El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. INTRODUCCIÓN
PRÓLOGO APOCALÍPTICO
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Este libro ha sido escrito bajo la débil hipótesis de que la Humanidad sobrevivirá al peligro nuclear, a pesar de que los bancos de tal muerte, indigna y estúpida, han ido aumentando siniestramente bajo la impotencia e ignorancia de los políticos apsicólogos. El sobrevivir del género humano frisa de lleno en el milagro, en el cual, con retomo de una nueva superstición apocalíptica, creemos porque ya no nos queda otro remedio sensato. Incluso si este milagro se cumple por algún residuo completamente irracional de un cálculo de probabilidad sobrehumano, el balance de nuestra pequeña historia, hecho en examen de conciencia in extremis, no es nada alentador: la cantidad de mal innecesario en este mundo no ha disminuido, sino más bien ha aumentado. Rigen soberanamente las siete plagas de la injusticia vital: la soledad, la inseguridad, el desamor, el desamparo, la frustración, la transición y la muerte prematura. Rigen soberanamente las siete inquisiciones de la injusticia social: la desatención, la ignorancia, el prejuicio, la intolerancia, la crueldad, el egoísmo y el hambre social. Rigen soberanamente los siete tóxicos de nuestro sentir: la inferioridad, la angustia, la ira, el odio, la codicia, la vanidad y la soberbia. Vicios, decía nuestra moral en el pasado. Pecados, dijeron las religiones. Crímenes, dijeron los códigos de antaño. Y prescribieron sabias normas y sanciones contra el mal innecesario. Enfermedades, dijo, por fin, la medicina. Y acudió con bisturíes y fármacos a remediarlos. Los revolucionarios quisieron extirparlos radicalmente con violencias. Los reformadores, paliarlos con lenta racionalización. Pero el mal innecesario no cedió. La Historia nos enseña, con dos infernales guerras en el fondo de nuestra viva experiencia y con la inminente amenaza en la fatal aduana actual del futuro, que la moral, si es sólo un precepto y no un modo de vivir aceptado por todos, no es ninguna garantía para este porvenir. Que fue desmentida hasta la misma raíz ayer y que puede ser burlada en cualquier momento del mañana. Nos enseña además que la amenaza con el más terrible de los infiernos, el del fuego eterno, ha contribuido poco a la obediencia de los Mandamientos, y que el zorro y el asesino en el hombre no se han arredrado ante tal perspectiva de poco aliciente. Los códigos no han extirpado los crímenes. Las revoluciones solamente han nutrido a la bestia, sin crear el ideado hombre mejor. Y las llamadas reformas pacíficas llegan siempre tarde para los que nacen junto a ellas. En los tiempos de la O. N. U., como en el de los faraones, siguen rigiendo las siete plagas; las siete inquisiciones en los tiempos de Juan XXIII como en los de las catacumbas; los siete tóxicos en la época de los sindicatos como en la del hombre de Neanderthal. Las recetas contra el mal innecesario, las grandes recetas del pasado, eran buenas y son buenas todavía. En el momento actual podrían servimos ante el abismo. Son viejas las recetas de amor y compasión, aunque valederas para todos los tiempos. Pero la técnica de su aplicación es aún embrionaria. A la Humanidad no le faltan las ideas del bien y del mal. Todos los códigos son esencial y aburridamente iguales. Lo que hace falta es una buena técnica para su aplicación.
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El hecho de que Krushtchov y Kennedy, los grandes de la responsabilidad ante el momento crucial, no puedan ponerse de acuerdo sobre el desarme nuclear, no debe explicarse por su ignorancia del bien y del mal, ni por la malicia de uno de ellos. Al contrario: son hombres inteligentes y quieren la paz para sus respectivas partes de la Humanidad. Se someten mutuamente una serie de proyectos para lograrla, que por sus textos y palabras parecen casi idénticos. Sin embargo, no se producen resultados ni acuerdo. ¿Por qué? Es ridículo y vano culpar a uno o al otro con argumentos de obyecta y miserable propaganda política. Nos acercamos mucho más a la verdad si decimos que son, detrás de las palabras y proyectos, ciertos fenómenos emocionales, afectos negativos que les impulsan hacia este comportamiento estéril y desilusionante. Han reñido o no se han dado la mano a causa de la misma motivación, por la cual los demás hombres riñen o no quieren acercarse uno al otro: por la motivación emocional. Porque no tienen confianza, porque se desprecian y odian; porque no se quieren, porque presumen y son soberbios, porque no consideran al otro digno de comprensión. Y esto es siempre más fuerte que la razón, que en este caso les dice matemáticamente a los dos: destruir la bomba es lo más indicado. Pero la razón no rige, no ha regido nunca, sino el sentimiento. Y no saben eliminar el sentimiento, en este caso negativo, para llegar a la comprensión. Les falta la técnica interior de la aplicación del bien, aun sabiendo lo que es el bien. Y mientras en ambos y en sus sucesores prevalezcan el miedo, la desconfianza, el desprecio, el odio, la soberbia, etc., no habrá desarme eficaz. Los peritos pueden, incluso, llegar a un acuerdo; la aplicación de este acuerdo no dependerá de sus fórmulas, sino de lo activo de aquellos sentimientos en los que los hombres del poder tengan que decidir sobre las medidas a tomar. Y no es cosa de un Krushtchov o de un Kennedy; no es cosa personal. Pesan sobre ellos muchos residuos que emanan de sus colectivos respectivos y de una herencia de siglos. Mucho pasado vicioso y erróneo, mucho presente común a todos los hombres, co-culpables si hablamos de culpas, co-responsables si miramos las cosas por encima de los frentes, históricamente. El asunto de la guerra, del desarme de hoy y de mañana, es una cosa que puede resolverse tan sólo si lo enfocamos desde dentro, con la técnica de superación interior y no con la exterior. Disminuir y acondicionar el odio, la desconfianza y el miedo para que esto haga inútil el armamento y la guerra. Hasta ahora lo hemos hecho al revés: así nos lo enseña la Historia. ¿Tendríamos, pues, que cambiar el rumbo del acontecer interior en ciento ochenta grados? El lector escéptico dirá que esto no es posible y me tachará de ingenuo o de iluso. Al lector capitalista, tanto como al comunista, cabe preguntarle: «¿Qué queréis? ¿Queréis desaparecer, inconscientes? O si os creéis conscientes, ¿queréis ser co-responsables en hacer desaparecer nuestra especie?» Según pertenezca a la clase de los angustiados, de los insensibilizados, de los fatalistas o de los cínicos, el lector balbuceará su «no», se callará, perplejo, se encogerá de hombros o dirá, impotente y cansado, que «sí». Pero incluso el que se sienta responsable y quiera actuar contra la locura, como los «100» de Bertrand Russell, me preguntará, angustiado: «¿Tendremos tiempo para tales reformas a largo plazo, como lo es que cambie el hombre desde dentro?» Esto no lo sé, querido ser humano, ni lo sabe nadie. Pero ¿qué nos cuesta suponerlo? Más bien, ¿qué otra cosa podemos hacer sino suponerlo? Hay una posibilidad contra un millón de que el diletante, el loco, la bestia, el criminal que esté tras el cohete, se olvide de apretar el botón. Una probabilidad contra un millón de que ninguno de estos aparatos estalle por un defecto técnico, por sabotaje o por error. Y una probabilidad sobre diez millones de que los grandes se pongan de acuerdo antes de que estos perros de uranio se pongan a aullar. Tenemos tiempo porque somos impotentes frente a su paso. Por primera vez en la Historia no debemos tener prisa pensando en mañana, porque estamos hablando desde el foso y, como Hamlet, nos reímos de los sepultureros. Es un buen sitio para madurar y prolongar el querer vivir. Estamos en un punto en el que el tiempo no separa nuestro prólogo de nuestro epílogo. Puede parecemos pura locura o eternidad. Y esta es precisamente la esencia del sentir apocalíptico.
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Cristo nos ha dicho cómo tenemos que ser y nos ha dado un ejemplo insuperable. Ahora bien, se dedicó más al precepto y al ejemplo heroico y santo, ejemplo difícil de seguir por los que no nacen santos ni héroes y, aún menos, dioses. Vibra el Sermón de la Montaña del precepto de amar y de superar el odio, pero el método de cómo lograrlo desde dentro no es el fuerte de la Biblia. Sin embargo, la Humanidad dispone desde hace unos dos mil quinientos años (que son pocos, naturalmente, para la lección de las generaciones) de recetas complementarias en esta metodología. Las propuso Buda cuando, hace veinticinco siglos, fundó la psicología científica inspirado por la compasión. Las formularon también, casi al mismo tiempo, sin compasión, los soberbios y ociosos griegos, enamorados de la Razón. Y tuvieron seguidores; pero éstos, como muchos de los de Cristo, pensaron que podrían permanecer zorros-estrategas frente a lo difícil de las doctrinas. Y con esta falsedad hemos llegado al abismo de la hora actual. Metodólogo de talla, Buda nos dijo que el sufrimiento humano no puede disminuir si el hombre no se dedica a su interior, si no se acostumbra a la primera condición de alivio frente al mal innecesario, que es el querer conocerse a sí mismo. Nos dijo que el hombre podía saber fácilmente lo que es el bien v el mal; pero que no sabrá cómo adherirse al primero y combatir el segundo si no llega a elucidar desde dentro los motivos que le impulsan a matar y a traicionar. Que podrá proclamarse adepto ferviente de cualquier doctrina maravillosa y salvadora de amor al prójimo o de no-violencia, pero que ésta se volverá torpe y diletante en la práctica si antes aquél no consigue la interiorización de su mirada, apta para vigilarse uno a sí mismo. Ambos, Cristo y Buda, quisieron cambiar el rumbo del acontecer interior en ciento ochenta grados. Uno con el amor, el otro con la compasión. Cristo murió crucificado por haber querido aplicar concreta y radicalmente su doctrina de amor al prójimo, la de la otra mejilla presentada al golpe y la de capa y camisa regaladas. Frente a la cómoda y viejísima doctrina del «ojo por ojo», la suya era demasiado nueva y difícil. Además, peligrosísima para los poderosos de su tiempo. La inerte, estúpida y cruel Humanidad crucificó al Sublime Rebelde y siguió crucificando su memoria durante dos mil años. Anteriormente, Buda también tuvo su Cruzada, aunque con menos espectacularidad dramática. Confió en que podría dejar a la Humanidad el gran legado de su batalla contra la ignorancia de lo que es el hombre desde dentro. Pero la aplicación adecuada de tal testamento quedó confiada a unos cuantos monjes; no se apoderó de la Humanidad. Las dos doctrinas de la interiorización fueron abandonadas o traicionadas, y el soberbio heredero se dedicó a la conquista de las cosas y no a la de sí mismo, con todos los pecados de codiciosa exteriorización. En el mundo occidental, sobre todo desde los tiempos del Descubrimiento y del Renacimiento, la exteriorización está en plena marcha, con resultados que parecen hacer del hombre un gigante del poder sobre las cosas. Automóviles y aviones velocísimos, aparatos de aire acondicionado contra el calor tropical y estufas electrónicas contra el frío polar. Máquinas de calcular mil veces más poderosas que el cerebro que las inventó, y otras que substituyen a millares de obreros. Nuevos materiales resistentes y artefactos formidables para lanzarse fuera de nuestro planeta. Fármacos potentes contra el dolor; pulmones y corazones artificiales. Y bombas perfectas para destruir en veinticuatro horas todo este progreso de siglos, junto con su inventor. El camino de la exteriorización nos ha llevado a la hora inminente de la destrucción. Y no ha disminuido ni un gramo el patrimonio de nuestro miedo, de nuestro odio, de nuestra soberbia, de nuestra crueldad y de nuestro egoísmo. Aquí hay algo que parece ser un error fundamental. ¿Sabremos confesarlo y arrepentimos? ¿Sabremos emprender el otro camino? El lector, intimidado por la enormidad del problema, me pide que no hable de utopías y que no venga, por favor, con la receta de Gandhi que, frente a la técnica moderna, aconsejó el retomo a la primitiva tejedora doméstica. No. No diré nada contra el progreso de la técnica y de la química, ni hace falta que lo diga. El problema no es el de si tenemos que progresar en estas ciencias, sino en qué y cómo emplear sus resultados. Si hemos de usarlas para matar más perfectamente o para convivir mejor. ¿El progreso a favor del que se cree más fuerte o a favor del hombre-persona? Dicho en otras palabras: las técnicas junto con la mirada ¿dirigidas hacia lo que acontece en nuestro interior o hacia lo que podemos encontrar en otros planetas, si sobrevivimos? ¿Macrosputniks o microsputniks? ¿Exteriorización como fase y método superado, o como tarea suprema? ¿Interiorización con todos los microscopios o sin ellos, pero con toda la pasión de buscar la salvación en nuestro interior y no fuera de él? Son otra vez ciento ochenta grados de cambio de rumbo... ¿Buscar timoneles para tal vuelta o perecer en el huracán? Por primera vez en la historia del ser humano la ciencia y la religión están de acuerdo en que la felicidad descansa en el interior del hombre.
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Evidentemente, voto con este libro humilde por los microsputniks y no por los macrodiscoverers. Por la mirada hacia el interior del hombre, no hacia los cráteres de la Luna. Por la mayor técnica en la comprensión del ser humano, no por la de los Gagarin perfectos. Por la acumulación de las armas contra el odio y el miedo, no de los artefactos nucleares contra la vida. Y creo que si el rumbo no cambia hacia la interiorización, es decir, si el odio y el miedo no disminuyen, volverán a montarse los supercohetes, aun después del desarme, en un abrir y cerrar de ojos, y esta vez será para su empleo definitivo. Pero si bien la bomba es el problema número uno, no es el único fundamental de la Humanidad. Es verdad que, si estalla, no necesitaremos ninguna interiorización. Los restos que sobrevivan por un capricho de la Naturaleza lo harán como ratas ciegas, corriendo asustadas bajo la Tierra infectada. Y las ratas no necesitan psicología. El dilema número dos: ¿Dejaremos crecer libremente a la población mundial o inventaremos un método para, sin matar, atenuar la exuberante procreación, para no cubrir el planeta con unos enjambres de langostas humanas, lo que sucedería en poquísimos siglos, según nos dicen los sabios estadísticos, calculando para el año 2000 siete mil millones de prelangostas? Las langostas no necesitan vida interior ni autognosia. El dilema número tres: ¿Permitir a la biología científica —o a algún poder que la explotara— cambiarnos deliberadamente los genes y convertirnos en otra especie por medio de un experimento dirigido, como se hace ya con las moscas de Müller y con los patos de Benoit? Moscas o patos, o algo que por tal camino podríamos llegar a ser entre estas especies, necesitarán otra comprensión y no la heterognosia de un género de «Homo Sapiens» extinto. El dilema número cuatro: ¿Seguiremos preparándonos para abandonar astronáuticamente este planeta o continuaremos viviendo en él, resolviendo de un modo responsable los problemas que nos quedan planteados? El hombre lúnico no precisará endoantropología; tan sólo una fría y mecánica estrategia regresiva de mosquitos o de murciélagos interplanetarios. El dilema número cinco: Suponiendo que nos decidamos a quedarnos en la Tierra, ¿seguiremos la regla del más fuerte como hasta ahora: la regla del dinosaurio, dejando que las dos terceras partes de la Humanidad sufran hambre, mientras el resto se alimenta con perdices que les caen fritas del cielo? La civilización zoica de las partes traseras no necesita psicología de comprensión. El dilema número seis: ¿Nos convertiremos en simples palancas de arranque al lado de nuestros robots, prescindiendo de nuestro propio sentir y pensar, o sabremos mantener nuestro dominio sobre ellos? Para manejar las palancas no necesitamos compasión. El dilema número siete: ¿Estableceremos el Gobierno Mundial de la sociedad funcional omnihumana, cuyo primer artículo de la Constitución declararía al hombre-persona como primer valor del que este Gobierno sería llamado a cuidar, o seguiremos bajo su caricatura con la fabricación del odio? Sólo en el primer caso necesitaremos la técnica del mejor conocimiento de sí mismo. ¿Ratas ciegas subterráneas, langostas omnívoras, moscas de ojos blancos, mosquitos con alas de acero, dinosaurios del odio, palancas mecanizadas, u hombres, a pesar de todo?
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Sólo si a los seis primeros dilemas la Humanidad responde con un «no» contundente, y al séptimo con un «sí» tajante, vale la pena pensar en los métodos de cómo conseguir más comprensión para su vida futura, escudriñar el sentido de la interiorización y detallar el significado del hombre-persona. Sólo en este caso cabe emprender la gran reforma de la psicologización de la pedagogía y de la civilización y, en general, ocuparse de la psicología. Necesitamos, pues, en primer lugar una encuesta SuperGallup sobre los siete puntos del Orden del Día Apocalíptico: un Gallup sin trucos ni disfraces. Y para no perder tiempo, sugiero que los peritos de la gran encuesta se dirijan a la juventud de todos los países y de todos los colores. La Humanidad comprende padres e hijos. Ante el fracaso de los padres en las dos guerras mundiales, la respuesta adecuada puede brotar tan sólo de los hijos. Pero ¿qué hijos? ¿Acaso los «blousons noirs» de Epinal, formando junto con la profesora una banda de las llamadas mejores familias? ¿O los blusones de piel, de Suecia, los skinknuttars que roban coches para tirarlos alegremente por un precipicio? ¿O los salvajes «Halbstarken» de Alemania; los cínicos «teddy-boys» de Inglaterra, que apalean a los negros de Notting Hill? ¿O los «nozems» de Holanda, los «huliganes» de Polonia, los «stiliagi» de Rusia, los «vitelloni» de Italia, o los «taiyo-zokus» del Japón? ¿Tendríamos que preguntar a éstos sobre el porvenir de la Humanidad y sobre la necesidad del mejor conocimiento de sí mismos? ¿Valdrían algo las respuestas que nos dieran los jóvenes jefes asesinos de las crueles bandas de Manhattan y de Chicago? ¿Tendríamos que buscar soluciones en las actitudes de los pasivos «beatniks», de los refinados existencialistas de St. Germain-des-Prés, de los gamberros latinos? ¿O paramos incluso en los casos extremos con complejos de inferioridad de los asesinos sobrevalorativos como un Starkweather americano o un Georges Rapin, gángster hijo de millonarios franceses? Estas víctimas de la civilización, de la mala educación, de los errores de los padres y de su mal propio deben ser preguntadas por los psicólogos, no por los policías; pero apenas podemos esperar de ellos unas respuestas coherentes y constructivas. ¿Podríamos valemos de las respuestas que nos dieran esos estudiantes señoritos, parásitos comodones de sus padres, cuya principal tarea es la de no esforzarse mucho ni en los exámenes ni en las carreras emprendidas? ¿Preguntar a los conformistas consumidos, a los facilistas de toda clase? ¿A los hijitos mimados de mamá, a los imitadores del listo papá, zorritos inteligentes y coquetones con las uvas dulces, futuros profesionales de la renta, sillonómanos de talento con conciencia comercializada de antemano, con gran cobardía provechosa frente a los ideales y rutina como logro santo de su ombligofilia subzoica? ¿A los «beati possidentes» de las mejores Leicas, Austins y High Fidelities, y cuya felicidad acaba con ellas? ¿O a los indiferentes de corazón, perezosos de hombría, meros esclavos primitivos del vapuleo procreador? ¿A los que ya a los veinte años son sordos ante la belleza, mudos ante las lágrimas, que se ríen histéricamente de todo lo que es sentimiento en la vida o en el arte? ¿A los que desde la cuna piensan descaradamente que han nacido para mandar, y que se acogen a cualquier idea pululante, blanca o roja, con tal de que justifique sus dulces o fantásticas ganas de poder? ¿O preguntar, quizá, a esas chicas que, disfrazadas de compañeras de la vida, pescadoras de marido lavaplatos, fisiologías andantes con pasiones irreductibles dirigidas hacia la nidificación confortable mediante las mejores lavadoras y refrigeradoras último modelo; hacia la «dolce vita» de un «cocktail-party», con tacones relucientes, sedas a lo Hollywood y visones «alma mía»? Esta juventud vacía, presumida por ignorante, encopetada por consentida, inconsciente y despreciativamente criminal, ¿nos daría la contestación sobre el Hombre Nuevo? La única suerte que podemos tener aún es la de que existe la otra juventud. La de los angry young men, la de los enfadados con la caricatura de los padres. Que, si bien es víctima de una educación errónea, no se solidariza con ella. Que, si bien es producto de su sociedad, lleva en su interior la santa rebeldía contra la hipocresía, la mentira y la injusticia. Que está decidida a seguir caminos opuestos, a ser algo y alguien, pero de una manera profunda y radicalmente diferente de los padres zorros, belicosos e ignorantes: la juventud de los vivos en los mares muertos de su ambiente, los sensibles entre los insensibilizados, los ardientes contra la falsedad y la corrupción. Los nostálgicos, pero no pasivos; sarcásticos, pero no cínicos; los genuinamente espantados ante el odio y la guerra. Pensativos, pero no fatalistas; preocupados, pero no cobardes; revisionistas, mas no destructores; revolucionarios sin cortar cabezas, puesto que definitivamente han visto, por primera vez en la historia, que esto no conduce a nada. Auténticamente liberados del fanatismo y exclusivismo y de la ley del talión; nuevos sabios del compartir antes de matar. Y buscadores de la verdad según la cual podríamos vivir sin maniobras mezquinas. Existe en todos los países esta juventud sana, a pesar de los genes corrompidos; íntegra, a pesar de la atomización moral; honrada porque es arriesgada y está lista para la limpieza de los establos. Para su navegación futura, estos timoneles ya no dividen los mares de la Humanidad entre los del Sur y Norte, Este y Oeste. La juventud del Tercer Camino. Sólo de ella puede venir la respuesta de si se puede y si vale la pena emprender la interiorización de la civilización.
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El papel de esta juventud es diferente de todas las demás juventudes de la Historia humana, porque ninguna de ellas, absolutamente ninguna, se ha encontrado ante tal nudo de dilemas entre el indigno pasado y un futuro incierto, que tan fácilmente puede morir en el germen. Ninguna juventud de nuestra especie se ha enfrentado a la vez con todos los dilemas crueles del progreso del hombre, implacables, inaplazables y totales. Tiene que revisar en un rapidísimo examen de conciencia —y en esto le ayudará la biología de sus años, con todos los enzimas puestos en marcha—, los siete vicios de los padres;
De pocas generaciones se ha exigido tanta madurez ética, psicológica, política, social y tanta hombría como de la juventud actual, de tan pocos años. Pero sólo si ella confirma desde dentro y en todos los continentes su gran desacuerdo con el pasado, podrá abrirse la salvadora sesión de la nueva Constitución Humana (omnihumana), por encima de la O.N.U., y declarar en su primer artículo algo que podría semejarse a esta fórmula de la interiorización y del cambio de rumbo: «El hombre-persona, su mejor condicionamiento y la libertad de su creación constituyen el primer valor de la Humanidad. Las instituciones de la Pedagogía, de la Economía, de la Política y de la Sanidad estarán al servicio de esta tarea suprema. La ciencia servirá a la comprensión entre los humanos y no a su destrucción». Tales solemnes fórmulas siempre pueden parecer utópicas, abstractas e ingenuas a los pequeños prácticos mezquinos y provocar sonrisas escépticas entre los sabihondos y astutos patricios maniobreros. Pero esta vez las cómodas sonrisas se hielan por sí mismas ante las perspectivas del abismo y los sillones carmesí tiemblan ante el furor de la juventud que quiere vivir. La fórmula ésta, a pesar de su apariencia angélica, no es nada inocua. Es dinamita para la gerontocracia irresponsable; es su rápido funeral sin ceremonias. Esta fórmula quiere decir que la juventud rechaza vuestro legado. Que no nos dejaremos desterrar hacia los planetas muertos, ya que aquí, en el nuestro, hay que barrer mucho estiércol que nos dejasteis. Si nuestra ciencia marcha, no será para crear satélites espías, sino para los microsputniks que pararán el odio y el miedo de vuestros codicilos venenosos. En nuestra sociedad funcional no caben ni vuestros cálculos de pequeñas ganancias, ni la pedagogía del más fuerte, ni vuestra soberbia, ni la invitación a vuestros hormigueros grises. No queremos ni falansterios ni la anarquía como excusa para vuestra falsa superhombria técnica. Somos jóvenes, pero ya respetamos al otro. Somos jóvenes, pero al menos podemos amar. Y si la dinámica de esta nueva actitud no encuentra bastantes acentos decisivos en el seno del hombre joven blanco y amarillo, quizá nazca, ante la bomba de hidrógeno, en el hombre virgen del continente negro. Sería un espectáculo de inaudita paradoja, un mentís a todas las ironías de los soberbios civilizados: una columna del Tercer Camino encabezada por los hijos de los Dzem, Mbole, Yanzi, Songee, Zulú, Bantú, Arago, Ngumba y otros setecientos más. Paradoja, sí. Pero, ¿cuántas veces se ha reído ya la Historia de los que se creían definitivamente llegados al dominio de los destinos de nuestra órbita, al mando de los esclavos y a la pacificación de los bárbaros? ¡Qué más da! Esté donde esté, el Hombre Joven puede emprender el Tercer Camino omnihumano si su rebeldía contra el asqueroso legado de los padres contiene una auténtica revolución contra el asesino potencial que está también en él, si es capaz de extender su mirada compasiva a cualquier sufrimiento humano y no solamente al suyo y al de los suyos; y si está decidido a reconocer con toda la responsabilidad de un ser que se cree apto para las perspectivas de albores de lo antrópico, que no podrá dar ni un paso hacia la mejor humanidad, si no logra conocerse a sí mismo mejor de lo que hicieron sus antepasados fracasados. Y si no da ese decisivo paso hacia el interior por encima de los distintivos de razas y naciones, de ideologías blancas y rojas, o de cualquier otro color de la llamada verdad única, exclusiva y fanática. Un libro como el presente, que trata tan sólo de cómo podría prestarse más atención al primer paso hacia el interior, tiene su justificación solamente si desde Massachussets a Stalingrado, desde Leopoldville al Labrador, desde Pekín a Río de Janeiro, desde Nueva Delhi a Belgrado, existe, al menos en el germen genético, una juventud potencial que quiera encaminarse por el rumbo cambiado al interior de una manera radical.
7 De ella depende si realmente, en el futuro, el hombre se dedicará a la endoantropología más que ahora, o bien prevalecerá el rumbo de la exteriorización y su exoantropología. Sólo en el primer caso necesitará la Humanidad el cultivo de la persona y la ampliación de la autonomía del instinto creador hacia dentro, hacia la exploración de la célula y del átomo biósico, y con esto al mejor conocimiento del fuero interno. Este paso no se dará deliberadamente, nos guste o no nos guste. No podemos querer lo que nos dé la gana frente a la Gran Evolución y sus leyes. El hombre y todos los seres vivos conocidos son objetos de tal evolución. La autonomía subjetiva que nos dio la Naturaleza, fomentando el progresivo desarrollo de las fuerzas de la imaginación en nosotros, está limitada por el marco de la Gran Creación, que manda lo que podemos «querer querer». Todo lo que podemos observar intuyendo el sentido de estos mandos del Dueño es que por algo nos habrá sido concedido el don de la imaginación, y, con humildad ante un posible error, cabe creer que si se nos permitió descubrir la persona en nosotros, en el curso progresivo de los últimos millones de años, también habrá sido para que nos ocupemos de ella un poco más de lo que pudieron hacer nuestros ilustrísimos antepasados de Neanderthal y de Cro-Magnon y con una perspectiva de progreso en la misma dirección. Cabe creer en la hipótesis de que los miles de cuatrillones de átomos que vibran dentro de la forma humana seguirán fundamentalmente el rumbo suave evolucional, a pesar del incremento de las radiaciones nucleares y de ciertas locuras colectivas que de esto puedan proceder. Y que, incluso con la suposición de una era de catástrofes glaciares, solares o nucleares, el duro comienzo de los supervivientes se lance, después de todo, hacia la invención que facilitará la exploración del hombre interior con menos primitivismo que hasta ahora. Entonces, quizás, podríamos hablar de una época endoantropológica, o, si mantenemos la vieja y anticuada palabra «psicología», de una edad a la que podríamos llamar de «psicologización de la civilización». O, simplemente, la del «retomo a nosotros mismos», a través de una concienciación acelerada y acentuada. El océano subconsciente que en este caso sería el objeto tan apasionante de nuestras navegaciones parece ser no menos interesante que las galaxias. De esto tenemos bastantes testimonios porque los navegantes errantes de los últimos cien años, en sus primitivas «Santa Marías» de la bioquímica, de la biofísica, de la genética y otros barcos de esta índole, incluida la vieja galera-nodriza de la psicología, nos hablan después de pasar por los límites de la «Finis Terrae» de la célula, valiéndose de sus nuevos compases ultramicroscópicos. ¿Estaría la Humanidad de hoy, tal como es, y ya, interesada genuinamente en lo que sucede en su interior y en el descubrimiento del continente subconsciente? Todavía la exploración y las fórmulas de las nuevas verdades están en manos de los magos de la ciencia. Y los idiomas que éstos hablan son aún los de la Torre de Babel. Ni se entienden bien entre ellos, ni las muchedumbres humanas pueden adivinar fácilmente el sentido de sus oráculos. La verdadera era de la Persona y de la interiorización amanecería en el momento en que cualquier hombre, y no solamente el mago de la ciencia, pudiera lanzarse al descubrimiento de si mismo, haciéndolo de la manera más natural del mundo, valiéndose de la experiencia de su época y considerándolo como el primer deber de la autocreación, como la primera responsabilidad de ser genuinamente lo que uno es. No podemos decir todavía que esta era haya amanecido. Demasiadas son aún las muchedumbres que viven a ciegas, tan sólo obedeciendo a los empujes tanteantes de sus instintos de conservación y de procreación. El tercero, el de la creación, aún es prevalentemente un auxiliar, un dependiente, un esclavo de los dos primeros. Un poco de pan y de comodidad, y unos cuantos hijos con una mujer que las estadísticas del azar intersexual nos echan al camino, a esto se reduce a veces toda la respuesta a la pregunta del ¿qué hacer? La otra, la del ¿qué soy yo? o de ¿quién soy?, aún no suena como imperativo en los oídos de muchos. Si alguna vez parece interesarle, el hombre aún acude de 5-7 a los consultorios de curanderos, a los laboratorios de los magos con bata, a los pergaminos de los poetas-hechiceros, ante los pulpitos de las iglesias, a las cátedras mitológicas. En fin, camina perplejo y angustiado, deja que los demás le digan quién es él. Y esto le ocurre millones de veces si se pregunta quién es este otro, este hijo mío, este amigo mío, este amante mío o este enemigo mío. Y no sabe cómo orientarse por sí mismo entre sus amores y sus odios porque se desconoce a sí mismo y no consigue enjuiciar la verdad del otro. La autognosia y la heterognosia no son aún ejes ni de nuestra civilización ni el primer cuidado de nuestra educación. Sin embargo, todos sabemos que hay cosas- en nuestro interior que nadie, absolutamente nadie, puede conocer como nosotros mismos. De esto nos damos cuenta incluso los más ignorantes, bajo las temibles bóvedas de nuestras soledades humanas. Lo subjetivo en nosotros es patrimonio individual. La Naturaleza tiene, por su cuenta, mucho interés en hacernos individuos y personas potenciales y no sólo especímenes genéricos. Cada uno es, además de representante del género, también un ser único y singular de variedad. Podemos llegar a descubrir la medida de esta unidad en nuestro interior. Y ser lo que somos. Y llegar a los límites de tal descubrimiento personal. Esto tiene sentido, por permitirnos a todos vivir cada uno lo suyo, plena, profunda y apasionadamente en la creación. La cuestión que queda por resolver es la de si tenemos o no interés y curiosidad por tal descubrimiento. Si el endograma de nuestra persona nos atrae como verdad asequible tanto como la ganancia en la lotería o como una mujer hermosa. El presente libro, fuera ya de las sombrías perspectivas nucleares de estúpida aniquilación genérica, está escrito, con toda humildad, para los curiosos e interesados en su propia persona y en la revelación de su sentido como ensayo de método hacia un primer paso dirigido al interior que cada uno puede emprender por su propio placer. Para salir de la órbita de la Apocalipsis.
UNAS PALABRAS SOBRE EL MÉTODO
Suponiendo que siempre ha habido y que siempre habrá entre los hombres una parte bastante numerosa que está genuinamente interesada en llegar a un mejor conocimiento de sí mismo de lo que la mera vida zoica y rutinaria suele permitir;
Empleo lo palabra «guía» con todas las reservas posibles. Excepto cierta visión general de los factores biológicos que rigen en el acontecer interior que se refiere al mundo de las emociones, no quiero sugerir ningún criterio de doctrinas morales, religiosas, filosóficas, sociales o científicas. El que quiera seguirnos en este breve ensayo y establecer su endograma de la personalidad, puede tener convicciones políticas de cualquier índole; puede ser capitalista o comunista, cristiano, budista, mahometano o pertenecer a cualquier otra doctrina social o religiosa; partidario de un sistema filosófico occidental u oriental, o seguir esta u otra dirección de investigación científica en otros campos. No estamos ni por encima ni por debajo de ellos, y los admitimos a todos como posible patrimonio individual o colectivo de la orientación. Sólo queremos subrayar que, dentro de estos marcos, nos interesa principalmente el hombre tout court; dicho más simplemente, sus penas y alegrías y la motivación de éstas. El lector se encontrará en este libro con páginas de dos clases: unas contienen explicaciones teóricas que pueden eventualmente atraer a aquellos que, para la búsqueda de sí mismos, necesitan siempre una base teórica, como el propio autor. Al decir «conocerse a sí mismo» decimos fundamentalmente alcanzar la verdad subjetiva e incluso objetiva sobre este tema. Pero uno puede contentarse con averiguar si es orgulloso o avaro, bueno o malo, asesino o ángel; y a otro puede interesarle también el mecanismo interior por el cual han nacido en él tales rasgos, por qué se constituyen y por qué caminos de funciones interiores. Este último viajante estará hasta cierta medida interesado en la teoría. Para él ofrecemos la parte teórica. Pero de ésta se puede prescindir. El autor, no; el lector, sí. Si no le interesan nuestras teorías sobre la emoción, el instinto o las que tratan de la sociedad funcional, o de la teoría del conocimiento, etc., puede ojearlas sin estudiarlas, e incluso desviar completamente su atención sobre ellas. En cuanto a otra parte del libro, compuesta de cuestionarios y de los comentarios correspondientes, puede empezar a leerlos en cualquier página. Estos cuestionarios no tienen el carácter de tests. Su fin no es resumir los rasgos y sumarlos en diagnósticos y fórmulas caracterológicas, sino más bien servir de instigación para que el lector emprenda, si quiere, alguna que otra encuesta en sí mismo y consigo mismo. El verdadero conocimiento de nosotros no nos lo pueden dar ni los libros, ni los consejos de los demás. Esto depende siempre y sin excepción de nosotros mismos y del trabajo que emprendamos en el establecimiento de nuestra propia medida de capacidades y de defectos: los cuestionarios sirven, pues, tan sólo a título de ejemplo para iniciar semejante trabajo donde hay terreno que permita tal interés de interiorización. Por esto, nuestros cuestionarios no son ni pueden ser exhaustivos, sino tan sólo indicadores. El hombre al que cualquiera de estas cuestiones, aunque sea una sola, pueda llamar la atención, se encaminará por sí mismo a la búsqueda subjetiva de su problema y a su ampliación espontánea. Nadie puede darnos mejor respuesta sobre lo que somos que nosotros mismos. Todo lo que los demás nos digan sobre el particular, precisa nuestra propia averiguación. El que sea acertada o no, también depende de nosotros. Iniciar este análisis que cada uno tiene que emprender por su propia cuenta, por su propia capacidad de introspección, ofrecer un cierto método para esto: he aquí nuestro único propósito. No el de dar respuestas hechas. El lector buscará en vano en este libro los tests que le revelen, con simplicidad divulgadora o con penoso trabajo de laboratorio, la respuesta a cuestiones tales como «¿cuál es mi coeficiente de inteligencia? ¿tengo vocación para componer música o manejar máquinas, ser monje o conducir masas? ¿seré un buen marido o un traidor conyugal? ¿soy un hombre honrado que merece confianza o soy un granuja embustero? ¿soy un buen trabajador, un gran artista, un organizador, o un comodón, un diletante o un contemplativo?». Estas respuestas, las verdaderas, cada uno tiene que dárselas a sí mismo, en primer lugar. Los demás pueden emplear eventualmente algún que otro test para más seguridad de la empresa que nos contrata. De todas formas, ninguno les dará mucha seguridad. El conocimiento de la persona en nosotros no es asunto de unos cuantos cálculos precipitados con los que se ejecutan la mayoría de los siete mil tests fabricados hasta ahora. Si bien unos, los clínicos, de orden químico o físico, pueden sernos verdaderamente útiles para establecer si tenemos demasiado azúcar, colesterina o metabolismo basal desequilibrado, los que miden el potencial de nuestra responsabilidad moral son, hasta ahora, unos auxiliares de poca categoría y confianza, o, cuando tienen serias pretensiones explicativas, son muy complicados y requieren magos y sabios para su manejo. No podemos recurrir a máquinas y laboratorios para que nos den respuesta a los problemas que nos acechan, dentro de lo normal, a cada paso. En la clínica cabe una humanidad poco numerosa y que no se dirige con mucho gusto a sus laboratorios. Una de las paradojas de la Humanidad es que, después de siglos de descuido, el nuestro parece prestar más atención a los enfermos que a los sanos, a pesar del hecho de que el rumbo de la civilización, la guerra y la paz, las relaciones humanas, dependen mucho más de los sanos que de los enfermos; de los normales, que de los anormales. La sabiduría sobre lo que es el enfermo está hoy más avanzada que el conocimiento del hombre normal. Con sus problemas interiores de amor y de odio, de frustración y de afirmación, el hombre está solo, su destino está lleno de riesgos y de loterías. La pedagogía, en sus mil matices, le enseña cómo comerciar, producir máquinas, edificar casas o fabricar bombas. Cómo crearse a sí mismo, ser lo que uno es, cómo distinguir en su interior lo animal y lo humano, parece estar enteramente abandonado a su propia conveniencia y diletantismo. 'La ficha, el endograma de su personalidad, tiene que componérselo él mismo. A pesar de tan poca asistencia social, una parte de la Humanidad encuentra que el continente interior es digno de exploración. No sólo los artistas, los moralistas, los filósofos, los científicos que de esta exploración viven, y viven muy intensamente; también muchos otros —millones— buscan por su propia cuenta la verdad sobre sí mismos y sobre el otro. Las páginas de este libro son, pues, una invitación a esta tarea, que en el fondo significa el poder ser más hombre de lo que las circunstancias parecen permitimos. * * * El autoanálisis no es ningún patrimonio exclusivo de los intelectuales. Lo practicamos todos cotidianamente al preguntarnos: ¿Qué tengo que hacer? ¿La amo o no? ¿Me gusta este cuadro o no? Y eso sin preguntarnos: ¿Por qué tengo que hacer esto o aquello? ¿Por qué no la amo? ¿Por qué me gusta este cuadro?, etc. En cada momento de nuestra vida consultamos nuestros instintos, exploramos la constelación de las circunstancias, tenemos en cuenta las necesidades de nuestro ego, palpamos si nuestra estructura nos sirve bien o mal. La vida es sentir. El sobrevivir es orientarnos entre los matices del sentir. Oscilamos entre más o menos sufrimiento, huimos de lo desagradable y nos lanzamos hacia lo posiblemente agradable. Valoramos continuamente. Y para valorar, tenemos que analizar lo que sucede en nosotros entre estos dos polos. Nadie está exento de ello. El mal proviene de que a veces nos comportamos muy torpemente en este trabajo, tan necesario, de orientación vital, analizando a ignorantes y valorando a impotentes. Y no prestamos bastante atención a lo que de verdad sucede en nosotros y por qué. El endograma de la personalidad sirve para mejorar tal método diletante. El autoanálisis sistemático no es, ni mucho menos, patrimonio de lo patológico, como algunos pretenden. «La soberanía del hombre estriba en su conocimiento», dijo bien Francis Bacon. El autoanálisis de los normales puede incluso prevenirnos contra toda una serie de futuros defectos patológicos, si nos acostumbramos a autoobservarnos bien. El endograma de la personalidad sirve para mantenernos en lo sano de nuestra observación. El autoanálisis —sobra decir— no es tampoco un dominio exclusivo del científico. Desde sus albores la Humanidad se observa a si misma, y todo progreso se inicia con este método. En su época moderna, desde los indios, griegos y chinos, los sistemas del saber y del comprender humano han recomendado el cultivo de la introspección y del autoanálisis como el gran camino del conocimiento para todos; es decir, tanto para el sabio excepcional como para el último pastor de la montaña. El endograma de la personalidad sirve para recordarle al hombre exteriorizado de hoy que este camino de autoobservación no se puede abandonar sin perjuicio para la maduración de la persona, y aún menos para el vivir intenso. Varios sistemas se prestan como guías para este cultivo. El nuestro parte del sentir, de la vida emocional, insistiendo en que la orientación vital del hombre y su valoración de las situaciones con las que se enfrenta dependen de nuestros sentimientos. Y éstos, a su vez, de la constelación que en cada emoción tengan los cuatro factores básicos del sentir: el instinto, las circunstancias, el ego, y la estructura del organismo. Seguiremos, pues, en la edificación del endograma, de la ficha interior, el sistema de estos factores. Indicaremos cómo puede cualquiera de nosotros captar en su autoanálisis lo que pertenece a los instintos y lo que debe considerarse como manifestación de los demás factores. Esto es lo único que tenemos que sugerir de antemano a nuestros lectores; este marco de la visión sobre el acontecer interior, este trampolín para el salto a la comprensión propia y mutua. En los cuestionarios evitaremos toda la terminología científica y, en vez de fórmulas abstractas, nos serviremos en lo que sea posible de palabras y atributos del lenguaje corriente y del sentido común. No llegaremos en esta simplificación a que nos entiendan los pastores de la montaña. Pero sí intentaremos llegar al menos al estudiante de hoy, al adolescente maduro y a sus padres, de los que a menudo oímos la triste censura de que no están preparados para comprender la endoantropología. Esto es verdad. Es una miseria lo que aprenden de ella antes de llegar a la Universidad. Y en ella tampoco les dan lo que necesitan para el mejor autoconocimiento. La ciencia de la comprensión y de la convivencia llega a pasos de tortuga al hombre civilizado de hoy, tan orgulloso de sus técnicas exteriorizantes. El endograma de la personalidad, sin moralizar ni crear fanáticos, quiere acercarle un poco a sí mismo, quiere instigar al hombre moderno para que se ocupe de su fuero interno. Y en vez de proponerle otros tests ejecutados por los demás, intenta inducirle hacia un autoexamen, la prueba consigo mismo. El endograma de la personalidad no quiere hacer del hombre ni un yogui, ni un santo. Tampoco se encofrarán en él respuestas a cómo vender o comprar mejor, a cómo ganarse amigos o conquistar mujeres. Toda esta estrategia social tendrá el lector que buscarla en otros libros, completamente ajenos a éste. Tampoco sabrá, después de leerlo, pintar o hacer máquinas, aunque se hablará bastante de la autocreación, que es el fondo de tal producción de cosas nuevas. Ni le daremos la receta de cómo hacerse un gran personaje. Tan sólo pensamos ayudarle un poco en la tarea de cómo ver lo que es de verdad, y cómo serlo. Sin embargo, al dejarle al lector una gran libertad para ir escudriñando su interior, ampliando los cuestionarios ejemplificativos y contemplándolos por su propia cuenta, seguiremos implícitamente cierto sistema que se basa en nuestra teoría y en nuestra visión del acontecer interior. Una cierta clasificación de preguntas, aunque éstas no sean exhaustivas, les acompañarán metódicamente. Así, por ejemplo, tratando de instintos, siempre insistiremos en que sus manifestaciones se exploren en cuatro direcciones principales:
Así, para conseguir muchos datos sobre nosotros mismos, parece útil que prestemos atención a si, incluso en cosas tan banales como la salud, la comida, el vestir, etc., la herencia y el ejemplo familiar nos inducen a seguir automáticamente ciertas posturas comunes a nuestra familia, o bien nos diferenciamos en ellas de los demás miembros de la familia. Otras preguntas se referirán implícitamente a los otros tres puntos mencionados, en cualquiera de nuestros instintos. La costumbre de la autoobservación adecuada y exacta que preconizamos y recomendamos no debe distinguir entre rasgos banales y rasgos importantes: no hay nada en nuestro organismo que pueda reclamar tal privilegio de distinción. El hecho observado de que, por ejemplo, nosotros preferimos comidas grasas, mientras uno de los hermanos prefiere dulces o frutas, tiene su importancia para el metabolismo de las materias. Cualquier médico concienzudo, al establecer un endograma clínico, nos preguntará, si tiene tiempo, sobre tales particulares. Para darle la respuesta útil, tenemos que percatarnos de ello por la autoobservación. ¡Nosotros tenemos más tiempo para ello! Además, para muchas cosas no acudiremos al médico: nuestra autoobservación puede conducirnos a ciertas revisiones en el cuidado de nuestra salud; muchas enfermedades pueden prevenirse si nos observamos bien, incluso en estos detalles vulgares. Y una vez acostumbrados a vigilarnos de esta manera en las trivialidades, nos quedará el método aceptado para cosas más sutiles. La verdad segura conseguida en las cosas fáciles nos ayudará también a ambicionarla cuando nos apremien problemas difíciles. Cualquier autoobservación exacta es apta para abrirse un paso más hacia el problema contiguo y sus soluciones. Y para consultar eventualmente a los demás sobre cualquier cosa que nos interese como problema vital, es preciso saber formularla. Esto es imposible sin la debida autoobservación. No hay ningún peligro de que ésta nos haga más egocéntricos, hipocondríacos, rumiadores, cerrados o autistas. Lo somos, o no, antes de empezar a autoobservarnos, o nos volvemos tales, a pesar de autoobservarnos. En cuanto a la sinceridad y la veracidad de nuestros autoanálisis, volveremos a este problema importante en varios lugares de este libro. De momento, el lector nos dará seguramente la razón si decimos que sin estas cualidades no podemos conseguir nada. Si no fuera con otro fin, valdría la pena lanzarnos al trabajo introspectivo tan sólo para lograr la certidumbre de que podemos ser sinceros y veraces con nosotros mismos, sin presumir de ello de antemano, pues somos orgullosos y sobrevalorativos. * * * A lo largo de este libro tendré que referirme necesariamente a mi obra «Psicología de la Orientación Vital» (citada como POV) y pedirle al lector que, si necesita aclaraciones sobre algún punto, acuda a ésta. «El hombre ante sí mismo» es la continuación de aquel libro, y su básica visión endoantropológica está fundada en él. No he tenido hasta ahora ningún motivo para revisar estos conceptos básicos, sobre todo los que se refieren a los factores, aunque lo haría gustoso si argumentos convincentes me forzaran a ello. La ciencia progresa y cambia continuamente, y es una alegría para cualquiera de nosotros tanto ver que uno no se ha equivocado, como también aceptar las correcciones, siempre necesarias. Por consiguiente, falto de rectificaciones que me obligaran a cambiar mi visión básica sobre el acontecer interior, seguiré en este libro el camino trazado en la POV, añadiendo, en las páginas de teoría, lo que no pude decir en aquél, extendiéndome, sobre todo, en la materia de la autocreación de la persona humana. Ahora bien, el contacto con el lector, una vez logrado, será en este libro más cercano, más íntimo, por el sistema de cuestionarios. Quiero suponer que podemos llegar a conversaciones y diálogos y, si puede ser, a encuentros. El endoantropólogo no puede ni debe pedir más.
FUENTES, MAESTROS Y EJEMPLOS
NOTAS: [1] Budista tibetano, llamado el Segundo Buda (siglo xiv). [2] Gran poeta servio (siglo xix). |
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