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Emoción y sufrimiento. V.J. Wukmir, 1967.

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11. Anankorexia

«But now I am cabined, cribbed,
confined, bound in
to saucy doubts and fears.» 
(Pero, así, me veo oprimido,
 encadenado y agarrotado a mis
miedos y dudas insolentes...)
SHAKESPEARE, Macbeth
 
1. El trauma del doble código
2. La contraagresión imaginativa
3. La etapa compulsiva
4. La angustia cuádruple
5. La vieja técnica de la redención
6. No hay desdoblamiento de la persona

El asedio a la fortaleza de la persona es un cerco completo en la DOV obsesiva. Por los cuatro lados y con una "quinta columna" traidora desde dentro. Y la capitulación no se hace bajo condiciones de honor mientras que el mismo escape es ficticio y dudoso. "Entre todas las cosas incomprensibles con las que nos encontramos en la clínica —me dijo un gran psiquiatra alemán—, el mecanismo de esta "Zwangs-neurose" me es el más misterioso. Le confieso que no sé qué hacer con ella. ¿Por qué le dan tan sólo el rango de la neurosis? Es una psicosis de las más graves. Aquí podemos de verdad hablar del destino."

El destino es un tema difícil, nos conduce a las desdibujadas fronteras entre la filogénesis y la ontogénesis, en las que nuestro análisis se pierde fácilmente. La ananké (en griego, "coacción") es una palabra de oráculos. Quienes la manejan más hábilmente son los grandes poetas trágicos. La escena interior de la tortura obsesiva es la que más invita a enfocarla bajo los reflectores de la tragedia griega o la shakespeariana. Si nos restringimos en ello es porque por obligación tenemos que seguir el lenguaje adoptado en este estudio, seco e insuficiente por cierto para explicar la posición del ser humano entre las presiones del Bíos, pero forzoso como dialecto de nuestra sapientia minor, pobremente analítica. Hablando de la angustia —el fenómeno central de la obsesión— quizá toquemos de paso algunos puntos fronterizos de la ananké.

 

1. El trauma del doble código

La anémnesis de la orectosis obsesiva siempre conduce a huellas lejanas en la historia de la persona, a la infancia y adolescencia. También está ligada como regla a los cruces éticos de la orientación vital, es decir, a los conflictos personales con las normas, a los códigos escritos o no escritos. Su estratificación a lo largo de la maduración puede captarse mediante unas características generales. La teoría oréctica del comportamiento subraya principalmente las siguientes:

1) Un trauma de injusticia es sufrido, procedente del factor Cs. Su reparación (la eliminación de la inferioridad) no es posible (visto subjetivamente por la víctima) mediante una superación directa, ni tampoco por la compensación indirecta. El único modo de reparación es que lo haga el mismo factor Cs, cambiando su estimulación negativa en positiva. El traumatizado espera, tal cambio.

2) Su espera está basada en el concepto de que la persona traumatizante ha cometido un error o una falta frente a una norma que anteriormente ambos (el traumatizante tanto como el traumatizado) han establecido y aceptado como la que debe regir el mutuo comportamiento.

3) Para el traumatizado, la norma infringida por el traumatizante sigue en pleno vigor como justa y aplicable. Después del trauma tiene aún más valor para él ya que respalda su recriminación referente a la reparación que supone al mismo tiempo el restablecimiento de la norma. Las normas están para ser escrupulosamente obedecidas, y, cuando son aceptadas por ambos compañeros, son buenas.

4) Por su tipo ontogénico, el futuro obsesivo no es un hombre agresivo ni conflictivo; espera, pues, que el otro rehabilite espontáneamente la norma, el contrato infringido. Si la reparación esperada tarda en venir el trauma sufrido se convertirá en él en un aguijón crónico: la injusticia vital sufrida le parecerá inmerecida. La espera de la reparación se convertirá en cierta sobrevaloración propia: él cumple mejor la norma que los demás. Y para confirmarlo, se volverá más escrupuloso con la esperanza de que esto induzca indirectamente al otro a cumplirla a su vez.

5) Si a pesar de su cumplir escrupuloso la reparación no viene, un primer germen de una posible futura crisis obsesiva puede surgir: la duda sobre la validez de la misma norma que adquiere en la experiencia el carácter de doble código: válido en las sanciones y deberes para mí, pero no en las recompensas; o válido para mí y no para el otro de igual manera.

El esqueleto abstracto de estos cinco puntos iniciales puede reducirse en la práctica de la vida cotidiana a unos casos triviales. La madre proclama una norma (y aquí no tenemos que andar con sutilezas jurídicas de si es norma, ley, precepto, disposición o un contrato):

"El que haga [entre dos hermanos] sus deberes para mañana a tiempo, recibirá doble ración de tarta". Pero la recibe María (que, la picara, no ha hecho casi nada) y para Pablo no queda más que la ración simple (aunque él lo ha hecho todo, y bien). Y la madre, tan tranquila, ni siquiera se da cuenta de la injusticia (y esto es precisamente lo peor, ya que quiere más a María que a Pablo, piensa él, ya aguijoneado). Pero se calla. Y espera que mañana... A primera vista parece que con los primeros cinco puntos no hemos esbozado ninguna especificidad obsesiva que conduzca a una anormalidad. Injusticias vitales, procedentes de las normas incumplidas, habrá en la vida de muchos, de todos, pero las reacciones de las personas frente a tal injusticia vital serán muy diferentes. Es aquí donde intervienen la ontogénesis incontrolable y el destino a los que casi podríamos identificar, sin ganar mucho con ello. También en la protoética, la postura del ser humano ante las normas, leyes, códigos, preceptos, etc., ante el Cs institucionalizado es muy distinta. Para unos, la norma es una seguridad, un apoyo formidable, sostén precioso e imprescindible, además de ser un informador de confianza en todos los casos de duda. Un criterio claro de la justicia, argumento de la igualdad, límite exacto de la libertad posible, un orientador e instructor sin el cual es difícil moverse. Los que tienen instintos lábiles, irregulares, dishórmicos (por ejemplo, los asténicos, los obsesivos), las buenas relaciones con el factor Cs estabilizado en normas son importantísimos. En cambio, para los que tienen instintinas exuberantes, la postura vital varía. Para algunos de ellos las normas son injustamente severas: hay que rebelarse contra ellas o cambiarlas violentamente. Otros, menos radicales, consideran que los códigos injustos pueden burlarse con un poco de habilidad. Y con un poco más de astucia, uno puede aplicar las normas contra los demás y en favor propio. Otros consideran que los códigos son un mal menor frente a la grave amenaza del bellum omnium contra omnes... Etcétera.

La relación habitual de una persona que procede del ajuste entre el factor exógeno y el factor I, y que forma el eje de lo que en personología llamamos temperamento, se trasluce también en las reacciones integrales de la reacción del organismo-persona frente a las normas. Los observadores se han dado cuenta de que en el obsesoide y en el obsesivo las funciones de las instintinas son inestables, dishórmicas, desiguales, y que para restablecer un desequilibrio de la maduración por autocorrección, el balance en la relación entre los factores Hf y C —lo que se traduce en el carácter conservador del obsesoide— es más estabilizador: los rasgos de meticulosidad, escrupulosidad, habituación y sistema en el trabajo, que confluye hacia la postura de la responsabilidad acentuada.

El contorno social inmediato de los obsesivos suele ser además un ambiente en el que el eticismo, la presencia y la predominación de las normas y de lo normativo prevalece: padres severos, ambiente religioso, a veces con dogmatismo y exclusividad, atmósfera de disciplina. El orden y la jerarquía de las cosas son cultivados y las normas a veces autoritativamente sostenidas. Mientras todo esto funciona sin infracciones por parte de los adultos, los niños con tendencias normófilas e instintinas lábiles encuentran en tal ambiente un contrapeso útil contra la labilidad propia: creen en la utilidad de la autoridad, en la justicia de las normas, y en su maduración hacen de ellas una muleta indispensable de su orientación vital. Y se resienten muy intensamente de cualquier intento del doble código.

Cuando tal infracción ocurre, su reacción y defensa están reguladas por el rasgo conservador de su carácter ontogénico y esto les hace distintos de los demás que sufren la injusticia vital: la espera de la reparación y la fe continua en la norma, a la cual tiene que readaptarse el otro, no ellos. Es una actitud tenaz y rígida que muy pronto se vuelve obstinada y justiciera. Pero ni abiertamente explicativa, ni cubierta por la self-pity, como en el caso del kurtoréctico. El repliegue sobre uno mismo tomará consecuentemente otros caminos bajo la constelación interfactorial caracterizada por I inestable, Hf ahorrativo y Cs, en su aspecto de norma, agresivo. Su contraagresión justiciera será imaginativa, como en el kurtoréctico, pero también muy diferente de él.

Para todos los humanos, la adaptación a las normas vigentes, al mundo social institucionalizado, va con dificultades desde la cuna hasta la muerte. El "contrato social" es laborioso. El individuo y la sociedad, la singularidad de la persona por un lado y la estereotipia de las reglas y mandamientos por el otro son fuerzas antagónicas. Al lado de lo conflictivo que llevan en sí las relaciones entre persona y persona por sus diferencias ontogénicas, existe también oposición entre la persona y la norma colectiva contra la cual no cesan de erguirse los deseos de la libertad de los instintos individuales. Forzosamente, y quién más quién menos, llegamos en este camino de adaptación a admitir la utilidad de las normas contra los riesgos de la no adaptación. La protoética normatizada y la aceptación de la norma facilita la coexistencia. El "cómo debes ser", para que no tengas de antemano conflictos con el contorno, está codificado en todas las sociedades humanas. Pero la aplicación de las normas frente al individuo-persona está en manos del hombre, y éste tiene inclinación hacia el error y la debilidad, de la que resulta que las mejores normas corren el riesgo de estar mal aplicadas y volverse injustas. Esto es sobre todo doloroso para los que han llegado a creer en ellas radicalmente y que necesitan su vigencia inmaculada y firme para la propia orientación vital.

Este es el caso del obsesivo. El kurtoréctico ni siquiera siente el peso de las normas. La huida de la soledad tan primordialmente biósica está condicionada tan sólo por sus relaciones con otras personas, depende de la comprensión de ellas, por encima o por debajo de las normas. Su orientación vital, podríamos decir, viene regida por puro Bíos; su conflicto en la desorientación no es con el Ethos social; la comprensión, el amor, la compasión que él busca son cosas meramente personales. En el futuro obsesivo, en cambio, el Ethos normativo será siempre implicado de una o de otra manera como elemento orientador o desorientador. Una tendencia constante en él será, pues, la de conciliarse con el Ethos aceptado: la espera de la reparación de la injusticia es su modo de compromiso necesario con el Ethos.

Si la espera es vana, o si el típico traumatismo que hiere su sensibilidad se reproduce, o si por desgracia se vuelve crónico, se abrirá en él una etapa de contraagresión.

 

2. La contraagresión imaginativa

1) La espera inútil de la reparación da lugar a distonías de impotencia frente a las reincidencias o a la cronicidad del trauma;

2) el compromiso con el traumatizante se rompe o se vuelve insincero;

3) el aguijón de la injusticia sufrida provoca la sobrevaloración propia: el otro es exclusivamente culpable por la infracción de la norma establecida de antemano entre el traumatizante y el traumatizado;

4) la defensa exige una restitución y la rehabilitación de la norma y sanciones expiatorias para el culpable;

5) se proyectan sanciones violentas, pero quedan confinadas a proyectos imaginativos y no llegan a la ejecución en actos exteriorizados.

La lógica oréctica de tal evolución hacia la desorientación obsesiva es un reptar solapado en el interior de la persona y un serpentear en zigzag de sacudidas antinómicas más bien que un estallo repentino de crisis. En este estado precrítico ni la víctima ni el contorno familiar se dan cuenta de un cambio de maduración. El contorno es además, en la mayoría de los casos, poco atento a lo que de verdad ocurre interiormente en el otro. Y el traumatizado, al que el cambio le coge en la edad tierna, es poco apto para ayudarse a sí mismo por las vías de un mejor autoconocimiento. En esta etapa ocurre que la vida cotidiana cubre con olvido la rastrojera de los aguijones, aunque éstos no se marchen definitivamente. La crisis puede desplazarse hacia un momento de futuro lejano. Pero los traumas no cicatrizados siempre son un peligro para la maduración normal. Aun con las nieblas del olvido, existen mnésica-mente si no han sido revalorados.

Si la evolución obsesiva se actualiza, el contorno se dará cuenta de cierto cambio en el niño, pero no con esto también de su significado. El niño, tan obediente, dulce y cariñoso antes, se ha vuelto terco, caprichoso y voluntario y el castigo no tiene efectos, hasta lo hace aún más perseverante y obstinado. No es que se le pueda reprochar gandulería y descuido en los deberes escolares, los hace quizá con más celo que antes. Desobedece en cosas más bien insignificantes, se obstina en no comer lo que se le da, no quiere ir a jugar cuando se le dice, ni se aviene a razones. Calla, endura los castigos y otra vez vuelve a lo suyo. " Es un carácter difícil", dice la madre, que se irrita por haber perdido la autoridad sobre él. Es verdad que a veces, como si le cogiera un arrepentimiento, viene con buenas notas a casa, pregunta a los padres: "Soy un chico bueno, mamá, ¿no soy un chico bueno?". Pero los padres no saben traducir bien estas frases ni su verdadero significado: "Siendo tan bueno, ¿no podrías reconocer que fuiste injusta conmigo aquel día cuando...?". Le brinda la ocasión para que puedan reconciliarse por dentro y restituir el valor de la norma quebrantada. Pero la madre ya no se acuerda de nada, el niño no se explica, y vuelve a su obstinación, a su "maldad". Sin saber por qué, la siente justa y justificada.

O es el caso de una joven cuyo padre, adorado por ella, severo, autoritario, pero hasta ahora siempre justo, se opone de repente a su matrimonio con el hombre al que ella ama. El padre presenta también sus argumentos contra tal hombre, se explica; y no se puede decir que algunos de sus argumentos no sean válidos ni incomprensibles. Pero ¿no ha dicho siempre que no hay que casarse sin amor? ¿No ha dicho siempre que sobre el matrimonio tienen que decidir únicamente los que quieren contraerlo y que nadie debe mezclarse en el destino de los dos? Ahora es precisamente él quien quiere intervenir decididamente en contra de lo que decía antes y ni siquiera cree que ella ama a este hombre. Pacientemente, la joven espera que. el padre se avenga a sus convicciones anteriores por las que le adoraba tanto, entre otras cosas. Pacientemente, le da tiempo para que se convenza de que es un verdadero y sincero amor el que la inspira y que aquí se cumple realmente la condición que el padre consideraba siempre como suprema para el matrimonio. Pero la actitud del padre no cambia y más bien se agudiza en invectivas contra el hombre al que ella ama. "Es un don nadie, es indigno de ti." Ella no puede casarse contra la voluntad de su padre, pues la disciplina del respeto la ata. Le falta fuerza para fugarse con su amado. Toda su educación lo impide. Pero desde tiempo, ya no vuelve a hablar sobre el asunto con su padre, mientras que en su interior la imagen adorada ha cambiado mucho: el padre justo es un mentiroso, un hipócrita; el hombre cariñoso tan sólo un tirano, indigno de su estima. Merecería que ella se fugara. Callada y reservada, mientras el padre cree que ha vencido "esa insensatez", la hija trama en su imaginación el castigo del padre: le ve furioso o afligido ante su fuga con el amante, sintiendo ella una satisfacción profunda por el castigo cumplido. Sin embargo, ni la fuga ni el castigo se cumplen. Ambos se quedan en proyecciones imaginativas.

O se trata de un escritor, un novelista cuya ficha sacamos de nuestro archivo de los obsesivos. Con sus dos últimas obras no ha logrado el éxito que esperaba. Los críticos le han reprochado demasiadas cosas, y algunas de ellas las acepta también él mismo. Dudas sombrías sobre el alcance de su talento le están torturando: ¿son debilidades pasajeras o se ha equivocado él sobre el fondo mismo de sus capacidades de creador? Lo más doloroso es que su esposa, antes tan entusiasta de su talento, ahora parece estar de acuerdo con la crítica. Puede ser que todos tengan razón, pero en el comportamiento de su esposa hay algo más. Ella sabe bien que sin seguir por su camino de escritor, él se derrumbaría. Sus primeras novelas eran obras buenas, justificaban su propia fe en su talento en el que él sigue creyendo. Ahora ella no le ayuda a salir de esta crisis. Vaga e indirectamente incluso indica que quizá su esposo debería abandonar este rumbo difícil de la novela y ocuparse en otras cosas más provechosas, quizás aceptar esta oferta de corresponsal en el extranjero. ¡Como si la literatura no fuera su vocación, ni su pasión! Esta infidelidad a su persona no le parece desconocida al escritor, sino más bien algo que desde siempre le ha acompañado, como una mala suerte, en su maduración. Su madre tampoco ha mostrado nunca comprensión por su afán literario. Ella también ha sido infiel a su persona aunque, evidentemente, le amaba. La norma inmanente del amor es la de aceptarnos tal como somos y ayudarnos en que lo seamos a pesar de nuestras debilidades. Pero ni siquiera con sus primeros éxitos evidentes, la madre nunca llegó a corregir su actitud. ¡Qué hubiera dado él por una sola exclamación de ella: "Has triunfado, hijo mío. Me he equivocado yo"! Un aguijón agudo y doloroso, viejo de tantos años, hubiera sido extirpado para siempre. La madre ha muerto sin reconocerlo. Y ahora es la esposa quien se coloca en el mismo sitio de aquella traumatizante.

¿Qué destino es el suyo? ¿Que precisamente los seres de los que más justicia y apoyo podría esperar frente a los riesgos de la vida, le abandonen injustamente, rompiendo una de las normas más íntimas de la convivencia amorosa que él creía establecida firmemente entre ellos y sí mismo? Decide no discutir más sobre la cuestión con su esposa. Es en el fondo asunto suyo, lo de seguir escribiendo y dar lo que puede, que es probablemente, no, seguramente algo que vale. Pero una tormenta solapada se está fomentando en él contra tal esposa infiel. En su imaginación exuberante la imagen de la esposa cambia radicalmente y su sentir se vuelve agresivo, punitivo, aunque la vida exterior cotidiana sigue en su aspecto habitual.

Un pastor protestante tiene dos hijos estudiantes. Los dos son comunistas y ateos convencidos. Se burlan de todo lo que dice sobre Dios y el Evangelio, critican con sarcasmo insolente sus sermones. El es en cambio muy paciente con ellos, sabe que debe perdonarles, les ofrece también la otra mejilla, y espera que su agresividad cambie. Las generaciones son diferentes y ellos, jóvenes de poca experiencia, se sienten apasionados por una nueva justicia social. Mientras convivan juntos en la misma casa y coman en la misma mesa hay que tolerar estas profundas diferencias. Si toda la discusión parece inútil y resulta violenta para todos, hay que encontrar por lo menos un modus vivendi, un compromiso. Y deciden de común acuerdo, un día, no hablar más sobre los temas que les separan tan profundamente. Pasan unos meses bajo la regla de este acuerdo, no sin tensiones solapadas. El pastor cree ya en un cambio, el respeto de los hijos hacia el padre parece restablecido. Pero, quizá por su propia falta, y por una mínima razón, la discusión prorrumpe otra vez, ahora más violenta que nunca, y grosera por parte de los hijos, durante la cual al pastor se le antoja de repente que el mayor de ellos emplea los mismos gestos y casi las mismas palabras insultantes que el pastor oía, en su juventud, de la boca de su abuelo, un industrial alemán rudo, que se burlaba de la misma manera de los sacerdotes y de la Iglesia como ahora su hijo. Ni su padre ni él estaban por aquel entonces de acuerdo con el abuelo; tenían sus arrebatos y su grosería. ¿Por qué le persigue ahora el mismo destino? Retirándose a su habitación, más bien huyendo, le espera una sorpresa: se oye a sí mismo pronunciando en voz alta, un eco ya pleno de ira: "¡Hay que echarlos, hay que echarlos de la casa!". Toma la Biblia, quiere leer un pasaje, pero no puede. El eco aquél vuelve con una fuerza inusitada. El, servidor de Dios, ¿echar a sus propios hijos de la casa? ¿Qué pasa, qué ocurre en él?

Por desgracia, esto no es todo.

Algún trauma más y la crisis de la postura vital, crisis obsesiva, podrá estallar. Transcribo aquí textualmente las respuestas de los agresivos traumaturgos a sus respectivas víctimas en los últimos tres casos:

El padre a su hija en una ocasión de distensión entre ellos: "No sabes cuan contento me hace el comprobar que ya no corres tanto tras aquel miserable".

La esposa al novelista: "No he querido ofenderte, pero ya lo ves tú mismo que esto, tus novelas, ya no marcha".

Los hijos del pastor, en una carcajada: "¡Basta de sermones! ¿Crees de verdad que tus viejos trucos de hipócrita según Mateo nos pueden convencer?".

 

3. La etapa compulsiva

6) La contraagresión imaginativa punitiva se desencadena irresistiblemente: las imágenes que proyectan la destrucción del culpable son incontenibles;

7) la destrucción abarca también a las normas y sus valores;

8) estalla la angustia cuádruple;

9) la inversión de la postura vital habitual presenta el dilema de la supervivencia;

10) la huida del patior insoportable bajo este dilema extremo conduce a la enfermedad y en tal caso al invento del rito anancástico; o al suicidio, la amnesia o al colapso delirante.

Hemos dicho que la inestabilidad de las instintinas provoca en el obsesoide una gran necesidad primordial de vivir en buenas relaciones con las normas y conciliarse con los favores del factor Cs de esta manera. Su maduración y su postura vital habitual requieren una estratificación sólida de valores protoéticos, un orden y jerarquía mnésica de ellos en sólida construcción. Si este orden y esta jerarquía se quebrantan, la labilidad del factor I se hace otra vez dueña de la integración ICEHf. Una consecuencia de ello es también la inestabilidad del potencial ecfórico de las mnemopraxias. No solamente en las alucinaciones —estas ecforias arbitrarias y compulsivas— sino también en toda clase de ecforias desordenadas, marginales, la labilidad de las instintinas es una primera condición. En una sólida estratificación protoética de la persona el prisionero contra el cual se hace esta edificación de seguridad es el asesino potencial en nosotros. No solamente aquel que mata con cuchillo o con fusil, sino toda la serie de sus subcategorías: el estafador, el opresor, el cruel, el injusto, etc., que buscan la oportunidad del odio, de la ira, la envidia, los celos y de otras emociones negativas para salir a la superficie de actos desde su prisión vigilada por los guardianes proéticos. Su presión hacia la liberación es fuerte en cada hombre. El asesino potencial en nosotros se aprovecha de todas las oportunidades para salirse con la suya. Al obsesoide tal oportunidad se le brinda cuando surge la infracción de la norma y se acentúa la inestabilidad instintiva. Como hemos visto, esto requiere también otras condiciones: el quebrantamiento de la norma frente a un punto particularmente sensible de la persona; que la espera de su rehabilitación ss frustre o que el aguijón se clave más profundamente por el traumatismo repetido y que la necesidad de contraagresión imaginativa se presente. Por esta grieta sale con prontitud el reprimido asesino potencial con una fuerza tanto más compulsiva cuanto más forzosa fue su prisión bajo las tendencias proéticas: el hombre que cultivaba su orden ético ahora se ve de repente invadido de amenazas emocionales que hacen de él todo lo contrario de lo que creía ser.

Esta inversión anankástica de la postura vital en el obsesivo es, desde el punto de vista oréctico, afectivo, una de las situaciones más complejas que pueden darse y no pueden comprenderse si no llevamos el análisis con mucha precaución, ya que sus múltiples contradicciones pueden desviarnos. Una de ellas, la básica, es que para defenderse contra la agresión del factor Cs, el obsesivo acude a las emociones contraagresivas que su tipo de maduración y todo su pasado rechazan a priori como impropios de su postura vital habitual. La ira, la rebelión, el miedo y el odio le repugnan. Y, sin embargo, con la apertura de la crisis, es a estos enemigos suyos a los que se aferra imaginativamente para resistir al patior insoportable. Un destrozo grave de su línea de maduración se produce a raíz de esta situación compulsiva.

La dulce y fina hija odia a su padre hasta desearle el último mal y la muerte; el escritor está invadido de deseos de estrangular a su esposa; el pastor humilde maldice a sus hijos y los echa de la casa: todo esto en proyecciones imaginativas, todo desde dentro. Pero esta imaginación ha adquirido una claridad y una fuerza inusitadas, y las proyecciones destructoras son de una concreción espantosa: la hija se ve a sí misma envenenando a su padre; el escritor ve cómo se cierran sus manos alrededor del cuello blanco de su esposa; el pastor está en la puerta de su casa y vocifera una serie de maldiciones tenebrosas sobre los hijos que nunca podrán volver y a los que la maldición alcanzará siniestra, inevitablemente. Los detalles de estas imágenes son implacablemente precisas y su realización está a un milímetro de la ejecución. Se quedará dentro, pero el obsesivo ya no está seguro de que siempre ocurriría así, tan fuertes son las ganas de destrucción que anidan en él.

Pero hay más. Las personas contra las que se dirige la contraagresión compulsiva también han sufrido una inversión catastrófica en la valoración del obsesivo: el padre es ahora alguien capaz de cualquier vileza, incluso del incesto; la esposa del escritor es una vulgar mujer de la calle; los hijos del pastor, asesinos. Y esto también se antoja en relieves imaginativos, son historias realmente vistas, no son hipótesis, dudas, ni ideas vagas. En otros casos el jefe venerado del obsesivo se convierte en un mercenario o espía, su hermano en un Caín consumado, la madre adorada es una bruja. Todos ellos, esos tiburones, escorpiones, chinches indignos no merecen otra cosa que perecer, si fuera por lo que las imágenes del obsesivo hacen de ellos.

A veces la inversión es total y atañe a las normas mismas, a la autoridad que las sostenía antes, y no para ni ante Dios ni ante los lugares sagrados. El hombre correcto y decente ahora se oye de repente proferir irresistiblemente palabras blasfemas y groseras; el devoto a su Dios entra en la iglesia y allí le sobrecogen las imágenes más sacrílegas del mundo: la Virgen y los santos están en el altar en enlaces carnales...

¡Lo que pueden hacer del hombre sus sentimientos negativos! Y ninguna ética normativa, aunque sea individualmente aceptada, nos salva por sí misma del odio, ira, miedo, y semejantes sentimientos negativos, a pesar de la postura vital eticizante. Solamente podemos encararnos con ellos, pero difícilmente podemos impedir que tal sentir se produzca, estalle. Siempre que sepamos cómo oponernos a él.

A estas alturas, el anankoréctico ya no lo sabe.

Si esto fuera un delirio pasivo, una locura que la víctima ya no puede discernir de lo normal, no habría sufrimiento. Pero fuera de este sector endiablado el obsesivo anda aún por el mundo con todo su sensorium intacto, puede verse desde dentro y hacer constar todo lo que ocurre en él. Su introspección puede notar también la realidad interior de tales sensaciones y emociones. También su autognosia ha quedado intacta. Su persona anterior está copresente: asiste a su propia inversión.

La intrafunción agon-gnosia-autognosia (a, g, gg) no se disuelve como en el verdadero delirio; el obsesivo en la concienciación de los eventos interiores puede decir de sí mismo: ahora me ocurre aquella locura mía, ahora soy normal. Lo que no puede hacer es impedir que las imágenes perturbadoras se impongan, a pesar de su capacidad valorativa conservada. Puede alcanzar la realidad de sus eventos interiores, pero no tiene poder de revalorarlos ni construir una empalizada contra las escapadas mnésicas. Y el eticista en él consta: "soy un vil asesino, un satanás sacrílego, un destructor abominable, el último de los seres humanos, un monstruo", haciendo estas comprobaciones como si se tratara de otra persona. No obstante, no es ningún desdoblamiento en la estratificación de su persona como en el esquizofrénico, es tan sólo una fiebre afectiva; la escena interior de su orexis es tumultuosa, pero las funciones orécticas mismas no se han alterado, ni la integración factorial se ha escindido, y una de las más terribles angustias agitantes hace estragos en él, el huracán de la angustia cuádruple, la tetraorectosis y su infernal tortura.

 

4. La angustia cuádruple

Por dondequiera que se vuelva, buscando salida, sólo encuentra amenazas y azotes:

a) La amenaza de la frustración. El arco de la espera está definitivamente roto: no habrá reparación de la injusticia vital por parte de los culpables. Todo compromiso con ellos es una alternativa vana. Le ocurrirá siempre lo mismo con ellos, es su destino irreparable: la distonía de la impotencia le invade. No hay salida por esta puerta. La sistematización del trauma es completo también para todo lo futuro.

b) La amenaza de la compulsividad. En un primer momento sus imágenes de la contraagresión violenta, punitiva, sus sentimientos de ira y de odio le procuran satisfacción, aumentan su autoafirmación, compensan su injusticia de una manera justiciera y justificante. Aún tiene la esperanza de que su furia será pasajera, y lo desea en el fondo. Pero al aumentar la presión interior del asesino potencial liberado en su imaginación, le horroriza la posibilidad de que un día ejecute los proyectos que siempre se han parado en la frontera de la no ejecución hasta ahora. Pero ¿se pararán así también mañana? También puede verse a sí mismo tal como aparecería mañana después del acto ejecutado, irreversible. ¿Sería un acto de locura» o bien fomenta él mismo la locura para que le sirva de excusa? Cada vez más, las emociones de ira y de odio le producen un sufrimiento intolerable pero no puede eliminarlos. No hay salida por este lado.

c) La amenaza de la intropunitividad. La paleopersona en él no ha muerto y defiende sus valores. Su modo de maduración estuvo siempre tejido por fuertes fibras proéticas y su persona estratificada reclama sus derechos antes de capitular. Los valores establecidos han sufrido el azote del huracán, y se ha perdido el techo, pero las vallas de lo pasado resisten aún y el fundamento no se ha quebrantado. Frente a las ganas de destruir al otro, culpable, surge el agudo reproche que le acusa a él mismo: "Si ellos son culpables, ¿quién eres tú? ¿No eres con tus proyectos diabólicos cien veces peor que ellos? A lo mejor lo eras desde siempre, pidiendo a los demás que sean mejores mientras tú eres, como se ve ahora, poco merecedor de su justicia. Todo tu pasado era el de un hipócrita, y lo que se te delata ahora es tu verdadero rostro, rostro de asesino. Mírate en tu espejo, ¿no lo ves claramente? ¿No ves que ellos han tenido razón y no tú?". Otra puerta cerrada, mientras el azote de estos reproches siga fustigándole.

d) La amenaza de la norma invertida. Otro sentir le acosa: si uno puede llegar a ser tan fácilmente un asesino de los seres a los que se ama, o se pretendía amar, ¿qué valor tienen las normas, cualquiera de ellas, aun la más sagrada? No hay diferencia entre el asesinato proyectado, ideado, y el realmente ejecutado, si los deseos de hacerlos son tan inconfundibles dentro de uno mismo. Si no fuera por cobardía, dice él, lo hubiera hecho también en realidad. Me creía exento de tales hazañas monstruosas y era mentira. Los preceptos, los mandamientos, las leyes no tienen valor. La norma es una falsedad. El código es doble, porque yo también soy doble. Y deseo matar, cuando la norma me parece poco provechosa para mí. Somos unos criminales todos, y yo el más abominable entre ellos. La vida es un horror; el hombre, una escoria. Tampoco por este lado hay salida...

 

Con el prorrumpir de la angustia cuádruple la plena crisis obsesiva ha estallado. El obsesivo corre interiormente de una pared a otra, pero no hay puerta en ninguna de ellas. El espacio de sus valoraciones angustiosas se reduce cada vez más, su tiempo se corta. Y lo más terrible de todo es que no puede comunicárselo a nadie, porque si empezara a confesarse nadie le creería, o le internarían en un manicomio —de esto está seguro—, mientras que él, con todo este infierno dentro, aún va a la oficina, aún se mueve normalmente en el seno de su familia, rehuye la soledad, va a las tertulias. Pero no hay escape, aunque su autognosia le insinúa que esto es inaceptable, insoportable, irresistible. En medio de todos, las diabólicas imágenes siguen con su danza. En este círculo vicioso los esfuerzos propios para restaurar el orden resultan vanos, y sólo mantiene una tensión creciente hacia cualquier solución. El suicidio es frecuente, las amnesias cubriendo al menos una pared de tortura, suelen ocurrir. La enfermedad obsesiva se exterioriza y se hace patente también para los demás cuando la huida del patior insoportable se manifiesta en este invento misterioso del enfermo que es el rito de la conversión obsesiva.

 

5. La vieja técnica de la redención

El gran problema del obsesivo es su relación con el factor exógeno. Aunque toca más bien a la parte social del contorno (Cs), éste está inseparablemente ligado al gran ambiente cósmico (Ce) y las personas que intervienen en nuestra vida subjetiva no pocas veces parecen un mandato de las potentes fuerzas cósmicas, llamémoslas como sea: Dios, Primum Movens, Suerte, Destino, Azar. Supersticioso o religioso, científico o ignorante, artista o tecnólogo, práctico o abstracto, desde los tiempos inmemoriales el hombre trata de conciliarse con estas fuerzas superiores por métodos variables de lógica antrópica que fundamentalmente reside en la convicción de que con ciertos sacrificios, menores que la muerte propia, podría establecer un compromiso favorable con estas tuerzas tremendamente superiores a él y suavizar su reino implacable, cruel y ciego. De aquí la larga procesión histórica de los sacrificios, ritos expiatorios, solemnes votos de sumisión, etc., que conocen todas las épocas de la humanidad; de aquí también las magias de contactos místicos con los astros y divinidades, y, como prevención contra la mala suerte, toda clase de totemismo y de "amuletología". Esta pequeña estrategia del hombre atemorizado por la "sed de los dioses" revestía a veces rasgos de gran crueldad en los sacrificios institucionales, y otras e! aspecto ridículo de soborno y de chantaje a los dioses o de un arreglo mecánico y comodón con ellos. Sin embargo, ni las cabezas más limpias de prejuicios han podido liberarse completamente de las nieblas de la superstición ni liquidar de antemano los arreglos con el Azar y el Destino: casi todos tenemos nuestros días de bueno o de mal augurio, números que significan algo más para nosotros que su valor algebraico, signos misteriosos cuyo significado no concuerda con las premisas racionales, avisos de no subir a un avión, sueños o incluso percepciones extrasensorias.

Todo este vasto inventario místico y misterioso, arquetípico y omnihumano poco nos sirve para explicar en el obsesivo su invento subjetivo de rito de redención. La única cosa que podríamos invocar aquí es el hecho de que, siguiendo la gran pauta "culpabilidad-sacrificio-sanción", cualquier niño aprende muy temprano que las sanciones extremas —de las que los dioses-adultos de su contorno inmediato parecen siempre muy sedientos— pueden evitarse con ciertos sacrificios intercalados entre la culpa y la sanción. Con ciertas ceremonias y ritos consagrados, confesando sinceramente, pidiendo perdón, mostrando arrepentimiento, haciendo solemnes promesas pro futuro, etc., uno puede evitar el mal de las sanciones o disminuir al menos su implacabilidad. Es siempre una humillación, pero es un mal menor. También se aprende que todo este sacrificio ni siquiera tiene que ser sincero. La sociedad humana se muestra bastante sensible a ciertas formas de tal rito y no siempre investiga su sinceridad. El mecanismo de tales arreglos redentores, de expiación simbólica, es un aprendizaje para el cual no hay que ir a un curso especial. La familia basta. A esto se añade también otro aprendizaje de métodos en la coexistencia social: muchos de nuestros actos en los que se liberan nuestros instintos, están condicionados (injustamente, pensamos a menudo) por ciertos sacrificios rituales, ceremoniosos, impuestos por la sociedad (de manera molesta, pensamos, cumpliéndolos), pero que nos conducen a cierta satisfacción de nuestros deseos: "Si te lavas las manos antes de comer tendrás el postre". "Si besas la mano a la tía Dorotea (¡una mano horrible!) podrás ir a jugar con los compañeros." "Si declamas esa poesía ante los invitados te compraré los lápices de color que me pides." Uno tiene derecho al postre de todas maneras, y a ir a jugar, y a los lápices, pero, bueno, haremos estos sacrificios para después salimos con lo nuestro. Este mecanismo coexistencial, de "necesidad-sacrificio-gratificación concedida", esta técnica estratégica de la adaptación social, es de gran uso en las sociedades humanas y se aprende gratuitamente.

Para emplear en su estado gravemente angustioso estas viejas técnicas de redención, al obsesivo no le falta experiencia en cuanto al ritualismo como método de gratificación, como mal menor, y hasta como salvación. Sus ecforias ardientes de agresión imaginativa, que llevan en su inundación compulsiva tantas cosas inútiles, pueden fácilmente arrastrar algún esquema mnésico de co-reidad cuya matriz tiene aquel significado de "si te lavas las manos tendrás postre". Pero hay también aquí algunas preguntas a las que no encontramos respuesta. Una de ellas es: ¿Por qué un obsesivo, después de pasar por el "punto ananké" sin suicidio, sin amnesia ni colapso, y en vías de encontrar el camino hacia la conversión, se lava cien veces al día las manos; el otro se postra ante el personal del hospital como un musulmán; el tercero corre diariamente a varias iglesias para confesar; el cuarto murmura ante cada comida, o cada acto público, unas fórmulas incomprensibles, etc.? Analogías con cierto ritualismo redentor en la infancia podrían encontrarse, pero tal búsqueda es difícil y larga. Es cierto, sin embargo, que desde el momento de la conversión tenemos ante nosotros a un hombre muy cambiado. Si lo hemos conocido en su fase de angustia aguda cuando nos daba unas respuestas incoherentes, éste de ahora, redimido de su tortura, es un hombre nuevo que puede dialogar coherentemente y colaborar con su médico. Este le hace falta: es con la conversión ritual como la enfermedad se ha declarado. Sólo el patior es ahora soportable, pero la amenaza de que la angustia y todas las torturas vuelvan, no está eliminada con el rito. El pronóstico de su curación definitiva no es muy favorable.

Su "solución" es ridícula a los ojos de los observadores. Es ridícula a sus propios ojos también. Pero ¡qué alivio frente a aquel tormento! Bendito sea el rito, si con él ya han desaparecido el odio y la ira, y ya no quiere matar a su padre, a su esposa, a su hermano, a nadie; que puede entrar en la iglesia y rezar como antes, sin que tuviera que blasfemar o ver aquellas escenas sacrílegas de sus seudoalucinaciones; que haya podido huir incluso de sus autoacusaciones y que pueda estar solo sin temer que se sienta impotente ante su propio destino. Que se rían los demás de su rito. ¿Qué saben ellos de su infierno?

¿Truco ridículo? ¿Magia barata? Benditos sean...

Pero depende completa y compulsivamente de su obediencia al rito. Lo cumple con la misma escrupulosidad, meticulosidad con que solía cumplir sus deberes más elementales, o escolares, etc. No debe omitirlo, no puede olvidarlo, ni quiere descuidarlo. Apenas siente la necesidad de lavarse las manos o de pronunciar sus fórmulas, etc., y ya corre a satisfacerla. Aquellos monstruos, capitaneados por el asesino potencial, han sido encerrados, pero hay que averiguar una y otra y otra vez si no han encontrado algún camino subterráneo para liberarse junto con toda su diabólica comparsería. No están muertos y él siente su presión en la puerta.

El obsesivo se cura tan sólo si su fe en las normas se restablece y vuelven éstas a regir su maduración protoética. Si los viejos aguijones de la injusticia vital se extirpan. Si la necesidad de su contraagresión cesa y si sus autoacusaciones pierden justificación. Y naturalmente, si el fatal factor Cs no vuelve con sus traumas para clavarlos precisamente en un punto sensible, en algún sitio maldito. El rito de conversión es una droga con todos los peligros de habituación como la morfina, con la diferencia de que no hay que ir a buscarla a las farmacias, ya que el obsesivo, para su fabricación, tiene el laboratorio en su propia casa.

 

6. No hay desdoblamiento de la persona

La tendencia a la inversión de la postura vital en el anankástico es radical: de acusador de los demás se convierte en autoacusador; de sobrevalorativo de sus propios méritos, en subestimador; de justiciero, en injusto; de adepto de la norma, en su destructor. El mismo puede comprobar este cambio de un extremo a otro y sentirse preso de locura. Pero es precisamente esta concienciación la que demuestra que no existe un desdoblamiento de la persona en el sentido esquizoréctico: no hay vacío en la metafase de la valoración emocional. La angustia tetraoréctica no podría estallar si la paleopersona en él no luchara por su rehabilitación. No obstante, entre la melancolía angustiosa y la angustia del obsesivo hay una diferencia oréctica en cuanto al tipo de la valoración habitual. Ambos poseen, ante la crisis, la valoración verídica, pero el melancoloide goza de la verdad en sí, y esto se refleja en su tonus ambivalente, mientras que el obsesoide está preferentemente interesado en el mantenimiento de la norma Cs. Su angustia es un síntoma de que la paleopersona ha emprendido la lucha con el propósito de restablecer el orden y la jerarquía de los valores y de la norma, ahora ya a cualquier precio. Y su conversión al rito es un "cualquier precio". Tiembla, preso de desesperación, porque según la ley de su pasado, él no quiere matar, no quiere que el diablo sustituya a Dios, y que las personas amadas se vuelvan caricaturas. En resumen: desea que este desvío de la persona en su interior, bajo el mando del asesino potencial, no se realice y no sustituya a la antigua. Ante la inaguantable tortura de la angustia cuádruple está dispuesto a hacer cualquier sacrificio, aunque sea la humillación, la renuncia a lo justo de su posición, y aunque "ellos" no reparen la injusticia. En este torbellino se agarra a cualquier rama flotante que pueda parecerle un salvavidas. Si el rito simbólico le salva de la angustia, lo aceptará también como expiación por todo lo que la vesania cruel del asesino potencial ha hecho de él. Su angustia es, pues, diferente de todas las demás angustias. Y diremos aquí de paso que es totalmente erróneo tomar la angustia como entidad nosológica, como una enfermedad en sí, e inventar fármacos contra la angustia. Toda angustia es tan sólo un síntoma dentro de un cuadro específico de la desorientación vital, un síntoma de la crisis en la cual la maduración de la persona se halla. Tampoco es lícito hablar globalmente de la angustia vital. Hay que definirla como emoción típica, esto sí; pero la amenaza proyectada en ella es ontogenéticamente muy distinta en cada persona y en cada tipo de la DOV. No valoramos de igual manera ni la amenaza de la muerte, ni la de la brevedad del tiempo disponible para vivir, ni el sinsentido de la vida, ni las propias dudas sobre los valores, que se suelen dar como engendradores de la angustia vital. Tampoco podemos equiparar la angustia del obsesivo, del melancólico agitante, del kurtoréctico entre ellos, ni curarlas con los mismos tranquilizantes y calmantes. Por encima y por debajo de tal síntoma hay que ir al análisis oréctico de la persona. De factor a factor, de una fase a otra, de una etapa de maduración a otra, de un modo de soportar y resistir la vida a otro. De un patior a otro.

Me acuerdo de dos casos cuyo estudio me inspiró algunas ideas sobre las disorexias obsesivas, referentes a la angustia y el doble código:

Un amigo mío, brillante profesor de historia, un intelectual de gran talla, hombre sensible y refinado, tenía en nuestro círculo fama de ser al mismo tiempo un hombre raro y, por algunos rasgos y costumbres, un tanto ridículo. Todo el mundo sabía que, antes de sentarse para comer en la mesa de nuestra tertulia, iba a realizar unos gestos con la mano en el pecho y con ciertas ligeras inclinaciones de cabeza hacia cuatro lados, susurrando unas palabras o sílabas como si rezara. Sabíamos que no eran rezos religiosos, ya que era un agnóstico convencido. Estábamos tan acostumbrados a su rito que no le hacíamos caso. Fuera de esto, era un hombre completamente normal, un compañero agradable, dotado además de un humor encantador. Gran conocedor de ciertas sectas orientales, yo le suponía adepto a alguna de ellas y cumplidor de un rito secreto de los que por cualquier razón no quería hablar con nadie. Pero empecé a fijarme en la enorme diferencia entre sus miradas antes y después de cumplir su ceremonia y creí encontrar en la de antes una pronunciada angustia, mientras que después su cara y toda la expresión cambiaba de repente. Repetía sus gestos a veces durante nuestros largos paseos nocturnos, en medio de una conversación: la misma mirada angustiosa precedía siempre al rito, y la misma expresión de satisfacción aclaraba su rostro después. Con mucha atención y discreción me acerqué a su sufrimiento. Sus largas confesiones, escuchadas hace unos cuarenta años, me indujeron por primera vez a comprender un poco la desorientación que le atormentaba. Casi todos los elementos que acabo de mencionar como constitutivos de la obsesión me fueron revelados indirectamente por este amigo. Menos la tesis sobre el doble código.

La importancia de éste, y su realidad, la debo a la intuición que me inspiró el caso de un niño de catorce años:

Durante los terribles días del bombardeo «punitivo» nazi de Belgrado, en abril de 1941, me encontré en un refugio en compañía de una señora y sus dos niños, hermano y hermana. El chico se comportaba, en medio de aquel pánico, admirablemente y me ayudaba mucho en mis intentos de socorrer a la gente. Cumplía escrupulosamente mis instrucciones; y a pesar de su constitución no muy robusta, parecía incansable, sin mostrar ningún miedo a las bombas ni al incendio. En cambio, le vi palidecer y temblar en un momento en que su madre empezó a distribuir la escasa comida entre él y su hermana. Queriendo darle a ella el primer trozo de pan con queso, el niño exclamó: «Yo, yo soy el primero. Papá ha dicho que yo soy el primero». (El padre estaba en el ejército.) «Pero ¿no ves, Dushko, que la pequeña se muere de hambre?», le reprochó la madre. «Le daré mi pan, pero yo soy el primero, ¿entiendes?, papá lo dijo. Papá lo dijo.» Perpleja ante mi presencia, la madre cambió el orden. El chico cogió con gran satisfacción el pan, y se lo dio en seguida a su hermanita. Y no quiso aceptar otro ni de su madre, ni de mí.

Dos años después encontré a la misma señora en otro refugio. Esta vez nos bombardeaban los norteamericanos, para cambiar. Pregunté por el chico, que no estaba con ellos. Desesperada, la madre me contaba que ahora ya no viene nunca con ellos al refugio. Dushko se ha vuelto incomprensible, malo, grosero con ella, obstinado en todo. El padre estaba con Michailovich en la resistencia y muy a menudo Dushko la amenazaba con ir también al monte. «Un chico siempre tan bueno, mi orgullo; ahora es un salvaje cínico, y tan encerrado que no sé ni lo que hace ni lo que piensa. ¡Oh, esta maldita guerra...!»

La guerra, para el chico, no eran los alemanes, sino la madre. El padre había establecido unas normas que la madre olvidaba. El código de la convivencia que necesitaba Dushko, y lo quería recto y justo, se había vuelto doble e injusto, probablemente en muchas otras cosas que significaban su "prioridad". El padre tendría que volver para restablecerlo. Mientras tanto, ya ardía el aguijón de la injusticia vital en su sitio maldito de la sensibilidad. Por lo que me contó la madre, la rebelión interiorizada ya hacía estragos en él. Con la tríada "trauma del doble código espera vana de la reparación-contraagresión imaginativa" las condiciones para una DOV obsesiva están peligrosamente reunidas.

 

Resumen de la postura vital anankoréctica, vista macrorécticamente

1. Constelación factorial típica: Cs agresivo en su aspecto de norma con doble código; I, débil e inestable; E y Hf, normales.

2. Orexis fásica típica: funciones c-e-v-a-t normales;
sensibilidad acusada en las valoraciones emocionales éticas;
codaje volitivo y ejecución del acto escrupulosos.
3. Patior: esfuerzo patérgico: constantemente sostenido en favor del ajuste con el Cs agresivo;
tensión dinamórfica: hacia los actos de compromiso con el Cs agresivo;
patotropismo sinergético hasta la crisis.
4. Tipo de valoración habitual: realista y verídico en general;
en las valoraciones éticas, fuerte apego a las normas aceptadas como balance de seguridad contra la inestabilidad instintiva;
insistencia en que la validez de la norma se mantenga y se reconozca por el contorno;
la defensa de la norma es la suya propia;
fácil resentimiento por la injusticia vital.
5. Ecforias mnésicas: hasta las crisis normales, después parcialmente compulsivas en el sector morbo;
estratificación del orden y de la jerarquía de valores: firme y con estricta atadura protoética;
en la crisis: a pesar de las representaciones compulsivas, no hay desdoblamiento en el registro mnésico.
6. Autovaloración: subestimativa de las fuerzas propias antes de la crisis;
frente a la injusticia vital, en reacción tensa y rígida esperando la' rehabilitación de la norma por los demás;
en la crisis: creciente sobrevaloración propia por identificación con la norma infringida;
aceptación-soportación-resistencia fuertemente perturbadas por la angustia.
7 Maduración de la persona: concienciación: clara, introspección mantenida también durante la crisis; representaciones compulsivas sentidas como realidad interior;
coestesia vital: introcepción de la paleopersona mantenida;
tipo de maduración: autocreación en el sector agredido concentrada en el compromiso con el agresor hasta que tal espera se muestre inútil; en el punto ananké, el tipo de maduración tiende a cambiar bajo el trauma del doble código;
amenaza de la inversión de los valores, atañe:
el valorandum sobre la persona agresora; el optativum tiende a su aniquilación;
el optimum de tal autorrealización queda confinado a la contraagresión imaginativa;
la inversión de los valores amenaza la norma misma bajo el impacto de compulsiones;
la inutilidad de la norma provoca la distonía de la impotencia y la angustia ante la pérdida de la postura vital, con frustración de la espera, horror frente a la contraagresión, sentimiento de culpabilidad propia;
persona interior-exterior: la crisis es confinada a las vivencias interiores;
el anankoréctico busca salidas por sus propios medios;
verdad y error: revaloración hacia la verdad en la crisis angustiosa es imposible;
la revelación compulsiva de la antipostura al acecho le deja tan sólo la vislumbre intermitente de alguna solución del azar.

8. Postura vital ante la crisis: si la injusticia vital contra mí y contra la norma se repara, la vida es aceptable y tiene sentido.

9. Postura vital en la crisis: la injusticia vital es mi destino y me acompañará siempre; la vida así es insoportable. ¿Morir? ¿Olvidar quién soy? ¿Dejar que el destino me lleve a la locura?

Aún puede preguntar, pero no es dueño de ninguna decisión ni solución. Las tres están interiormente a una distancia de pocos angströms. El médico teme la primera y avisa el contorno, pero no pronostica nada ya que nadie puede saberlo. Hay infiltraciones ilícitas del subsuelo atomomolecular que la orexis no sabe manejar. El acontecer de los eventos empieza a degenerar hacia las ocurrencias ciegas. El conmutador de comportamiento y su rumbo a la derecha, a la izquierda, depende ahora de cualquier azote de la angustia incontrolable. Lo extraño en este caso del anankoréctico es que incluso en los estados más avanzados de su angustia, aún puede, a diferencia de muchos otros delirios, manejar su introspección y, como si se tratara de algún otro ser, verse a sí mismo enloquecido. Pero su situación es la de un capitán de barco que exclama: "¡Nos hundimos!" sin poder remediarlo, ni saber cuál de los golpes de viento va a hundirlo definitivamente. En tal angustia agudísima la integración factorial es un asunto de estadísticas incalculables; el patior, una conversión de patergias anárquicas; la maduración de la persona, una fantasmagoría. El azar y el destino oscuro reinan soberanamente.

Y, debido a tal juego de fuerzas clandestinas, toda sorpresa es posible. La noticia de mañana tanto puede ser la de que se ha encontrado el cadáver del suicida, o que en una estación de ferrocarril lejana se halla un hombre que desconoce su propio nombre ni sabe adonde viaja como que el mismo nos acoja amistosamente en el umbral de su casa, sonriente y con mirada clara, diciéndonos: "En seguida le atenderé, amigo mío, si sólo me permite un minuto, y después charlaremos". Va a cumplir su rito, el nuevo hechizo de su modus vivendi. La angustia ha desaparecido, pero la enfermedad comienza. Las estadísticas nos sugieren que, afortunadamente, la DOV de la obsesión no tiene en sus anales una frecuencia muy alta, al menos no la de casos extremos. Y que son más frecuentes los casos de los llamados "pequeños obsesivos" (los contadores de números, los ritualistas en pequeña escala, los que corren apasionadamente a los confesionarios, los "exactistas" y "simetristas" de cualquier índole, etc.). Sin embargo, con un análisis detenido, descubriríamos también en ellos el germen, el aguijón, que tiene las mismas características fundamentales de la anankorexia. Y que aquello de los antiguos libros de texto que hablaban simplemente de una "idea predominante", rígida e irracional, tiene sus explicaciones asequibles más por debajo de estos esquemas' vagos. Tampoco está justificado equiparar en clasificaciones no lógicas, y tan sólo por el mero síntoma de compulsión, el miedo primordial, bio-cósmico, de las fobias con la génesis de la angustia obsesiva, que acusa un fuerte rasgo sociógeno. El papel de la norma en la obsesión es un criterio de importancia para el distingo oréctico, aunque la debilidad o la inestabilidad del instinto (I) es el denominador común para todas las compulsiones en signos mnésicos. Pero en las fobias el factor Cs negativo pierde su peso interpersonal. La injusticia vital y la distonía de la inseguridad que ellas provocan no se puede aliviar ni reparar con la restauración de la norma, ni encontrarse para ello el truco mágico de la conversión, "desfacedor de los agravios y sinrazones" como diría don Quijote. En las fobias (y en la epilepsia) hay que ir al análisis de las taras innatas, genéticamente oscuras, de la estructura Hf, y de su metabolismo. La higiene preventiva contra el estallido de la obsesión está bastante en las manos del contorno. Pero de un contorno amador y atento al otro, no ignorante y traumaturgo.

Definición. La anankorexia se presenta como DOV caracterizada por un trauma sociógeno subjetivamente sentido como injusticia vital al mismo tiempo que como agresión contra una norma protoética previamente aceptada entre el traumatizado y traumatizante, cuya reparación es inútilmente esperada por el que lo sufre, la defensa del cual resulta en la compulsiva contraagresión imaginativa, antagónica a la postura vital habitual, que cunde progresivamente en estado de angustia crónica grave, compuesta de frustración y de impotencia ante las imágenes compulsivas, de propia culpabilidad y de la inversión forzosa de los valores adquiridos en la maduración de la persona.

 

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Última actualización:
21/03/06