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El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964.

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SEGUNDA PARTE - SER LO QUE UNO ES

(continuación III)

 

IV. MONTAIGNE, UN HOMBRE ANTE SÍ MISMO

Si cierro el libro sobre el autoconocimiento con una glosa sobre el caballero Miguel Eyquem de Montaigne (1533-1592), no es para glorificar al autor de los «Ensayos» como filósofo, moralista o escritor. Montaigne ha tenido, entre sus censores, a Pascal, Bossuet, Malebranche; entre sus admiradores a La Bruyère, Madame de Sévigné y a Huet, el obispo de Avranches, en el siglo XVII. En el siguiente se ocuparon de él Bayle, Fontennelle, Montesquieu, Voltaire, Vauvenargues, Rousseau, Grimm; y, en el XIX, Chateaubriand, Guizot, Sainte-Beuve, Brunetière, Faguet y otros. Todos le trataron en primer lugar como moralista; escudriñaron si tenía bastante fe o era tibio y hasta escéptico; y midieron unos su talla filosófica, otros su brillantez de «homme de lettres». Mi impresión es que no es difícil encontrar mejores moralistas o filósofos que él; y que, en cuanto a sus virtudes de escritor, podríamos dejar que lo juzguen en primer lugar los franceses. Entre los que le criticaron y los que le elogiaron, casi todos se olvidaron de su principal mérito: Montaigne es uno de los grandes orectólogos de Occidente.

Montaigne no pensó escribir psicología ni sabía que tal ciencia existiera desde hacía muchos siglos en el Oriente budista, de lo que él no pudo percatarse en su tiempo. No obstante, es uno de los mejores endoantropólogos que tenemos y pertenece, como ilustre precursor, a la rama más nueva de nuestra ciencia, a la personología, que apenas llegó a surgir y reclamar un puesto especial en la endoantropología desde hace unos treinta o cuarenta años. Hace cosa de cuatro siglos, Miguel Montaigne se interesó por lo que hoy día intentamos definir como persona humana. Más aún, fue el primero en descubrir el método científico para llegar a ella, para fijarla. Y también el primero que, para demostrarlo, llevó a cabo una serie de experimentos o, como bien dijo, ensayos, que pudieron servirle de pruebas en su investigación. La suya fue una de las más minuciosas y concienzudas que se han visto. Aunque revestidas de ropaje literario, sus definiciones y descripciones son tajantes. Sus generalizaciones van escrupulosamente acompañadas de diferenciaciones, y a su maravilloso talento de observación perspicaz, abarcadora, atentísima, une un honesto e intrínseco afán de averiguación y rectificación.

Armado de tales dotes, que se requieren como una condición sirte qua non para cualquier científico moderno, y con una tremenda pasión escudriñadora, se dedicó al objeto de sus estudios. Este objeto era completamente nuevo para su época y hasta para la nuestra: la persona humana en él. No la psicología tout court, de la que trataron ya los griegos, sino el acontecer interior visto concretamente por su propia introspección. Montaigne no tuvo la pretensión de descubrir las leyes endoantropológicas in abstracto, sino averiguar la verdad, sobre su propio ejemplo, de lo que es este acontecer in concreto et in vivo, reuniendo un material precioso con experimentos llevados a cabo con su propia persona. Los Bacon, los Galileo, los Newton se interesaron por las cosas y las leyes que las rigen. Montaigne prestó su atención a la persona. «La gente siempre mira al exterior, y yo dirijo las miradas al interior; allí las fijo y las mantengo en acción. Los demás miran hacia adelante; yo hacia dentro. Toda mi ocupación es conmigo mismo; sin tregua me considero, examino y me analizo a mí mismo. Los demás, si quieren ver, van siempre a otro sitio, van siempre adelante. Yo... vuelvo a mí mismo.» («Ensayos», II, 17).

Con esta mirada fija en su verdad interior, Montaigne logró escribir una gran obra de introspección. Se habla de ella como de una autobiografía. Lo es en cierto modo. Pero los acontecimientos exteriores poco importan en ella. Si solamente tuviéramos su obra para reconstruir los datos de su ficha civil, la enciclopedia quedaría bien falta de ellos. En cambio, podríamos informarnos con abundancia sobre lo que es un hombre y cuál es su vida desde dentro. La ciencia de hoy quiere convertir incluso este «desde dentro» en cosa vista desde fuera, y casi proscribe el método de Montaigne, el de la autobservación y de la introspección. Esta soberbia intelectual, la que deja a las máquinas la medición de los eventos interiores, es una cosa ingenua y vergonzosa a la vez. Ingenua porque niega lo justificado del sentir subjetivo, del que parte todo nuestro conocimiento, incluso el de las cosas exteriores. Y vergonzosa porque desestima el máximo valor al que pretende servir: la persona humana. Nos hemos adelantado hacia los astros. En cuanto al progreso hacia el interior del hombre, aún estamos en la edad de piedra. He preguntado a muchos profesores de universidad, pertenecientes a la rama de las llamadas ciencias exactas, si sabían lo que es la emoción, la sensación o la memoria, cosas de las que se sirven para ser sabios. La mayoría de las respuestas eran de perfectos ignorantes.

Montaigne emprendió una tarea difícil, pero digna de un hombre que merece este nombre: la de permanecer objetivo ante lo subjetivo, conseguir la verdad sobre sí mismo y publicar el resultado para que todos puedan verlo y averiguar su valer. Ante un microscopio, ante una ficha de prueba clínica, podemos ser observadores comodísimos y sacar nuestras conclusiones sentados en sillones. Ante un endograma vivo de la personalidad propia, presentado por el oscilógrafo de nuestras autobservaciones, la pura verdad es cosa que va acompañada de cierta preocupación sana: ¿somos de verdad lo que parecemos ser? Y en esto, toda comodidad es error y descuido fatal que nos lleva a la mentira con nosotros mismos.

En su vida cotidiana era Montaigne un comodón desahogado, un ocioso señorial, pero cuando escribe sobre su eterno objeto es un angustioso de la verdad. Aun cuando la pluma se le adelanta, le vemos poseído del ansia de medir la expresión exacta de la verdad, de rehuir hasta la más pequeña mentira, aunque sea la de la impotencia y, sobre todo, sopesar la justa dosificación de la sinceridad. «Cueste lo que cueste, estoy decidido a hablar de las cosas tal como son». Tratándose de uno mismo, esta decisión cuesta siempre mucho, como lo sabemos todos... Ser lo que uno es, y serlo también cuando el resultado de la observación no nos favorece ni ante los demás ni ante nuestro propio espejo, es una cosa que frisa en lo patético y a veces en lo heroico. Montaigne nos confesó abiertamente muchos de sus defectos y no se arredró tampoco ante la revelación de lo que él consideraba como un mérito propio, empleando en ambos casos el mismo método de franqueza y de sinceridad, con tal de que estuvieran imbuidos de la verdad cuidadosamente captada. Su preocupación principal es decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, sentida, afrontada, captada y debidamente formulada. Es más que un explorador, es un cazador apasionado de sus propias verdades. Tiene a su disposición toda una jauría de perros fieles -sus inmensas lecturas de los sabios antiguos-, y rápidos halcones -su inteligencia y talento-, pero prefiere disparar él mismo. La verdad traída por los demás no le convence. Y aunque nos abruma y se hace pesado con las citas de los filósofos y moralistas antiguos, que nos presenta a cada paso, hay que creerle cuando dice: «Prefiero comprenderme a mí mismo más por mi propio estudio que por la lectura de Cicerón... Cualquiera que recuerde la violencia de su ira pasada y el extremo de excitación al que ésta le habrá llevado, verá su fealdad mejor que a través de Aristóteles, y la odiará más. Cualquiera que recuerde el mal que ha sufrido y el que le ha amenazado, así como los acontecimientos triviales que han hecho cambiar su ¡estado de ánimo, se prepara por tal procedimiento para los cambios futuros y para la comprensión de su condición.» (III, 13). Y un poco más abajo añade: «Si cada uno vigilara de cerca los efectos y las circunstancias de la pasión que le domina, como yo he vigilado aquellas pasiones cuyo reino me dominó, las vería como vienen y podría retardar un poco sus brotes.»

Ya no es solamente la exposición de su método. Es también una ligera recomendación a los demás para que se aprovechen de su empleo. Pero sus recomendaciones son un asunto secundario. No le gusta dar consejos. Expone tan sólo su propio procedimiento; si los demás pueden valerse de ello, tanto mejor. Dos mil años después de haber descubierto los griegos la fórmula mágica del «conócete a ti mismo» (Montaigne no conocía nada del budismo, más antiguo y más experto en esta materia), y fijándose por primera vez con seriedad en tal problema, el caballero francés nos da de ello un ejemplo hecho sobre sí mismo. Previamente se ha fijado en el hecho asombroso de cuan poco sabe el hombre sobre sí mismo y el individuo sobre su propia persona. «... en esta materia de la autognosia, todo el mundo parece muy satisfecho y cada uno piensa que se comprende a sí mismo suficientemente, lo que demuestra que nadie sabe nada acerca de ello... Yo, que no intento hacer otra cosa que ésta, encuentro en mí mismo una profundidad tan infinita y tanta variedad, que el único fruto de mis estudios es el que me hace sentir cuánto tengo que aprender aún.» (III, 13).

Sí, una vez encaminados hacia este interior, siempre profundo e infinito, a cada paso se nos abren nuevos horizontes para la exploración. Lo que la ciencia moderna consigue con algunos artefactos de ampliación, como los microscopios, el hombre de la introspección lo consigue sin ellos: apenas descubierto el límite de un problema, de una función, de un misterio, y ya se da uno cuenta de que en el resultado conseguido empieza a brotar otro, no menos interesante que el primero.

La infinidad del Cosmos abruma y nos reduce a la impotencia en muy poco tiempo de contemplación. La infinidad del microcosmos interior, al contrario, no cansa nunca, ya que cada descubrimiento de una nueva verdad, más amplia que la de ayer, va acompañada de alegría, de sintonía. Esto por una parte. Y por otra nos enseña, sin pesados preceptos moralizantes, cómo ser modesto espontáneamente. El que puede saber que mañana seguramente sabrá más si no abandona la autobservación, no se presta fácilmente a ser soberbio, arrogante, o incluso fanático hacia los demás. Esta es la lección inmanente de la autognosia. Porque el que hoy creía estar en posesión de una verdad definitiva, y lo que es peor, única, mañana ya puede ver, si es sincero consigo mismo, que no hay formulaciones de la verdad, recogida en el seno del hombre vivo, que no podrían someterse al menos a una ampliación de su contenido. Y de aquí viene la moderación, no como virtud categorizada en el breviario de los moralistas, sino como método de ser más hombre. La medida de su propio conocimiento interior se hace un criterio averiguado en sus efectos también por el enjuiciamiento de los demás. Una vez adheridos a este método, podemos admitir que a ellos y no a nosotros cabe tener razón o, simplemente, ser más avanzados en la búsqueda de la verdad. Toda soberbia, arrogancia intelectual o fanatismo de la ignorancia y de la estupidez adquieren de este modo su posibilidad de ser curadas.

Me parece pobre el elogio que Faguet hace de Montaigne diciendo que la lectura de su obra es «una fiesta continua de inteligencia». Tales fiestas las podemos organizar a montones con muchos libros, incluso con los que no tienen grandeza. El festival especial que nos ofrece Montaigne es más escaso, más excepcional, más refinado: el de la honradez del hombre y del escritor unidas. El mostrarse a sí mismo ante los demás está habitualmente acompañado de cierta dosis de teatro. Es difícil resistir a la tentación de presentarse bajo una luz favorecedora y hasta parecer un poco mejor de lo que uno es, o al menos no tan malo como sabe que es. Esta debilidad muy humana y casi siempre perdonable viene de nuestro afán, tan arraigado en todos, de ser algo o alguien a los ojos de los demás; y si ya no podemos lograrlo por lo que de verdad somos (y en esto no siempre está la culpa del lado nuestro), procuramos conseguirlo al asegurarnos un podio, una escena, desde los que podemos hacernos valer más.

Pero para el que se ha propuesto precisamente ser lo que es en todas las circunstancias, resulta poco honroso servirse de reflectores artificiales y de la ficción de las máscaras. Montaigne siente que éste sería su mayor fracaso, la débacle de su ciencia, la falsificación más vergonzosa de su método. Y para preservarse a sí mismo de tales fallos y abismos escribe en el mismo Prefacio de su libro unas palabras de solemne y noble advertencia: «Este, oh lector, es un libro honrado. Te advierte nada más comenzar que mi único propósito es doméstico y privado. No tengo el afán de servirte a ti o a mi propia fama; tal plan sobrepasaría mis fuerzas- Yo quiero presentarme con mis vestidos simples, naturales, de cada día, sin esfuerzo ni artificio, ya que soy yo mismo al que quiero retratar. Que mis imperfecciones estén tomadas al pie de la letra y mi forma sea natural tanto como la decencia ante el público lo permita... Tengo que pintarme, te aseguro, en lo más completo y en toda mi desnudez...»

Tal invitación a la fiesta y al divertimiento no es muy frecuente. Verle al otro completo y desnudo, física o moralmente, roza de un modo espontáneo lo caricatural, pese a toda belleza y firmeza, y divierte. Y cuando el otro se muestra así a propósito, también es extremadamente curioso ver cómo lo consigue y hasta qué punto. Es difícil confesarse uno mismo las propias debilidades; y cuan penoso resulta hacerlo en público, todos lo sabemos. Los filósofos y los moralistas más serios llegan difícilmente a prescindir del teatro favorecedor; se cubren y se recubren para no perder prestigio y autoridad. Montaigne es decente y circunspecto cuando se descubre o desnuda, no quiere escandalizar a los vecinos; pero tampoco lo hace con trucos o falsa vergüenza. Ni siquiera se sirve de las fintas que los modernos científicos usan con tanta frecuencia cuando les duele la verdad dudosa. No añade a sus convicciones o confesiones ningún «parece que...», «quizás», «si no me equivoco» o el conciliador «me permito suponer», lo que en el lenguaje científico parece correcto, pero que echa por tierra el resultado y más aún capta demagógicamente la benevolencia del lector frente a la inconfesada impotencia propia.

Montaigne no quiere salvar las apariencias ni usar subterfugios cuando presenta sus defectos y debilidades. Procede de una manera enteramente quijotesca y toca lo heroico y lo loco luchando con los molinos de su interior y demostrando sin carnaval ni circo que uno puede ser objetivo, imparcial y sin prejuicios aun cuando es introspectivo y subjetivo. Este es su mayor triunfo. No le cuesta nada fijar concretamente sus insuficiencias intelectuales, morales, físicas, sus egoísmos y vanidades. Y conserva la misma rigurosa distancia de la autobservación objetiva cuando insiste en lo positivo que ha descubierto en sí. Si es modesto no lo es falsamente; si se proscribe no es para pedirnos perdón. Hay en él una dignidad inmanente que pocas veces roza la presunción. Y si hay contradicciones en su obra, son las que necesariamente salen a la vista cuando uno se presenta «completo». Y aun cuando presume inconscientemente, la honradez omnipresente le rescata.

¿Qué más se le puede pedir a un científico de la autognosia? Para mantener las distancias dentro de la objetividad entre la persona que actúa y la que observa en el interior, entre la que «es» y la que «ve», le ayuda mucho la dosis de sentido común que caracteriza su talento. Sentido común significa equilibrio en el modo de valorar las situaciones, el mundo, las personas. ¿Equilibrio de qué? De no sobrevalorarse a sí mismo ni de subestimar a los demás. De ver las cosas tal como son, y no siempre tal como deberían ser según nuestros deseos y ajustes. De no exagerar la importancia que ciertos valores parecen tener para nosotros. Y de no perder de vista nunca que tan sólo somos seres humanos y de ningún modo superhombres. Montaigne posee en alto grado esta línea del buen equilibrio, medio, pero no mediano, realista, pero no simplista ni simplificador. Además de honrado, su juicio es sano, nada extravagante ni exótico, nada altanero. No es ni juglar intelectualista, ni payaso de la verborrea. Y sabe bien cuan cerca podemos estar de los límites de la locura o pronunciar trivialidades bajo la excusa de la plausibilidad. Le ayuda mucho este sentido común para no parecer sabiondo. Es verdad que se hace pesado a veces con las citas de sus lecturas clásicas, que le sirven de argumentos de autoridad y, más aún, como pretexto justificado para inspiración propia. En lo que no es cita, y es propiamente suyo, queda siempre limpio y castizo, precisamente por el filtro del sentido común. Este le hace posible no ser banal cuando nos cuenta, persuadido de la importancia de la fisiología en nosotros, cosas de sus platos preferidos y cien otras de la vida cotidiana, incluso de su comportamiento sexual. Es el sentido común que le incita a creer que el retrato de un ser humano en el que se empeña no podría ser completo sin seguirle hasta el sitio de aseo. Revelándonos sus ganas umbilicales no se hace vulgar, ni afectado, ni cínico. Si bien se expone al riesgo de parecer ridículo, nunca cunde en lo trivial de la sinceridad. Aunque no lo busca a propósito, el tacto y el buen gusto de él brotan espontáneamente.

La búsqueda de la verdad propia, la honradez intelectual y el sentido común pueden fácilmente degenerar en pesimismo y escepticismo. Viendo la debilidad propia y el mal en los demás, el que se contenta con fijar la verdad puede pensar de un modo desfavorable acerca de la naturaleza humana e, impotente, caer incluso en un barato y egoísta conformismo, complaciente consigo mismo. Este no es el caso de nuestro explorador. Primero, porque cree en Dios. Yo no sé exactamente por qué unos pedantes medidores de la fe le han tachado de escéptico en materia religiosa, ni es de mi competencia defenderle contra tales argumentos. Veo solamente que Dios está presente en su obra de una manera explícita y en varios lugares. En cuanto a su humanismo, es de un carácter suave y sereno. Sus lecturas clásicas le han hecho bastante estoico. Pero el otro, el ser humano, le interesa tanto que no cae fácilmente en posturas asociales. «Tengo una gran aptitud para adquirir y retener raras y admirables amistades. Como me agarro con prontitud a toda relación que me guste, me adelanto a ellas, y hasta me precipito tanto que raras veces fallo en ligarme a ellas y producir la impresión que deseo... En las relaciones ordinarias soy un poco seco y frío, ya que mi movimiento no es natural si no le doy toda vela... Tengo la dificultad innata de entregarme a medias y con reservas, y con aquella prudencia esclava y suspicaz que se requiere en la conducta de nuestras numerosas amistades imperfectas.» Y después de haber escrito sobre tal manera de lanzarse con gusto hacia los demás y buscar con pasión, no con media entrega, las amistades, protesta contra el aristocratismo social de Platón (¡todos estos grandes griegos eran unos soberbios empedernidos!): «No me gusta el consejo de Platón de que uno tendría que usar siempre el lenguaje del patrón para con sus servidores, masculinos y femeninos, sin ademanes de familiaridad. Además de las razones ya expuestas, es inhumano e injusto acentuar la buena suerte que nos da la fortuna; y aquellas sociedades en las que existe la mínima desigualdad entre los servidores y los patronos me parecen las más equitativas.» (III, 3).

Es un buen núcleo emocional para una bella doctrina social. Pero como no tenía pretensiones de ser un reformador de la sociedad, hay que tomar todas estas enunciaciones no como un programa, sino como pura realización afectiva, que siempre lo es más, cuando es verdad interior. Tan lejos como estaba de un conductor de masas o de un demagogo, Montaigne está muy cerca del otro y sin tener que esforzarse para ello, ni seguir al pie de la letra alguna que otra doctrina moralizadora. Es un humanista espontáneo.

No nos enseña cómo ser mejor hombre, sino cómo ser lo que uno es. No predica doctrinas, ni la exclusiva de los sabios preceptos, ni siquiera cuando se le escapa hablar de la educación. Lo que nos muestra es cómo ha podido él ser lo que era, en qué ha tenido éxito y dónde ha fracasado en esta tarea. El ser hombre es un propósito algo difícil. El ser lo que uno es, tampoco es un fin fácil. Pero él lo creyó como lo más digno de un ser humano. Y yo también lo creo. Por esta razón su ejemplo y su método me inspiran admiración.

No hubiera podido lograrlo de manera tan noble, ni ser un gran precursor occidental en la ciencia de la autognosia, si no hubiera tenido la auténtica pasión de vivir plenamente la vida que le fue dada. No la de corte, la de los éxitos o la de la fortuna material, sino la interior. Y si hay una recomendación que su ejemplo puede dar a todos los que se sienten capaces de vivir su propia verdad y que lo quieren intentar, es la de vivir una vida llena. Vivirse a sí mismo para desvivirse. «Como de costumbre, yo hago lo que hago con todo mi ser, manteniendo el paso conmigo mismo. Raras veces hago algo que se escape a la razón y que se oculte a ella, y que no esté guiado más o menos con la colaboración de todas mis facultades, sin división y sin rebeldía interior. Mi juicio asume toda la culpa y toda la alabanza respecto a mis acciones» (III, 2). En pocas líneas, Montaigne ha esbozado aquí tres grandes condiciones del vivir interior: el vivir plenamente, el vivir conscientemente, el vivir responsablemente.

Plenamente...

Prestar atención a todo lo que acontece en el interior, esto es, «mantener el paso consigo mismo». Primero, intentar explorar lo que nos es dado personalmente. Qué personas somos in concreto, in vivo. Lo genérico no es difícil de saber. La medida de lo individual -aquí está el quid-. Y esto no se puede saber si no usamos para ello todas las facultades de que disponemos, tanto en la autoobservación como en el control de nuestras acciones. Lo que sentimos, cómo, y con qué intensidad y matices. El cómo valoramos, con qué empleo de la imaginación, de la inteligencia, de la experiencia. Cómo nos sirve la memoria. Y sobre todo, cómo reacciona todo el organismo a las vivencias y a qué comportamiento nos conducen, con su tremendo impacto, los instintos. A qué vicios nos pueden llevar. Concienciar lo más que se pueda del acontecer interior es vivir plenamente, porque así podemos estar preparados para luchar contra lo que, surgiendo desde dentro, es sentido como negativo y combatirlo, y si es considerado como positivo, darle salida completa, satisfactoria. Esta lucha, este uso de la libertad, son otra vez el pleno vivir de lo dado, después de las averiguaciones, filtros del control, y seguridad conseguida sobre lo que es verdaderamente nuestro, personal, y no meramente genérico.

Conscientemente...

Montaigne está demasiado alejado por los siglos para usar el moderno término del subconsciente. Y es aún demasiado alumno de los griegos para desprenderse del culto a la Razón, como sinónimo de lo consciente y como criterio del «self-control». Muchas décadas le separan aún de Hobbes y de Shakespeare, que iniciarán, con la más rara de las paradojas anglosajonas, la revisión de la motivación de los actos humanos, reclamando la prioridad de las emociones y creando la moderna orectología. Para Montaigne la Razón es el instrumento, el modo de hacerse uno consciente. Es la Razón, con mayúscula, que observa y que puede también volverse una herramienta de control, siendo el depósito de la experiencia y del saber. Así, siempre que «Dios toque nuestros corazones», «nuestra conciencia tiene que enmendarse mediante el fortalecimiento de nuestra razón, y no por la debilitación de nuestros apetitos... No puede uno jactarse de despreciar y de combatir deseos sensuales si uno no ve, si uno no conoce sus encantos, su poder y su belleza más fascinante» (III, 2). Y en otro sitio del mismo capítulo dice: «Algunos de los pecados son impulsivos, precipitados y repentinos: no hablemos de ellos. Mas en lo que concierne a otros que a menudo son repetidos, meditados y reflexionados -que sean temperamentales o que surjan con nuestra profesión o vocación- no podemos imaginar su implantación crónica en el mismo corazón si la razón y la conciencia del hombre que los abarca no los quieren constantemente y no los mantienen así.» La concienciación de su presencia es, por lo tanto, lo que se necesita; y la fuerza de la Razón, para descubrir su importancia y sentido. Si este doble mecanismo funciona, podemos llegar a las victorias de la autocreación y hasta poder exclamar triunfalmente, como hace él mismo: «Mis acciones son controladas y formadas en la medida de lo que soy y según la condición de mi vida. No me es posible hacerlo mejor.»

Responsablemente...

El acento descansa, en primer lugar, sobre una cosa a la que Montaigne presta mucha atención: la sobrevaloración de sí mismo y el menosprecio de los demás. «Mi opinión es que la nodriza y madre de las opiniones más falsas, públicas y privadas, es la opinión exagerada que uno tiene de sí mismo» (II, 17). Y para demostrarlo sobre su propio ejemplo, se lanza en el mismo capítulo «De la presunción» a una larga serie de autoacusaciones. Apenas se puede encontrar un hombre que tuviera una opinión peor sobre sí mismo. «Me encuentro culpable de fallos más mezquinos y ordinarios. No los niego ni me excuso; me estimo a mí mismo tan sólo por conocer mi propio valor.» Y más adelante: «Nunca he producido nada que me hubiera satisfecho; la aprobación de los demás no es ninguna compensación.» Y llegará a llamarse un «pigmeo del lugar común» al compararse con ciertos ideales de los tiempos pasados, cuando, según él, era más fácil encontrar a un hombre «moderado en sus venganzas, escrupuloso en mantener la palabra, lento en resentirse por insultos, ni hipócrita ni doblegable, ni dispuesto a tener creencias según la imposición de los demás o según la veleta del tiempo» (Ibid.). Esta frase por sí sola contiene su ideal del hombre y un tremendo programa para su autocreación. Si no es un moralista muy predicador, Montaigne es ciertamente un eticista apasionado: el llegar a ser un hombre mejor, por sus propias fuerzas de autognosia, es algo que le preocupa directa e indirectamente de una manera continua y siempre presente. Pero no lo hace para ostentar virtudes cívicas y buscar reconocimiento de los demás. No pocas veces subraya que las opiniones de los demás sobre su propia persona no le importan mucho. Mas le importa su propia opinión sobre sí mismo, con tal de que sea legítimamente veraz. La verdad conseguida tiene que ser aplicada dentro y lucir para uno mismo. Esto es lo principal y el método de ser uno lo que es. «Cada uno puede tener su papel en la farsa (social) y hasta desempeñarlo honestamente en la escena. Pero ser disciplinado desde dentro, en su propio pecho, donde todo está permitido y todo ocultado -aquí está el problema-... Ser disciplinado en casa, en nuestras acciones ordinarias, para las que no tenemos que dar cuenta a nadie, y en las que no hay complicaciones ni artificios» (III, 2).

Si uno llega a no ser asesino, granuja, traidor, cruel y falso con los demás, es, naturalmente, una gran cosa. Pero esto puede ser también dictado por las circunstancias y por el miedo a las sanciones. Si se libera uno de todo esto o de una parte teniendo seguridad de tal liberación en su pecho, puede decir, y con mucha satisfacción, que es un hombre responsable.

No busquemos en Montaigne recetas y preceptos, salvo para el método. Aun cuando emplea la palabra «debemos», o «uno tiene que ser», es una obligación tan sólo o en primer lugar, para él mismo, no una doctrina para la humanidad. «Yo no enseño, yo relato», dice. Por esto su libro es sobre todo el libro de un artista: se expresa a sí mismo, hace su autorretrato, pinta con abundancia de colores y matices, con un juego de sombras y luces que podríamos situar entre Rembrandt y Goya y, quizás, por lo loco, añadir algo de Van Gogh. Y es «puntillista», no un clásico de pinceladas largas y sintéticas, sino de toques analíticos, con inmensa pasión para lo concreto en el hombre vivo. De aquí vienen también sus contradicciones, porque el hombre vivo, a pesar de sus tendencias hacia un equilibrio standard, hacia el allanamiento de sus contrastes, está siempre biológicamente lleno de contradicciones y de antagonismos, por el eterno cambio que nos rige. Más aún, el contradecirse es muchas veces rectificar. Y nuestro hombre, que tanto ensalzó la Razón, es más veraz cuando se contradice precisamente en este punto, que cuando se confirma. El mismo, que en un sitio exclama, hablando de nuestras debilidades frente a la naturaleza, «sólo la Razón debe guiarnos en nuestras inclinaciones», siente en otro que tal frase contiene una exageración que no corresponde a su visión más madura. Y lo rectifica en otro: «La razón humana es una espada de doble filo y peligrosa. Incluso en las manos de Sócrates, su amigo más íntimo y familiar, ¡cuántas puntas tiene!» (II, 17). Y llega en otro pasaje al colmo del contraste condenando incluso el mismo método de la razón que es la lógica: «¿Quién ha comprendido algo por la lógica? ¿Dónde están sus halagadoras promesas?» (III, 8). Quizás tendríamos el derecho de suponer aquí, hablando en terminología moderna, que Montaigne se dio cuenta de la contradicción primaria que existe entre la lógica del razonamiento humano, la de la pequeña escala, y entre la lógica del Bíos, la de la gran escala. Otras contradicciones podríamos encontrar si considerásemos necesario hurgar en ellas con mezquindad.

No quitaríamos nada al valor de este sutil psicólogo-artista, quien, siendo también un astuto científico, nos daría además sus argumentos de por qué tiene que haber contradicciones en tal obra. «El mundo es un perpetuo ver-visto. Todo va incesantemente arriba-abajo -la tierra, las rocas del Cáucaso, las pirámides de Egipto- con el movimiento universal y con el suyo propio. La misma constancia no es más que un movimiento retal dado. Yo no puedo fijar mi objeto (él mismo). Es siempre inquieto y vibra con intoxicación natural... Yo no retrato su ser, sino que pinto su paisaje; no su pasar de una edad a otra o, como se dice comúnmente, de siete años a otros siete, sino de un día a otro, de un minuto a otro. Tengo que seguir mi historia a la hora, ya que pronto puedo cambiar no solamente por casualidad, sino también intencionadamente. Es un relato de ocurrencias diferentes y variadas, un relato de pensamientos que no están ordenados, y que, como suele ocurrir, son incluso contradictorios, sea porque soy entonces un otro Yo, sea porque me acerco a mi objeto bajo circunstancias diferentes y con otras consideraciones. Así bien puedo contradecirme, pero, como dice Demades, no contradigo la verdad. Si mi mente pudiera obrar en firme, yo no me ocuparía de escribir ensayos, sino de sacar conclusiones. Sin embargo, todo esto es obra de aprendiz y a prueba» (III, 2).

Una bella teoría de la relatividad psicológica, un profundo toque al problema subjeto-objeto, y una fijación del eterno cambio como obstáculo inmanente en «ver lo visto» con seguridad. Añadirá también otras páginas (I, 47) sobre la inseguridad de nuestro juicio y sobre si ya no podemos establecer la única verdad, cual es la de evitar la mentira (I, 50). Describe con elegancia la impotencia humana (es decir, la suya) en llegar al fondo de las cosas. «Tomo el primer objeto que se me ofrece por casualidad. Todos son buenos para mí. Y nunca me propongo cubrirlos completamente, ya que nunca veo el todo de la cosa, ni lo pueden ver los que nos lo prometen. De cien aspectos y partes que cada cosa posee, tomo uno, a veces tan sólo para lamerla o para rascar su superficie, a veces persiguiéndola hasta el hueso. La apuñalo tan profundamente como puedo, pero no con la amplitud deseada;

y me gusta enfocarla por costumbre desde un punto de vista poco usual. Si yo me conociera menos bien, me arriesgaría a tratar un argumento enteramente. Pero, como dejo caer aquí y allí una palabrita, tan sólo muestras de la materia y separadas sin plan ni promesa, no me obligan a responder de ellas, ni a sentirme apegado a ellas, sino que puedo cambiarlas si me parece bien. Soy libre y puedo abandonarme a dudas y a la incertidumbre, y a mi calidad predominante que es la ignorancia» (Ibid.).

¿Cuál de los psicólogos no ha conocido estos escollos de la navegación interior, cuál de los científicos? La relatividad del conocimiento no suele ser un obstáculo serio tan sólo para los filósofos. Se acogen a cualquier palabra salvadora y, lo que es peor, no confiesan su impotencia, y aún menos su ignorancia.

Afortunadamente, Montaigne es un orectólogo que trata de conocerse bien a sí mismo. En esto es todo-un-hombre, y nada tiene de escapismo filosófico. Siendo así, la única cosa que podríamos lamentar en su caso, por puro egoísmo científico, es que este Montaigne que tanto se excede en confesiones desfavorables no era ningún gran pecador. ¡Cuánto hubiéramos podido aprovechar de su afán de sinceridad si hubiera sido un Benvenuto Cellini, un Francois Villon o un Rousseau! Podríamos estar seguros de que, a pesar de lo que dice en previsión de tal caso, nos hubiera confesado con la misma implacabilidad los abismos de sus crímenes y los vértigos de sus arrepentimientos. Pero no hay abismos ni vértigos en este gran hombre normal y sano. Su vida transcurrió en lo exterior en un marco socialmente desahogado, hoy diríamos aburguesado. En el interior no le desgarraban ni inclinaciones hacia crímenes, ni hacia mezquindades. Su vida familiar no ardía de pasiones extramatrimoniales. Así, si podemos contar muchas virtudes suyas, también podemos decir que quizá no le era difícil lograrlas. Lo gracioso es que él también lo ve. Reconoce que su camino no estaba sembrado por los apetitos desenfrenados ni por las grandes imperfecciones de la naturaleza-madrastra. «No he tenido que emplear grandes esfuerzos para doblegar los deseos que me habrían asaltado. Mi virtud es tal, que más bien podría llamarse inocencia casual y fortuita. Si yo hubiese nacido con un temperamento más desordenado, me temo que me hubiera encontrado en una posición lamentable. Porque no he podido nunca observar en mi alma una firmeza capaz de resistir incluso cualquiera de las pasiones más suaves» (II, 2).

Tales confesiones nos desarman completamente. Es difícil cubrir de reproches a un hombre que siempre quiere decir la verdad. Y que, con su buen estilo, logra expresarlo sinceramente, sin recurrir a lo vulgar, como el genial Quevedo; al cinismo, como el triste Marqués de Sade, o a lo melindroso, como el gran Erasmo.

Su humanismo, su razonamiento, su juicio sano y, sobre todo, su vida emocional están imbuidos de un fluido transparente de suave compasión, que nosotros creemos pertenece a un puro y auténtico cristianismo medieval, aún no destruido por el tardío Renacimiento, por las consecuencias de las guerras religiosas y por el capitalismo industrial. «Entre otros vicios, cruelmente odio a la crueldad, por naturaleza y por juicio» (II, 11). «Tengo tierna simpatía para las aflicciones de los demás... No tengo piedad para los muertos, más bien los envidio, pero sí, y grande, para los que se están muriendo» (Ibid.). Matiz cervantino tiene su aserción:

«Cuando las circunstancias me obligan a condenar criminales, prefiero pecar contra la justicia» (III, 12), «Me siento atraído, en general, hacia la gente humilde, sea porque esto es más honroso, sea por compasión natural, la cual es extremadamente fuerte en mí» (III, 13).

Sólo el que en muchas otras ocasiones nos ha dado el testimonio de su veracidad, sinceridad y honradez, puede hablar tan francamente al atribuirse a sí mismo la posesión del más noble de los sentimientos humanos. Y ya es de orden budista el cariño que cree poder extender a los animales y plantas. «Debemos la justicia a los hombres, y el afecto y la benevolencia a todos los demás seres que puedan necesitarlos... Me es difícil rechazarla a mi perro cuando éste se propone jugar conmigo o me pide que juegue con él en un momento inoportuno» (II, 11).

No sé qué europeo podría servirnos de maestro más grato que nuestro autor, para terminar con más justificación un capítulo dedicado a la autocreación. En cierto modo, podríamos también valemos de Marcel Proust. Los dos intentaron cubrir bien el tiempo de la introspección. Los dos se fijaron en la diferencia del tiempo ganado y perdido, y en su escasez en la vida poco intensa. Pero las fórmulas de Marcel Proust tendríamos que buscarlas detrás del complicadísimo andamiaje de su arte, mientras que las de Montaigne lucen con el lapidarismo de un breviario. Por pura economía nos agarramos a él, aunque nos lanzaríamos con mucho placer también «a la recherche du temps perdu», que nunca se pierde en compañía de Proust. Montaigne resumió su sentir el tiempo de una manera sencillísima. «Dejo pasar el tiempo cuando es malo y desagradable; cuando es bueno no tengo ganas de dejarlo pasar, sino que gozo de él y deseo retenerlo. Tenemos que darnos prisa con lo malo y parar lo bueno. El dejar pasar el tiempo y pasar por él reflejan el uso común de estas frases en aquella gente que no piensa en aprovecharse de la vida de una manera mejor que dejándola deslizarse, y escapar de ella...» (III, 13).

Esto de ninguna manera: dejarla que se deslice, que se escape. La vida hay que retenerla, «debe ser estudiada, saboreada y meditada» para que no se escape, y para que podamos «dar las gracias a El que nos la dio». El presente es importante, y no la esclavitud de las esperanzas, de las sombras y vanas imágenes. Esto sí que es dejar pasar el tiempo sin cubrirlo.

No podríamos esperar otro concepto del hombre que exclama, al final de varias meditaciones sobre el tiempo: «Amo la vida y la cultivo en la forma en la que Dios se complació en dármela». (Ibid.). Aquí hay un puente de siglos que une a dos grandes humanistas, Montaigne y Schweitzer.

Gusta este Miguel Eyquem de Montaigne. Es de buena y castiza cepa humana. Y me parece altamente recomendable su método de ser hombre para todos los que intentan convertir la auto-creación en «la primera distinción que desde siempre ha existido entre los hombres» (II, 17): la Belleza...

* * *

Aquí termina nuestro primer paso hacia el interior. Esperamos que el hombre lo profundice, encaminándose hacia la interiorización y la nueva Era de la Persona, comprendida por el sondeo de su sentir y no tan sólo por el de su razón. Esta, hasta ahora, no nos ha salvado ni del hambre de millones de seres, ni de la crueldad en las relaciones humanas, ni de los abismos de la guerra. Más bien ha fomentado nuestras ambiciones de tener armas cuanto más mortíferas mejor, sin que nos demos cuenta de que tal progreso conduce directamente a la muerte de nuestro género. Inspira ahora nuestros intentos de reproducir la Vida en retortas, sin percatarnos de que, frente a la gran sabiduría del Bíos, estos experimentos no son más que un pobre regreso a la alquimia. Nos incita a jugar con ácidos nucleicos, queriendo producir nuevas especies, y es solamente una teratología de niños. Nos empuja a emprender vuelos hacia otros planetas antes de haber creado en la Tierra una sociedad aceptable. Parece que, en todo ello, la soberbia Razón, que intenta disfrazarse con batas de científico, sobrepasa muchas veces las fronteras de la autonomía que le ha concedido la Gran Creación.

Mientras tanto, nuestro tecnócrata sigue siendo un pobre conocedor de lo que le está permitido por la misma Gran Creación en cuanto a su continente interior y al conocimiento del otro. Este curioso de si hay vida en Marte, desconoce qué es lo que ocurre en él cuando siente amor u odio, e intenta lograr que se lo digan las máquinas y no su propia introspección y autoexamen. Pero, fabricados por el mismo ignorante, los robots son demasiado primitivos para llegar al fondo del sentir. Así lo dice un gran introspectivo de la futura Era de la Persona, A. P. Chejov: «...cada uno de nosotros tiene demasiadas ruedas, demasiados tornillos y demasiadas válvulas para que podamos juzgarnos el uno al otro por la primera impresión o por dos o tres indicios exteriores:» (Ivánov).

Sin embargo, el hombre dispone de un supermicroscopio para explorarse: la concienciación cada día más ampliada por la auto-creación. La electrónica desde dentro.

* * FIN * *

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Última actualización:
21/03/06