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Librería Biopsychology.org
La física es la "madre" de todas las ciencias. Nada puede conseguirse en ciencia si no se parte de sus leyes. Esta, quizás, sea una de las razones por las que las ciencias del comportamiento humano no logran avanzar. Creen que pueden edificarse prescindiendo e ignorando las leyes de la física. La biopsicología empieza con la física, como cualquier otra ciencia natural. Pero la física es un área de conocimiento muy extenso puesto que abarca todos los fenómenos del Universo, desde los más microscópicos hasta los más macroscópicos, desde el mismísimo interior del núcleo atómico hasta los cúmulos galácticos, pasando, por supuesto, y sin que se nos olvide, por el ser humano y todos los fenómenos que le afectan. Por lo tanto, a la biopsicología no le interesa toda la física sino sólo aquella parte que tiene una relación más directa con los fenómenos humanos que nos interesan. Por ejemplo, no nos interesan demasiado los fenómenos atómicos ni los astronómicos. La parte de la física que más interesa a la biología y, por ende, a la biopsicología es la termodinámica. La termodinámica es la disciplina más fundamental de la física cuyos principios o leyes tienen una validez universal. La importancia de la termodinámica para la biología deriva de su carácter macroscópico. La termodinámica persigue la comprensión de los fenómenos sin necesidad de precisar el detalle de los eventos microscópicos que los sustentan. Por ejemplo, la termodinámica puede explicar porqué una persona crece o muere sin necesidad de referirse a los miles de billones de sucesos atómicos involucrados en el hecho global. La perspectiva macroscópica es esencial para la biología y la biopsicología. Si tuviéramos que explicar los hechos explicitando todos los sucesos atómicos involucrados no podríamos hacer nada. El nivel de explicación que nos interesa es el macroscópico, es decir, los hechos tal y como se nos presentan a nuestra percepción. Es por esto que la termodinámica es la disciplina de la física que sustenta a la biología y la biopsicología. "La Segunda Ley" es un libro pensado para divulgar (no vulgarizar) y facilitar la comprensión de los aspectos básicos de la termodinámica, en especial, de su segundo principio. Es un libro excelente para todos los públicos, tanto para los principiantes como para los que no los son tanto. Contrariamente a lo que se suele creer, es un libro para disfrutar de la física. E. Barrull, 2001.
Ningún dominio de la ciencia ha contribuido tanto a la liberación del espíritu humano como la Segunda Ley de la termodinámica. Sin embargo, pocas son las parcelas del saber que se nos escapen con mayor facilidad. La mención de la Segunda Ley evoca imágenes de máquinas de vapor imponentes, matemáticas endiabladas y la sutil, por incomprensible, entropía. Muchos suspenderían la prueba de cultura general de C. P. Snow, aquella que igualaba la Segunda Ley con Shakespeare, y desconocer aquélla equivalía a no haber leído ninguna obra del dramaturgo. Espero aquí ayudar a entender cómo se manifiesta esa Ley, cuáles son sus dominios de aplicación. Comenzaremos con la máquina de vapor y la perspicaz observación de los primeros científicos que se ocuparon del asunto y acabaremos con el estudio de los procesos de la vida. El repaso detenido a la formulación clásica de la Segunda Ley nos desentrañará sus mecanismos y nos hará ver cuan simple es su comprensión y cuan amplio su dominio de aplicación. La interpretación de la misma en función del comportamiento de las moléculas no sólo es directa (y, en mi opinión, más fácil de entender que la Primera Ley, la relativa a la conservación de la energía), sino que es también más fecunda. La luz con que nos regala nos faculta para trascender el dominio de la termodinámica clásica y entender los procesos que subyacen bajo la proteiforme diversidad del mundo. Será nota distintiva de nuestra exposición establecer que la máquina de vapor, de la que arranca nuestro conocimiento de la Segunda Ley, constituye un dispositivo que refleja, de la forma más clara y elemental, el carácter irreversible del mundo. Los físicos del siglo xix, que disiparon la niebla que se cernía alrededor de la máquina, y percibieron en todas sus formas los principios del cambio, acometieron con éxito esa tarea porque la máquina de vapor compendia con sencillez los rasgos esenciales de todo cambio. Establecido ese enfoque de la cuestión, podemos encontrar ejemplos, cada vez más sutiles, en los que la simplicidad fundamental aparece velada, y descorrer el velo hasta hallar, de nuevo, esa simplicidad. Podemos así ir más allá de los procesos biológicos y describirlos cual procesos de suma sencillez desarrollados por la máquina de vapor. Andaremos el camino que va desde la máquina de vapor hasta las puertas de la conciencia. Una dificultad connatural del estudio de la termodinámica, en particular del capítulo de la Segunda Ley, tanto en su forma clásica como en su tratamiento estadístico, reside en su carácter intrínsecamente matemático. En las páginas que siguen procuraré evitar ese escollo, y aunque ocasionalmente aparezca alguna ecuación dispersa, el nivel científico del lector medio la interpretará sin dificultad. Por tanto, y salvo contadas ocasiones, la obra debería ser accesible a cualquier lector tenaz, aunque no tenga especial preparación académica. A quienes sí la posean les presento mis disculpas por la lentitud con que se avanza en las distintas partes del libro, pero confío en que incluso ellos se vean recompensados en otros pasajes del texto donde se aporta un enfoque nuevo de lo que sucede en nuestro mundo. Soy consciente de la importancia de una omisión deliberada: no aludimos a la relación entre teoría de la información y entropía. Estoy de acuerdo en que los principios y la base matemática de la teoría de la información pueden contribuir notablemente a la formulación de la termodinámica y a la expresión de su contenido. Pero existe el peligro, en mi opinión, de aceptar que la entropía exija la existencia de un ente cognoscitivo, capaz de poseer "información" o de ser en cierto grado "ignorante". Dando esa impresión, estaríamos muy cerca de suponer que la entropía se halla sólo en la mente y, por consiguiente, que se trata de algo ligado a un observador. Sin tiempo para ese tipo de confusionismos, mantendré a raya cualquier incursión metafísica de ese tenor. Por esa razón no dedico una línea a la analogía entre teoría de la información y termodinámica. Esta será la estructura de la exposición. Comenzaremos por el análisis de la máquina de vapor (Capítulo 1), donde observamos que los primeros termodinámicos destilan la Segunda Ley (Capítulo 2). Nos sumergimos luego en el interior de la materia (Capítulo 3) y vemos que, en el ámbito del comportamiento de las partículas, la Segunda Ley recibe una formulación sencilla y fecunda. Damos un paso más para explorar (Capítulo 4) hasta qué punto la visión cualitativa precedente puede hacerse cuantitativa; aquí se infiltra alguna que otra expresión matemática (que, por otro lado, no resulta crucial para el resto del libro). Sentadas ya las ideas fundamentales, volvemos (en el Capítulo 5) a la máquina de vapor y sus descendientes, que nos enseñan cómo dan cuenta de la conversión de calor en trabajo. Una vez explicada la producción de trabajo, dirigimos nuestra atención a la producción de materia (Capítulo 6) y comprobamos que las ideas de corte físico sirven también para justificar los procesos químicos. Una idea que se va elaborando gradualmente a lo largo del texto es la de estructura. Asignado el papel que interpreta la Segunda Ley en la física y la química básicas, percibimos que el orden estructural puede imponerse de varias maneras: mediante una transformación física, especialmente la refrigeración (Capítulo 7) y mediante una transformación química (Capítulo 8). El capítulo 8 nos permite asistir, de la mano de la Segunda Ley, al nacimiento de formas intrincadas ordenadas, características de la vida. Reflexionaremos (Capítulo 9) para analizar cuan lejos hemos ido en nuestro camino; lucharemos a brazo partido con una profunda expresión de la idea de "estructura"; de nuevo, comprobaremos que surge de la regla de la Segunda Ley. Agregaremos algunos apéndices: uno que recoja las unidades de energía y cierta información complementaria; un segundo que nos abra la termodinámica formal que está detrás de muchas explicaciones aquí dadas; y un tercero con programas de ordenador que ilustran algunos aspectos característicos del texto. Desde hace mucho tiempo vengo interesándome por la Segunda Ley. La participación en dos reuniones científicas, sin embargo, me ayudó a centrar las ideas. Organizada la primera por Alexandra Kornhauser en Yugoslavia y la segunda, por George Max en Hungría. Max Whitby, de la B.B.C., agudizó mi aprecio por alguno de los juegos que proponemos. Alexandra MacDermott y John Rowlinson, de la Universidad de Oxford, y Philip Morrison, del M.I.T., gastaron generosamente su tiempo en útiles comentarios muy oportunos. Aidan Kelly trabajó sin desmayo para asegurarse de que yo supiera lo que él creía que yo quería decir. A todos ellos, mi agradecimiento. P. W. Atkins Oxford, Inglaterra Enero 1984.
1 DISIMETRÍA DE LA NATURALEZA
La guerra y la máquina de vapor unieron sus fuerzas y forjaron lo que iba a convertirse en una de las ideas más sutiles. Sadi Carnot, hijo de un ministro de la guerra de Napoleón y tío de un futuro presidente de la República, luchó en 1814 en las puertas de París. En la agitación que siguió a la derrota francesa, Carnot se convenció de que una de sus causas había sido la inferioridad industrial gala, que se compendiaba en el empleo distinto que Inglaterra y Francia hacían de la energía de vapor. Vio Carnot que robándole a Inglaterra la máquina de vapor, se atacaba al corazón mismo de su poderío militar. Se acabaría su carbón mineral, imposible de extraer de las minas sin la acción mecánica del vapor. Se acabaría su hierro, porque, ante la escasez de madera, el proceso de fundición recurría al carbón. Y se acabaría, en consecuencia, su industria de guerra. Carnot se dio cuenta de que el país que poseyera una energía de vapor rentable no sólo sería el dueño industrial y militar del mundo, sino también el abanderado de una revolución social más general que la que Francia había experimentado. Veía en el vapor el motor universal, que desplazaría a la fuerza animal, gracias a su mayor economía, y sustituiría al viento y el agua merced a su seguridad y su posibilidad de control. Para Carnot este motor universal ensancharía los horizontes económicos y sociales de la humanidad y la conduciría a un nuevo mundo de realizaciones. Mucha gente ve hoy en las primeras máquinas de vapor, aquellos imponentes armatostes de madera y hierro, los símbolos, pesados, de la pobreza y la miseria que caracterizaron la naciente sociedad industrial. Lo cierto es que aquellos leviatanes amarrados a la tierra constituyeron las alas que dieron vuelo a las aspiraciones de la humanidad. Carnot, visionario y agudo analista de lo que había que hacer para mejorar la máquina de vapor (su padre le precedió a propósito de los dispositivos mecánicos), no sospechó la revolución intelectual a la que sus estudios, surgidos de una exigencia técnica, iban a conducir. Al descubrir la pérdida de rendimiento intrínseco en la conversión de calor en trabajo, Carnot puso en movimiento un mecanismo intelectual que, un siglo y medio más tarde, abarca toda actividad. Al precisar el rendimiento de una máquina de vapor y acotar sus limitaciones, Carnot establecía, sin saberlo, un nuevo planteamiento ante todo tipo de cambio, ante la conversión de la energía almacenada en el carbón en esfuerzo mecánico e incluso ante el desdoblamiento de una hoja. Más aún.
Ponía las bases de una ciencia que trascendía la física newtoniana, de manifiesto carácter abstracto, al objeto de que pudiera abordar por igual las especulaciones en torno a las partículas y la realidad concreta de las máquinas. Ese es el marco que define los temas de nuestro libro. Viajaremos desde el mundo tosco de la primitiva máquina industrial hasta el dominio sutil y refinado del placer de la belleza. Al hacerlo, los iremos descubriendo. Aunque Carnot se basaba en un concepto erróneo, su trabajo (que resume en las Réflexions sur la puissance motrice du feu, publicadas en 1824) ponía los cimientos del tema que nos ocupa. Suscribía la teoría aceptada en su tiempo según la cual el calor constituía una suerte de fluido carente de masa: el calórico. Creía que el funcionamiento de una máquina de vapor semejaba el de un molino de agua y admitía que el calórico iba de la caldera al condensador e impulsaba, a su paso, los ejes de la máquina, lo mismo que el agua circulaba y movía un molino. Igual que la cantidad de agua permanecía constante cuando fluía a través del molino mientras realizaba su trabajo, la cantidad de calórico (suponía Carnot) permanecería inalterada cuando hiciese su trabajo. Basaba, pues, su análisis en una doble hipótesis: la cantidad de calor se conservaba y el motor generaba el trabajo porque el fluido circulaba desde una fuente caliente (térmicamente "alta") hacia un sumidero frío (térmicamente "bajo"). El esfuerzo intelectual necesario para
extraer la verdad de idea tan errónea hubo de esperar hasta una nueva generación
de cerebros. De entre los físicos nacidos alrededor de 1820, tres aceptaron el
reto y resolvieron el yerro.
El primero fue J. P. Joule. Nacido en 1818, hijo de un cervecero de Manchester, su fortuna y la destilería le permitieron seguir sus inclinaciones; entre ellas, descubrir un esquema general y unificador que explicara todos los fenómenos que excitaban la atención científica de entonces, tales como la electricidad, la electroquímica y los procesos relativos al calor y la mecánica. Sus cuidadosos experimentos, realizados en la década de 1840, confirmaron que el calor no se conservaba. A través de mediciones cada vez más precisas, demostró que el trabajo mecánico podía convertirse cuantitativamente en calor. Nació así la noción de equivalencia mecánica del calor, es decir, la idea de que el calor y el trabajo eran mutuamente interconvertibles; el calor no era, pues, como el agua, una sustancia más. Esas pruebas experimentales desbarataron las premisas de las conclusiones que Carnot había formulado una generación antes, aunque no las conclusiones mismas. Había llegado el momento de que los físicos teóricos aceptaran el reto y resolvieran el problema de la naturaleza del calor.
William Thomson nació en Belfast en 1824, se trasladó a Glasgow en 1832 y allí ingresó en la universidad a la edad de diez años, mostrando ya el vigor intelectual que le iba a caracterizar durante toda su vida. Su talante teórico no estaba reñido con una notable habilidad práctica. La verdad es que amasó su fortuna gracias a su talento práctico, que pulió durante una breve estancia en París después de su graduación en Cambridge, adonde había llegado en 1843. Su carrera en Glasgow se reanudó en 1846, cuando, a los 22 años, se le ofrece la cátedra de filosofía natural. Repartía entonces su tiempo entre estudios teóricos de la más alta calidad y la obtención de dinero en cantidades envidiables por sus trabajos en el campo de la telegrafía. La superioridad británica en las comunicaciones internacionales y la telegrafía submarina puede atribuirse a los trabajos de Thomson sobre los problemas de la transmisión de señales a grandes distancias y a su invención (y patente) de un receptor que se convirtió en el modelo adquirido por todas las oficinas de telégrafos. Según es uso británico, que induce a confusión, William Thomson se transformó en Lord Kelvin; y así le llamaremos en adelante. Su fortuna y logros técnicos han quedado relegados al olvido. Pero su gran hazaña intelectual permanece como un monumento perdurable, aparte de una losa en la abadía de Westminster. Kelvin y Joule coincidieron en la reunión de la Asociación Británica para el Progreso de las Ciencias celebrada en Oxford en 1847. Kelvin salió de allí con la cabeza alborotada. Se le veía como aturdido por la refutación que había hecho Joule de la conservación del calor. Aunque impresionado con lo que Joule había sido capaz de demostrar, estaba convencido de que el trabajo de Carnot se derrumbaría si el calor no se conservaba, ni existía el calórico o algo parecido. Y así empezó por poner sobre el tapete el rompecabezas intelectual al que se enfrentaba la física. En 1851, publicó "On the dynamical theory of heat", artículo donde desarrollaba su punto de vista según el cual podrían ser dos las leyes que yacían ocultas bajo la piel de la experiencia y quizás el trabajo de Carnot podría perdurar sin contradecir el de Joule. Así surgió la ciencia y el nombre de la termodinámica, la teoría de la acción mecánica del calor; así empezó a asentarse la idea de que la naturaleza tenía dos ejes fundamentales de acción. El tercer cerebro nacido en la década de 1820 que completa nuestra historia se llamó Rudolf Gottlieb. Pocos alumnos de termodinámica reconocerán ese nombre. Adoptó, según moda en la época, un nombre clásico: Clausius; por tal se le conoce, y de ese modo le llamaremos.
Clausius nació en 1822. No debe sorprendernos el que estos tres grandes artífices de la termodinámica sean contemporáneos. La termodinámica constituía el fermento intelectual de la época, y las mentes más brillantes se sintieron atraídas por sus brillantes posibilidades. La primera contribución de Clausius se acercó mucho más a la resolución del problema que lo avanzado por Kelvin. En Über die bewegende Kraft der Warme, publicado en 1850, aborda el tema inspirado por Carnot, continuado por Joule y generalizado por Kelvin; acota con nitidez los problemas con que se enfrentaba la termodinámica y, en consecuencia, posibilitó su análisis. La suya fue una mente clara, un foco o microscopio para el telescopio cósmico de Kelvin. Clausius vio que el contencioso entre Carnot y Joule podía resolverse hasta cierto punto de existir dos principios fundamentales de la Naturaleza. Refino el principio de Carnot y libró del calórico al mundo; avanzó más: aunque separó cuidadosamente sus conclusiones generales de sus especulaciones, continuó especulando acerca de la interpretación del calor en función del comportamiento de las partículas que componen la materia. Amanecía la era moderna de la termodinámica. Carnot nació en 1796 y murió de cólera en 1832; para entonces se había ido debilitando ya su defensa de la realidad del calórico. Joule, Kelvin y Clausius, nacidos en el intervalo que va de 1818 a 1824, pertenecen a la generación que aupó la termodinámica a la escena intelectual. Faltaba, empero, una tercera generación, la que unificase la nueva disciplina y la relacionase con las demás corrientes de la ciencia que comenzaban a abrirse camino.
Ludwig Boltzmann vino al mundo en 1844. Se le debe el haber establecido el vínculo entre las propiedades de la materia en cuanto tal, definidas gracias al progreso de la termodinámica de Kelvin y Clausius, y el comportamiento de las distintas partículas que componen la materia, sus átomos. Kelvin, Clausius y sus contemporáneos regaron la semilla plantada por Carnot y crearon múltiples relaciones entre los objetos y fenómenos observados. Pero el conocimiento cabal de esas relaciones sólo llegaría con la explicación mecanicista de las mismas, en función de las partículas y de sus propiedades. Boltzmann se percató de que la identificación de la cooperación entre los átomos, que se mostraba al observador a través de las propiedades macroscópicas de la materia, le llevaría al descubrimiento de los más recónditos mecanismos de la naturaleza. Aunque corto de vista, percibió mejor el funcionamiento del mundo material que la mayoría de sus contemporáneos. Empezó a descubrir la profunda estructura del cambio, y lo hizo antes de que se aceptara la existencia de los átomos. Muchos de sus contemporáneos dudaron de la validez de sus argumentos e hipótesis, temerosos de que su trabajo arrumbase la noción de finalidad que ellos presumían reinaba en los mecanismos profundos, del mundo del cambio, del mismo modo que Darwin la había expulsado, recientemente, de sus manifestaciones externas. Sintiéndose desdeñado, acabó en brazos de la inestabilidad y la desdicha, y se suicidó.
En 1906, a la muerte de Boltzmann, sus ideas se respiraban ya en la atmósfera, y las técnicas precisas comenzaban a configurarse. Eran las armas que vencerían a sus enemigos y le otorgaban el prestigio de uno de los mayores físicos teóricos. El advenimiento de la mecánica cuántica, la exploración experimental y la cartografía pormenorizada de la estructura de los átomos crearon una visión del mundo microscópico verosímil e indiscutible, por muy alejada que estuviera de la realidad de nuestros ojos. Cuando esta nueva visión se afianzó, a nadie con cabeza se le ocurrió negar la existencia de los átomos, a pesar de que se comportaran, tal parecía, y tal parece, de forma extraña. Contamos hoy con medios que nos muestran átomos sueltos y átomos enlazados en moléculas. Los fundamentos del punto de vista de Boltzmann se han consolidado más allá de cualquier duda razonable, aun cuando el mundo microscópico revista mayor singularidad que la por él sospechada. Los objetivos y las actitudes adoptadas por Carnot y Boltzmann compendian la termodinámica. Carnot viajó hacia la termodinámica desde el mundo de las máquinas, símbolo de la sociedad industrial de su época, y pretendió mejorar su rendimiento. Boltzmann, en cambio, lo hizo desde el átomo, símbolo del naciente fundamentalismo científico: buscó dilatar nuestra comprensión del mundo hasta los niveles más profundos. La termodinámica sigue abarcando hoy ambos enfoques y refleja objetivos, actitudes y aplicaciones complementarias. Nacida de tosca máquina, ha adquirido tal refinamiento que se ha convertido en instrumento de exquisita delicadeza. Ocupa todos los ámbitos de interés humano y cubre la organización y el despliegue de ideas y recursos, en particular de las ideas acerca de la naturaleza del cambio en el mundo que nos rodea. Pocas contribuciones han enriquecido tanto nuestro conocimiento como esta hija de la máquina de vapor y del átomo. Continúa ...
2 EL
INDICADOR DEL CAMBIO En este capítulo empezaremos por
definir y aclarar qué entendemos por degradación de la energía. Hasta ahora
hemos visto que los sucesores inmediatos de Carnot lograron sacar una ley sobre
la cantidad de energía puesta en juego en un proceso, de otra ley sobre el
sentido que sigue su conversión. La energía desplazó al calor en el papel de
magnitud eternamente conservada y se demostró que el calor y el trabajo,
considerados hasta entonces equivalentes, eran disimétricos. Pero se trata de
observaciones muy sumarias, imprecisas e incompletas: debemos profundizar en su
estudio y situarnos en un punto de vista desde el que nos sea posible explorar
sus ramificaciones. Lo haremos en dos fases. En la primera, acotaremos mejor las
nociones de calor y trabajo, que hemos venido considerando magnitudes
"obvias". Luego, con la precisión que este refinamiento habrá
aportado a nuestro estudio, emprenderemos nuestra principal tarea: establecer un
enunciado más preciso de la Segunda Ley. Tendremos así en nuestras manos una
mayor potencia de análisis y, como sucede a menudo, de degradación. Veremos
que la Segunda Ley se mueve en el terreno de la degradación y la decadencia;
contemplaremos las cosas extraordinariamente maravillosas que tienen lugar
cuando la calidad cede el paso al caos. Naturaleza del calor y del trabajo Las nociones de calor y trabajo han constituido el centro de nuestra exposición y se mantendrán en esa situación de privilegio en los dos próximos capítulos. Quizá la contribución más importante de la termodinámica del siglo diecinueve, en lo concerniente a la comprensión de la naturaleza de esos conceptos, fue el descubrimiento de que ambos eran nombres de métodos, no nombres de cosas. A comienzos del siglo pasado creíase que el calor tenía entidad física, era el fluido imponderable denominado "calórico". Hoy sabemos que el calor no existe como tal "cosa", ni es posible aislarlo en una botella, ni verterlo, estrujándolo, de un bloque de metal a otro. Lo mismo le ocurre al trabajo: no se trata de ninguna cosa que pueda directamente almacenarse o fluir.
Ambos, calor y trabajo, son términos relativos a la transferencia de energía. Por calentar un objeto entendemos transferirle energía de una forma especial: recurriendo a la diferencia de temperatura entre un cuerpo caliente y el objeto a calentar. Enfriar un objeto es lo contrario de calentarlo: se trata de extraer energía del mismo por efecto de una diferencia de temperatura entre un cuerpo frío y el objeto a enfriar. Reviste la máxima importancia comprender y recordar a lo largo de las páginas siguientes (e incluso en el resto del libro) que el calor no es una forma de energía, sino que constituye el nombre de un método para transferirla. Lo mismo sucede con el trabajo. Entendemos por tal lo que hacemos cuando necesitamos cambiar la energía de un cuerpo mediante un método que no comporte la utilización de una diferencia de temperaturas. Así, al alzar un peso o llevar una carretilla hasta la cima de una colina estamos realizando trabajo; igual que dijimos del calor, el trabajo no es una forma de energía, sino un método para transferirla. Con todo, aunque hayamos acotado el
significado del calor y del trabajo, seguiremos utilizando el lenguaje informal
que usábamos hasta ahora. En el capítulo 1 expresábamos que "el calor se
ha convertido en trabajo" y otras frases de idéntico jaez. Si tuviéramos
que hablar con precisión, deberíamos decir: "primero, la energía se
transfiere al sistema desde una fuente produciendo un calentamiento y, luego, se
transfiere del sistema a otra fuente realizando un trabajo". Sin embargo,
semejante precisión sumiría al texto en un mar de verborrea estéril, de modo
que seguiremos utilizando la forma habitual de referirnos al calor y al trabajo,
y construiremos frases como "el calor pasa al sistema". Aunque, cuando
así hagamos, añadiremos como en un susurro, "pero ya sabemos lo que
realmente queremos decir con esto". Semillas de cambio En este apartado vamos a afinar el significado de la Segunda Ley convirtiéndola en un instrumento constructivo. Hasta ahora ha venido entrando de rondón en nuestro análisis, a modo de comentario gris sobre experimentos mecánicos, tampoco de especial relieve. Vimos la necesidad de fuentes frías cuando tratábamos de convertir calor en trabajo. El nuevo planteamiento formal de esta constatación experimental se denomina enunciado de Kelvin de la Segunda Ley. Segunda ley: No es posible proceso alguno cuyo único resultado sea la absorción de calor de una fuente y su conversión completa en trabajo.
El punto reseñable de este enunciado de la Segunda Ley alude a la disimetría de la naturaleza que ya hemos mencionado. En él se establece la imposibilidad de convertir completamente calor en trabajo (véase la figura 2.1), pero nada se dice acerca de la conversión completa del trabajo en calor. Por lo que sabemos hasta ahora, no existe ninguna condición limitante para este último proceso: se puede convertir todo el trabajo en calor sin que se produzca ningún otro cambio perceptible. Así, los efectos del rozamiento pueden disipar el trabajo realizado por una máquina, como ocurre cuando se aplica un freno a una rueda. Toda la energía que transmite una máquina al mundo exterior puede disiparse de este modo. He aquí, pues, la disimetría fundamental de la naturaleza; aunque el trabajo y el calor son magnitudes equivalentes en el sentido de que cada una es un modo de transmisión de la energía, no lo son en la forma en que pueden intercambiarse. Veremos que el mundo de los procesos constituye la manifestación de esta disimetría expresada por la Segunda Ley. El enunciado de Kelvin no ha de interpretarse en términos demasiado generales. Niega, por ejemplo, la existencia de procesos en los que, sin ningún otro cambio en el Universo, se extraiga calor de una fuente y se convierta íntegramente en trabajo; en cambio acepta la conversión del calor en trabajo cuando éste no sea el único proceso que se desarrolla. Así, los cañones pueden disparar proyectiles y nosotros suponer que el calor generado por la combustión del explosivo se convierte completamente en el trabajo de lanzar el proyectil; sin embargo, el proceso realizado por el cañón es de un solo golpe, y el estado del sistema antes del disparo difiere notablemente del estado después del disparo: por ejemplo, el gas que ha impulsado el proyectil permanece expandido y no se comprime de nuevo hasta un valor inicial; los cañones, en resumen, no describen ciclos. Entre sus encantos, la termodinámica posee el encerrado en la forma cómo observaciones, en principio inconexas, acaban resultando equivalentes. Así se desliza esta ciencia por el paisaje de los fenómenos y los asimila. Y la figura extraña que entró de rondón, puede empezar a perfilarse y a reclamar lo que es suyo. Como ejemplo de este proceso de asimilación, que permite a la Segunda Ley trascender la máquina de vapor, formularemos la Segunda Ley al modo de Clausius, en aparente contradicción con el enunciado rival de Kelvin: Segunda Ley: No es posible proceso alguno cuyo único resultado sea la transmisión de energía de un cuerpo frío a otro caliente. Comencemos por reconocer que el enunciado de Clausius es cierto a tenor de la experiencia cotidiana: nadie ha observado nunca que la energía se transfiera espontáneamente (esto es, sin intervención externa) de un cuerpo frío a otro caliente (véase la figura 2.2). Las leyes de la termodinámica ignoran, por supuesto, las noticias esporádicas de imaginarios milagros, y su potencia predictiva, largamente demostrada, es un argumento retrospectivo contra la existencia de tales sucesos. El hecho de que para obtener refrigeración y aire acondicionado sea necesario construir elaborados dispositivos que funcionan utilizando energía eléctrica es una manifestación práctica de la validez del enunciado de Clausius de la Segunda Ley; pues, aunque el calor no fluye espontáneamente hacia un cuerpo más caliente, podemos forzar su flujo en un sentido no natural si permitimos que en otra parte del universo ocurran distintas transformaciones. El refrigerador funciona gracias a la energía liberada en algún otro lugar por la combustión de un trozo de carbón, un salto de agua o la rotura de un núcleo. Por consiguiente, la Segunda Ley especifica qué procesos son no naturales, pero no los prohíbe si se producen a expensas de un proceso natural que ocurra en cualquier otra parte del universo. En segundo lugar, el enunciado de Clausius, lo mismo que el de Kelvin, denuncia una disimetría fundamental de la naturaleza, distinta de la antes estudiada. Se establece en el enunciado de Kelvin la disimetría entre trabajo y calor, mientras que en el de Clausius no se menciona explícitamente el concepto de trabajo. El enunciado de Clausius implica una disimetría en la dirección de los procesos naturales, ya que la energía puede bajar espontáneamente por la pendiente que conduce a temperaturas bajas, pero no puede subirla sin ayuda. Ambas disimetrías, gemelas, vendrán a ser los yunques sobre los que forjaremos nuestra descripción de los procesos naturales. Ahora bien, no puede haber dos Segundas Leyes de la termodinámica. Si queremos que ambas disimetrías gemelas persistan simultáneamente, deberán resultar de una única Segunda Ley, o como mínimo de una ley que se exprese de una forma más general que cualquiera de los enunciados de Kelvin y Clausius por separado. De hecho, los dos enunciados, aunque en apariencia diferentes, son equivalentes desde un punto de vista lógico y sólo existe una Segunda Ley, capaz de expresarse de una u otra manera. Las dos disimetrías son una y, uno, los dos yunques. Continúa ...
3 COLAPSO EN EL CAOS La materia se compone de átomos. Eso es lo primero que encontramos debajo de la piel de la observación. Podríamos profundizar y descubrir que la materia está constituida por entidades cada vez más fundamentales; un proceso de ahondamiento que no es ilimitado. Acaso Kelvin andaba en lo cierto al sospechar que el aspecto básico del mundo se escondía en la energía, eterna y esquiva, incluso nula quizá. Podríamos arrancar más catafilos de esa cebolla de la materia y trascender el átomo; pero nos detendremos aquí. En termodinámica nos ocuparemos de los cambios inducidos por el calor, que es una forma muy suave de comunicar energía; en las condiciones que encontramos habitualmente, ese aporte de energía a un sistema por calentamiento adquiere intensidad suficiente para romper sus átomos. Suavidad de la termodinámica que explica la razón de su presencia entre los primeros objetivos de los científicos: sólo cuando se dispuso de métodos más energéticos de exploración y destrucción se abrieron nuevos campos de estudio. A su vez, al acrecentarse la virulencia de las guerras, el estudio de la estructura interna del átomo, núcleo y nucleones se convirtió en parte de la ciencia. El calor, que quema y abrasa, resulta sin embargo blando para los átomos. El concepto de átomo, aunque originario del mundo griego, no adquirió poder convincente hasta los primeros años del siglo XIX y, carta de ciudadanía, a comienzos del nuestro. Con el desarrollo del modelo atómico de la materia, se fue asentando la idea según la cual la termodinámica quedaría inacabada mientras no trabara un puente de relación con dicho modelo, y ello sin demérito del rigor lógico y el carácter de autosuficiencia que la ornaban ya. Hubo cierta oposición a ese punto de vista, pero recibió, entre otros, el apoyo de Clausius, que identificó la naturaleza del calor y la del trabajo en términos atómicos y encendió la llama que Boltzmann haría brillar pronto en todo el mundo. Aunque hemos estado hablando de átomos,
las moléculas, lo mismo que los iones (átomos o moléculas
dotados de carga eléctrica), intervienen también de manera destacada en muchas
aplicaciones de la termodinámica. Todos estos constituyentes de la materia los
englobaremos bajo la denominación genérica de partículas. La energía por dentro Como primera providencia en nuestro camino hacia el interior de la materia, hemos de mejorar nuestro conocimiento de la energía, recordando algo de física elemental. Recordaremos, en particular, que una partícula puede poseer energía en virtud de su posición y de su movimiento. Llamamos energía potencial a la primera; a la segunda, energía cinética. Una partícula situada en el campo gravitatorio de la Tierra tiene una energía potencial que depende de su altura: a mayor altura, mayor energía potencial. Del mismo modo, la energía potencial de un muelle depende de su grado de extensión o compresión. Las partículas cargadas cercanas entre sí poseen una energía potencial en virtud de su interacción electrostática. Los átomos próximos entre sí adquieren energía potencial gracias a la interacción, principalmente de tipo electrostático entre sus núcleos y electrones. Una partícula en movimiento posee energía cinética, mayor cuanto más célere se mueve. La partícula en reposo no posee energía cinética. Por contra, la partícula pesada que corre a gran velocidad, como una bala de cañón (o, en un símil moderno, un protón en un acelerador), almacena, en virtud de su movimiento, una gran reserva de energía. La suma de la energía potencial y de la energía cinética constituye la energía total. En una partícula la propiedad más importante de la misma es su constancia en ausencia de fuerzas externas. Se trata de la ley de conservación de la energía, cuya relevancia, reconocida en el siglo xix, convirtió a la energía en concepto unificador de la física. Esta ley da cuenta del movimiento de las partículas que visten la escena de nuestra vida cotidiana, balones de fútbol o cantos rodados; se aplica también a partículas del tamaño de los átomos (con las sutiles restricciones que impone la teoría cuántica, el oráculo hermeneuta). Demos un ejemplo. La ley de la conservación de la energía describe el movimiento de un péndulo a través de la conversión periódica de energía potencial y energía cinética entre sí cuando la lenteja del péndulo baja desde la posición más alta, en la cual su velocidad es nula, hasta la región de menor energía potencial (el punto más bajo de la oscilación), donde la velocidad es máxima, y sube de nuevo perdiendo velocidad hasta un punto donde alcanza otra vez la altura máxima y se anula su velocidad. La energía potencial y la energía cinética son equivalentes en el sentido de que pueden intercambiarse fácilmente; su suma, en un objeto aislado, permanece constante. De la naturaleza de la termodinámica es el habérselas con un número muy grande de partículas. Un valor de referencia usual que conviene recordar es el número de Avogadro; representa éste el número de átomos que hay en 12 gramos de carbono, aproximadamente 6 x 1023 (casualmente, cifra muy próxima al número de estrellas de todas las galaxias del universo visible). La idea a retener no es tanto el valor preciso del número de Avogadro, ni el número exacto de átomos de un sistema dado, cuanto el valor altísimo del número de átomos que encierran las muestras habituales de materia. Puede parecer sorprendente, a primera vista, que la ciencia se haya familiarizado antes con las propiedades de esas cifras ingentes de partículas que con los átomos individuales. La razón forma parte de la esencia de la termodinámica: las propiedades termodinámicas de un sistema son valores promedio de conjuntos estadísticamente grandes de partículas. Así como es más fácil tratar con valores promedio de propiedades de poblaciones humanas que con individuos, sean consumidores, usuarios o asalariados, es también más fácil tratar con propiedades de conjuntos de partículas que con partículas individuales. Los comportamientos individuales (fluctuaciones, en el lenguaje de los termodinámicos) se promedian y pierden relieve en las urbes; además, el número de partículas de una muestra típica es enormemente mayor que la población de cualquier nación. La energía de un sistema termodinámico, imagínese el constituido por las moléculas de un vaso de agua, que contiene un número de partículas igual a varias veces el de Avogadro, es la suma de las energías cinética y potencial de todas ellas. Debiéramos inferir de ello que la energía total es constante, a tenor del contenido esencial de las versiones simples de la Primera Ley. Sin embargo, en un sistema termodinámico de muchas partículas, aparece un nuevo aspecto del movimiento, que no se manifiesta en el caso de una partícula solitaria.
Consideremos la energía cinética de un conjunto de partículas. Si proceden todas en la misma
Pero hay otro tipo de movimiento. Desechemos que todas las partículas se muevan uniformemente; se desenvolverán en un movimiento caótico: la energía total del sistema puede ser la misma que la de la pelota del ejemplo anterior, pero ahora no hay un movimiento global. Las direcciones del movimiento y las velocidades de los átomos se superponen sin ningún orden en el caos (véase la figura 3.2). Si pudiéramos seguir los pasos de una partícula individual, la veríamos desplazarse un poco hacia la derecha, colisionar con su vecina y avanzar hacia la izquierda, rebotar de nuevo y así sucesivamente. La característica fundamental es la falta de correlación entre los movimientos de las distintas partículas: el movimiento es incoherente. Ese movimiento al azar, caótico, sin correlación o incoherente se denomina movimiento térmico. Como es lógico, y dado que no tiene sentido hablar, a propósito de una partícula solitaria, de movimiento sin correlación, la noción de movimiento térmico no puede aplicarse a partículas individuales. En otras palabras, cuando pasamos de considerar una partícula simple a considerar sistemas de muchas partículas, y adquiere interés la idea de coherencia, estamos transitando de la dinámica simple a un nuevo mundo de la física. Este mundo es la termodinámica. Consecuencia de esa ampliación de dominio es la riqueza de esta ciencia: la manera como podemos pasar de la máquina de vapor a los procesos de la vida y dar cuenta, por ejemplo, del crecimiento de una hoja. Continúa ...
4 CUENTA Y RAZÓN DEL CAOS
Cincelada en una lápida del cementerio central de Viena encontramos una ecuación. Se trata de una de las más notables de la ciencia. A nosotros nos servirá de trampolín para saltar desde el ámbito cualitativo de la dispersión de la energía hasta aspectos más cuantitativos. La lápida indica la tumba de Boltzmann. La ecuación en ella grabada, nuestro instrumento, le sirve de epitafio. Símbolos que compendian el trabajo de Boltzmann. La letra S designa la entropía de un sistema; k una constante fundamental de la naturaleza conocida hoy por constante de Boltzmann (en lo que sigue, y dado que no será necesario usar su valor real, le asociaremos el valor uno); W representa una medida, en el sentido que pronto expondremos, del desorden del sistema. He aquí, pues, nuestro primer encuentro con una ecuación cuyas implicaciones en el mundo moderno no andan en zaga a las de la expresión einsteiniana E = mc2 (las dos únicas ecuaciones que el gran público parece dispuesto a conocer). La ecuación de Boltzmann ocupa un puesto central en nuestra discusión, ya que relaciona la entropía con el desorden o caos. En el primer miembro aparece la entropía, la función que entró en la termodinámica de la mano de la Segunda Ley y que es el indicador clásico de los cambios espontáneos. En el segundo miembro tenemos una magnitud que está relacionada con el desorden, puesto que mide hasta qué punto la energía se halla dispersa en el mundo físico; el concepto de dispersión de la energía, lo acabamos de ver, es el núcleo del mecanismo microscópico del cambio. La variable S pertenece al mundo de la termodinámica clásica, el mundo de los sucesos macroscópicos observables experimentalmente; la variable W, por el contrario pertenece de lleno al mundo de los átomos, el mundo de los mecanismos fundamentales y escondidos. La tumba de Boltzmann sirve de puente entre el mundo de los fenómenos observables y el submundo atómico. Del mismo modo que el capítulo 2 precisó las observaciones puestas sobre el tapete en el primero, por las que comenzamos a descubrir que la energía poseía calidad amén de cantidad, este cuarto capítulo dotará de mayor propiedad la exposición cualitativa de la dispersión abordada en el precedente. El mismo Clausius había caído ya en la cuenta: había visto la diferencia entre calor y trabajo, había entendido la incoherencia intrínseca del movimiento térmico y había apreciado qué significaba e implicaba la degradación y dispersión de la energía. Pero el mundo está en deuda también con Boltzmann. A él debemos el acabamiento de la doctrina hasta convertirla en instrumento afilado como un bisturí y el habernos enseñado a cortar con él el caos para extraer información cuantitativa. El programa de este capítulo no es otro que el de alargar y afilar la hoja que hemos empezado a forjar: hemos de someter a número el caos y abandonar el enfoque intuitivo por el numérico del colapso hacia el caos que representan los sucesos naturales; planteamiento numérico que debe aplicarse también, en sentido cuantitativo cabal, a la idea de que los sucesos se guían por la degradación. Continúa ...
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