible replantear dichas teorías en términos de la ortodoxa selección de genes. El hombre puede muy bien haber pasado grandes porciones de los últimos millones de años viviendo en pequeños grupos integrados por parientes. La selección de parentesco y la selección en favor del altruismo recíproco pudo actuar sobre los genes humanos para producir gran parte de nuestras tendencias y de nuestros atributos psicológicos básicos. Estas ideas parecen satisfactorias hasta este momento, pero encuentro que no afrontan el formidable desafío de explicar la cultura, la evolución cultural y las inmensas diferencias entre las culturas humanas alrededor del mundo, que abarcan desde el total egoísmo de los Ik de Uganda, según la descripción de Colin Turnbull, hasta el gentil altruismo del Arapesh de Margaret Mead. Pienso que debemos empezar nuevamente desde el principio hasta remontarnos a los primeros orígenes. La hipótesis que plantearé, por muy sorprendente que pueda parecer al provenir del autor de los capítulos precedentes, es que, para una comprensión de la evolución del hombre moderno, debemos empezar por descartar al gen como base única de nuestras ideas sobre la evolución. Soy un entusiasta darwiniano, pero creo que el darvinismo es una teoría demasiado amplia para ser confinada en el estrecho contexto del gen. El gen figurará en mi tesis como una analogía, nada más. ¿Qué es, después de todo, lo peculiar de los genes? La respuesta es que son entidades replicadoras. Se supone que las leyes de la física son verdaderas en todo el universo accesible. ¿Existe algún principio en biología que pueda tener una validez universal semejante? Cuando los astronautas viajan a los distantes planetas y buscan indicios de vida, acaso esperen hallar criaturas demasiado extrañas y sobrenaturales para que pueda concebirlas nuestra imaginación. Pero, ¿existe algo que sea cierto para todo tipo de vida, dondequiera que se encuentre y cualquiera que sea la base de su química? Si existen formas de vida cuya química esté basada en el silicio en lugar del carbón, o en el amonio en lugar del agua; si se descubren criaturas que mueren al ser hervidas a -100 grados centígrados; si se descubre una forma de vida que no esté basada en absoluto en la química sino en reverberantes circuitos electrónicos, ¿existirá aún algún principio general que sea válido respecto a todo tipo de vida? Obviamente no lo sé, pero si tuviese que apostar, pondría mi dinero en un principio fundamental. Tal es la ley según la cual toda vida evoluciona por la supervivencia diferencial de entidades replicadoras.55 El gen, la molécula de ADN, sucede que es la entidad replicadora que prevalece en nuestro propio planeta. Puede haber otras. Si las hay, siempre que se den otras condiciones, tenderán, casi inevitablemente, a convertirse en la base de un proceso evolutivo. Pero, ¿debemos trasladarnos a mundos distantes para encontrar otros tipos de replicadores y, por consiguiente, otros tipos de evolución? Pienso que un nuevo tipo de replicador ha surgido recientemente en este mismo planeta. Lo tenemos frente a nuestro rostro. Se encuentra todavía en su infancia, aún flotando torpemente en su caldo primario, pero ya está alcanzando un cambio evolutivo a una velocidad que deja al antiguo gen jadeante y muy atrás. El nuevo caldo es el caldo de la cultura humana. Necesitamos un nombre para el nuevo replicador, un sustantivo que conlleve la idea de una unidad de transmisión cultural, o una unidad de imitación. «Mimeme» se deriva de una apropiada raíz griega, pero deseo un monosílabo que suene algo parecido a «gen». Espero que mis amigos clasicistas me perdonen si abrevio mimeme y lo dejo en meme.56 Si sirve de algún consuelo, cabe pensar, como otra alternativa, que se relaciona con «memoria» o con la palabra francesa même. En inglés debería pronunciarse «mi:m». Ejemplos de memes son: tonadas o sones, ideas, consignas, modas en cuanto a vestimenta, formas de fabricar vasijas o de construir arcos. Al igual que los genes se propagan en un acervo génico al saltar de un cuerpo a otro mediante los espermatozoides o los óvulos, así los memes se propagan en el acervo de memes al saltar de un cerebro a otro mediante un proceso que, considerado en su sentido más amplio, puede llamarse de imitación. Si un científico escucha o lee una buena idea, la transmite a sus colegas y estudiantes. La menciona en sus artículos y ponencias. Si la idea se hace popular, puede decirse que se ha propagado, esparciéndose de cerebro en cerebro. Como mi colega N. K. Humphrey claramente lo resumió en un previo borrador del presente capítulo: «... se debe considerar a los memes como estructuras vivientes, no metafórica sino técnicamente.57 Cuando plantas un meme fértil en mi mente, literalmente parasitas mí cerebro, convirtiéndolo en un vehículo de propagación del meme, de la misma forma que un virus puede parasitar el mecanismo genético de una célula anfitriona. Y ésta no es sólo una forma de expresarlo: el meme, para —digamos— "creer en la vida después de la muerte", se ha realizado en verdad físicamente, millones de veces, como una estructura del sistema nervioso de los hombres individuales a través del mundo.» Consideremos la idea de Dios. Ignoramos cómo surgió en el acervo de memes. Probablemente se originó muchas veces mediante «mutaciones» independientes. En todo caso es muy antigua, ciertamente. ¿Cómo se replica? Mediante la palabra escrita o hablada, con ayuda de una música maravillosa y un arte admirable. ¿Por qué tiene un valor tan alto de supervivencia? Recordemos que aquí el «valor de supervivencia» no significa valor para un gen en un acervo génico, sino valor para un meme en un acervo de memes. La pregunta significa realmente: ¿Qué hay en la idea de un dios que le da estabilidad y penetración en el medio cultural? El valor de supervivencia del meme dios en el acervo de me una respuesta superficialmente plausible a problemas profundos y perturbadores sobre la existencia. Sugiere que las injusticias de este mundo serán rectificadas en el siguiente. Los «brazos eternos» sostienen un cojín que amortigua nuestras propias insuficiencias y que, a semejanza del placebo de un médico, no es menos efectivo que éste por el hecho de ser imaginario. Éstas son algunas de las razones de por qué la idea de Dios es copiada tan prontamente por las generaciones sucesivas de cerebros individuales. Dios existe, aun cuando sea en la forma de un meme con alto valor de supervivencia, o poder contagioso, en el medio ambiente dispuesto por la cultura humana. Algunos de mis colegas me han sugerido que esta exposición del valor de supervivencia del meme dios da por supuesto lo que queda por probar. En último análisis desean siempre retroceder a la «ventaja biológica». Para ellos no es suficiente decir que la idea de un dios ejerce una «gran atracción psicológica». Desean saber por qué es así. La atracción psicológica significa una atracción que experimentarían los cerebros, y éstos son diseñados por la selección natural de los genes en los acervos génicos. Desean saber alguna forma por la cual el poseer un cerebro con tales características mejora la supervivencia de los genes. Siento gran simpatía hacia esta actitud y no dudo que existen ciertas ventajas genéticas en tener cerebros del tipo que tenemos. Pero, sin embargo, pienso que estos colegas, si estudiasen cuidadosamente las bases de sus propias hipótesis, encontrarían que dan por supuesto tanto como yo. Fundamentalmente, la razón por la cual es una buena política el que intentemos explicar los fenómenos biológicos en términos de ventaja para los genes, es que los genes hacen réplicas de sí mismos. Tan pronto como el caldo primario presentó las condiciones en que las moléculas pudieron hacer copias de sí mismas, los propios replicadores asumieron la dirección del proceso. Durante más de tres mil millones de años, el ADN ha sido el único replicador del cual vale la pena preocuparse en el mundo. Pero eso no quiere decir que mantenga estos derechos monopolistas para siempre. Siempre que surjan condiciones en las cuales un nuevo replicador pueda hacer copias de sí mismo, estos nuevos replicadores tenderán a hacerse cargo de la situación y a empezar un nuevo tipo de evolución propia. Una vez que empiece dicha evolución, en modo alguno se verá necesariamente subordinada a la antigua. La antigua evolución seleccionadora de genes, al hacer los cerebros, proveyó el «caldo» en el cual surgieron los primeros memes. «Una vez que surgieron estos memes capaces de hacer copias de sí mismos, se inició su propio y más acelerado tipo de evolución. Nosotros, los biólogos, hemos asimilado la idea de evolución genética tan profundamente que tendemos a olvidar que ésta es sólo uno de los muchos posibles tipos de evolución. Por la imitación, considerada en su sentido más amplio, es como los memes pueden crear réplicas de sí mismos. Pero así como no todos los genes que pueden hacer copias lo efectúan con éxito, así también algunos memes tienen un éxito mayor que otros en el acervo de memes. Este hecho es análogo al de la selección natural. He mencionado ejemplos individuales de cualidades que tienden a condicionar un alto valor de supervivencia entre los memes. Pero, en general, deben ser los mismos que aquellos analizados respecto a los replicadores en el capítulo II: longevidad, fecundidad y fidelidad en la copia. La longevidad de una copia cualquiera de un meme es probablemente de relativa insignificancia, como lo es para una copia cualquiera de un gen. La copia de la melodía Auld Lang Syne que existe en mi cerebro durará sólo el resto de mi vida.58 La copia de la misma melodía que se encuentra impresa en mi volumen de The Scottish Student's Song Book tiene pocas posibilidades de durar mucho tiempo más. Pero espero que existirán copias de la misma melodía tanto impresas como en el cerebro de otras personas durante muchos siglos venideros. Al igual que en el caso de los genes, la fecundidad es mucho más importante que la longevidad de determinadas copias. Si el meme es una idea científica, su difusión dependerá de cuan aceptable sea para la población de individuos científicos; una medida aproximada de su valor de supervivencia podría obtenerse al contar el número de veces que ha sido mencionada en años sucesivos en las revistas científicas.59 Si es una tonada popular, su difusión a través del acervo de memes puede ser medida por el número de personas a las cuales se haya escuchado silbarla por las calles. Si es un diseño de zapato femenino, la población memeticista puede utilizar estadísticas de venta de las tiendas de calzado. Algunos memes, como ciertos genes, alcanzan un éxito brillante a corto plazo al expandirse rápidamente, pero no duran mucho en el acervo de memes. Las canciones populares y los tacones puntiagudos son ejemplos de lo anterior. Otros, tales como las leyes religiosas de los judíos, pueden continuar propagándose durante miles de años, normalmente debido a la gran permanencia potencial de los registros escritos. Lo anteriormente expuesto me lleva a considerar la tercera cualidad general de los replicadores prósperos: la fidelidad de las copias. Debo admitir aquí que me encuentro en un terreno no muy firme. A primera vista parece que los memes no son, en absoluto, replicadores de alta fidelidad. Cada vez que un científico escucha una idea y la transmite a otro, tiende a cambiarla algo. No he hecho ningún secreto de mi deuda, en el presente libro, a las ideas de R. L. Trivers. Sin embargo no las he repetido según sus propias palabras. Las he tergiversado de acuerdo a mis propósitos, cambiando el énfasis, amalgamándolas con ideas propias o de otra gente. Los memes son transmitidos de una forma alterada. Esto no parece propio de la cualidad particular del «todo o nada» de la ( transmisión de los genes. Parece como si la transmisión de los memes se vea sometida a una mutación constante, y también a una fusión. Es posible que esta aparente carencia de particularidad sea ilusoria y que la analogía con los genes no se destruya. Después de todo, si analizamos la herencia de muchos caracteres genéticos tales como la altura o el color de la piel, no parece la obra de genes indivisibles e incombinables. Si se forma una pareja de una persona blanca y una persona negra, sus hijos no resultan blancos o negros sino de color intermedio. Ello no significa que los genes implicados no sean particulares. Es sólo debido a que hay tantos de ellos involucrados en el color de la piel y cada uno de ellos ejerce un efecto tan pequeño, que parecen fusionarse. Hasta ahora he hablado de memes como si fuese algo obvio el saber en qué consiste una unidad de meme. Pero, por supuesto, nada más lejos de la verdad. He dicho que una tonada es un meme, pero ¿qué pasa con una sinfonía? ¿Cuántos memes la componen? ¿Es, acaso, cada movimiento un meme, cada frase reconocible de la melodía, cada compás, cada nota, o qué? Recurriré al mismo truco verbal que empleé en el capítulo III. Dividí, en aquella ocasión, el «complejo genético» en grandes y pequeñas unidades genéticas, y en unidades dentro de las unidades. El «gen» fue definido no de una manera rígida y absoluta, sino como una unidad de conveniencia, una medida de longitud del cromosoma con la suficiente fidelidad en la copia como para servir de unidad viable de selección natural. Si una sola frase de la novena sinfonía de Beethoven, es lo suficientemente característica y notable para ser separada del contexto de la sinfonía total y utilizada como característica de una enloquecedora emisora intrusa europea, luego, hasta este punto, merece ser llamada un meme. Dicho sea de paso, ha contribuido a disminuir materialmente mi capacidad de gozar con la sinfonía original. De manera similar, cuando aseveramos que hoy día todos los biólogos creen en la teoría de Darwin, no queremos decir con ello que todos los biólogos tienen, grabada en sus cerebros, una copia idéntica de las palabras exactas del propio Charles Darwin. Cada individuo tiene su propia forma de interpretar las ideas de Darwin. Probablemente las aprendió basándose no en los propios escritos de Darwin sino en otros autores más recientes. Mucho de lo que Darwin afirmó está, en detalle, equivocado. Si Darwin leyera el presente libro apenas reconocería en él su teoría original, aun cuando espero que le agradaría la forma en que lo he expresado. Sin embargo, a pesar de todo ello, existe algo, una esencia del darwinismo, que se encuentra presente en la mente de cada individuo que comprende la teoría. Si esto no fuese así, entonces casi cada aseveración expresada por dos personas que concuerdan una con la otra carecería de significado. Una «idea-meme» podría ser definida como una entidad capaz de ser transmitida de un cerebro a otro. El meme de la teoría de Darwin es, por consiguiente, la base esencial de la idea que comparten todos los cerebros que comprenden dicha teoría. Las diferencias en el modo en que la gente representa la teoría no forma, por definición, parte del meme. Si la teoría de Darwin puede ser subdividida en componentes de tal manera que unas personas crean en el componente A pero no en el componente B, mientras que otras crean en B y no en A, luego A y B deberían ser considerados como memes separados o independientes. Si casi todos los que creen en A también creen en B —si los memes se encuentran estrechamente «unidos» para emplear el término genético—, entonces es conveniente agruparlos como un meme. Continúa ... La información ofrecida está sujeta a cambios del Editor y/o el Vendedor del libro. |
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