Emoción y sufrimiento.
V.J. Wukmir, 1967.
Segunda parte
Hacia las fronteras de la
desorientación vital
6. La orexis y la patología
«Lo esencial de la enfermedad que tanto
buscamos estriba en la célula alterada.»
VIRCHOW
1. La enfermedad y la desorientación vital
2. Disorexia, orectosis
3. La postura vital que cambia
1. La enfermedad y la desorientación vital
El mal que sobreviene necesaria e inevitablemente (dolor, malestar, enfermedad, fatiga, degeneración, involución y en general el sufrimiento que se origina en el hecho crudo del vivir y del deber sobrevivir) puede soportarse sin que el organismo-persona muestre signos de desorientación vital (DOV). Los estímulos excesivos o insuficientes, nocivos o destructivos que amenazan el organismo pueden a menudo aguantarse y autocorregirse; el organismo puede defenderse contra ellos por sus propios' medios o ser ayudado en esta defensa por su contorno social sin que su comportamiento exteriorizado resulte anormal. Semánticamente, las nociones convencionales de la enfermedad y de la desorientación vital no son idénticas. Aunque todo estorbo patológico es un estorbo de la orexis, hablamos de la desorientación vital tan sólo en aquellos casos en que la concienciación de la persona sufre trastornos que hacen difícil o imposible la composición de los actos autoafirmativos de su supervivencia. El empleo de las palabras normal y anormal es de todas maneras relativo y comparativo, ya que no tenemos criterios para distinguirlos de una manera biológicamente estandarizada. Para ello, la especie humana tiene ciertas normas corrientes de su experiencia colectiva, vagas y expuestas a errores de enjuiciamiento, y que coinciden a primera vista con la realidad tan sólo en los casos graves o extremos de la desorientación vital palpable en síntomas gruesos de confusión-delirio. Sin embargo, una gama muy extensa y variada de desorientación indudable, por debajo de estos extremos, caracteriza en muchas ocasiones el paso del hombre entre los riesgos, las amenazas y los equilibrios del vivir.
Sobra decir —por lo que hemos expuesto anteriormente— que no hay desorientación en las altas esferas de la concienciación
macroréctica sin estorbos en las regiones de la microrexis. La introspección y la comprensión más sutiles de nuestra creación dependen de lo que en el curso previo de la elaboración microréctica, celular, se ha hecho del estímulo llegado. Es suficiente a veces que el trastorno se produzca en
una sola célula de determinado transcurso de elaboración, para que la concienciación macroréctica se obnubile o
no se produzca: todo afecta a todo en el organismo. Huelga decir también que el estorbo puede hacerse efectivo en cualquier sitio-momento de la macrorexis y desde aquí impedir el camino hacia el acto. Pero la concienciación progresiva no puede llegar "hasta aquí" sin previa elaboración microréctica. No existe una concienciación macroréctica autónoma, independiente de la
microrexis. Y al revés: cualquier estorbo surgido en la macrorexis repercute sobre las regiones de la microrexis que han tomado parte en su producción. Toda etiología de la desorientación vital tiene, pues, sus raíces hondas —que podemos encontrar o no— y por esto la desaparición de los síntomas macrorécticos nocivos todavía no significa siempre que el mal hondo también ha desaparecido.
Expuesto a efectos traumatizantes por fuera y por dentro, el organismo-persona tiene sus crisis de la orientación vital, aun cuando no revista aspectos de una DOV sistematizada. Toda crisis es de carácter oréctico, llegue a los grados clínicos o no. Y toda crisis indica dificultades en la valoración emocional. Crisis de la integración factorial, del patior, de la maduración de la persona. Toda crisis significa esencialmente que el organismo-persona está en un punto de desequilibiro desde el cual o bien puede recuperar la valoración real y verídica o sistematizar una errónea para sus futuras orientaciones. La DOV nace con un error no rectificado, no revalorado, que entra como tal en la memoria y, aceptado allí, toma su sitio e influye sistemáticamente en la coestesia vital. El mismo papel desempeña también cualquier trauma o una compulsión cuyo aguijón no ha podido ser extirpado por las revaloraciones ulteriores. La crisis superada significa, por el contrario, que la función valorativa rehabilitada ha vuelto al orden, a la jerarquía mnésica y a su unidad en la línea habitual de experiencia.
El grueso capítulo clínico de las amnesias no contiene todavía su terminología y su especificación referente a tales estorbos del orden y de la jerarquía dentro del depósito mnésico, pues se refieren tan sólo a ciertos casos en los que la ecforia no funciona (amnesias). Pero las dismnesias internas tienen gran importancia en la desorientación vital, como estorbos provocados por los errores y traumas no revalorados, no extirpados. Estorbos en la labor archivadora del robot mnésico que se harán patentes en la coestesia vital de concienciación. Ellos también pueden iniciar síntomas de
despersonalización y de despersonificación, bajo los cuales quiebra la tan necesaria unidad de lo innato y de lo adquirido.
De la crisis de la persona se abre el camino siniestro hacia el vasto reino de la desorientación vital, hacia las disorexias y la
orectosis.
2. Disorexia, orectosis
Aplicando los principios de la teoría oréctica a los fenómenos de la desorientación vital de la persona, partiremos de los puntos de vista siguientes:
1) toda patogenia de términos tradicionales en la clínica, de etiología primaria o secundaria (tal como la lesión exógena de tejidos, su degeneración innata o adquirida, intoxicación, autointoxicación, inflamación, bacilo o
virógena o parasitógena, neoplasias, involución de órganos, influencias iatrógenas, etc.) será considerada, en cuanto a la desorientación vital del comportamiento, cuanto que abarca síntomas de una disfunción
cuadrifactorial, patotrópica y de la maduración de la persona;
2) la observación fijada sobre cualquier sitio-momento del sistema subyacente de un factor, localizado como estorbo, debe suponer que tal estorbo repercute necesariamente sobre la integración factorial;
3) la desproporción anormal en el patotropismo repercute necesariamente sobre la integración factorial por un lado, y sobre la maduración de la persona por el otro;
4) los estorbos mnésicos de la maduración de la persona influyen necesariamente sobre la integración factorial y sobre el patotropismo;
5) el estorbo cuyos síntomas se manifiestan macrorécticamente significa que no ha podido ser autocorregido microrécticamente;
6) todo estorbo oréctico, dado que ocurre en células, se traduce fisio-químicamente, se conozca o no el mecanismo de tal disfunción;
7) los términos disorexia y orectosis se refieren tan sólo al grado de la desorientación en cuanto al conjunto de los síntomas.
Nuestra lógica unitaria (el no dualismo psique-soma) y la del totalismo ("todo afecta a todo") hace que no busquemos criterios cualitativos de distinción entre la neurosis y la psicosis, que además consideramos como términos inadecuados. A esto contribuye también el concepto de que todo es "orgánico" en un organismo y que la medida de la funcionalidad es la que prevalece en el enfoque sobre la gravedad del síndrome de la desorientación en toda patogenia. Una grave lesión de la estructura
Hf, autocorregida o compensada, no es ya un estorbo funcional. Una melancolía puede ser calificada de disorexia en un grado inferior del conjunto de estorbos y de orectosis en un grado elevado. Tal clasificación es nimia y no influye en las definiciones que daremos más adelante sobre los tipos clásicos de las desorientaciones vitales.
De lo anteriormente dicho se desprende que en lo que sigue no hablaremos en términos dualistas, ni atribuiremos al cerebro otro papel que el de un órgano distribuidor de estímulos. En el sistema
oréctico,
la memoria y la gnosia han bajado profundamente al nivel de la célula como para poder atribuir al cerebro una exclusividad de mando en las funciones de la orientación vital. Aún menos podemos considerar el cerebro como sede de lo que tradicionalmente se llamaba "mental", provisto de una capacidad de estimulación biósicamente diferente de la que otros órganos del organismo disponen. La capacidad valorativa, tan espléndidamente derramada por todo el espacio del organismo en todos sus niveles, "democratizan" con esta igualación a todo el reino animal, y priva al cerebro de sus antiguos privilegios "aristocráticos". Este órgano no es ni más complicado ni más maravilloso que la institución de cualquier célula periférica que inicia la orexis. La "mente" de. cualquier especie es tan sólo proporcionada a su forma existencial; la del anthropos, a la suya: si tenemos que atribuir la capacidad mnésica, la del aprendizaje, a cualquier protozoario, dentro de sus circunstancias naturales, es un asunto de grado de esta extensión evolutiva el ver en la articulación razonante del anthropos la evolución de esta misma capacidad, adaptada a las circunstancias naturales en las que su especie vive y trata de sobrevivir. Si tuviéramos la posibilidad de desposeer al protozoario de su facultad mnésica le veríamos debatiéndose en los mismos signos de desorientación vital que el hombre amnésico.
La noción de la "mente" no nos es necesaria para la interpretación del comportamiento humano, como no la empleemos para designar la abreviación auxiliar del agón oréctico + mnemoecforias al nivel
macroréctico. Alrededor de esta relación podemos también buscar las definiciones adecuadas de la inteligencia o de la imaginación. La inteligencia no nos parece otra cosa que el grado de velocidad con la cual un individuo se puede servir habitualmente de sus ecforias mnésicas en una orientación vital. Y la imaginación, intensidad con la cual puede movilizar cualquier tipo de signos mnésicos durante la valoración emocional. Pero ambas funciones de representación dependen del sentir subjetivo actual en una situación abierta al comportamiento; son cualidades habituales pero no autónomas; un genio con el más alto cociente de inteligencia puede comportarse como un idiota en una situación de pánico y el más imaginativo de los creadores sufrir una parálisis imaginativa ante un dolor agudo. Es el agón oréctico, afectivo, que manda en la orientación y la desorientación vital.
3. La postura vital que cambia
Cierto grado de disorexis o de orectosis, observado macrorécticamente en una persona, señala, entre otras cosas, que su postura vital habitual ante las presiones de los factores ha cambiado o está a punto
de cambiar. Indicador macroréctico de la síntesis entre ciertos rasgos del carácter y ciertas aptitudes del temperamento, la postura expresa en cada individuo-persona la marca de su ontogénesis, su singularidad y unicidad en la maduración, la actitud en la cual acostumbramos verle actuar los que creemos conocerle. Este conocimiento de la personalidad del otro nunca es lo bastante suficiente para que no nos cause alguna sorpresa, primero porque las circunstancias, efectoras del cambio, son imprevisibles en su totalidad; y, segundo, porque el mismo carácter-temperamento-postura no es una cosa rígida, invariable. De aquí viene, como hemos expuesto en el HAS, la relatividad de todas las
caracterologías-clave. En el hombre cada postura tiene potencialmente su antipostura.
Sin embargo, el hombre normal en el curso de su maduración tiende a la afirmación de sus posturas habituales. La continuidad y la semejanza de éstas son expresión y signo de la unidad de lo innato y adquirido y apoyo facilitante para la coestesia vital. Pero las antiposturas nos acechan también continuamente; de esto se da uno cuenta en cualquier trivial fiebre alta o en una pesadilla del sueño. La medida del desorden, la entropía, es un reto continuo de nuestra existencia, y muy fácilmente movilizable. La postura más sólidamente estratificada de la persona no es una póliza de seguro contra la entropía, es solamente un instrumento de defensa contra la disolución. Y más aún, hay que vigilar el buen estado de las defensas mediante la introspección constante. Nunca podemos estar completamente seguros de que el miedo-angustia primordial ante la muerte, el dolor, o la enfermedad no pueden atacarnos en serio, a pesar de que la autocreación haya sido intensa y sólida; o que estamos definitivamente libres de las distonías de soledad, de inferioridad, de inseguridad; o que el fracaso y la frustración nos dejarán sin cuidado en cada circunstancia, ya que creemos tener nuestras respuestas, nuestras posturas edificadas para cualquier caso. Y hay que llegar a una altura muy averiguada del Homo clemens para estar completamente a cubierto contra el siseo del Homo furia, de repente desvelado en los bajos fondos de nuestro interior. El mismo Bíos cultiva lo cíclico de las posturas y antiposturas: el carácter-temperamento de un maníaco-depresivo es otro en sus estados de manía y otro en sus etapas de melancolía. El altamente responsable ante sí mismo y ante los demás se ve cambiar de repente, en ciertas circunstancias, en un hombre estratégico; y el meditativo de costumbre está de repente preso de una actividad angustiada. Una mujer aparentemente dulce y tímida se tuerce en convulsión histérica o se comporta descaradamente desmintiendo todo su pasado, mientras este profesor de gran cultura, un intelectual superior, hace signos mágicos al cruzar un gato negro por su camino como si fuera un salvaje supersticioso de cualquier isla del Pacífico. No reconocemos ya la mirada de nuestro mejor amigo, este
abogado brillante pero paranoico, cuando nos comunica con extraña insistencia y con argumentos tajantes que su propia esposa y un íntimo amigo conspiran para matarle. Y estamos pasmados ante la noticia de que esta actriz joven y tan llena de vida y de promesas de éxito, se había suicidado de una manera espeluznante.
En nosotros mismos nos sorprende, en una comparación detenida, el cambio de la postura y, a veces, su sustitución radical por la antipostura. Hemos creído en Dios, en hombres, en mujeres, en ciertos valores que parecían ser nuestros máximos, los más sólidos, edificantes. Toda nuestra persona confiaba en ellos, resistía a las debilidades mediante ellos, y toda autoafirmación nuestra venía de que ellos no variaban, a pesar de todas las experiencias no muy afirmativas en sí. Pero hoy nos despertamos con un vacío inexplicable de una u otra creencia. Dios ha muerto; la fe en los hombres, o en este hombre particular, ha muerto; la patria, o nuestra obra, no significan ya lo que de sentido tenían. Y hasta nos parece que toda la propia vida pasada no ha sido nada más que una serie de equivocaciones.
Si alguna fuerza misteriosa nos apoya aún desde dentro, intentamos emprender la reorientación, la repersonalización, sustituyendo otros valores en lugar de los desvanecidos. Pero esta, revaloración no es fácil:
nos cuesta muchos esfuerzos-tensiones adicionales y aun así no estamos seguros de que la nueva forma esté salvaguardada. En esta crisis tenemos que lograr, si nos adherimos al cambio, los accesos a las antiposturas e instalarlas como aceptadas de sustitutos que valgan. Y de idealistas nos volveremos cínicos; de creyentes, escépticos; de optimistas, pesimistas, o viceversa. Pero no nos será útil este revuelo, si cierto orden y jerarquía de los valores no se establecen firmemente en la memoria o si allí no se consigue un compromiso forzoso entre los viejos y los nuevos. Es una reorganización laboriosa y no sin angustias.
La patibilidad misma puede estar en cuestión: ¿vale la pena revalorar, repersonificar, reorganizarse? ¿O dejarlo como está, vivir entre las ruinas interiores? ¿Es aceptable, es edificable la contrapostura? ¿O ni siquiera ella vale gran cosa, no nos procura satisfacción? ¿Intentar olvidar lo que fuimos y no prestar gran atención a lo que parecemos ser ahora? ¿Es suficiente tan sólo parecer? Y si antes sabíamos quiénes éramos, ¿sabemos ahora quiénes somos? Si cedemos a la revaloración, ¿no seremos tan sólo una caricatura o un trapo? ¿Se puede vivir concienciando que somos caricaturas?
Es verdad que las viejas valencias mnésicas, las que eran nuestro apoyo y fuerza de nuestra coestesia, se resisten a menudo a ceder plaza a los nuevos valores. Las matrices mnésicas donde estaban antes Dios, madre, hombres, tal hombre, o la civilización, la paz, el amor, la compasión, la belleza, o simplemente un significado establecido, un sentido convincente, se niegan a ceder su sitio a los intrusos del cambio a pesar
de que las nuevas valoraciones les echan a la cara que ya no valen nada. Suerte que la biología mnésica es genuinamente conservadora, que la memoria es una fortaleza tenaz para la persona y que sigue emitiendo los viejos signos de la unidad-unicidad. Pero es ya una batalla.
Y de ella hay tan sólo un paso hacia la desorientación, la confusión y la locura. No es preciso que a este paso nos induzca un golpe del factor exógeno; también pueden hacerlo los endógenos, traicionarnos actuando como una quinta columna desde dentro y fallarnos en el momento en que más necesitamos su buena integración. Lo mismo puede ocurrir con las energías potenciales del patior: en el mismo intento de revalorar podemos carecen o del esfuerzo o de la debida tensión. Desde la misma memoria puede amenazar tal intento un viejo error muy peligroso, una sob revaloración, o el grito ecforial de un aguijón afectivo que no ha podido ser liquidado. Con todo esto la crisis puede que no tenga la salida hacia la recuperación de lo pasado ni hacia la sustitución de los nuevos valores. El patior se vuelve angustioso e insoportable y el estado mayor de la orientación vital está en la retirada, en trance de capitulación, o ya sucumbiendo a la derrota.
La desorientación vital, el desvío hacia la incertidumbre de la antipostura, significa en el fondo que el tipo habitual de la valoración ha cambiado.
Es verdad que el Bíos nos ataca a veces sin piedad con terribles enfermedades que por sí mismas son suficientes para provocar la desorientación vital forzosa, compulsiva o fulgurante ante la cual somos impotentes y bajo el impacto de la cual el cambio de la postura vital no puede ser remediada por ningún esfuerzo nuestro. Carga el organismo con herencia negativa, nos expone a la hostilidad de los virus, bacilos y parásitos, al azar de los venenos, destruye los sistemas subyacentes a los factores con inflamaciones, precipita la degeneración prematura de órganos importantes, etc.
En este libro no nos ocuparemos de los casos de tal patogenia general, sino solamente de algunos clásicos, en los que queda algún margen entre el error-estorbo y la desorientación ulterior, de proceder a nuestro favor con algunos medios de autocorrección valorativa, es decir, en los que se nos atisba la perspectiva de crisis, aun si no salimos de ella autoafirmándonos. Nos limitaremos a siete casos típicos en los que la persona puede emprender la lucha contra la desorientación propia, contra lo inaguantable del patior, huyendo ante él incluso en la enfermedad que en estos casos es considerada por la persona como un mal menor que la soportación directa del sufrimiento. Añadiremos tan sólo la esquizofrenia como típica para la impotencia de la persona en tal lucha, ya que en este tipo de locura la misma función de la valoración está destruida. Estos casos son ejemplificativos y no exhaustivos en cuanto a la crisis de la persona entre la postura-antipostura. Faltarán, pues, muchos
otros (por ejemplo, las astenias, los trastornos sexuales, las fobias, las toxicomanías, etc.). No escribimos un tratado de psiquiatría general, sólo queremos exponer un método de observación nosográfica, a la cual no se ha prestado tanta atención como a otros enfoques.
En el fondo, no son muy numerosas las variantes por las que el hombre huye en la enfermedad o en el crimen ante el sufrimiento, cambiando la postura vital, y pueden resumirse en pocos puntos:
1) aceptar el mal y hasta sucumbir bajo él, abandonar el esfuerzo-tensión hacia la recuperación de la postura habitual: el suicidio, la melancolía postrada (en nuestra terminología, la klinorexia);
2) evitarlo de antemano huyendo intencionalmente y a toda costa hacia la euforia: la manía (en nuestra terminología, la
klonorexia) y las fobias;
3) disimular el error mediante la propia sob revaloración: la paranoia (en nuestra terminología, la hybrorexia);
4) mostrar el propio sufrimiento de una manera dramática a los demás, invocando su comprensión: el histerismo (en nuestra terminología, la kurtorexia);
5) inventar técnicas mágicas contra los extremos del patior angustioso:
la obsesión (en nuestra terminología, la anankorexia);
6) huir del patior por medios artificiales: toxicofilia;
7) reconocer la disminución del diapasón del vivir: astenia;
8) hacer recaer más sufrimiento sobre los demás con el fin de la propia autoafirmación: las psicopatías (en nuestra terminología, la
erizorexia);
9) huir del propio patior a través de la agresión delictiva (en nuestra terminología, la ektrorexia);
10) huir ante depresiones o excitaciones mediante los paliativos.
Escogiendo entre tales huidas algunos síndromes clásicos, trataremos de los casos en los que, de regla, durante todo el transcurso hacia la desorientación vital, la persona afligida no ha sentido quizá ninguna sensación de dolor que llamamos "físico", y en cuyo organismo no podemos descubrir en concepto de etiología directa ninguna lesión demostrable en los tejidos de la estructura, ni encontrarle ningún órgano privado de su funcionamiento medianamente normal. Y, no obstante, vemos que la persona se derrumba y hasta está presa de extrema confusión y delirio. Se demuestra en tales casos que una cosa es el dolor, la sensación desagradable de diferente grado de intensidad y de percepción limitada a receptores especiales, que indica obstrucción o lesión en algún sistema subyacente de los factores, y señala el sitio o la región en que el estorbo se ha producido. Y otra cosa es el sufrimiento que se siente por la mengua del esfuerzo-tensión patotrópico o por el
asinergismo entre ellos. No nos desgarra ningún dolor agudo de la úlcera, es tan sólo una mirada hostil y, sin embargo, puede ocurrir que bajo ella la vida nos parezca insoportable. Aun cuando ambos tienen necesariamente su traducción fisicoquímica, y a pesar de que el lenguaje común los confunda, los fenómenos del dolor y del sufrimiento tienen funciones esencialmente diferentes en el organismo. El patior es una función continuamente orientadora y omnipresente en cada comportamiento, el dolor es un accidente, un
agon cualquiera frente al cual el patior toma sus posiciones de aceptación-soportación-resistencia en la valoración y de esfuerzo-tensión en el acto de reacción. Con el patior reaccionamos también a la estimulación del dolor, como a cualquier otro estímulo. El dolor más agudo puede quedar sin efecto sobre la postura vital de la persona, mientras que una secuencia de distonías de la soledad, de la inseguridad, de la inferioridad, finísimas y solapadas, pueden iniciar y determinar su cambio.
Mucho antes de que una observación por fuera pudiera reconocerlos, la persona nota por dentro unos cambios en su postura habitual hacia la vida que le plantean problemas e interrogantes que antes no existían y que pesan sobre ella sin que pueda solucionarlos de la manera acostumbrada. Cansancios raros ante las situaciones aparentemente idénticas a las anteriormente experimentadas; angustias y miedos ante las cosas a las que antes no tenía miedo; dudas e inseguridad donde antes había claridad y seguridad; imágenes extrañas y hasta voces que le causan sorpresa completa; menos ganas de vivir o empujes frenéticos hacia un vivir precipitado; los amigos cambiados por dentro en enemigos; invasión de indiferencia y de tristeza donde había abundante curiosidad y alegría; espasmos que no llegan a los músculos, y hasta ganas de matar en un hombre que se creía a salvo de ellas... Todo esto y muchas más cosas señalan cambios desconcertantes con los que la persona interior tiene que enfrentarse a pesar de que su comportamiento exterior no los acuse a veces durante mucho tiempo y que, aun a costa de no exteriorizarse, son problemas reales y apremiantes para ella. Puede ser que estos estorbos de la orientación vital se arreglen por los propios esfuerzos de la persona y que la maduración vuelva a sus cauces habituales. La crisis de la postura será entonces provisional y pasajera, liquidada en el seno propio de la realidad interior. Pero también existe el peligro de que se sistematice crónicamente; que las propias fuerzas para su liquidación se muestren insuficientes; y más aún, que el cambio se acepte interiormente como bien venido, como solución, como modo de vivir con menos sufrimiento, como liberación del patior innecesario. Es entonces cuando tal "solución" se exterioriza también en el comportamiento cotidiano; es entonces cuando el contorno social empieza a notar el cambio sospechando la locura, que por el poco conocimiento de lo que ha podido pasar en el otro siempre causa sorpresa.
Mientras tanto, el mundo alrededor del hombre en crisis apenas había cambiado; a lo mejor sabía siempre que el mundo es
así y ha podido adaptarse a él. Lo que ha cambiado ahora es la aceptación subjetiva de este "así", la fuerza de su soportación, el poder de la resistencia al impacto de este "así". Nuestro modo de valorar ha cambiado. Estamos desorientados en las capas más profundas de nuestro ser, en lo hondo de nuestra subjetividad afectiva.
La terapia moderna ha fijado ciertos criterios para el diagnóstico diferencial entre los tipos de las DOV. Y ha encontrado ciertos fármacos y técnicas para la curación. Sin embargo, es solamente en los decenios recientes cuando la terapia se da cuenta con la atención debida de que, para la curación y para la comprensión, los clásicos esquemas del diagnóstico no bastan y que bajo el síndrome típico rige contundentemente lo atípico, lo hondamente ontogénico: cada caso de la DOV es un caso personal. Y que, por lo tanto, para curar las disorexias y las orectosis, se impone el orectoanálisis, el endograma afectivo de la persona.
Para penetrar más hondamente en la subjetividad afectiva de la persona desorientada nuestro siglo ha inventado varios métodos
endoanalíticos. El ritmo de tales intentos de curación es a veces desconcertante. El tiempo promedio de tratamiento psicoanalítico es en Inglaterra de tres años; en Norteamérica, de siete a nueve. Los que intentan abreviarlo están en peligro de aceptar con precipitación la frenética propaganda de la química farmacéutica que anuncia sus pildoras contra
el dolor, la angustia, la depresión, el insomnio, etc., y descuidar, apremiados por la escasez del tiempo y por la invasión de los enfermos, el hecho de que cada persona tiene su angustia,
su melancolía, su obsesión o fobia, su insomnio. La técnica de la medicina está también muchas veces en aprieto porque la visión sobre el hombre desde dentro que le ofrece la personología normal es insuficiente.
La humanidad, además, siempre ha buscado con burda rutina salvación, alivio de su sufrimiento y seguros contra la desorientación en recetas colectivas, pidiéndolas a los magos de las religiones, filosofías, ciencia, medicina o a las revoluciones. Ahora las exige a la técnica farmacéutica. Pero ningún fármaco vale igualmente para todos, mientras que existe un método que, si se aplica bien, sirve exactamente para la persona que lo emplea. Es un método de higiene preventiva, el de la autotecné, del conocimiento de sí mismo. No es omnipotente, pero sí muy eficaz contra muchos riesgos de la desorientación vital. Un método de la autogestión, para emplear una palabra muy de moda, aunque aplicada hasta ahora tan sólo a la política.
Pero la autotecné es poco cultivada en el mundo occidental, enamorado de la tecnología y poseído del objetivismo y de la reificación. La buena higiene de la introspección tarda en ascender al primer plano de las recomendaciones de quienes cuidan de prevenir la locura.