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Emoción y sufrimiento. V.J. Wukmir, 1967.

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4. El patotropismo y la forma

«Souffrir et penser seraient-ils la même chose?»
(Sufrir y pensar ¿serían, pues, lo mismo?)
FLAUBERT

1. El sufrimiento es inmanente en la vida
2. Esfuerzo de sobrevivir, tensión de conseguirlo
3. El patior necesario y el innecesario
4. El patior y el trauma
5. Bíos, morphe, pathe
6. La introcepción de la forma

 

1. El sufrimiento es inmanente en la vida

La historiografía más seca, si quiere motivar el comportamiento humano, no puede pasar por alto las descripciones del sufrir: está llena la historia de guerras, destrucciones, pestes y catástrofes. Desde que nacieron, las artes y la literatura lo expresan en riquísimas gamas de variaciones si se ocupan de lo humano, sea en concepto de soportarlo, sea en el de huir de ello, con más o menos éxito. Los vocabularios de todos los idiomas del mundo abundan en nociones señalando los matices de estos dos polos. Las religiones han sido creadas para aliviarlo a su modo. Las instituciones sociales pretenden tener el mismo propósito fundamental. Y hay filosofías que, hablando de la vida, no hablan de otra cosa que del sufrimiento y de la huida de él siendo el fenómeno de la vida y del padecer inherentes el uno al otro.

Pero en la orgullosa ciencia endoantropológica del hombre blanco falta paradójicamente el capítulo sobre este fenómeno. La patología describe las modalidades del dolor agudo u obtuso con fines del diagnóstico; la fisiología apenas intentó definirlo; la medicina curativa procura remediarlo sin ni siquiera explorar si el dolor accidental y el sufrimiento son los mismos fenómenos biósicos. Los vocabularios de la psicología o no contienen la palabra sufrimiento o lo definen de paso como "dolor moral" o una "algia menor". Como si tuviera miedo de volverse sentimental con esta noción o perder algo de su postura dignificada de magos del laboratorio y tecnólogos del experimento.

No obstante, el primitivo pastor en las montañas y el sabio de las universidades, y todo el mundo entre tales extremos, saben que la vida es en gran parte sufrimiento y que los momentos de alegría, de euforia o incluso de felicidad vienen a ser una liberación relativa y pasajera de esta presión constante, a la cual hay que volver otra vez después de una excursión por su olvido.

Creyéndolo inseparable de cualquier estudio de la vida, la teoría oréctica —como se ha podido ver en nuestros trabajos anteriores y en las páginas precedentes de éste— no vacila en prestar un carácter axiomático al fenómeno del patior viéndolo presente en todas las manifestaciones biósicas e indispensables en todas las valoraciones, en todo sentir subjetivo. Sólo que, en el lenguaje común, las palabras sufrimiento o padecer han adquirido ciertos acentos dramáticos de pena visible a través del comportamiento, de relieve expresivo y hasta espectacular en sus momentos trágicos. El empleo de semejantes calificativos nos puede desviar hacia el concepto de que fuera de tales momentos de gestos y de signos expresivos, el patior, igual que el dolor agudo, sería accidental, ausente en unos momentos y sólo presente en algunos otros. Para nosotros, y diferentemente del dolor, su presencia oscilante entre los matices del "más o menos" es continua a través del vivir y una de las funciones más importantes e imprescindibles para la composición de cualquier comportamiento. Creemos que sin la concurrencia de tal función la orientación vital no es posible en todo el reino de los seres vivos y que cierta cantidad del patior es sumamente necesaria para la supervivencia. Empleando para este fenómeno un término griego-latino (paskho, patior) queremos neutralizar su dramatismo del lenguaje común. Es una función como cualquier otra, aunque una de las más fundamentales y provista del carácter de un tropismo orientador básico: en cada momento el ser vivo oscila entre más o menos patior, de lo que emana el patotropismo. Eso, en todos sus niveles y en todas las especies, desde el primer momento de nacer y aun antes en los estados embrionarios. El patotropismo es una sabiduría vieja e innata: cualquier organismo, célula independiente o intraorganísmica, cualquier animal u hombre sin ningún aprendizaje saben qué es para ellos en un momento dado de la orientación vital más patior o menos patior, lo que se liga íntimamente con el sentir introceptivo de lo más agradable y lo menos agradable. Esta valoración no le falta a ningún ser normal, en ningún momento o nivel. El dolor es un caso específico de lo desagradable, mientras que el patior es un método general de orientarse vitalmente entre los estímulos, al medir subjetivamente su utilidad para la supervivencia. El dolor es una sensación fija y típica de lo desagradable, de diferente grado de intensidad y de cualidad, que señala una obstrucción en la integración factorial o una lesión en un sistema factorial, e indica el sitio o la región en los que el estorbo se ha producido; una señal de alarma, excepcional y accidental. El patior, en cambio, es un fenómeno y una funcionalidad que acompaña como criterio de la utilidad vital a cualquier valoración, a cualquier preparación del acto, en todos los niveles del organismo y hace posible la orientación vital de la célula, del organismo, de la persona. Medidor fino del costo del agon, tanto de aquel cuyos eventos están en curso como del que se proyecta pro futuro, el patotropismo es el mecanismo básico de la posibilidad, probabilidad y realidad del aguante del impacto que la estimulación ejerce sobre el organismo; es la medida de la resistencia que el organismo puede ofrecer en un momento dado a este impacto; es al mismo tiempo la información necesaria para la movilización de las energías oportunas que puedan necesitar la aceptación-soportación-resistencia. Si bien podemos imaginar un hombre abstracto cuyo organismo sano nunca ha sentido un dolor agudo u obtuso, fuera del acto del nacimiento, no podríamos imaginar ni un solo momento el funcionamiento normal de tal organismo que no fuera acompañado de las instrucciones del patior. La complicada relojería del vivir exige un esfuerzo subjetivo para poder sobrevivir: no es mecánica y depende de la cuerda que este esfuerzo le da; y no es estática, sino que depende de la fuerza de tensión que le conduce, que le empuja hacia el acto del comportamiento. Se precisa la intervención de una energía potencial dirigente de la integración factorial para que este proceso se convierta en una función de la utilidad vital y que su automatismo adquiera el significado del ajuste convergente hacia el acto adecuado, que no sea tan sólo el resultado algebraico de las fuerzas ciegas de los factores. El sobrevivir es en cada momento un riesgo y una probabilidad, una incertidumbre. El patior es el principio biósico que puede reducir la razón del riesgo, de la probabilidad y de la incertidumbre. Es el energizer del ajuste actual del comportamiento —hic et nunc—, de lo que se puede hacer entre los antagonismos de los factores para permanecer aun célula, organismo, persona o para proyectarse sobre lo futuro, esforzarse en mantener este "aún" del sobrevivir y tender constantemente hacia ello orientándose en el camino lleno de oscilaciones del trope vital. Es el regulador supremo de toda la adaptación, de lo que llamamos autorregulación o autocorrección. Hondamente subjetivo, y sólo funcionando subjetivamente, no puede ser substituido objetivamente por ningún refuerzo del factor exógeno social: es más elemental para la orientación vital que el condicionamiento o la educación y no admite siquiera que la autocreación del hombre se le opusiera. Cualquier intento del Homo imaginativus hacia una liberación total de este principio conduce o a la aniquilación de la vida o a la locura. La no patibilidad es igual a la muerte.

Si el organismo fuera una máquina, la relojería de su comportamiento marcharía mecánicamente, regida tan sólo por los cambios energéticos del in-put y resultando en un out-put de operaciones algebraicas. El out-put del comportamiento obedecería entonces a la fórmula de que "la totalidad es la suma de las partes", sea en el sentido de la teoría de la información u otra más simple, por ejemplo, la del behaviorismo puro que opera tan sólo con cadenas de reflejos y con su complejificación. El principio del "todo o nada" llegaría a regir todas las funciones del organismo. Con tal razonamiento no se nos ocurriría pensar que la totalidad pudiera ser más que la suma de las partes. La misma noción de un devenir evolutivo tendría que desaparecer de nuestra comprensión articulada, ya que todo devenir evolutivo engloba un tal "más en perspectiva" del individuo y de la especie. La simple afinidad química, atomística, eléctrica, termodinámica u otra serían suficientes para prever cualquier comportamiento, según el deseo de Laplace. En tal caso, dudo de que pudiéramos descubrir en los fenómenos biósicos uno que pudiera llamarse patior. Y la endoantropología sería una ciencia física, si es que la necesitáramos del todo.

Pero existe en el organismo vivo este principio del "más o menos" con sus funciones de valoración que tanto molesta a algunos cibernéticos radicales y maquinócratas, en su idealismo racionalista. Ocurren en el organismo cosas que son verdaderamente desconcertantes para el enfoque mecanicista. Por ejemplo, las mismas sustancias acusan rasgos químicos distintos dentro o fuera del organismo —la óxido-afinidad de la hemoglobina es diferente dentro de la célula roja y en el laboratorio—; en diferentes especies las mismas sustancias varían en estructura; el llamado azar de la selección natural (mutación) produce efectos inexplicables por el cálculo de probabilidad; la morfina causa en algunos casos agitación en vez del previsto aletargamiento: aquí el álgebra del in-put-out-put no funciona muy bien.

La variabilidad de las orientaciones vitales del organismo es enorme y muy sutil, la gama del patior es nuestro máximo refinamiento. La probabilidad de prever el comportamiento individual en un momento .dado es una tarea ridícula aun para el robot más perfecto tan sólo por la circunstancia de que el esfuerzo patotrópico local en cualquier momento de la orexis está compuesto por todo el organismo y no solamente por su "fábrica" local de energías. Esta interdependencia de cualquier evento en una célula del conjunto del organismo, este "más que uno" —y cualquier célula en cualquier momento es este "más que una", "más que una sola"— dificulta en el fondo la aplicación de las matemáticas físicas a las de la biología, ya que el "uno", por lo menos en física clásica, tiene su valencia típica y bastante bien circunscrita mientras que en biología el "uno" siempre significa un "más que uno" o un "menos que uno" físico. Y un "algo" en ella es siempre —es decir, desde su surgimiento en el sensorium— un "co-algo". Más que en aquellas matemáticas, necesitamos en biología un método de pensar en conjuntos (sets, ensembles) frente a las hipotéticas unidades ideales. La contigüidad y el continuum son fenómenos que imperan en biología cuando ésta quiere llegar a valencias llamadas objetivas a las que quiere someter a mediciones racionales. El suelo de la biología, suelo de lo subjetivo, obliga a la observación de los fenómenos a más cosentir, y, por lo tanto, a más copensar aun en un análisis más depurado que en cualquier copensar físico de cofenómenos como el de "partículas-ondas". Por otra parte, la simple palabra interacción que tan justificadamente se puede aplicar a las cosas muertas, en la biología apenas es aplicable, ya que en ésta todo es interevento. La cuantificación aquí requiere números nuevos, por los que podríamos distinguir al menos entre las energías factoriales y los patergios del patotropismo.

Pero también sin estos números el organismo sabe exactamente el costo patérgico de cada valoración y de cada acto suyo, y si el acto ha sido proporcionado al esfuerzo-tensión empleado en producirlo: el tonus afectivo-reactivo le extiende esta balanza de pagos después de cada acto con una exactitud sorprendente y normalmente infalible en un lenguaje preverbal y prenumérico, pero no por eso menos comprensible para la célula-organismo-persona.

Biológicamente visto, el patior es, en todo ser vivo, y en el curso de cada elaboración de un estímulo, el esfuerzo energético global de todo el organismo empleado en el ajuste de la integración factorial; y al mismo tiempo la tensión entre la llegada del estímulo hasta el acto consumatorio que sostiene su elaboración local hacia el comportamiento concreto y actual de la supervivencia.

La supervivencia no es ni gratuita ni regalada. Hay que pagarla. Todo lo que podemos conseguir es lograrla con más o con menos patior. Una estrategia en la maroma, y a veces un arte fino, creador.

 

2. Esfuerzo de sobrevivir, tensión de conseguirlo

Esfuerzo es trabajo, y trabajo se suele definir en física como producto de una fuerza y de su desplazamiento. Parece que debemos contentarnos también en biología con tal determinación básica, aun sin emplear el término coseno (cos q) para el ángulo correspondiente. Fuerzas se desplazan continuamente en el organismo, capaz de trabajar y obligado a hacerlo. Sí, obligado: la supervivencia no se escoge, es obligatoria, y a este deber supremo no escapa ningún ser vivo normal. Semáticamente, el significado de la palabra esfuerzo implica más que trabajo; cuando se refiera al Bíos, es trabajo producido bajo la obligación de sobrevivir. Todos los esfuerzos locales del organismo están regidos por esta finalidad que aun los más antifinalistas tienen que reconocer como existente y real. La línea de comportamiento de los esfuerzos del organismo se mueve por las vías de la orientación (esfuerzo valorativo) y las de la ejecución de los actos consumatorios (esfuerzo ejecutivo). Y ya sabemos por lo anteriormente dicho que la más mínima etapa de esta línea, desde la llegada del estímulo hasta su liquidación en el acto, no pasa sin trabajo y esfuerzo dirigido hacia la obediencia a aquel fin supremo. La estimulación se recibe y se acepta; se soporta y se resiste o no; se valora y se transmite, se liquida. Y siempre se hace algo con ella, se averigua lo que se puede hacer y lo que se sabe hacer y cuesta trabajo para no fallar a aquel deber supremo, sirviendo su utilidad. Su utilidad última en el terreno del organismo individual es el desarrollo, el mantenimiento, o a veces, la restauración y rehabilitación de la forma. Los esfuerzos hacia el sobrevivir son una morpho-urgia; el organismo es un morpho-ergatès, un apasionado trabajador en este arte. Pero, si bien gasta y libera energías en este trabajo, procura hacerlo proporcionadamente, ya que sólo en este caso la forma está bien servida y afirmada. De otra manera, el acto, aunque se realice, es negativo, es una frustración; el costo del esfuerzo es malgastado y la forma mal servida. Esta economía interior va regida por la autorregulación del feed-back supremo, morfotrófico, favorecedor de la forma. El oscilar entre lo proporcionado y lo desproporcionado de la aceptación-resistencia, la elaboración y la liquidación de los estímulos es el patotropismo.

En este esfuerzo todo el organismo toma parte y el resultado de los esfuerzos lo acusa también en su totalidad. En este punto nos encontramos con el problema del conjunto y de las partes. En resumen, nuestra convicción es que el total es más que la suma de las partes; que la estructura y la forma son dos cosas y que la forma es más que la totalidad de la estructura figurativa. Lo que ahora nos interesa es la cuestión de cómo se manifiesta la totalidad del conjunto en un locus parcial del organismo. Según la lógica de la teoría oréctica, son los factores ICEHf  los que lo representan en cada etapa de la elaboración del estímulo. Podríamos también decir que cada célula y su funcionamiento adecuado dependen directamente del conjunto y que la orexis local depende del estado que no precisa explicaciones adicionales. Sin embargo, nosotros añadimos algo más: y es que las fuentes energéticas de este apoyo del conjunto no son tampoco la suma de las energías factoriales en un locus concreto de la orexis y que el patotropismo, regulador del ajuste, tiene las suyas propias que se añaden a las factoriales.

Esta última tesis de que la forma, el cofactor general, tiene sus propias fuentes de estimulación, no podemos sostenerla indicando clara y concretamente las sustancias químicas o la naturaleza de las energías de las que la forma se sirve en su estimulación autónoma. Suponemos que son ciertas energías de irradiación. Lo que la observación de sentido común puede aducir en apoyo de tal hipótesis es que la integración factorial por sí misma no da respuesta a la cuestión valorativa de si esta u otra operación que tiende hacia el acto vale la pena, vale el esfuerzo del acto proyectado... O si tal acto es verdaderamente indispensable para la supervivencia. O si esta misma vale la pena. O si el costo de tal acto es desmesurado, o no.

Macrorécticamente hablando, son innumerables los momentos en los que sentimos en la vida cotidiana la importante presencia de tal pregunta, y que desde el dilema patotrópico concienciado ante cualquier acto trivial puede ascender al hamletiano "to be or not to be". A tales preguntas no responden los factores. Ellos pueden funcionar relativamente bien: el metabolismo, los órganos y las organelas, los equilibrios dinastásicos iónicos, de la osmosis, los equilibrios térmicos y otros. Desde el factor exógeno viene un sol de primavera, las instintinas satisfacen todas las necesidades en el curso oréctico, salvo una: si vale la pena mirar al sol, darle un abrazo a la mujer, o levantarnos de la cama, ya que nos invade la pereza para hacerlo, un cansancio y un sinsentido de su utilidad que inhibe tal acto futuro a pesar de que los factores podrían ejecutarlo. Esta activación direccional que debería proceder de una suprema instancia —y que está por encima de todas las demás— nos falta. Hamlet es fuerte, puede esgrimir, dirigir su teatro, podría matar al asesino de su padre. Sin embargo, le paraliza no solamente el dilema de si vale la pena esta venganza, sino otro de más alta categoría de supervivencia, el de si vale la pena vivir si el mundo es así...

Es el patotropismo que anda aquí con muletas rotas pese a la intacta relojería factorial: la misma estimulación de la forma es vacilante, insuficiente, su irradiación (o su energía potencial no levanta el esfuerzo adicional en la dirección positiva de autoafirmación.

El cofactor general, regulador del ajuste factorial, no es firme en esta operación del conjunto. La entropía crece. La utilidad vital está bajo el interrogante, es dudosa, o ya quebrantada.

El médico está pasmado ante el organismo del melancólico en el que, objetivamente visto, casi toda la integración factorial y sus subsistemas funcionan si no muy alertamente, sí con una suficiencia que no es objeto de ninguna alarma inmediata. Pero al ofrecerle una medicina reforzante, el enfermo le pregunta: ¿Para qué? La utilidad vital, el querer sobrevivir están apagados en él. El obsesivo angustiado indica que la única solución para su tortura es la de acabar con la vida tout court: el patior se ha hecho insoportable. En cambio, un viejo, al que no sirven ni los ojos, ni muchos otros órganos —y que es, objetivamente visto, toda una caricatura de lo que podemos llamar hombre (en el caso de que, objetivamente, podríamos llegar a decir nosotros que ya no vale la pena vivir, si uno llega a tal descomposición)—, quiere vivir y sobrevivir, e incluso vence todas las insuficiencias mediante las reservas de las energías patotrópicas, se orienta a pesar de todo y perdura, aguanta, resiste y siente que aun así continúa valiendo la pena.

Es igual dónde se rompa el hilo del patotropismo: todo el organismo-persona se resiente de la insuficiencia del esfuerzo patérgico. Ofelia no llega a los dilemas articulados de Hamlet. Los traumas que ella sufre resquebrajarán de golpe los esfuerzos patotrópicos de su organismo, harán sus estragos en alguna parte de su microrexis. No lo soportará, no resistirá este patior, aunque podrá cantar y hablar, reír y actuar. Pero no como antes, cuando sabía lo que vale la pena y lo que no la vale; es justamente esto lo que se ha perdido con el estallo de su locura. El automatismo de las integraciones factoriales ha cedido sitio a la arbitrariedad del comportamiento. El regulador convergente supremo no funciona; el cofactor patotrópico de la forma.

La forma es la máxima convergencia organísmica. La fuerza que conjuga, compagina las partes, determina sus relaciones con el conjunto, establece su interdependencia, regula la integración factorial, presta el sentido biósico al agon, sostiene la gnosia adecuada, verídica, mantiene el orden y la jerarquía mnésicos.

Este esfuerzo de la totalidad está por encima de las partes y del conjunto de las estructuras figurativas, geométricamente perceptibles, penetrando en ellas, funcionando en ellas y en su favor. Cualquiera que sea la traducción fisicoquímica de la energía potencial patotrópica, su función es evidentemente separable de las funciones factoriales.

Esto se puede palpar aún con más evidencia si nos fijamos en la otra palanca del patotropismo, la de la tensión patotrópica. Su arco rige localmente la orexis fásica de la célula, desde la llegada del estímulo hasta el acto consumatorio cumplido en la órbita celular. Como el organismo en su totalidad, y la persona, la célula también trabaja para el futuro inmediato del continuum vivencial. Las fases orécticas requieren por cierto su tiempo-espacio funcional en la elaboración consecutiva del estímulo y se oponen, normalmente, a su reducción o a su aceleración indebida. No obstante, la orexis, la orientación vital, el vivir en favor del acto futuro inmediato, el poder asegurar la supervivencia a través del comportamiento adecuado, afirmativo, acusan el rasgo fundamental de la urgencia. Algo nos instiga a acabar cuanto antes con el trabajo valorativo y ejecutivo; a darle tiempo y espacio a las operaciones orécticas necesarias, pero sin demora, sin gastar ni más tiempo ni más espacio que lo estrictamente útil para ello. De esta economía tan imprescindible cuida el arco de la tensión patotrópica localmente presente en la célula movilizada por la excitación-emoción: las distancias entre la llegada del estímulo hasta el acto son estrechamente vigiladas por dicho arco. El dinamismo de la tensión está presente en cada fase y subfase, la finalidad del acto es una proyección de lanzamiento, una instigación constante, una activación inmanente. El dilema de la forma, abierto antes del acto, no es un estado satisfactorio, es una necesidad inminente que exige una solución y siempre una solución preferentemente autoafirmativa. Antes del acto, la orexis es una necesidad en potencia y que debe ser liquidada adecuadamente según las exigencias de la supervivencia; la tensión patotrópica es la urgencia de la posible seguridad futura. Hay que acabar con la excitación-emoción, liquidarla a través del acto y volver otra vez a la preconstelación celular; esto es lo que sugiere la sana economía biósica, y del tal presupuesto en el coste de la vida cuida la insistencia tensional, añadiendo sus energías potenciales al trabajo fásico. Hay espera en el vivir, pero no la hay en el querer sobrevivir.

Definiremos el esfuerzo patotrópico como energía potencial morfotrofa, de estimulación específica, por la cual el organismo como un todo activa el ajuste de la integración factorial en la orexis básica, con el fin de mantener o desarrollar la forma de su totalidad.

Y la tensión patotrópica, como energía potencial morfotrofa por la cual la célula activa la orexis fásica desde la llegada del estímulo hasta el acto consumatorio cumplido, con el fin de mantener o desarrollar la propia forma celular.

Ambas palancas de la activación patotrópica son copresentes en cada función de la orexis e interdependientes la una de la otra. El conjunto de los dos constituye el fenómeno dinámico del patior. El empleo de la energía potencial morfotrofa representa el costo de la supervivencia. Lo proporcionado o lo desproporcionado de este costo es subjetivamente sensible a través del tonus afectivo-reactivo que se presenta, después de cada acto local o total, como sintonía o distonía, señalando el grado de la afirmación o de la negación de la forma local o total. El esfuerzo-tensión del patior es, pues, la función autorreguladora de la orexis: sus patergias proceden de la forma y tienden a restituirse a ella. Son sus manifestaciones y su modo de estimulación, mensajes de su devenir. El distribuidor de las patergias a través de todo el organismo es, naturalmente, el cerebro, especialmente asistido, entre otras capas convergentes, por la hipófisis.

El buen funcionamiento del patior (P) supone normalmente un sinergismo entre las dos palancas del esfuerzo-tensión. La utilidad vital (U) de un acto de comportamiento depende tanto del esfuerzo (AP) cuyo organizer es el organismo como un todo, como de la tensión (TP) patérgica local. Entre el esfuerzo (AP) y la tensión (TP) pueden producirse estorbos asinergéticos, sobre todo en las emociones negativas. Es frecuente el caso de que una tensión local no está debidamente respaldada por el esfuerzo de todo el organismo, o viceversa. Si me canso escribiendo varias horas a máquina puede ser que el ajuste interfactorial ya no marche bien, aunque la tensión local hacia más actos de tal cumplimiento persista. Si, en cambio, entre las valoraciones concretas dentro del trabajo surge la idea de que es un trabajo inútil bajará la tensión local, aunque esté respaldada por el esfuerzo global patotrópico. Ambos son casos de asinergismo patotrópico.

La vida está llena de tales disfunciones patérgicas. Los fisiólogos buscan la motivación del cansancio y de los ritmos de descanso organísmico indicando varias teorías sobre los límites del trabajo celular, la ordenación de los desperdicios celulares, la posibilidad de la autointoxicación, etc. A todas estas interesantes teorías sobre el cansancio hay que añadir, creemos, el estudio del cansancio patotrópico: el cofactor general de la forma también puede cansarse, o acusar cansabilidad innata (astenias). La forma (F) en su devenir y redevenir es también un "más o menos". Nuestra hipótesis sobre el cofactor general exige evidentemente el intento de una definición de la forma biósica. Pero antes de lanzarnos a tal tarea difícil, tenemos que ocuparnos de unas categorías importantes del patior.

 

3. El patior necesario y el innecesario

Para poder sobrevivir, para orientarse valorando entre las presiones factoriales, para ejecutar actos de comportamiento, cierta cantidad de esfuerzo-tensión patotrópico es indispensable, normal y continua: éste es el patior necesario, inevitable. Y tan inmanente en el vivir que subjetivamente ni siquiera nos oponemos a ello. Pero no pocas veces la vida nos parece un experimento demasiado oneroso, y el precio que pagamos por este espectáculo, demasiado alto. El sentir subjetivo del patior evitable e inútil nos viene cuando su esfuerzo-tensión es desproporcionado al acto conseguido y el gasto de patergias se inutiliza sea por nuestro propio error en la valoración, sea por la presión desmesurada de uno de los factores y especialmente por el factor Cs. Nuestro propio fracaso y la frustración que los demás nos causan nos parecen siempre como sufrimiento innecesario, y la mayoría de las veces incluso inmerecido.

En la vida humana el factor exógeno social, "los demás", es la fuente más abundante y azarosa del sufrimiento innecesario del ser humano. Gran parte de sus influencias se vuelve fácilmente negativa. Podríamos, es verdad, hablar aquí también de algunas influencias negativas del factor cósmico (Ce) que a veces parecen subjetivamente evitables, pero si analizamos más detenidamente su evitabilidad, encontraremos en su fondo siempre algún error nuestro. Fuera de ello, las presiones exageradas o insuficientes del factor Ce, que tienen la virtud de aumentar el sufrimiento, parecen casi siempre inevitables: un terremoto o un bacilo, una inundación que nos sorprende en pleno sueño y todos los demás hechos que caben en el complicado capítulo de la mala suerte en los que conocidas o desconocidas fuerzas cósmicas juegan a sus estadísticas implacables. Frente a tales riesgos de la vida las palabras frustración y evitabilidad no entran en el juego; sólo es importante la medida de la aceptación-soportación-resistencia al patior aumentado.

En cambio, el sector social y sus riesgos están llenos de la evitabilidad. La mera coexistencia, la inevitable obligación humana de vivir con los demás, abunda en presiones que pueden ser graduadas en nuestro favor, disminuyendo nuestro patior innecesario. El código de la madre, el moral, el penal pueden ser más o menos justos o injustos con nosotros y todos los hombres pueden repartir sus sonrisas o sus puñaladas al revés de lo que. subjetivamente creemos merecido. La gama de tales perspectivas será señalada, en el sufrimiento aumentado, por la rica variedad de nuestras emociones negativas, encabezadas por el miedo, la ira, el odio y la angustia. El aumento de tal costo de sobrevivir a pesar de todo, será puesto en la lista de nuestras distonías, nuestras penas y disgustos después de haberse perdido la evitabilidad esperada. Por los signos del tonus afectivo-reactivo, por la timia de repercusión después de cada acto consumatorio que atañe a todo el organismo, sabremos en cada momento lo que nos ha costado en la moneda de patergias un acto de supervivencia autoafirmativa o autonegativa entre estas circunstancias. Y aunque este costo no sea expresado en números triviales —más abstractos aquí que en ninguna otra ocasión—, sabremos exactamente el precio del esfuerzo-tensión que hemos pagado para sobrevivir bien o mal: nuestra pena o alegría, nuestra satisfacción o insatisfacción, euforia o disforia no serán ni mayores ni menores que la inversión patotrópica hecha en la operación del acto. Lo mismo ocurrirá con la célula individual, y con cualquier organismo animal.

Sin embargo, una tendencia de las más primarias —diríamos superinstintivas— está presente en todo ser vivo: la huida del patior, de su desproporción o simplemente de su aumento. Incluso intentamos a veces huir, con medios artificiales, del patior necesario. Normalmente, éste nos queda siempre, y la estrategia de la huida se limita con perspectivas optimistas tan sólo a la incertidumbre frente al patior innecesario. Toda huida de tal índole es un éxito vital. En el fondo cualquier filosofía no hace sino urdir recetas y trucos para lograr esta huida. Pero un estado del organismo-persona que podría llamarse el del non-patior no existen en el ser vivo. La huida del patior se hace hacia este polo, supuesto absoluto a través de nuestras esperanzas, pero el polo mismo es inalcanzable. Ni la anestesia artificial más profunda lo consigue, ni el nirvana más sereno puede acercarse a él. La concienciación de la felicidad más completa está por debajo del vértice absoluto del non-patior: donde hay valoración tiene que haber esfuerzo-tensión. Pero cierto grado de su disminución, cierto grado de su proporción en la autoafirmación nos basta para la alegría. Toda la libertad humana es una huida lograda del patior innecesario.

Con tal sentido biológico del esfuerzo-tensión patotrópico, nuestra fórmula básica del comportamiento, condensada en el Patior, ergo sum ("Sufro, luego existo") no es ni una filosofía pesimista, ni una dramatización literaria de la vida. Indica tan sólo la inmanencia del patior en el fenómeno de la vida, la copresencia inseparable del Bíos y del Pathé, un aspecto normal y real inherente a todo evento biósico. Tal concepto nos facilita la comprensión general de los actos de comportamiento, las interrelaciones humanas por las vías de la intropatía. La autonomía no zoica del Homo imaginativus, la autonomía propiamente humana de creación, su mandato individual en la colaboración con la evolución le otorgan capacidades en dos direcciones fundamentales:

a) puede autoconocerse y llegar a ser de una manera más completa lo que potencialmente es;

b) puede disminuir por su propia iniciativa el sufrimiento ajeno.

Pero ninguna de estas dos posibilidades creadoras es factible sin la intropatía, la autognosia del costo de su propio agon, y, a base de la comparación comprensiva, del costo de la vida ajena. La autocreación, la autotecné no es posible sin la autognosia referente al patior propio. El conocimiento de la otra persona tampoco lo es si no nos sustituimos imaginativamente en el lugar de su patior, ejerciendo así la función comprensiva del com-patior, la heterognosia más eficaz en las relaciones humanas.

Mientras la autotecné, basada en el conocimiento de nuestro propio patior, nos salva de la desorientación vital, de la sorpresa por la ignorancia sobre nosotros mismos, la heterognosia activada por el com-patior salva al otro por lo menos de la más profunda y crónica distonía de la persona, la distonía de la soledad, convirtiendo la coexistencia mecánica en convivencia.

Y aquí podríamos preguntarnos de paso si el conocimiento de las cosas, cosas muertas, digamos el de los fenómenos físicos, es posible sin la presencia del patior en la operación de la comprensión. ¿Hay percepciones que no nos cuestan? ¿Hay matemáticas o pensamientos abstractos de cualquier índole que podrían progresar en conclusiones lógicas sin empleo del AP y TP por debajo de ellas? ¿Hay operaciones orécticas de valoración que serían tan sólo agon-gnosia, sin autognosia (gg)? ¿Existe la llamada "razón pura"? ¿Podemos pensar sin sentir, es decir, sin gastar energías patotrópicas? Aquellas fórmulas de Flaubert que equipara el pensar y el sufrir, ¿sería una exageración literaria?

La teoría oréctica del comportamiento lo niega rotunda y radicalmente: no podemos pensar sin sentir, ni sentir sin gastar energías patotrópicas. Ni percibir nada, ni concluir sobro nada sin costear tal operación en patergias, aun cuando tal presupuesto sea mínimo. No hay orexis sin patior. Y cualquier percepción es un evento oréctico. Fue Einstein quien lo formuló de manera tajante, hablando de su modo de crear, diciendo que todas sus ideas le vienen primero gefühlsmässig (de una manera afectiva) y que sólo después, para fines de comunicación, exigen una formulación racional. ¿Una lógica "pura", liberada del fogón patotrópico? Como no sea pura hybris, tal concepto es por cierto una aberración. No hay silogismo gratuito, mecánico, maquinal en el ser vivo. Toda ecuación se paga.

¿Y la invención creadora? Parece a veces como si viniera con la más imaginable espontaneidad, como si estallara gratuitamente, como una extrapolación paraemocional, incluso como un regalo extrasensorio. ¿Una voz alucinante, una chispa sin nuestro combustible? Todos los creadores nos hablan de tales escuchas, de tales eventos-sorpresa de inspiración mágica, de una extrema indeterminación repentina. Hay azar e indeterminación en ello, es verdad, pero es también una probabilidad y no sin antecedentes patotrópicos. No es un evento que podría producirse sin aceptación, soportación y disminución de la resistencia patotrópica. Ninguna inspiración cae directamente del cielo, ni una idea puede madurar en una invención de cosa nueva, sin esfuerzos y tensiones previos, generadores, que hagan el futuro invento probable, aunque esta probabilidad nunca pueda acontecer. Toda cosa nueva que estalle así, tiene por lo menos algunos lazos en la memoria, sin los cuales no hubiera podido ser reconocida como nueva, como una permutación bien venida, como una conclusión buscada con esfuerzo-tensión vano hasta el momento de aparecer a pesar de todas las frustraciones previas. Un motivo nuevo de Chopin tiene su historial patotrópico, historial oculto e inenarrable de autognosias acaloradas. No hay invención gratuita. Como diría la teoría de información, tal invención es una reducción desuna futura probabilidad al presente actualizado, pero el cálculo dé tal probabilidad ha sido puesto en marcha en algún momento previo y con esperanza de que el momento de tal probabilidad se cumpla, a pesar de que el arco de la tensión hacia ella se extienda a mucha y nebulosa distancia.

 

4. El patior y el trauma

No todo el patior innecesario, provocado por los demás (o por nuestros propios errores) es siempre vitalmente inútil. Las malas experiencias de lo presente nos sirve a veces bien para nuestras orientaciones futuras. Las emociones negativas con su patotropismo en aumento o con desproporción entre AP y TP, si bien amenazan la eumorfia presente, no han de tener siempre la misma posición de amenaza en las valoraciones futuras. Las emociones negativas también son aprendizaje, son el saber adquirido que las ecforias mnésicas podrán suministrarnos para una útil orientación futura. Es útil para la supervivencia haber tenido miedo ante los peligros, haberse encolerizado ante la injusticia de los demás, haber sentido odio ante la crueldad. El aumento del patior presente puede ser autorregulador en favor de su disminución y equilibrio en las orientaciones vitales futuras y posibilitar así una huida apropiada hacia el polo relativo del non-patior. Esta distinción hace posible cierta rectificación para la noción del trauma en la personología.

No se puede llamar trauma afectivo cada emoción negativa, cada presión de estimulación exagerada, insuficiente o nociva. En nuestra terminología lo reducimos tan sólo a los casos en los que los efectos de tal presión actual coinciden con los de una orientación futura, es decir, los que no nos han podido servir de utilidad como experiencia en la huida del sufrimiento. Un miedo ante la rigidez de un padre autoritario que vuelve a ser el mismo mañana que ayer; una ira contra cierta típica incomprensión de la madre que no cambia sino que confirma el aguijón que nos ha dejado en nuestra experiencia desagradable una y otra vez, etcétera. Procuramos adaptarnos; sabemos que el mundo es así, intentamos la habituación, pero en vano: el efecto bajo la contumacia de la opresión vuelve a ser el mismo o quizá reforzado.

Si bien es verdad, como dice Chauchard, que todo en la vida puede ser traumatizante, preferimos decir que todo puede llegar a ser un trauma. El devenir una estimulación un trauma afectivo requiere repetición y cronicidad de efectos e inutilidad de la experiencia previa. Es de uso general emplear esta palabra para cualquier intervención excesiva de las circunstancias exógenas en el organismo o para los efectos de cualquier dolor; una intervención quirúrgica, un parto, una conmoción en un accidente, etc., se llaman traumas en el lenguaje corriente. Pero una operación puede quedarse sin efectos reiterantes; un parto o una conmoción pueden ser completamente olvidados como efectos recurrentes. En cambio, una comprensión denegada, la soledad, la inferioridad, la inseguridad en las que el otro tiene su papel importante y crónico son realmente traumatizantes. En esta recurrencia tristemente inevitable en un terreno de evítabilidad, aumentando el sufrimiento con la muletilla de que "el mundo es así", y que acompaña muchas estrofas orécticas con sus distonías extendidas por todo el organismo-persona, convertidas siempre en fisioquimismos de ritmos retardados, de patotropismos sincopados, la huida normal del sufrimiento se hace más difícil. El otro es un traumaturgo de talento y nosotros nos convertimos también fácilmente en tal otro...

Naturalmente, para el orectólogo, todo trauma es trauma afectivo que mediante tonus afectivos-reactivos repercute en la integración factorial, en el patotropismo y en la maduración de la persona, siempre que no sea tan sólo un evento único, liquidado para siempre, arrinconado en un sitio insignificante de la jerarquía mnésica.

Al decir "todo trauma es afectivo" (como efecto) parecemos descartar el trauma físico, y así es. Anatómica o fisiológicamente vista, una intervención del cirujano, la herida de un accidente, los estragos de la degeneración en los tejidos, serían algo físico frente a lo "psíquico" o afectivo según los dualismos tradicionales. La teoría oréctica es radicalmente antidualista y la realidad de comportamiento interior para ella, como personología basada en biología, está poblada de fenómenos orécticos, afectivos. Una herida o lesión llamada "orgánica" es siempre un evento, un suceso que necesariamente influye en la totalidad de las operaciones orécticas de cuatro factores y en la posición del cofactor general de la forma, provocando estorbos en el curso normal de la orexis local, regional o del organismo total; y en todos los casos, teniendo sus repercusiones a través del tonus afectivo-reactivo localmente en la célula y, globalmente, sobre todo el organismo. La neoplasia cancerosa es necesariamente un estorbo de la orexis a su modo, como lo es un insulto verbal que provoca ira u odio. Todos estos estorbos son de naturaleza fisicoquímica y todos tienen al mismo tiempo el carácter afectivo. Una instintina que no es destruida después del acto por la instintinasa respectiva a causa de la irrupción de una emoción negativa [1], es un residuo químico fuera de su sitio funcional, pero también un obstáculo para la orexis, tanto como lo es un ateroma o un enfisema: por estos sitios la elaboración de los estímulos va en desorden, y cuando éste se hace crónico, surte efectos traumatizantes.

Sin tales conceptos unitarios y funcionales la explicación de fenómenos como la muerte bajo un shock emocional o cualquiera de los fenómenos de conversión histérica que paraliza el brazo o el nervio óptico sano, serían inexplicables. La autocorrección del organismo puede eliminar muchos obstáculos o residuos estorbantes de la disorexis y hasta adaptarlos a un funcionamiento normal mediante un esfuerzo-tensión patotrópico adicional. Pero no puede separar los remedios entre paliativos "psíquicos" por un lado y "físicos" por otro, los "orgánicos" y los "no orgánicos", y esto simplemente por el hecho indudable de que todo en el organismo es orgánico..., desde el átomo hasta el acto de la invención más sutil. Ni hay en él sitio alguno que no obedezca a las leyes de la estimulación-valoración-reacción. La medicina llamada "psicosomática" anda por buenos caminos, pero aún no se atreve a quitarse el anticuado rótulo dualista de su firma.

Con la repetición bajo los mismos efectos el trauma afectivo, si no es autocorregido o revalorado, provoca estorbos en la valoración del agon-gnosia-autognosia y aumenta crónicamente el esfuerzo-tensión patotrópico. Su aguijón repercute en las etapas de la maduración de la persona. Cuando se sistematiza en la línea de valores superiores de la supervivencia o del estilo de vivir de la persona, conduce frecuentemente a la desorientación vital. Aun si exceptuamos las lesiones espectaculares y dramáticas, tales como destrucciones de la estructura, disfunciones importantes del ego o del sistema de las instintinas, la traumatología social sobra por sí misma para su suministro. Y cuando la soportación y la resistencia al trauma llegan a los límites de lo aceptable, soportable y resistible, la desviación hacia la desorientación vital busca sus refugios dudosos, forzosos, o simplemente supuestos como mal menor, en las disorexias y la orectosis anormal.

Volveremos frecuentemente a los aguijones del trauma afectivo en la segunda parte de este trabajo. El patotropismo acentuado del trauma tiene mucha importancia en los cuadros de la esquizofrenia, melancolía, manía, obsesión, histeria, paranoia, en el crimen, etc., cuadros que hemos escogido para explorar la orexis desviada, del dominio del patior innecesario. La patibilidad —capacidad de producir esfuerzo-tensión, las patergias— y la patiorización —medida adecuada del patior en la integración factorial— tienen, como todas las funciones del organismo en la línea del "más o menos", sus equilibrios y desequilibrios, su de, sub y sobrepatiorización.

Los conceptos de la teoría oréctica sobre el patior son afines a los de la teoría del stress de Selye y del modo de pensar de la escuela francesa de la "agresología". Pero para nosotros el stress —acción violenta o brusca ejercida por fuertes estímulos sobre el organismo— no es un síndrome específico con efectos excepcionales en la excitación corticorenal, sino un caso de sobrepatiorización, un extremo en el esfuerzo-tensión, función que constantemente acompaña las elaboraciones del estímulo. Tales extremos pueden producirse no solamente por un shock brusco, sino también por la acumulación subrepticia, sucesiva y crónica de pequeños traumas, sin efectos de shock. Tal es, por ejemplo, el del melancólico postrado en sus etapas avanzadas. Para devenir insoportable, su patior no necesita ningún shock actual procedente de fuera; el stress que le paraliza es de una progresividad lenta, clandestina, reptante.

Las interpretaciones de los "agresólogos" franceses parten de un concepto de estimulación que en cada acto estimulativo y en sus consecuencias ven un fenómeno tripartito de "agresión-lucha-reacción", y buscan interpretaciones fisiológicas y patológicas para cada etapa de tal concepto de estimulcaión (Laborit, Coirault, Huguenard, Jeanneton, etc.). Estas interpretaciones fisiológicas son las que más se aproximan a nuestros conceptos personológicos. Han echado mucha luz sobre la integración factorial del metabolismo (nuestro factor Hf), las oscilaciones de la membrana (nuestro factor E) y los "mediadores" químicos (nuestras instintinas I). Y si bien es verdad que prestan menos atención al factor exógeno (C), han apuntado acertadamente el carácter patotrópico, dinámico, de la estimulación valiéndose de su terminología dramática ("lucha", "agresión", "capitulación", etc.) para indicar que el sobrevivir no va sin esfuerzos y tensiones. Si nosotros no seguimos su terminología se debe principalmente a que nos parece que no toda estimulación puede ser calificada de agresión: gran parte de los estímulos que caen sobre la célula es bienhechora y benévola, muy gratamente aceptada por ella, el poco trabajo patotrópico que le causan es ejecutado con satisfacción, y aun la llegada de tal estímulo es esperada con afán y nostalgia... Pero la terminología no tiene importancia y sí el modo de pensar. El de esta escuela nos parece un puente realmente sólido entre la fisiología y la personología.

Sólo echamos de menos otros muchos puentes más al alcance en la difícil definición de lo subjetivo, es decir, de lo afectivo y lo patotrópico; y más unidad en el común pensar bio-lógico.

 

5. Bíos, morphe, pathe

En la física, el problema de la forma se hace cada día más imperioso, anunciando una nueva revolución en el modo de pensar del hombre, y una nueva maduración de su concienciación progresiva. Schrödinger dice que "la concepción de la materia no será posible si la forma no sustituye la sustancia en su posición dentro del pensar de las ciencias naturales". Y Heisenberg: "Las micropartículas de la materia no son cosas primarias que existen, sino formas matemáticas". Más cerca de nuestro terreno, los holistas y los gestaltistas emprendieron interesantes investigaciones que nos llevaron a considerar "totalidades", aunque estos investigadores se quedaron o a medio camino entre la estructura figurativa y la forma o las confundieron. La morfología genética no ha prestado hasta ahora mucha atención a este problema, y la metafísica se quedó en sus grandes líneas con el hilemorfismo aristotélico y escolástico que define la forma como principio que determina la esencia de las cosas y las diferencias entre sí. En la teoría del conocimiento, Kant indicó vagamente que en la percepción la forma viene del "sujeto".

Con la noción de la forma (F) pisamos un terreno poco limpio de obstáculos y prejuicios. El sentido común nos dicta tradicionalmente la identificación de la estructura figurativa y de la forma: donde la geometría perceptible pone límites a la estructura buscamos la determinación de la forma adjudicando su percepción a los gruesos sentidos clásicos de los que dispone el organismo, principalmente a la visión, a la audición, al tacto. Aun así, es generalmente aceptado que tanto el Cosmos como el Bíos se presentan ante nosotros como formas, y sólo en ellas. Más aún, se acepta que las energías evolutivas tienden hacia la realización de formas, su desarrollo y mantenimiento, y en caso de que mostraran tendencias disolutivas, hacia la posible rehabilitación, como probable restauración de las formas. Tanto por los fenómenos físicos como por lo que atañe a los biósicos, la finalidad de la creación de las formas parece inmanente en la evolución, adaptándose ya nuestro modo de pensar a tal experiencia cognoscitiva. Se ha llegado a considerar que la fórmula esse est percipi tiene que significar "percipi formam"; y la mirada más atomística del panta rhei admite que el fluir general de los cambios eternos, el proceso más disolvente, sucede en cierta forma o entre formas funcionales.

Aun si dejamos de operar con términos y fenómenos tales como esencia, sustancia, materia y empezamos a expresarnos en términos energéticos, la misma noción de la energía nos causa no pocas dificultades, muy a pesar de la fórmula de Einstein. Sin embargo, estamos de acuerdo con Bachelard cuando dice que "la energía ya desempeña el papel de la cosa en sí" en nuestro modo de pensar. Este Hinterland de nuestro pensar ya no se puede borrar de su fondo ni como fenómeno, ni como noción, ni como evento de copresencia, ni como simple hipótesis de trabajo. Vaga o lúcida, su semántica es difícil, "Capacidad de producir el trabajo", dice la definición más sencilla, y el vocabulario añade que el trabajo es a su vez el producto de la fuerza y de su desplazamiento. También explica a veces que la fuerza es un "agente" capaz de alterar la paz o el movimiento de un "cuerpo". Etcétera. Pero es fácil perdernos después en las explicaciones de tales nociones como la "capacidad", "agente", "cuerpo". A veces todas nuestras interpretaciones científicas se reducen a problemas del vocabulario, cosa no muy halagüeña para la presunción científica. Si pedimos ayuda a las matemáticas (E=mc2), queriendo aplicarlas generalmente, es decir, también en la biología, la fórmula resulta desconcertante en las regiones biósicas en las que la masa (m) parece un reto a la simplicidad y la velocidad, en discordancia con la velocidad de la luz. Aún más desconcertante es la visión nada segura de la omnipresencia de las energías en la misma biología. Leemos, por ejemplo, en un estudio del profesor Barrington (Hormones and Evolution, Londres 1964): "Las hormonas no contribuyen para nada a los elementos de la estructura de los órganos que regulan o a los suministros de sus energías". En cambio, nosotros pensamos que ninguna "regulación" e incluso ningún contacto intraorganísmico es posible sin cambios energéticos entre las aportaciones y soportaciones. Otros suelen decir que las mitocondrias son "productoras de la energía" por la presencia del ATP en ellas, aunque el fósforo es tan sólo una de las productoras energéticas entre muchas otras. Para ser algo una estimulación, todo estímulo exógeno o endógeno debe ser una cantidad de energía que toca a un receptor especialmente preadaptado para admitir su entrada y mediante la cual se altera necesariamente la composición energética (y la forma) de la parte soportadora del efecto, y a veces la del estímulo-efector también. No pocos autores declaran, por fin, que "la física de hoy no sabe lo que es la energía" (por ejemplo, Feynman, Leighton y Sands, en Feynman Lectures on Physics).

Postulado o realidad, la presencia de la "energía" y de su dinamismo parece hoy día, a través de las teorías científicas, una condición sine qua non de igual importancia en el modo de pensar de la física y de la biología. Sin embargo, la transplantación precipitada de las teorías físicas a la endoantropología no es posible sin ciertas reservas, lo que no ocurre, por ejemplo, con la teoría de la información cuando de las telecomunicaciones mecánicas trata de infiltrarse sin debidas correcciones en los fenómenos de lo viviente. No nos es difícil operar en la endoantropología con la premisa de la "entropía", señalando la medida del desorden en un sistema, ni con la noción de "negentropía", indicando las tendencias energéticas del contradesorden, ya que los sistemas biósicos contienen la tendencia hacia el desorden, y están expuestos a éste de una manera más aguda que los sistemas físicos, hasta el punto de que la supervivencia puede legítimamente concebirse como una lucha constante contra el desorden que amenaza la vida y la negentropía como sinónimo de la conservación de la forma. Mientras tanto, la noción de "información", sustituyendo la de la estimulación en la órbita del comportamiento, ya no es tan fácil de aceptar. En primer lugar, porque los sistemas biósicos son sistemas evolutivamente abiertos. Después, porque la información en los sistemas biósicos no viene tan sólo de fuera, sino también desde dentro y porque el foco del receptor es un lugar de intereventos y no tan sólo de interacciones. La cuantificación de la energía adicional de la información tendría que enfocarse en el tejido vivo con el criterio de la conversión de energías, ya que se produce, desde la llegada del estímulo (información), una conversión múltiple, hasta ahora incontrolable por el análisis racional. Y es imposible concluir a partir de la recepción (información) si el estímulo servirá el desorden entrópico o el orden negentrópico por la mera cuantificación de la "tensión, posición y duración" como quisieran algunos teóricos: esto se podrá ver tan sólo en el acto, y éste supone una elaboración posibilista de la información primaria después de su recepción. Este posibilismo valorativo no corresponde al sistema cibernético binario, tan sencillamente aplicable a los robots. El mecanismo reactivo de éstos sólo responde con un "sí" o con un "no", mientras que el sistema vivo, fuera de los paleostrata del reflejo puro, responde constantemente con "un poco más" o con "un poco menos". Y es precisamente esta capacidad posibilista la que actúa en favor de la negentropía, en favor del orden, al tiempo que desconcierta a la más refinada máquina de calcular. El exactismo físico —sit venia verbo— es primitivo, frente a la complejidad biósica. Ello no obstante, es más fácil concebir, aunque sea intuitivamente, lo superestructural de la forma en el terreno de la evolución del Bíos que en el universo. La obsesiva preocupación de la evolución de producir nuevas variedades, esta creatividad superindividual y mutacional frente al phylum provisional acabado, nos hace entrever en los sistemas, abiertos a tales azares y probabilidades, un principio morfoúrgico que aunque no sea palpable desde el laboratorio, es profundamente sensible subjetivamente.

Creemos que el mejor laboratorio para estudiar la morfogénesis es la orexis en el arte: ante nosotros, y en nosotros, nacen con una novela unas formas que son evidentemente más que la suma de las partes, más que la estructura figurativa de los capítulos, ya que sin este "más" irradiante serían artefactos, meras construcciones sin vida. Y estas obras tienen vida y capacidad de estimulación propia, capacidad de irradiación que no acaba con la lectura del último capítulo del libro ni con la muerte de su productor [2].

Empleando el lenguaje cuanto más sencillo en un problema que no lo es, resulta indispensable que ya por tradición, ya por necesidad lingüística encontremos en la palabra forma, un elemento de duración y de estabilidad —por provisional que sea— en medio del eterno cambio al que están sometidos todos los fenómenos y todas las cosas de nuestro mundo, incluidos las pirámides y los cristales. Una de las experiencias más generales del hombre es la transición (en el sentido de lo irreversible, de lo sin retorno, sin reproducción individual), tanto de las cosas muertas como de las vivas, y entre estas últimas, la transición de su propia totalidad organísmica. Esta experiencia no sería posible si la función de la transición no pudiera contar con el percepto de la duración. Afortunadamente o por mala suerte, todos nuestros receptores están confeccionados teniendo por base tal función: percibir cosas mediante la captación de estos dos antagonismos de la transición-duración, de lo que saldrá la necesidad de hablar del tiempo en las cosas humanas.

Algunos físicos modernos y revolucionarios sostienen que podemos prescindir de la noción del tiempo, y hasta del espacio. No sé cómo van a habérselas con tal sugestión los físicos, pero en biología la liberación de tales postulados en el modo de pensar será difícil: el denso hormigueo de los eventos interiores apenas puede llegar a tener un significado de función en nuestra concienciación sin la gnosia de la sucesividad y simultaneidad. La bio-lógica de la observación necesita normalmente muletas de la gnosia que se llaman tiempo y espacio, o tiempo-espacio, para con ayuda de ellas poder distinguir (darse cuenta) entre los antagonismos de la transición eterna y de la duración provisional. Los sabios matemáticos han pensado también en ello y han creado las bonitas palabras variancia e invariancia, a las que definen de una manera poética. Dicen: "La invariancia es el no-cambio en medio de los cambios, permanencia en un mundo del fluir, la persistencia de las configuraciones que continúa la misma pese al torbellino y el stress de innumerables huestes de transformaciones curiosas". (Bell, The development of Mathematics. Nueva York 1945.) Transición y duración, variancia e invariancia: estas nociones con sus inmanentes conceptos de cambios y permanencias provisionales y de la persistencia de las configuraciones en devenir nos hacen falta en cualquiera de las definiciones de la forma.

Pero en seguida tenemos que apuntar —aunque sea de paso— hacia una diferencia que separa también aquí el mundo de los vivos del mundo de las cosas muertas. El principio biósico de la variancia-invariancia no es mecánico: no se pueden aplicar a ello, en el tejido vivo, las leyes newtonianas del movimiento concluyendo que a cada acción corresponde una acción opuesta e igual. En el Bíos hay reacciones desiguales, hay una enorme cantidad de reacciones que no corresponden al impacto cuantitativo de las acciones. Tal relativismo es algo primordial en los fenómenos del Bíos. La acción aquí está sometida a la aceptación-soportación-resistencia y tal relatividad atañe también a la variancia-invariancia, los cambios y la duración. Otra vez debemos preguntarnos si el verdadero criterio de distinción entre el mundo de los vivos y el de las cosas muertas no reside en que en éste hay tan sólo movimientos de las partículas y ondas, mientras que con lo vivo empieza el comportamiento, es decir, frente a la acción-efecto mecánica dentro de los fenómenos físicos, una acción y una posible reacción con su cociente de desigualdad y relatividad. Sea como fuere, en ambos mundos el potencial energético de la acción tiene sus límites respectivos, en la física límites más rígidos, en el terreno biósico más fluctuantes, por lo que se distinguiría también la forma en los dos. Y diciendo "límites" se presenta también la cuestión del contorno sobre el cual el genial Claude Bernard nos regaló su perdurable concepto del medio interno para el uso de la biología. Y mientras el éter o el vacío del contorno físico son discutibles, en la biología estamos seguros de que los vivos se bañan, por dentro y por fuera, en ciertos mares pequeños y grandes, borrando con sus fluctuaciones los límites geométricos del acontecer funcional. Los cambios de la variancia y la persistencia en lo funcional, esta duración y su invariancia son aquí un devenir sin conclusiones estrictas.

Aun si llegamos a captar visualmente lo que anatómicamente podríamos llamar la estructura figurativa celular, fisiológicamente estas fronteras geométricas se convierten en "líneas" muy movedizas; su contacto con los líquidos de su contorno es el prototipo de una estabilidad fluctuante, movediza, vibrante, metaestable.

Es el símbolo de los mares que bañan las playas, pero no sin llevárselas poco a poco, y no sin aportarles el contenido de sus mareas. No son dos estructuras que chocan entre sí, dos simples interacciones, lo exógeno extracelular y lo endógeno intracelular. Es compenetración e intercambio; y, para ser éstos posibles, cierta invariancia y duración impiden que estas funciones se homogeneicen, borrando los límites y convirtiendo las funciones antagónicas en mera fluctuación de procesos ciegos. Hay un esfuerzo constante en mantener los límites, pero éstos no son límites de una estructura rígida, algebraica, sino límites interiores de las funciones, límites exteriores de irradiación. Las influencias exógenas penetran en la célula; a veces incluso pueden destruir sus partes. Mientras exista la fuerza de la soportación y de la resistencia, la forma, animada desde dentro, no perece; bien al contrario, puede rehabilitar las funciones estorbadas, y aun restaurarse a sí misma. Si bien la vida de la célula no depende tan sólo de la intacta estructura, se apaga si las fuerzas de la morfourgia se agotan. Las fuerzas de la autorregulación, de la autocorrección, de la autognosia, todas ellas son elementos indispensables de la invariancia biósica. No importa la extensión de la duración, mientras sea aún proporcionada a su función; una sensación, una representación pueden durar unas milésimas de segundo, pero no existen si no han entrado en la órbita de la invariancia en la cual la integración de los factores exógenos y endógenos, las relaciones entre partes son apoyadas por el esfuerzo-tensión adicional de aceptación-soportación-resistencia morfotrofos.

La realidad de la invariancia no se puede ver, oír, husmear, palpar. No hemos descubierto aún, entre tantos nuevos receptores que se están descubriendo en el reino animal, alguno que pudiéramos considerarlo estrictamente morforreceptor. No obstante, la presencia activa del feed-back morfotrofo, el dinamismo del esfuerzo-tensión autorregulador puede sentirse introceptivamente y esto, con la coestesia vital de cada acto de concienciación, basta para la orientación vital del organismo. Cualquier grado de vigor, cualquier escalón de cansancio lo testimonian en medición subjetiva. Por la introrrecepción de tales señales sentimos que el organismo acepta, soporta y resiste bien las presiones de la estimulación, y al revés. Sentimos que estamos en algún punto medio entre los dos polos extremos del patior y que vale la pena vivir así: lo confirma la sintonía, la eufonía del tonus afectivo-reactivo que es al mismo tiempo también el grado correspondiente de la eumorfia. En el caso opuesto, cuando el esfuerzo-tensión aumenta o es desproporcionado, habrá distonía, dismorfia. No se pueden ver, oír, husmear, palpar, ni los demás podrán observar nuestras penas y alegrías que pueden ser profundamente escondidas para tal observación exterior. Pero nuestros introrreceptores son activos y por ello nos damos cuenta de los equilibrios y desequilibrios del patior, instrumento estimulativo y reactivo de la forma. En la orexis orientadora tanto es importante la relación de los factores (relación I: C: E: Hf) como la relación entre el patior y la forma (relación P : F). Y de una totalidad biósica podemos hablar tan sólo si en su realidad interior existe una convergencia (I:C:E:Hf) (P:F).

Con lo que acabamos de decir sobre las energías patotrópicas del esfuerzo-tensión, la invariancia y la convergencia en medio de los antagonismos factoriales y sobre la transición y la entropía, creemos poder acercarnos a la definición de la forma, biológicamente vista y subjetivamente sentida como activación de un factor específico, el cofactor general omnipresente en toda producción del comportamiento a partir de la célula. La forma sería, en este sentido, igual a energía potencial patotrópica, de estimulación autónoma y transmisible a todos los eventos organísmicos, por la cual se mantiene, frente a los cambios de la transición y de la entropía evolutivas, la invariancia funcional de las partes celulares, siendo (esta energía) subjetivamente sentida, en cualquier sitio-momento de la orientación vital, como activación de la convergencia hacia el acto de comportamiento en medio de los antagonismos factoriales, endógenos y exógenos.

Recordemos brevemente los significados que prestamos, desde el punto de vista de la teoría oréctica, a las nociones empleadas en esta definición:

energía patotrópica: la del esfuerzo-tensión, subjetivamente sentida como aceptación-soportación de los estímulos o como resistencia a ellos;

estimulación autónoma: distinta de la estimulación específica de los demás factores de la orexis;

transmisible a todos los eventos: irradiante en todas las funciones del agon-gnosia-autognosia;

cambios de la transición: marcha evolutiva, filo y ontogenética, hacia el desarrollo-degeneración de lo vivo, a través del organismo individual;

entropía: tendencia y medida del desorden, del cese de las funciones y de la conversión de las funciones en meros procesos;

invariancia de las funciones: funcionamiento recurrente de los dispositivos y de las energías que componen los sistemas de factores en una especie y sus individuos típicos; su duración funcional frente a la intemporalidad de los procesos;

convergencia: fuerzas de afinidad química, electromagnéticas y nucleares que confluyen en la orexis desde las capas atomomoleculares;

antagonismos factoriales: los factores son antagónicos entre sí, cada uno de ellos tiene estimulación específica cuyo ajuste requiere la regulación convergente hacia el acto de comportamiento.

Cualquier definición de la forma abre necesariamente la puerta a amplias discusiones en las mesas interdisciplinarias. La nuestra se expone a ellas por varias razones de las que nosotros mismos podríamos aducir algunas en concepto de severa autocrítica. Otras censuras partirían más bien de conceptos tradicionalistas, acostumbrados a identificar la forma y la estructura figurativa, agarrándose además al dualismo clásico entre forma y "sustancia" unos, entre forma y materia otros, distingos que nuestra definición pretende abolir. Seguramente no faltarían quienes atacarían el concepto de la invisibilidad de la forma y tacharían de escondite la tesis de que la forma en biología se presta tan sólo al conocimiento introceptivo, subjetivo. Por cierto, apenas podríamos indicarles un método de cómo fijar en el laboratorio verificador el comportamiento de esta energía potencial pero nada pasiva, irradiante pero muy inestable, y sin embargo revestida al mismo tiempo de una capacidad que las demás categorías de su índole no parecen tener: la facultad de cierta duración (invariancia), que, por corta que sea, corresponde al tiempo necesario para que nuestro sensorium pueda darse cuenta de su presencia y estado. Hemos sido conducidos a la hipótesis de la energía morfotrofa por vías de una realidad interior indudable, la del esfuerzo-tensión hacia la supervivencia en devenir continuo, identificándose su logro al mantenimiento de una totalidad existencial superior a las componentes algebraicas y geométricas de la mera estructura figurativa. Si nadie puede quitarnos la sensación de la realidad que llamamos patior, es natural que en nuestro sistema oréctico busquemos precisamente en las variaciones del patotropismo las fuentes biósicas de la morfogénesis. Creemos firmemente que, mientras la razón analítica siga manejando con preferencia las estructuras, podamos, sentados al lado de estas fuentes del cosentir y copensar en conjuntos y por los métodos de introspección y de intropatía, descubrir algún designio misterioso de la evolución creadora, este insaciable ergatés de formas. De formas nuevas, y, en las viejas, de unas "más-formas". Es por el estudio de esta morfourgia y en la creatividad que podemos llegar a más criterios para formular nuestras respuestas a la pregunta de por qué la sonrisa de una mujer es más que la mueca fisiológica de su rostro, por qué es Raskolnikov mucho más que un hábil expediente jurídico de su crimen, o por qué la Pietà de Miguel Ángel es muchísimo más que una exacta anatomía de dos cuerpos. Lo bello de nuestro sentir es biología tanto como el metabolismo. Pero si con éste nos podemos permitir el dudoso lujo de arrinconarle a una burda terminología química, aquel sentir —uno de los que más animan nuestro diapasón de querer vivir y de encontrarle sentido a tal vivir— se resistirá a toda explanación algo verídica si de la forma tenemos tan sólo un concepto óptico, auditivo o táctil. O si al existir le quitamos la ventaja de poder sentirlo como devenir. Nuestro sensorium no se opone a tales miradas de síntesis.

Nuestra definición es aplicable a cualquier sistema factorial, es decir, desde el simple bifactorial que cuenta tan sólo con un factor exógeno y otro endógeno, hasta el más abundante en pluralidad de los factores, siempre que entre éstos se reconozca la realidad del patior. No es aplicable a los que identifican la estructura figurativa y la forma. En cuanto a los fenómenos físicos, extraorganísmicos, varios elementos do esta definición se prestan a analogías: la energía potencial, la variancia-invariancia, la convergencia, y sobre todo, la noción de entropía-negentropía: ¡la forma es evidentemente el meollo del principio de la negentropía del orden! Pero hay otros elementos que nos parecen barreras a su aplicación en la física: lo subjetivo y lo patotrópico en ella. Suponemos que en el mundo de los fenómenos físicos tales distingos no existen como no se descubra un día que la gravitación, la afinidad, el electromagnetismo, las interacciones nucleares, etc., ofrecen bases de analogías con nuestros fenómenos de aceptación-soportación-resistencia valorable.

El estudio comparativo entre los fenómenos del movimiento y del comportamiento forma parte de los cambios en la progresiva concienciación científica de nuestro fin de siglo: la morfología general y sus problemas llaman a la puerta de la física y de la biología. En este trabajo nos limitamos tan sólo a subrayar su importancia en cuanto a la endoantropología, en la cual tales cuestiones aún no tienen el peso y la urgencia que merecen. Nos quedamos dentro del cerco antropológico: nos interesa más el continente interior del hombre que el problema de si, por la prevalencia de la entropía, el universo va hacia su fin o se expande hacia la eternidad. Dejamos, pues, fuera de nuestra atención en este trabajo la cuestión de la conservación de la energía tanto como la de su conversión y de la degradación en el terreno biológico, aunque tales interrogantes se plantean inevitablemente también en él y son inseparables de cualquier estudio del comportamiento. Por debajo de la célula está el átomo, pero su movimiento va en el organismo especialmente acondicionado por la forma de éste. Y si bien los principios de la entropía y de la negentropía rigen en ambos mundos de las cosas muertas y de las vivas, la "información" entre el orden y el desorden adquiere en este último una marca especial de energía-impulsión, término que ha surgido recientemente en física y que, por una vez, nos parece se haya infiltrado allí desde la biología. Las fuerzas del orden, fuerzas morfotrofas, tienen además en el Bíos otra marca especial, la de la memoria, por la cual la materia se reviste de un rasgo que no existe en el resto extraorganísmico, cósmico. Dos importantes enlaces biósicos con la memoria, el de la herencia y el de la concienciación, son fenómenos desconocidos en física.

Y desde aquí sólo aumentan las diferencias entre los dos mundos.

 

fig. 5. Esquema de la orexis

 
S1 = un estímulo exógeno (factor C) llega al receptor;
V = función de la valoración en las fases orécticas;
R = función de la reacción en las fases orécticas;
l = la preconstelación interfactorial (célula en reposo) antes de la llegada Si;
x = nivel atomomolecular, subcelular, de la célula;
o = la célula movilizada por la estimulación (orectón);
I E Hf  = sistemas de factores endógenos;
 P = función del patior en la integración factorial;
F1 = el cofactor general de la forma en devenir;
c = la protofase de la cognición;
e = la metafase emocional-valorativa;
v = la apofase volitiva;
a = la aptofase del acto consumatorio;
t = la perifase del tonus afectivo-reactivo;
M = ecforias mnésicas durante la elaboración del estímulo;
= la integración factorial;
= el estímulo llega y cambia la preconstelación factorial;
 = la elaboración del estímulo termina en el acto;
 = el acto repercute sobre la totalidad de la célula;
F2 = el estado de la forma después del acto;
#w = el resultado de la orexis se transduce a otra célula;
l2 = la célula otra vez en reposo después de la orexis;
S2 = o bien: surge una nueva necesidad y una nueva orexis.

Todos los factores, el patior y el cofactor general de la forma participan en la elaboración del estímulo en todas las fases orécticas.

 

6. La introcepción de la forma

La forma en devenir o autorrealizada produce el signo introceptivo subjetivo señalado en un momento de la coestesia vital que el riesgo organísmico del desorden ha sido eliminado o no: la forma en autorrealización es entropía amortiguada, retardada, su indeterminación reducida. En nuestro lenguaje oréctico esto quiere decir que los antagonismos de los factores han podido acabar, entre la llegada del estímulo y su término en el acto, en una integración convergente. Que las relaciones entre las partes celulares han sido salvadas de la disolución mediante el potencial patérgico del esfuerzo-tensión y que el gasto de estas patergias ha sido proporcionado al acto conseguido. Que la emoción valorativa ha sido positiva. Y que, por fin, la repercusión de tal acto, el tonus afectivo-reactivo, se proyecta como efecto agradable, es decir, que hará a su vez aumentar las energías del patotropismo positivo en función autorreguladora. La forma autoafirmada significa más potencial autorregulador: la transición hacia la degradación de la energía está con tal acto provisionalmente vencida. La señal de tal equilibrio envuelve el signo de la duración (invariancia).

La gnosia-autognosia de tal coestesia vital, como hemos dicho, no es ni visual, ni auditiva, ni táctil, es introceptiva y percibe más de lo que está al alcance de aquellos receptores clásicos. La morfognosia, ayudada por la organización mnésica, percibe los enlaces entre las cosas, es decir, las conexiones entre cosas y cosas, cosas e ideas, ideas e ideas (connectio rerum et idearum), el orden y la jerarquía de los valores adquiridos. Más aún: tal introcepción llega a captar en los grados altos de la concienciación estos enlaces en el momento de su devenir entre la transición y la duración.

En el instante en que introcepto la forma siento mi propia duración y simultáneamente cosiente que el agon oréctico tiende ya a transcender la duración. En la sensación de una mancha verde puedo captar su devenir desde el estado transitorio de "bosque" hacia el estado consiguiente de "bosque de mi infancia". El mismo germen de la sensación ha hecho brotar aquí la ampliación a través del devenir de una "más-forma". Es como en el arte: cada pincelada, cada frase poética obedecen en cada momento a una posible "más-forma", la que puede nacer de tal esfuerzo-tensión y ,que está naciendo ya. Y puedo copresenciar, asistir a este nacimiento.

El tiempo de este devenir es, como cualquier otro de lo vivo, irreversible. El tiempo de la duración de la forma, también. En el dominio del Bíos, el tiempo de la duración de la forma es tan sólo una etapa de transición. Ningún retorno es posible. Existen repeticiones funcionales, sus ritmos, pero no hay vivencias idénticas. Todo presente es un futuro. Sólo podemos hablar de semejantes funcionales. Nada se reproduce en el Bíos dos veces idéntico.

La forma asequible o conseguida hoy en una operación oréctica ya no es una reproducción de la forma conseguida ayer. Tampoco la integración factorial, ni el patotropismo pueden ser los mismos hoy que ayer. Pese a que las funciones son las mismas, el resultado es siempre una "más-forma" o "menos-forma". El "amo a María" de hoy, no es idéntico al "amo a María" de ayer, a pesar de que los dos sean un "amar" como realidad interior. Entre los dos ha pasado mucho tiempo interior irreversible con cambios favorables o desfavorables al sentir. De todas maneras, sabré con seguridad el grado de tal logro. Esta seguridad, tan importante para mi orientación vital, su forma concreta, será invisible, inaudible, impalpable y no obstante será introceptible por un pequeño signo de autognosia realizada. Pero no podré amar ni hoy ni mañana, si no dispongo de suficiente energía morfotrofa, de este potencial de convergencia que hace el ajuste de los factores, energía irradiante y omnipresente, favorecedora y patrona de la negentropía. No es ninguna energía "vital", como hubieran podido pensar los vitalistas. Todas ellas son vitales. Pero cuando ella tiene poca fuerza de irradiación, las partes y el conjunto figurativo de lo vivo se descomponen, se homogeneizan.

Entonces estamos degenerando hacia los procesos ciegos y hacia la reificación. Mientras podemos ser mensores subjetivos de las formas que llegan a su duración, tenemos la impresión de que no somos tan sólo mera transición. La memoria parece ser un valioso ayudante de la forma y de la negentropía, suministrándonos sus preciosos signos de la unidad de lo innato y adquirido, las secuencias de las formas pasadas para nuestra comparación del "más o menos" logrado. Entre este "presente pasado" y lo "presente futuro" en devenir, el instante de la percepción de la forma es nuestro único tiempo de duración, del existir.

Es a veces difícil para la gente entrenada en los métodos de pensar de la física clásica y en el racionalismo de la lógica positivista, aceptar !os fenómenos del cosentir y del devenir como los que rigen en el conocimiento humano. Y sin embargo, la endoantropología revela cada vez más que nuestro sensorium está hecho para percibir cosintiendo y que en el mundo antrópico la percepción de objetos aislados es una abstracción auxiliar y pragmática, una facilitación ad hoc del método analítico racional. En la realidad biológica las cosas nos llegan envueltas en cierto contorno y nunca desnudas, ni como meras unidades. Cada cosa asequible a nuestra cognición viene a nuestro sensorium con su portador. En este sentido al observador del Bíos el concepto de De Broglie-Schrödinger sobre la dualidad de las partículas-ondas parece un concepto mucho menos paradójico que a los físicos clásicos. No hay estimulación en que una partícula pudiera llegar al sensorium desprovista de su onda portadora, o viceversa. Todo acontecer, todo agon biósico relevante es evento multifactorial, pero llega a la gnosia-autognosia como conjunto en el que hay portadores y portados, o núcleos y contornos, pero inseparables los unos de los otros en su función de estímulos. El sentir del conjunto y no de la unidad, el cosentir, es la regla de nuestra percepción de cualquier índole. Y este cosentir nos capacita para poder captar también el devenir dinámico, las cosas en evolución. Es el estado estático y el de la unidad aislada que es la hipótesis más artificial del análisis racional en la biología porque desmiente la regla general de nuestra cognición natural. Durante mucho tiempo la ciencia ya empieza a verificar su validez porque le parece que el mundo microscópico y el macroscópico se mueven según leyes diferentes. Y es muy posible que las leyes sean las mismas y lo que hay que cambiar y rectificar es el método de observación [3].

Pascal, que era un buen matemático, intuyó de una manera muy profunda esta equivocación del análisis racional: "II faut tout d'un coup voir la chose d'un seul regar et non pas par progrès du raisonnement". En realidad, así la vemos siempre, sin "il faut". Con una sola mirada englobamos el conjunto de la cosa, que nunca nos viene aislada. Siempre, cuando el análisis racional cree haber llegado a la última unidad, la pared del paro y la impotencia le vienen de que ha emprendido analíticamente el recuento meticuloso de la materia o de lo que sea en un mundo esencialmente plural. Con fiebre aguda se hace ahora en la física el recuento apasionado de las partículas elementales que se aproximan a un centenar, y sin perspectivas de parar nunca. Y ya se hace urgente volver otra vez a aquel copensar pascaliano y abarcar las cosas de una sola mirada diciendo que "todas las partículas no son básicamente más que estados estacionarios diferentes de la misma materia" (Heisenberg). Por oneroso que sea a veces para un espíritu analítico sentir y pensar en conjuntos en vez de en unidades, no cabe duda de que de este método dispone cualquiera de nuestra especie. El artista se vale abundantemente de él y no se» aleja de la vida. Es cierto también que varios matemáticos piensan en conjuntos y que los que penetran hacia las fuentes bioquímicas del fondo se encuentran allí con la necesidad del copensar mediante algún concepto de síntesis, sin el cual todo recuento exacto de los elementos queda por debajo de la verdad explicativa. En pequeñas cosas cotidianas tanto como en la alta ciencia la comprensión iluminativa y el recuento de los elementos aún no hacen ecuación. También hay que tomar en consideración la fuerza que les hace convergentes y coherentes entre sí en su aparición copresente.

Y para averiguar con seguridad la tesis de que la forma es más que la estructura figurativa, y para discutir su definición, ciertos cambios de método de observación serán necesarios. Además de estudiar los fenómenos de duración provisional y estados de transición que a pesar de ella no son ni mera fluctuación, ni están desprovistos de función observable, hay que admitir que existen leyes del devenir y que entre la observación del existir y la del devenir no hay un "aut-aut" exclusivo. Una precondición de tal cambio de método es la de averiguar con más detención el modo como siente el hombre antes de llegar a la abstracción y a la simbolización razonante.

 

Notas:

[1] Véanse más pormenores sobre este punto en el cap. «Esquizorexia».

[2] No puede extrañar que algunos físicos jóvenes vuelvan ahora a algunas tesis de Bergson y a su Evolution créatrice, interesándose por sus «profecías» sobre la irreversibilidad de la evolución. Es en el fenómeno de la creación donde esta irreversibilidad se hace palpable, junto con el fenómeno de la invariancia provisional, la duración, el paro en la forma.

3 Véase la sección «Sinforia y simbolia»

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Última actualización:
21/03/06