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El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964.

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PRIMERA PARTE - EN TORNO A LA DEFINICIÓN DEL SENTIR

(continuación)

 

LA TEORÍA ORÉCTICA Y LOS CONCEPTOS MODERNOS SOBRE EL INSTINTO
BIBLIOGRAFÍA SUMARIA
ANÁLISIS FACTORIAL SIN MATEMÁTICAS O LA HUÍDA DEL FALANSTERIO
BIBLIOGRAFÍA SUMARIA

 

LA TEORÍA ORÉCTICA Y LOS CONCEPTOS MODERNOS SOBRE EL INSTINTO

 

1

«El hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que le parece».
SCHOPENHAUER

Entre los que aceptan el término instintos, son los zoólogos, tales como von Frisch, Lorenz, Kortland, Tinbergen, Hediger y muchos otros, los que nos han suministrado en las últimas décadas un material precioso y una teoría avanzada sobre ellos. Sus miles de observaciones, atentas y pacientes, y sus esfuerzos por plasmarlas en teorías convincentes y válidas para todo el reino animal, nos han sacado de bastantes arbitrariedades de la psicología filosófica y de los verbalismos de las teorías demasiado antropizantes.

Tales autores han confirmado también la posición del instinto como factor autónomo, heredado e innato, del comportamiento animal y han rehabilitado imperiosamente la necesidad de contar con esta noción en las interpretaciones endoantropológicas, a pesar de los intentos que otros autores, tales como Kuo, Hebb, Schneirla, Lehrman, etc., han esgrimido para desacreditar este factor innato frente a la importancia que ellos atribuyen a lo adquirido en el organismo, o al mundo exterior.

Es preciso completar lo que dijimos sobre el instinto en la POV y en el capítulo anterior de este libro, para darle al lector, interesado también en la parte teórica, una rápida orientación sobre el estado actual de las investigaciones en esta dirección, y para puntualizar algunos detalles omitidos anteriormente.

Los zoólogos vinieron después de que muchos psicólogos y biólogos se enfrentaran con el problema, la mayor parte de ellos yendo por buenos caminos y concentrándose sobre el hombre.

William James lo define (Principies of Psychology, 1890) como «capacidad de actuar de tal manera que se produzcan ciertos fines (ends), sin preverlos, y sin educación previa en la realización». Por poco precisa que sea esta definición, contiene dos características importantes del instinto. La primera es lo genéticamente ciego del empuje instintual, la espontaneidad primaria con que brota, su independencia del razonamiento y de la previsión. La segunda consiste en que, para que se desencadene, no necesita aprendizaje ni educación. Definidos de una u otra manera, estos rasgos persistirán después en todas las definiciones de la noción.

Más explícito es Lloyd Morgan, cuyo horizonte se nutre más que el de James de observaciones comparativas con el reino animal y cuyo saber biológico es muy extenso. Según Morgan, el instinto «comprende aquellos grupos de actos coordinados que, aunque contribuyan a la experiencia, no están determinados, en su primera ocurrencia, por la experiencia individual; actos de adaptación que tienden al bienestar del individuo y a la conservación de la raza; que se deben a una cooperación de estímulos externos e internos; que son llevados a cabo de una manera similar por todos los miembros del mismo grupo de animales, pero (actos) que están sometidos a variaciones bajo la influencia de la experiencia individual».

También este ilustre psicofisiólogo subraya que la experiencia instintual es espontánea y no aprendida, aunque por otra parte cree que sus actos no son rígidos, sino modificables bajo la experiencia individual. Para él, los instintos son guardianes de la conservación de la especie. Son ellos los que hacen llevar a cabo actos típicos de ésta, en todos los miembros que pertenecen a ella.

Esta determinación, más rica en características que la de James, y comentada con profundidad en su obra The Natural History of Experience (1905), contribuye mucho al esclarecimiento de la noción.

El gran psicólogo McDougall, en su conocida y brillante obra The Social Psychology (1908) intentó una definición minuciosa: «El instinto es una disposición heredada e innata que capacita a su poseedor a percibir objetos de cierta categoría y a prestarles atención; a experimentar la irritación afectiva de cierta calidad, después de la percepción, para actuar en la dirección de este objeto de una manera especial o, al menos, a experimentar un impulso hacia tal situación.»

Esta definición entraña muchos problemas. Además de confirmar, como sus predecesores, lo innato y heredado del instinto, McDougall hace depender de él la percepción de los objetos; la dirección de la atención hacia ellos; el nacimiento de la emoción;

y también experimentar el intento hacia una acción y llevarla a cabo. Aquí está casi toda la elaboración del estímulo desde su llegada hasta el acto consumado. ¿Sería todo esto obra de este promotor, que es, según dicho autor, también su elaborador, y su efector? Como se desprende de nuestra teoría oréctica, respondemos negativamente a tal sugerencia, al menos en esta forma que atribuye casi exclusivamente todos estos procesos a la preponderancia del factor instinto. Pero retendremos la idea inmanente en esta definición y, modificándola, diremos que, si bien no hay tal omnipotencia de este factor, una cosa cierta se trasluce de la intuición de McDougall, y es la omnipresencia del instinto en todos estos procesos. La llegada del estímulo, su elaboración en sensaciones y actos, requiere, en todos los grados del organismo, la presencia de este factor, pero junto con algunos más. No hay proceso orientador o efector del organismo en su orientación vital que pueda llevarse a cabo sin el instinto. Y también retendremos otra intuición fundamental que nos parece acertada en esta definición: el sitio y la importancia que McDougall atribuye a la orientación afectiva en la formación de los actos del organismo. A pesar de no aceptar esta definición en su totalidad, reconocemos el buen camino por el que se dirige este eminente psicólogo hacia la meta. Las definiciones cojean. Si no ayudamos a sus autores a saltar a través de los obstáculos de la lógica o de la experiencia, encontraremos pocas perfectas.

James Drever, en su obra Instinct in Man (1917), habla con una terminología más actual, diciendo que el instinto es «una predisposición y coordinación determinada, aunque con márgenes de modificación, de las conexiones nerviosas, de manera que un estímulo particular, con o sin la presencia de ciertos estímulos de cooperación, provoque una acción o serie de acciones». «Esta predisposición —añade Drever— es consecuencia de la selección natural, determinando un modo de comportamiento que garantiza un fin biológicamente útil, sin previsión de tal fin y sin previa experiencia en lograrlo.»

Drever se fija, como vemos, en el papel del instinto visto a través del sistema nervioso, lo que indudablemente tiene su justificación, ya que «el arreglo y la coordinación» de los nervios hacen que el estímulo llegue a provocar acciones. Sin embargo, «arreglo y coordinación» son evidentemente términos demasiado vagos, ya que, por ejemplo, la misma estructura de los nervios también es «arreglo y coordinación». Pero podemos agradecer a Drever su insistencia en lo que dijo sobre «un fin biológicamente útil», la mención del principio de la utilidad vital o biósica, que tiene mucha importancia en la interpretación de todos los fenómenos del organismo. Lo subrayó con mucha lucidez Sherrington en su obra The integrative action of the nervous System (1906).

Dejando a un lado algunos otros autores que dedicaron su atención al instinto en las primeras décadas de nuestro siglo, debemos detenernos ante la escuela psicoanalítica de Freud.

Freud y sus discípulos prestaron gran atención a esta noción. A pesar de esto, ni en la obra de Freud ni en las de sus seguidores abundan las determinaciones claras, sino que más bien están obnubiladas un tanto por el misticismo del «Id», aunque tampoco faltan buenas intuiciones. Dice Freud (Esquema del psicoanálisis): «El poder del Id expresa el verdadero propósito de la vida del organismo individual. Este consiste en la satisfacción de sus necesidades innatas... Las fuerzas que suponemos existen detrás de las tensiones causadas por las necesidades del Id se llaman instintos.» Y, cayendo también él en el prejuicio del dualismo, añade que éstos (instintos) representan las exigencias somáticas frente a la vida mental, lo que carece de sentido.

De estas indicaciones queda como aceptable la tesis de que el verdadero propósito de la vida del individuo es la satisfacción de sus necesidades innatas y que son los instintos los que las satisfacen o los que dirigen su satisfacción. La insuficiente determinación del ego en la teoría freudiana frente a los instintos dejó muchos problemas por resolver. No obstante, el resumen de sus conceptos nos permite (según el resumen de Fletcher) las conclusiones siguientes: 1) que los instintos son apetitos o urgencias innatas y compulsivas, cualitativamente distintas en la variedad de las emociones, cuyos fines son la satisfacción de las necesidades presentadas por la estimulación exógena; 2) que los instintos representan una fuerza o energía específica; y 3) que ésta está correlacionada con la estructura «orgánica» (somática) del organismo.

Freud vio que había que diferenciar entre las necesidades y su satisfacción, pero no llegó a fijar con más precisión la organización de estas dos autonomías de estimulación interior.

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Las investigaciones sobre un enorme material zoológico permitieron a Lorenz y a Tinbergen añadir unos matices nuevos a la definición del instinto. Lorenz, en su delicioso libro King Salomon's Ring (1952), indica que el instinto es un «patrón (patern-tipo) heredado, específico y estereotipado del comportamiento», y cree que hay que diferenciarlo de otros tipos de comportamiento como la kinesis y las taxis. El comportamiento instintual está completamente educido (released = soltado, liberado, desencadenado) por los estímulos del medio ambiente, de las circunstancias. Los instintos son energía de reacción (reaction acumulada en el organismo y soltada por los releasers (desencadenadores) exteriores.

Como se ve, el lenguaje de Lorenz es bastante distinto. Frente a las clásicas definiciones anteriores habla de energías específicas, energías acumuladas, que se ponen en marcha por unos estímulos exógenos, energías si bien innatas y heredadas, como dice casi unánimemente la teoría previa, pero distintas de otros «patrones» del comportamiento, regidos por los mecanismos de la kinesis y de las taxis. Se admite, pues, la idea de que el instinto no es el único «primum movens» de las satisfacciones, sino que hay otros, como taxis y kinesis, lo que es nuevo, y, según mi punto de vista, probablemente erróneo.

Tinbergen, en su definición expuesta y comentada en su libro The Study of Instinct (1953) concluye así: «El instinto es un mecanismo nervioso jerárquicamente organizado, capaz de cierta preparación (priming), desencadenamiento y dirección de impulsos internos y externos, el cual (mecanismo) responde a éstos con movimientos coordinados que contribuyen al mantenimiento de la vida del individuo y de la especie.»

Para Tinbergen el instinto está jerárquicamente organizado y para Kortland también. Esta iniciación a las subcategorías o subinstintos me parece sumamente importante y acertada, lo que se verá bien en el esquema que reproducimos más adelante para ilustrar los conceptos de estos autores.

Por la definición de Tinbergen se ve que insiste ya también en la estimulación endógena y no solamente exógena, tan favorecida por los demás autores. En cuanto al mecanismo nervioso, los zoólogos hacen uso del término «mecanismo innato de desencadenamiento», «Auslösendes angeborenes Schema», «innate releasing mechanisms». Pero este término no ha sido claramente definido, ni el «esquema» (mecanismo) descrito con seguridad. Es preciso distinguir en este punto entre la energía que se desencadena, el dispositivo de la estructura en que la descarga se efectúa, y el estímulo desencadenante.

Sin embargo, los trabajos de los zoólogos, entre los que no hay que olvidar nunca al poco teórico, pero maravilloso en la observación de la vida de las abejas, von Frisch, han ayudado muchísimo a comprender el comportamiento animal y, consecuentemente, a acercarnos al esclarecimiento de lo innato de este comportamiento también en el hombre.

Así, cuando se reúne, en 1954, la mesa redonda del Symposyum Singer-Polignac (París) sobre el tema de los instintos, compuesta por eminentes zoólogos, psicólogos, biólogos, bioquímicos, etcétera, tales como Grassé, Piéron, Benoit, Lorenz, Frisch, Lehrman, Schneirla, Hediger, Haldane, Koehier, Gesell, Viaud, etc., el tableau de nuestro problema y la dialéctica de sus colores adquieren un conjunto y una matización riquísimos. Entre las fórmulas que abundan (en el libro publicado en 1956) separo aquí la más corta, la de Grassé, que, aunque discutible sobre todo por su expresión «facultad», resume grosso modo el concepto de la época: «Facultad innata de cumplir, sin aprendizaje previo y con toda perfección, ciertos actos específicos bajo determinadas condiciones del ambiente exterior y del estado fisiológico del individuo». A pesar de la oposición de Schneirla y Lehrman, la mesa concluyó afirmando la justificación de la fenomenología del instinto. Podríamos decir con las palabras de Lashley que datan de 1928: «La guerra contra el instinto ha fracasado..., puesto que todos sus sustitutos: deseos, aversiones, fuerzas de campo, tensiones dinámicas, necesidades, libido, disposiciones, todos tienen fundamentalmente el mismo núcleo conceptual, que es el desechado instinto.»

La escuela rusa actual ignora el término instinto, al menos en la psicología y en la psiquiatría. Esto se debe en primer lugar a la influencia de Pavlov y a sus doctrinas del reflejo condicionado. Por otra parte, el tremendo acento que el marxismo dio a las influencias del factor C social obnubiló la justa apreciación de los factores internos y de la herencia biológica en el comportamiento humano. En el ambiente científico, que pretende que la sociedad lo es todo y que lo puede todo en la formación del hombre, este exclusivismo es lógico, aunque sea erróneo. La biología aportará también aquí las necesarias rectificaciones.

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Nuestra definición del instinto se mantiene dentro del esquema formado en la década pasada. No insiste en la cláusula «sin aprendizaje previo», ya que la supone implicada en el concepto «innato». Tampoco menciona la de «con toda perfección» de Grassé, dado que esta perfección es un tanto relativa. Lo que diferencia esta definición de la propuesta por Tinbergen es que elude el término «mecanismo nervioso». Se verá más adelante que nosotros insistimos en el término «energía» y no en el de «mecanismo», por la razón de que atribuimos al instinto tan sólo el suministro de las energías que se necesitan para inducir al organismo al comportamiento adecuado, mientras que los dispositivos, necesarios para el desencadenamiento de estas energías, los consideramos como pertenecientes a la estructura Hf. Huelga decir que, siendo partidarios del sistema de cuatro factores para cualquier acto del organismo, consideramos que el instinto nunca se manifiesta por sí solo, ni se puede atribuir exclusivamente a él ningún acto consumatorio, sino que éste es siempre producto del conjunto multifactorial. Subrayamos, en cambio, en nuestra definición el papel de la inducción al comportamiento. El estímulo exógeno hace lo suyo; el ego lo suyo; la estructura lo suyo; el instinto, dentro de esta constelación C, E, Hf, hace lo suyo, autónomamente: con sus energías induce a que el organismo en su conjunto convierta la estimulación en un acto adecuado para sobrevivir. Los químicos hablan con preferencia de sustancias transmisoras del impulso nervioso. Desde el punto de vista del comportamiento, cada transmisión es al mismo tiempo una inducción a la reacción consiguiente.

Por las mismas razones de nuestra teoría oréctica, multifactorial, no empleamos la consabida fórmula de la «action specific energy», si por ésta se entiende lo exclusivo de la acción en el instinto: esta acción es la inducción al comportamiento, siempre en cierta dirección genéticamente innata. Esta dirección está determinada por el principio de la supervivencia y es siempre típica de la especie. Pero, como se manifiesta a través del individuo, y éste por la ontogénesis, define al mismo tiempo, en cada acto. también sus fines calificados. ¿Calificados por qué? Por las direcciones generales del sobrevivir, de hacer mantener y desarrollar la forma del organismo. Estas direcciones caben, en el género humano, bajo tres capítulos de conservación, procreación y creación. Cada acto nuestro es inducido por el instinto, según la constelación actual de los I, C, E, Hf, en una de estas direcciones o una combinación de ellas. Sólo por abreviación hablamos, pues, del «instinto» de conservación, procreación, creación, mientras que lo más exacto sería hablar de la inducción, producida por el instinto, en estas tres direcciones del comportamiento. Son las mismas energías las que propagan el impulso nervioso cuando éste nos conduce a actos como adquirir riquezas, acoplarnos con vistas a procrear, o hacer versos. Lo que cambia constantemente es el juego de los estímulos exteriores e interiores, haciendo que los instintos actúen de inductores en varias direcciones del sobrevivir adecuado.

En otro sitio (véase) hemos hablado de los equivalentes químicos del instinto, llamados instintinas. La ardua discusión de los geneticistas y de los neuroquímicos referente al papel de estas sustancias en el proceso de la recepción del estímulo, su elaboración en emociones valorativas, su transformación en actos y en tonus reactivo, parece progresar hacia la confirmación de nuestra hipótesis sobre la inducción instintual al comportamiento.

Siendo partidario de buscar equivalentes químicos de los instintos, tendría que contestar a la pregunta de si identifico los instintos con las sustancias instintinas. Durante mucho tiempo el término «instinto» ha sido más bien una mística «causa primaria», un «primum movens», un «Ur-Trieb», y a muchos les repugna tal vez la reducción de tales nociones a sustancias hórmicas como acetilcolina o noradrenalina. Es verdad que, si no del todo por estas razones, sí más bien por las de la biología general tenemos que ir con precaución en cuanto a tales identificaciones generales y precipitadas. Nosotros opinamos tan sólo que desde ahora no podremos pensar en instintos sin implicar en su noción estas sustancias. Sin embargo, nos parece indicado mantener, pero ya como concepto de biología general, y no tan sólo desde el punto de vista del comportamiento, aquellas categorías que algunos autores llaman «tendencias instintuales generales», «instintos mayores» o aviditas vitae, como las llama T. H. Huxley (1825-1895) en una bien pensada conferencia.

De esta jerarquía en la estructuración del instinto se ocuparon, como hemos dicho ya, Kortland y Tinbergen, componiendo una clasificación, aún vacilante, de instintos y subinstintos, como demuestra el esquema que reproducimos:


Esquema del principio jerárquico de los instintos en aves cormoranes, ideado por Kortland (reproducido de la obra de Rof Carballo; Urdimbre afectiva y enfermedad)

Nosotros dividimos el comportamiento humano, desde el punto de vista de la finalidad morfotrofa de sus actos concretos, en el de conservación, procreación y creación. Pero, naturalmente, todo este comportamiento cabe dentro de la clasificación en categorías de la supervivencia biológica general y con sus especificaciones para nuestra especie. Para todos los seres vivos estas supercategorías podrían examinarse bajo las tendencias, digamos, «superinstintuales»

1) del mantenimiento y desarrollo de la forma filogenética del organismo o de la autoafirmación genérica;
2) de la variedad evolucional ontogenética o la de la unicidad del individuo;
3) de la aplicación general del principio de la utilidad vital y del óptimum del organismo;
4) de la economía básica del organismo tal como se manifiesta en hábitos, descanso, sueño, olvido, etc.;
5) de los ciclos y ritmos filogenéticos nictemerales y otros;
6) del patior oscilatorio entre equilibrios y desequilibrios; o
7) de la autonomía de la autocreación en el hombre o la de la maduración personal, etc., etc.

Frente a estas tendencias generales de orden biológico, regidas genéticamente, y quizás bajo el mando supremo, superinstintual, del DNA, las otras instintinas y su actuación concreta y especializada serían tan sólo servidoras de tales fines primigenios de la supervivencia, que en el hombre se movilizan igual si los estímulos lo dirigen hacia una agresión conservadora, un acto de procreación o el acto creador de escribir psicología.

Al validar nuestras necesidades (ego) concretas y actuales las instintinas validan implícitamente, eo ipso, también aquellos fines primigenios de la Gran Evolución.

La validación de las necesidades por los instintos e instintinas (sustancias hórmicas) depende:

a) de la fuerza con que las energías I son transmitidas por los antepasados a los organismos individuales de los venideros y de su aptitud general en favor de las tendencias de sobrevivir (transmisión hereditaria, filogenética);

b) de la aptitud usual con que se manifiestan las energías I en cada una de las tres direcciones de conservación, procreación y creación (Primus, Secundus, Tertius) (transferencia específica);

c) de la prontitud e intensidad en la inducción concreta al comportamiento adecuado en todos los niveles y grados de la propagación de estímulos (afluencia instintual, hórmica);

d) del potencial con que las energías I afluyen para remediar las influencias nocivas que de otros factores puedan provenir (resistencia vital). 

Nuestras necesidades, concluimos, requieren en todos los ni veles del organismo, desde el receptor hasta el acto por el que se mantiene o desarrolla la forma, una hormización constante, es decir, la validación de las necesidades por las instintinas, la identificación E-I.

4

De lo expuesto hasta ahora podemos concluir que la teoría moderna sobre los instintos está de acuerdo sobre los puntos siguientes:

1) hay que mantener la noción del instinto para la comprensión del comportamiento animal;
2) el instinto es un factor autónomo de la orientación vital del organismo animal, es decir, dispone de estimulación propia y detectable en el organismo;
3) este factor I es indispensable para que el organismo pueda llevar a cabo, según unos la mayor parte, según otros la totalidad de sus actos de supervivencia;
4) la dirección de los instintos es significante y está íntimamente ligada con el mantenimiento de la forma del organismo, a la que sus energías protegen;
5) los instintos son energías (o facultades) innatas y heredadas;
6) su funcionamiento no necesita aprendizaje previo.

Nuestro propio concepto de la orientación vital, ligado con este factor, añade todavía los siguientes puntos:

1) es necesario determinar el instinto químicamente, puesto que los demás factores de la orientación vital del organismo ya lo están (el ego en la dinatasis y en la ontogenética, las circunstancias exteriores en la fisio-química de los receptores, en la estructura histológica y genéticamente);
2) es a estas energías instintinas (hórmicas) a lo que se debe la activación en la propagación de los estímulos exógenos y endógenos; ellas contribuyen indispensablemente a su elaboración y conversión en actos de auto-realización;
3) vista químicamente, la inducción al acto es debida a la presencia en el sistema nervioso periférico y central de tales sustancias instintinas (hórmicas).

El estado actual de la teoría sobre el instinto está pendiente de algunos problemas que quedan por resolver. Los principales podrían resumirse como sigue:

1) establecer cuáles son las sustancias instintinas y conseguir su clasificación;
2) averiguar lo que puede llamarse actuación instintual directa frente a lo que pueda denominarse precursores químicos en las instintinas;
3) distinguir químicamente entre la presentación de las necesidades (ego) y la validación de las instintinas;
4) verificar si las sustancias instintinas tienen su papel también en el comportamiento animal sin conducción nerviosa (o supuesta como tal), es decir, en los fenómenos llamados «kinesis», «taxis», «pathies», etc.
5) en el comportamiento humano, establecer el acuerdo sobre la clasificación tripartita en direcciones de conservación, procreación y creación;
6) si la modificabilidad del instinto se acepta, fijar lo que se modifica en tales casos: el suministro de las energías hórmicas o la estructura de los dispositivos, o las dos cosas; también es necesario tratar de averiguar hasta qué límite tal modificación es filogenéticamente probable;
7) aclarar la relación instinto-emoción y, ante todo, el proceso químico de validación E: I.

En cuanto a este último punto, creernos haber contribuido, con nuestra teoría oréctica, a esclarecer la relación instinto-emoción. Aquí insistimos tan sólo en que es un error

1) suponer que el instinto pueda manifestarse solo y aislado, sin formar parte de la orexis. Tal manifestación pura del instinto no existe ni siquiera en el comportamiento de las especies unicelulares: el instinto se manifiesta siempre tan sólo dentro del conjunto de los demás factores básicos que componen la emoción valorativa del organismo. Y también es un error

2) considerar la emoción principalmente bajo el aspecto de la represión del instinto, dándole el carácter de cierta perturbación, como ocurre a menudo con las teorías pa-tologizantes de la emoción.

Concluimos, pues, que el instinto es muy importante para la orientación vital, pero no más importante que los tres restantes factores básicos.

5

Si la teoría se pone de acuerdo sobre el papel de las instintinas, éstas influirán, naturalmente, también en el establecimiento del endograma patológico, y la farmacología y la terapia necesitarán en adelante un enfoque más cuidadoso por lo que las dishormias deberán tener su capítulo separado en el diagnóstico diferencial. Varias clases de depresiones se deben, en primer lugar, a la insuficiencia en el suministro de las instintinas, y las manías se constituyen casi siempre mediante una hiperhormia. Esta terminología se emplea ya en algunos sistemas psiquiátricos (p. e. Guiraud), sin llegar todavía a la exploración directa de las funciones y disfunciones de las sustancias hórmicas. La nosología de la epilepsia tendría, según nuestro punto de vista, que ocuparse de estas disfunciones cuando las instintinas toman el camino de «Leerlauf-Reaktionen» (Lorenz), reacciones en vacío, saltando por la cadena de las elaboraciones intermediarias de orectón a orectón, precipitándose fulgurantemente a los centros de la distribución central en forma de un escape —quizá producido por la disfunción inhibidora del GABA— con efecto de un trueno, avisado tan sólo por el relámpago del aura siniestra o libidinosa. Y es seguro que en la típica desensibilización progresiva de los esquizofrénicos —un estorbo grave y sistematizado de la orexis normal—, la anhormia de las instintinas tiene un gran papel. Suministrando por vía intraventricular ya no directamente la acetilcolina, sino la colinesterasa que la hidroliza, Sherwood (12) consiguió resultados espectaculares en pacientes gravemente catatónicos, respondiendo éstos, ya dentro del breve lapso de tres horas después del suministro, a las instrucciones y a las preguntas sencillas del médico, con resultados ulteriores duraderos. La exploración de las instintinas nos abre, dentro de la teoría oréctica, perspectivas para corregir también ciertos conceptos corrientes sobre la represión. El resultado de una emoción cortada, obstruida en la auto-realización positiva, no va a un saco que se llama el inconsciente o id». No hay tales sacos en el organismo. Si no es inmediatamente compensada, la represión, es decir, energía instintual inadecuadamente usada o parada en su camino normal, circula en la sangre químicamente, sobrepasando su contenido standard, o se mantiene como sobrante en las placas finales neurónicas o neuromusculares, probablemente por no haber podido ser destruida mediante los correspondientes enzimas. Y esto estorba el suministro normal de las instintinas, obstruye la presentación sucesiva de las necesidades del ego, causa lesiones en la estructura, impidiendo a veces también que los estímulos sucesivos tengan buena recepción. Los neuroquímicos nos deben una pronta respuesta sobre lo que sucede en el organismo cuando un miedo u otra clase de represión —y represión es siempre la del instinto encaminado hacia la autoafirmación— detiene la orexis lanzada hacia el sobrevivir positivo. En otras palabras, ¿qué es lo que sucede, por ejemplo, con la acetilcolina u otra sustancia hórmica cuando se le corta este camino ya emprendido?

 

BIBLIOGRAFÍA SUMARIA

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5) Tinbergen, N. (1951), The Study of Instinct, Oxford.

6) Lorenz, K. (1952), King Salomon's Ring, Londres.

7) Szentgyörgyi, A. (1952), Química de la construcción muscular. Ed. Aguilar, Madrid.

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9) Tinbergen, N. (1953), Social Behaviour in Animals, Londres.

10) Whyte, L. L. (195), Accent on Form, Nueva York.

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30) Wukmir, V. J. (1963), Le sens biologique du «Patior, ergo sum», Annales Médico-Psychologiques, t. II, nº 3, París.

 

ANÁLISIS FACTORIAL SIN MATEMÁTICAS O LA HUÍDA DEL FALANSTERIO

«Yo me estudio a mí mismo más que a cualquier otro sujeto. Esta es mi metafísica, mi física».
MONTAIGNE

La teoría oréctica habla de factores, pero en cambio, no se sirve del método que Spearman, Burt, Thomdike, Thurstone, Thomson, Cattell, etc., han introducido en la psicología y que es conocido como «análisis matemático de la mente». Todos estos intentos provienen de investigadores serios y de gran valía. Tres son las principales razones por las que no seguimos su método en esta obra: 1) la noción de la «mente»; 2) la poca seguridad en cuanto a la definición del «factor» en la endoantropología, tal como lo enfocan estos autores; 3) la diversidad en la clasificación de los factores, que es consecuencia de los dos primeros puntos.

El análisis factorial empezó aplicando matemáticas, interesándose principalmente por la medición de la inteligencia (Spearman), reduciendo en los primeros intentos la investigación de las «habilidades cognoscitivas en general» (Thurstone). Una de las obras más brillantes sobre el análisis matemático factorial en la psicología, la de Cyril Burt, lleva el característico título The factors of the Mind (Los factores de la mente), Londres, 1940.

Siguiendo el concepto dualista, la mayoría de los investigadores de esta escuela piensan que las facultades o habilidades de la mente podrían aislarse del resto del organismo y, una vez aislados, someterse a mediciones y a sus matemáticas. El asunto se complicó ya cuando, al lado del factor general de la inteligencia de Spearman, mantenido en el campo abstracto de la «mente», surgió la idea de que la inteligencia podría ser considerada como algo innato, y que lo innato en ella podría estribar en algún otro factor más general y propio también de otras habilidades «mentales». Lo misterioso de lo innato empezó a chocar con la rectitud lineal de las matemáticas. Fue precisamente Burt quien introdujo, al lado del factor general de la moralidad de Webb, el factor general de la emotividad, y con esto la tarea puramente matemática se hizo tremendamente difícil: ante una noción tan llena de integraciones de varios factores, las matemáticas empezaron a cojear, o a limitarse al análisis estadístico de los tests, reducidos ellos mismos a operaciones inferiores, de las que se alejaba cada día más la pretensión de analizar «la mente», entidad nebulosa e indefinible.

Por esto no hay que culpar a las matemáticas ni siquiera por sus ambiciones de medir las habilidades llamadas mentales. La visión endoantropológica de los mismos investigadores que preferían este método rompió de un modo espontáneo las barreras impuestas por el campo deliberadamente reducido a la inteligencia, ante la evidencia de que tal habilidad no se puede separar del resto del organismo. También en esta materia se comprobó que era muy difícil mantener el dualismo del organismo y tratar separadamente las facultades mentales, abstrayéndolas del resto del organismo: los factores de la «mente» se manifestaron como productos de su unidad, la claridad del factor general de la inteligencia, supuesto asequible a mediciones y al análisis matemático, sufrió sus primeras revisiones de principio y de criterio de clasificación.

La misma definición del «factor» quedó mientras tanto bastante insegura, variada y hasta contradictoria. Para Spearman los factores eran «órganos» o «funciones fundamentales» de la mente, para acabar después en «energías» y «mecanismos nerviosos». Para Thurstone son «rasgos», «habilidades»; para Burt son «tendencias temperamentales», «hábitos adquiridos», prefiriendo una terminología biológica o bioquímica, y subrayándolos como «factores causales». «Capacidades», «rasgos de unidad en la personalidad», «dimensiones fundamentales de la mente» y otras fórmulas semejantes se podrían encontrar en las obras que tratan de esta noción, y que a veces, deslizándose por debajo del deber de fijarla, van ardientemente a las matemáticas centradas alrededor de estas nociones vagas. Menos mal que la discusión sobre el factor como noción, sobre su clasificación y su carácter primario o secundario, al ser conducida en estas obras con un gran despliegue de vasta erudición general, que abarca varias ciencias, hace que las dudosas conclusiones sean redimidas por la brillantez de las premisas: como en la personología y en la caracterología en general, también en esta escuela se han escrito muchas excelentes páginas en passant, en los detalles, por en medio, mientras que tanto los puntos de partida como la exactitud de las conclusiones quedaron bajo fuertes interrogantes. Con la ambición grandemente justificada de abarcar toda la personalidad y dotar a la investigación de métodos matemáticos se ensanchó este campo medio, pero no se aclararon bastante ni los puntos de salida ni las conclusiones del análisis factorial en su aplicación a la personalidad. Así, es siempre útil lo que, por ejemplo, Spearman escribió sobre «lo listo» (cleverness) o la perseverancia; Burt sobre la clasificación de los factores, variancia y correlación, o sobre la emotividad; Thurstone sobre la memoria, el razonamiento; Eysenck sobre los factores de lo estético; Catell sobre los dieciséis factores de la personalidad, etc.

En este sentido estamos lejos de rechazar en principio la aplicación de las matemáticas y de la medición experimental a los organismos vivos por las razones que invocan sus antagonistas radicales. Entre ellas, es verdad, no se puede desechar completamente la que afirma, con mucha justificación, que las longitudes, la masa o el tiempo son variables unidimensionales, mientras que en la persona tratamos de cualidades multidimensionales. Bajo la observación, el organismo en función puede ser localmente reducido a pequeños trozos y en éstos (por ejemplo en un pequeño receptor) ciertas mediciones de orden biofísico pueden ejecutarse con exactitud relativa y servirnos de apoyo para intuiciones adicionales sobre lo esencial de la función. Pero, naturalmente, ya es difícil admitir sin reservas que una operación matemática o geométrica podría darnos la ilustración —y sólo de ésta se trata hablando de números y líneas— de la personalidad como totalidad, o del carácter, temperamento, ideas, emociones, representaciones o sensaciones. Donde el análisis factorial tiene estas pretensiones lo acogemos con dudas y escepticismo, por cibernético que sea en el manejo de los datos.

Convencidos de lo que con noble autocrítica Burt llama «lo últimamente inadecuado de todas las proposiciones (statements) puramente matemáticas» en la endoantropología, no hemos podido decidirnos a seguir este método, sobre todo no con pretensión de evidenciar y expresar los rasgos, actitudes, posturas, etcétera, de la personalidad, quedándonos dentro del «primitivo» lenguaje de palabras, operando, como se verá en el capítulo sobre la caracterología, con atributos y no con variables. Es posible que con el tiempo muchos atributos del diccionario común se conviertan debidamente en variables matemáticamente más exactas. De momento esto es posible, en la endoantropología, tan sólo excepcionalmente en algunos detalles y no en las denominaciones-clave. Aún más, nos permitimos dudar de que las claves matemáticas nos sean jamás necesarias en la personología de las correlaciones: no puedo imaginar, como bien dice Burt, que la ciencia nos lleve a alturas en las que podríamos describir matemáticamente la personalidad de un Leonardo o de un Cézanne, o simplemente de cualquiera de nosotros. Si este alpinismo un día llega a ser realidad, ocurrirá en una época de deshumanización, en la que el hombre persona será aún menos que hoy el valor supremo de la civilización, más bien un instrumento poco autónomo de ciertas tendencias cósmicas, que ya no le necesitarán ni muy vivo, ni muy consciente, ni muy sensible.

Al trazar nuestro endograma de la personalidad, nos hemos contentado con hacer constar, por ejemplo, que el atributo «tacaño», relacionado con una persona, puede ser un punto de partida para llevarnos hacia el análisis adicional, primero, en su relación con el factor Cs (circunstancias sociales). Uno puede desarrollar rasgos sistemáticos de «tacaño» por la inseguridad que siente frente al impacto de estas circunstancias y su presión. Pero hay que dar también una vuelta por lo ontogénico (individual, Ho) de la estructura (Hf) o por los equilibrios funcionales (E) dinastásicos. Es posible que descubramos, pues, relacionada con este atributo, cierta deficiencia en el metabolismo de las grasas o de las proteínas, ya al nivel atómico de la estructura. O bien se acusará un desequilibrio funcional en las relaciones entre el natrio o potasio intra y extracelulares, o en las del magnesio y calcio membranal, provocando en la persona que nos parece «tacaña» una solapada angustia vital, engendra-dora emocional de tal rasgo sistematizado. Es evidente que tales indicaciones estructurales y egotinas tendrán que ser acusadas como orígenes del rasgo «tacaño», que indica una defensa contra el más profundamente sentido riesgo de vivir, en este caso anxiógeno. Pero no nos será siempre posible descender a estas constataciones de orden metabólico o electrolítico. Y aun si podemos hacerlo, nos sorprenderá siempre la tremenda variabilidad de la medida individual con que el mismo atributo «tacaño» se manifiesta en un individuo y en el otro. En uno será moderado, en otro cundirá ya en avaricia patológica, en el tercero se convertirá en agitación, en el cuarto adquirirá una postura de rigidez.

Si completamos nuestra exploración con el comportamiento instintual, es probable que no encontremos una gran afluencia ni expansión de las instintinas, sino más bien aptitudes recesivas.

Aun suponiendo, pues, que hiciéramos la exploración de este rasgo saliente que es. «lo tacaño» en una persona, desde el punto de observación de los cuatro factores y sus coeficientes, el grado de lo «tacaño» individual no se podrá expresar en números de una escala que abarque todos los grados de tal rasgo en personas diferentes. Tal es la típica inutilidad de las matemáticas actuales en la personología. Hay que añadir también otra: que este mismo rasgo «tacaño», por sistematizado y bien claro que sea en una persona, no podrá darnos ninguna seguridad sobre el comportamiento futuro de un «tacaño»: hay circunstancias en las que un «tacaño» perfecto nos sorprenderá con una generosidad repentina: las circunstancias actuales le liberan, por ejemplo, de su angustia vital y, eufórico de haberse quitado el peso de tal presión constante, invierte el rasgo, dando libre curso a un comportamiento completamente opuesto... La biología es profundamente «a-matemática». Mejor dicho, ella tiene sus matemáticas, muy precisas por cierto, pero éstas no están a nuestro alcance en cuanto a los fenómenos complejos del Bíos. Puede ser que un día las inventemos. Pero hasta este momento no empleemos, prematura y precipitadamente, números simples para expresar resultados complejísimos como son las manifestaciones de la inteligencia, de las emociones, de los rasgos, de las aptitudes y de las posturas. Contentémonos con medir modesta y humildemente cantidades inferiores, ondas, partículas, quimismos aislados, sin incurrir en la tentación de aplicar estas mismas matemáticas de grado inferior a la creación, lujosa en maravillas, que es la personalidad, la persona. No quiero arremeter ahora contra la manía de los heterotests, de la que padece nuestra época y que, cuando son humildes ante la complejidad del organismo, aún pueden servimos de orientación. Pero hay que tener en cuenta, cuando hablamos de estos números mecánicos a los que tienden todos los tests, que hay situaciones en esta vida en las que los genios con el máximo cociente de inteligencia se comportan como idiotas contundentes, y los de cocientes inferiores como genios acertados. Esta bancarrota de las matemáticas es aún más tajante cuando se trata de rasgos caracteriales y aptitudes temperamentales o de su síntesis postural. Si seguimos hablando del rasgo «tacaño», ilustraré tal incongruencia entre las matemáticas y la biología con un pequeño ejemplo que en este momento acude a mi memoria. Durante el terrible bombardeo alemán de Belgrado, el día 6 de abril de 1941, vi a una señora, conocida como extremadamente avara, materialista, egoísta y fría, distribuir su dinero e incluso ropa y víveres, de los que ella misma escaseaba en aquel caos, entre los más necesitados y afligidos por aquélla catástrofe. Lo hizo con tanta naturalidad, generosidad y espontaneidad que nos dejó a todos perplejos. Se hubiera desplomado en este momento todo el endograma de la personalidad que, no conociéndola a fondo, hubiésemos trazado de antemano sobre ella. Y cada uno de nosotros podría dar otros ejemplos sobre las sorpresas biológicas de la motivación interior de nuestros actos. ¿Cómo nos hemos convertido de cobardes en héroes, o de héroes en contrabandistas, de moralizantes en corrompidos y de criminales en virtuosos repentinos, arrepentidos y hasta santos? ¿Para qué sirven las matemáticas, si no pueden prever? La probabilidad en el asunto del comportamiento futuro, del cual estas matemáticas no pueden decirnos si nos mostraremos cobardes o valientes en una situación concreta, no vale nada.

Hasta aquí en lo que se refiere a la relatividad de las matemáticas en la biología y en el análisis factorial.

En cuanto a la definición de la noción «factor», mantenemos la más sencilla: fuerza, condición, elemento común a cierta categoría de manifestaciones del organismo, funcionalmente homogénea, con capacidad de disponer de su propia estimulación específica, vista en cooperación con los demás factores autónomos en la producción de la orientación vital de su comportamiento.

El criterio para nuestra clasificación de factores endoantropológicos estriba principalmente en el distingo lógico-funcional entre los papeles que asumen dentro del proceso de la orientación vital. Las circunstancias exógenas (el factor C) aportan siempre las influencias del contorno organísmico; los instintos o las instintinas siempre transmiten los estímulos hacia los focos del acto, induciendo el organismo al comportamiento; el ego es siempre la manifestación de las necesidades individuales a través de sus sistemas de balances y sus coeficientes; y la estructura es siempre el patrimonio activo de los dispositivos (mecanismos) heredados, evolucionalmente acabados y genéricamente típicos. Nuestra hipótesis es que, tanto en la célula como en el organismo total, el comportamiento se puede observar y determinar por la copresencia e integración de estos cuatro factores y de sus subfactores o coeficientes, y que el proceso de la orientación vital —la orexis— no se lleva a cabo normalmente si uno de estos factores no funciona. La personalidad y la persona son el producto de la acumulación del trabajo de los I, C, E, Hf, integrados en el pasado y en la actualidad, proyectada hacia el futuro.

Cada uno de estos factores puede analizarse, naturalmente, hacia más abajo, hacia el nivel químico, molecular, atómico, para los usos de la química orgánica o fisioquímica, para la biofísica general y especial. Pero cualquier análisis de los factores en el endograma del comportamiento será falso si prescindimos del marco cuatripartito de los factores y de su interdependencia real y concreta: cualquier detalle químico o físico tendrá que relacionarse necesariamente, con matemáticas o sin ellas, con una constelación I, C, E, Hf.

Cabe subrayar una vez más que los cuatro factores con los que operamos en nuestro sistema son, a pesar de la autonomía que les da nuestra lógica, sistemas complejos y no unidades elementales, ya que no hemos llegado en la endoantropología a ningún elemento que podríamos llamar fundamentalmente primario, ni en la más desmenuzada química o física atomizada dentro del organismo. Así, los factores de la orientación vital y del comportamiento se presentan siempre como eventos complejos; algunos de ellos, corno la estructura o el ego, son considerados de antemano como cargados de subfactores o coeficientes (que algunos llaman factores específicos).

Es enormemente difícil llegar a algo elemental y primario en la Naturaleza y, sobre todo, en el ser vivo. Durante miles de años hemos creído que el átomo era algo elemental. Y ahora, en nuestro siglo, de repente empezó a dar precipitadamente el paso hacia el interior, permitiéndonos que descubramos su inmensa microcomplejidad. Algo semejante ocurre con los descubridores de los elementos de la «vida». Hidrógeno, metano, amoníaco, vapor de agua y electricidad, ¿serían los elementos, los factores elementales de la vida? Producen, es verdad, algo que es indispensable para el organismo vivo, los aminoácidos y sus proteínas. Pero éstas no viven. ¡Falta la chispa! La chispa de la creación... ¿Podrá sustituirse ésta por el «láser» del indio Bahadur, este rubí sintético que puede producir luz «coherente» cien mil veces más fuerte que la del mismo sol? El análisis nos sirve para poder constatar qué es lo que aun queda por analizar, si es que superamos los obstáculos para llegar a ello.

Más aún que las ciencias separadas, en la endoantropología tenemos que estar siempre conscientes de que los elementos con los que operamos son unos factores muy gruesos y torpes. Diciendo instinto nos limitamos tan sólo a indicar una tendencia homogénea, común a los animales. Pero ¡cuánto nos cuesta indicar tan sólo su aspecto químico y descubrir las instintinas! Y ya hemos visto que esta gran tendencia energética debe clasificarse no solamente en tres categorías primordiales de conservación, procreación y creación, sino en un sinnúmero de subinstintos y superinstintos. Igual ocurre con los demás factores. ¿Acaso no son desesperadamente complejas las circunstancias (C), la estructura (Hf), el ego? Pero al menos hemos podido darles cierta homogeneidad lógica, mirando sus finalidades dentro del organismo y teniendo en cuenta la tarea de la psicología: la de comprender el comportamiento humano, nada más.

Después, todo en el organismo vivo es un proceso que no se compone tan sólo de magnitudes o intensidades físicamente medibles, sino de coexistencias y dependencias de la forma organísmica, un enigma serio. Es dificilísimo operar en el organismo con sus componentes, descomponerlo en partes. No existen partes en el organismo. Podemos decir que el hígado normal del hombre pesa tantos gramos, pero a esta medición llegamos tan sólo si lo ponemos en la balanza ya «desorganismizado». Por cierto, diciendo un número de gramos cometemos en este caso un error fundamental, tratándolo como cualquier otra mercancía. En el organismo vivo el hígado «pesa» mucho más. Pesa tanto que sin esta mercancía el organismo no puede existir. Es erróneo, pues, aplicar matemáticas, que pueden expresar cantidades, a las cosas que son procesos, que sólo existen en forma de fluctuación y que no tienen nada de unilineal o unilateral. Podemos, con las matemáticas, expresar cantidades de ingredientes que el organismo necesita para su funcionamiento; por ejemplo, dar aproximadamente el número de calorías que, con todas las demás condiciones extantes, el organismo suele gastar o necesitar. Y lo de «todas las demás condiciones extantes» es una «x» que escapa completamente a las matemáticas no-biósicas, estas matemáticas nacidas en el seno de la astronomía. En este sentido podemos dar la razón a la extraña hipótesis de Bertrand Russell cuando dice que la lógica matemática (o la lógica tout court) es cosa distinta a la lógica biológica. La vida no se puede formular...

Por esto me parece muy atrevido, o al menos prematuro, querer hacerlo. Y, sobre todo, medir cualidades y procesos como partes de la personalidad. No podemos medir el «id», la «astucia» (shrewdness) o la «autia» (capacidad de tener vida interior), etc., como quiere Cattell, con sus dieciséis «factores»; no podemos someter a las estadísticas de correlación tales «números» procesuales.

Todo lo que podemos hacer es reducir el número de los factores gruesos, cuya presencia autónoma podemos constatar en todo acto de comportamiento. Y el criterio de esta reducción debe residir en una tendencia discernible y biológicamente separable de cada factor; aquella que se muestra a lo largo de una organización organísmica poseyendo una estimulación propia específica, dirigida habitualmente en cierta dirección, tendiendo, pues, a cierta homogeneidad entre la heterogeneidad de otros factores, a cierta unidiseccionalidad en medio de los antagonismos biósicos. Y, después, como principio divisionis, intentar apartar en el organismo todo cuanto corresponde a la tendencia de estimulación propia y especializada. De esta manera hemos apartado y concebido la lógica de nuestros cuatro factores; hemos concentrado lo genérico y lo individual bajo la estructura y el ego (Hf y E). Lo energético por dentro y lo energético por fuera constituyen los factores instinto y circunstancias (I y C). A base de esta división hemos intentado organizar lógicamente la constitución de tal esquema de análisis, definir los factores, y, después, encontrar el sitio desde el cual podríamos observar la función y las interfunciones de los factores, en el punto de su integración interior, punto emocional, oréctico.

Para efectuar esta división es preciso homogeneizar al máximo los factores, es decir, evitar las dudas de que algún que otro fenómeno interior podría pertenecer a otro factor y no al que encabeza uno de los mencionados. De las dificultades de tal exactitud hemos hablado ya en otro lugar. Pero nos parece que, al menos grosso modo, tal división puede justificarse biológicamente. Nos parece, en resumen, que, cuando hablamos de la estructura Hf, siempre pensamos en lo mismo, en los dispositivos atómicos y moleculares evolucionalmente acabados; que del ego hablamos siempre que queremos distinguir las manifestaciones de las necesidades individuales y subjetivas; que los instintos son siempre los impulsos que, innatos y heredados, nos empujan a vivir adecuadamente, es decir, a defender la forma induciéndonos al comportamiento que la defiende; y que las influencias del factor C exterior pueden distinguirse por su estimulación propia. Por fin, que a base de estos cuatro factores pueden, como hemos dicho, analizarse diferencialmente todos los procesos orécticos, emocionales, por lo menos aquellos asequibles a nuestra autoobservación consciente. Con las definiciones que hemos usado para determinar los factores hemos creído contribuir a su homogeneización. Con cierta subdivisión en coeficientes o subfactores, hemos querido especificarlos.

En algún que otro sitio de cada factor o subfactor (coeficiente) las matemáticas pueden servirnos auxiliarmente, para abreviar. Por ejemplo, podemos emplearlas hasta cierto punto en el análisis de la molécula de la insulina (Hf); podemos escudriñar las relaciones entre los electrolitos de la membrana celular (E); o determinar la energía con la cual los rayos hieren más la retina (C); o contar con números la cantidad de las instintinas en el cerebro. Pero en el momento en que quisiéramos hacer operar estos números en sus relaciones, tendríamos que darnos cuenta de que muchos números invisibles nos están acompañando en estas operaciones, induciéndonos a falsas matemáticas, si es que éstas pretenden establecer mediciones y resultados interfactoriales.

Es preciso que en este sitio demostremos con un ejemplo por qué nos es difícil aceptar sin reservas la deliberada fabricación de los factores que abunda en la fina investigación de los recientes partidarios del análisis factorial matemático en cuanto éste se refiere a la personalidad. Nos serviremos para esto de un artículo publicado en el British Journal of Psychology, cuyos autores son el eminente profesor R. B. Cattell, de Illinois, y el psicólogo Warburton, de Manchester (Vol. 52/1961), y en el cual se estudia comparativamente la extraversión y la angustia en los jóvenes americanos e ingleses.

En este típico trabajo nos encontramos con una riquísima gama de factores, que a veces son ordenados en las categorías de primarios y secundarios, y a veces, presentados sin esta diferenciación. Se opera con las siguientes categorías:

Factor A = esquizotimia, ciclotimia;

F = «surgency, desurgency» (neologismos que podríamos definir como indicaciones para la fluidez de asociaciones mnésicas);
C = la fuerza del ego; C — la debilidad del ego;
E = «dominance»;
H = reactividad frente a la amenaza, llamada también «parmia» o «threctia», timidez;
M = «autia», definida como tendencia de tener una vida interior intensa, ser «bohemio» y descuidar lo práctico, incluso indicando capacidad creadora;
G = la fuerza del superego (al parecer en el sentido freudiano);
I = «premsia» o «sensitividad» («sensitivity»);
O = culpabilidad;
N = astucia;
L = tendencia paranoide;
Qi = radicalismo;
Qa = autosuficiencia en el tipo extravertido (factor primario);
Qs = «self-sentiment» (probablemente egocentrismo);
Q4 == la presión del id, energía instintual sin descargar;
B = inteligencia.

Partiendo de cuestionarios dirigidos a 604 estudiantes americanos y 204 británicos, y las estadísticas que estriban en las respuestas (los cuestionarios no se dan en el trabajo), los autores han llegado a la conclusión de que «los estudiantes británicos son menos angustiados, más introvertidos, más sensibles y más radicales; los americanos son más angustiados, más extravertidos, menos sensibles y más conservadores».

Nosotros no vamos a discutir la conclusión, que es, por cierto, muy dudosa; ni el método estadístico, ni la composición de los cuestionarios, que por cierto desearíamos conocer para convencernos de su justificación. Pero sí tenemos que hacer unas observaciones en cuanto a los puntos de partida y a los criterios factoriales, que nos parecen arbitrarios.

Primero: Aun suponiendo que algunos factores, como el «id», estuvieran fuera de duda como definiciones, no sé cómo podríamos llegar a determinar individualmente «la energía individual no descargada» en cualquier individuo;

Segundo: No podemos asignar el mismo sitio a los factores primarios como el «id», «ego», «superego», que a los evidentemente secundarios, que representan muchas otras categorías de este esquema, tales como la «astucia», «el sentimiento de culpabilidad», «la reactividad a la amenaza», etc.

Tercero: No podemos admitir la tipología de los «esquizotímicos-ciclotímicos», por una parte, o a la de «extravertidos-introvertidos», por otra, como un criterio generalmente aceptable para dividir la humanidad en estas categorías, por lo menos discutibles y muy vagamente definidas;

Cuarto: No podemos restringirnos, escudriñando la personalidad, a unos pocos rasgos caracteriales tales como «bohemio», «radical», o fijarnos tan sólo en la «sensitividad» o en la «surgency» (fluidez de asociaciones). Hay centenares de otros rasgos caracteriales o aptitudes temperamentales que con la misma justificación tendrían que explorarse;

Quinto: No se deben hacer objeto de generalizaciones colectivas sentimientos tales como la angustia.

En resumen: los factores sin definir; mezclados entre ellos los de primera y segunda importancia; los primarios y los derivados puestos a igual nivel de importancia; tipización arbitraria. Por lo tanto, tenemos que rechazar las matemáticas, empleadas sobre estas premisas vacilantes con pretensiones de exactitud y, consecuentemente, también sus conclusiones dudosas. Las generalizaciones que de tales métodos se desprenden tienen menos valor que una intuición de diagnóstico. Y ni siquiera hemos querido entrar en la discusión de lo que los autores llaman «el factor paranoide».

La obsesión de los números y de las estadísticas a toda ultranza nos parece una angustia morbosa que podríamos llamar «exactismo».

Estamos de acuerdo con lo que dice Eysenck en Experiments in Personality, hablando del lugar de la teoría en la psicología y del método de la investigación, teórico y experimental. «Mucho refinamiento tendrá que presentarse frente a los números crudos obtenidos a base de los tests psicológicos antes de poder pretender que estamos midiendo una variable y no la mezcla de rasgos más diversificados y tales habilidades y aptitudes». Es lástima que dejen de lado este refinamiento metodológico y buen consejo varios de sus excelentes colaboradores en el mismo libro. Así, por ejemplo, más de cien densas páginas emplean R. W. Payne y J. H. G. Hewlett (Thought disorders in psychotic patients) para investigar con abundantísimas estadísticas y conclusiones basadas en ellas si los esquizofrénicos son, en su pensamiento, «concretos» o «sobreinclusivos» (generalizantes), comparándolos con otros grupos de pacientes. Emplean exquisitos métodos de medición y de correlaciones e intercorrelaciones. Pero durante la lectura del ensayo no podemos liberarnos de la convicción de que en el fondo no saben qué es lo que miden, porque la overinclusion es el colmo de rasgos, aptitudes y habilidades y de sus negativas en la valoración anormal, tremendamente lejos de ser una variable. Como lo es también el punto de salida «extraversión-introversión», tan de moda entre los brillantes investigadores del Maudsley Hospital. Eysenck recomienda refinamiento, y contra esto no podemos alegar nada. Por nuestra parte recomendamos sencillez. Las matemáticas prematuras no pueden satisfacer la obsesión del «exactismo». No ganamos tiempo, sino más bien lo perdemos con ellas. Y se nos escapa lo que más nos interesa a todos: la personalidad que exploramos. Si no existe una verdadera ciencia del comportamiento y de la personalidad, como deplora Eysenck, es principalmente por la razón de que nos estamos lanzando a escribir demasiados palimpsestos orgullosos de la toga. De esto pueden salvarnos a veces la sencillez y la humildad, los contrapuntos caracterológicos de la superbia intellectualis.

Pero estamos lejos de subestimar el celo de tales investigadores. Hay, por encima del escepticismo frente a sus resultados, una razón general, por la cual insistimos en la necesidad de reducir las matemáticas, aplicadas a la personalidad, a su sitio, es decir, a la pequeña fisiometría, proscribiéndolas de lo eminentemente cualitativo, de la orectometría o, como lo suelen llamar en América, de la psicometría.

Opinamos, como se habrá visto en nuestro Prólogo, que el hombre tiene que cambiar el rumbo de su orientación general hacia la interiorización de su civilización si quiere evitar el estallido de crisis tales como las guerras mundiales y las consecuencias catastróficas de su tecnicismo predominante. Tiene que querer conocerse mejor a sí mismo por su propio esfuerzo, extendido como modo de vivir a cada persona individualmente. Esto lo hemos llamado en otro sitio antropotecnia, la técnica de cómo ser más hombre, frente a la zootecnia, que es apoyarse en la estrategia de los métodos zoicos.

El quién es uno y alguien desde dentro, tiene que explorarlo uno mismo. No tienen que decírselo los demás; ni los médicos, ni los psicólogos, y aún menos los laboratorios y los computers cibernéticos. Estos deben solamente ser los ayudantes de su auto-creación, servidores metodológicos y técnicos de la persona, pero no los que dictaminan o diagnostican su ser, o los que lo formulan en forma abstracta, la no biológica, como quieren las matemáticas incluso para el fondo de su orientación vital, lo afectivo. Si la civilización en la cual la organización social y la técnica puesta al servicio de la autorregulación colectiva llegaran a tal grado que el problema del «quién soy» dependiera de lo que dictamine la máquina y el laboratorio, y privara al ser humano del tiempo necesario para ocuparse él mismo de su interior, o lo considerara superfluo, sería un retorno al rebaño, un vuelo supersónico hacia la civilización de la langosta, y sólo una zootecnia superior pagada con el aborto de la persona, cuyo embrión está a punto de nacer.

Queriendo medir cualidades de la persona, la ciencia, esclavizada por su propio método, está inconscientemente preparando la era de la deshumanización y del falansterio. Convertir la valoración (pensamiento, razonamiento) en pura lógica definitivamente formulable en números, y confiar las conclusiones a los computadores, es privar al hombre de su tarea de orientarse él mismo en la vida, es convertirlo en una cosa, en un objeto, en una cantidad. Es despojarle progresivamente de todo sentido de responsabilidad hacia sí mismo, hacer superfluas sus funciones de comprensión del mundo y del otro. Es iniciar la regresión de su imaginación creadora. Es reducirle a una escultura abstracta que se mueve como autómata, un robot-instrumento de una sociedad lo bastante «avanzada» para decirle: «Te examino con el fin de fijar tu puesto y tu papel en la sociedad mecanizada a la que tienes que servir. Determino tus facultades desde el punto de vista de tu utilidad vital colectiva. Te formulo, y te doy la fórmula como ficha de entrada en la fábrica de la producción y distribución de bienes materiales, o de tu admisión como perito-vigilante al lado de nuestras máquinas omniscientes. Te doy tanta libertad personal como permite la fórmula establecida por la proporción entre tu vocación y tu servidumbre social, ambas fijadas mediante los laboratorios y sus números. No hace falta que hagas contigo mismo nada que incumba a tu exploración personal. Podemos prever incluso el tipo de la persona con la que te casarías más adecuadamente. Podemos prever los límites y los métodos de tus fibras de creación e incluso sustituir también una buena parte de tal labor tuya por la cibernética. Al lado del cociente de tu inteligencia podemos medir también el de tu imaginación y de tu afectividad. El asunto de la verdad sobre ti mismo no es asunto tuyo, sino de los especialistas y peritos: lo que eres y cómo eres, y qué tienes que ser para adaptarte más fácilmente a la sociedad y a las exigencias del tiempo y espacio que te corresponden es medible, previsible y fijable. Echaremos tus fichas a nuestro buen computador y él nos dará los números de la probabilidad elemental, de la probabilidad integral, la curva de la repartición y las demás cifras que atañen a tu interior, del que tú no tienes que preocuparte ni lo más mínimo. Así te liberamos completamente del primitivismo de las épocas pasadas, te liberamos del miedo, de la incertidumbre, de la angustia, y hacemos superfluas tus iras y envidias. Obrando así con todos, eliminamos socialmente el odio mediante nuestras cibernéticas. Lo que se llamaba antes la persona, sufrimiento, orientación vital y otras dificultades semejantes está superado, porque todo esto se puede ver de antemano y para toda la vida del individuo en el computador de la introvisión, dotado de la pantalla de las estadísticas. ¿Qué te atreves a reprocharnos? ¿Que te aburres al lado de la máquina, o al lado de tu mujer, y que te faltan los hijos que desde sus primeros días están ya en nuestros hermosísimos hogares colectivos de la infancia? A lo mejor estás un poco enfermo, no tomas bastantes píldoras ataráxicas. Nos ocuparemos también de esto, llenaremos tu tiempo y te liberaremos de la presión de tu libertad...»

A lo mejor hay gente a la que llena de entusiasmo tal perspectiva del futuro falansterio. A mí me espanta a primera vista y me llena de risa a la segunda. Por cierto mi endograma no cuenta con ella. Aún creo en Bíos, ese gran burlón de lo racional. Y veo ya nacer el futuro equipo revolucionario de los auténticos y justicieros Maschinenstürmer. Hace unos treinta años estrené una comedia en la que un balcánico, sano, vital y melancólico, llega a América, donde se ha organizado con millones de dólares un falansterio científico. Allí ya funcionan todos los laboratorios de la exploración de la persona, y cinco mil hombres y mujeres ya viven según los dictámenes de los números fabricados en ellos. Sabios de toda clase, los más progresivos, tienen a su disposición las técnicas y las máquinas más modernas para fichar y controlar la conducta de cada uno de estos seres, a los que los dólares de un multimillonario quieren regalar la felicidad organizada. Pero, contrariamente a todas las previsiones y estadísticas y matemáticas, ocurre algo imprevisto: el tipo femenino más perfecto, formado ya bajo las leyes del falansterio filantrópico, y para el cual los sabios escogieron a un tipo masculino, también perfecto y con el carácter y temperamento bien ajustado a la naturaleza ontogenética de la protagonista del sexo bello, se enamora de aquel balcánico advenedizo y se fuga con él, causando un pánico en el sistema del falansterio y la catástrofe total de su empresa en la bolsa de Nueva York.

Aun después de tantos años creo que el Bíos será más inventivo que los computers. Y que no nos permitirá el regreso hacia los falansterios y hacia la época glacial de la Humanidad aburrida, por estar despojada del tiempo individual de la valoración. Por esta razón de orden general, por esta angustia a la mecanización, me veo obligado a rechazar las matemáticas de las cualidades y me quedo con mi lenguaje de atributos y con el nivel del sentido común.

Las matemáticas pueden servir para la construcción de nuestros cohetes, con los cuales queremos lanzarnos a otros planetas. Si por las razones superiores del Bíos —por ejemplo, para ser portadores del germen de la vida a otros planetas— tuviéramos que desterrarnos, no nos quedaría otro remedio. Pero en nuestro júbilo ante tales panoramas, el hombre hará el ridículo si se olvida de una conclusión que probablemente se acerca a la verdad y la acierta: no hay regreso en el Bíos. Las especies pueden ser exterminadas, pero no pueden regresar a especies inferiores. Tal caso no se ha dado hasta ahora, que sepamos. El virus, revertido en cristal, lo sería si todos los virus tuvieran la tendencia a seguir el mismo camino. La muerte del individuo lo sería si éste fuera el camino para que todos los seres vivos tuvieran la tendencia de convertirse en un gramo de fósforo. Pero ocurre lo contrario. Tanto los virus como los demás seres vivos tienen mucho más desarrollada la tendencia a reproducir la vida y a desarrollar sus facultades proyectables hacia el progreso. Y si el género humano se ha enriquecido con el brote genético reciente en forma de persona, no fue para que ésta nazca muerta, ni para que la ahoguen las comadronas tecnicistas. Si vamos hacia nuevos parajes interplanetarios, no será para fines de recesión biósica, sino para el desarrollo de la imaginación y de la autocreación, es decir, para ensanchar el reino del Bíos también en los desiertos de la Luna o de Venus. Nuestro tecnicismo actual es tan sólo instrumento de más concienciación, de más invención, y no un fin para la aniquilación de la persona y de su vida creadora. En el caparazón del cohete, bien provisto de acondicionamiento técnico para continuar el mandamiento del Bíos, la persona humana tiene que ir intacta, es decir, no mecanizada interiormente. En Bíos todo es progreso.

En resumen:

Fisiometría cuantitativa de la estructura (átomos, moléculas. ingredientes químico-físicos de la célula, etc.), sí. Fisiometría de las instintinas, de los coeficientes del ego, de las influencias circunstanciales cósmicas, si.

Personometría cualitativa (imaginación, ideación, emoción, etcétera), no.

 

BIBLIOGRAFÍA SUMARIA

1) Spearman, C. (1927), Las habilidades del hombre. Buenos Aires.

2) Thurstone, L. L. (1935), The Vectors of the Mind, Chicago.

3) Vernon, P. E. (1939), The Measurement of Abilities, Londres.

4) Burt, C. (1940), The Factors of the Mind, Londres.

5) Allport, G. W. (1947), Psicología de la personalidad. Buenos Aires.

6) Cattell, R. B. (1946), Description and measurement of Personality, Londres.

7) Eysenck, H. J., Ed. (1960), Experimentos sobre la personalidad, Madrid.

 

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Última actualización:
21/03/06