Emoción y sufrimiento. V.J. Wukmir, 1967. 9. Klinorexia
«How weary, stale, flat and unprofitable,
1. La cara de la humanidadEl hombre no tiene que llorar, gemir ni gritar de dolor; aun fuera de todo el dramatismo, la confluencia del sufrir y del vivir hace la expresión general de su rostro seria y triste. La alegría y la risa son tan sólo intermitentes y ocasionales de nuestro status physiognomicus y hay que ir buscándolas, hay que tender hacia ellas para lograrlas. Las presiones de las necesidades parecen ser más numerosas que las satisfacciones cumplidas en el organismo animal y aun las cumplidas no son siempre completas, ni el esfuerzo empleado en conseguirlas es siempre adecuado. Las cuentas saldadas con el patior dejan demasiado a menudo un déficit en el balance y las alegrías están hechas de números fraccionarios, no enteros. El vivir parece ser una cosa seria... La cara de la humanidad lo acusa. Si lográsemos una megafotografía con toma desde el Telstar a escala planetaria, confirmaríamos este hecho con estadísticas abundantes. Para tal averiguación, si fuera necesaria, basta además salir a la calle: las masas de los transeúntes no tienen caras alegres. La pinacoteca mundial de los museos ofrece el mismo aspecto a los visitantes; la literatura de todas las épocas sabe decirnos más sobre el sufrimiento que sobre la lograda huida de él. Los matices de la pena abundan más en todos los vocabularios del mundo que los de la euforia. Y hasta el arte más misterioso de los humanos, la música, la única que es capaz de traducir los ritmos del Bíos, no se evade fácilmente de esta ley: primero la soportación y la resistencia y sólo después, quizá, la liberación. La melancolía no hay que buscarla: está en nosotros porque el vivir y el poder sobrevivir nunca es gratuito. Este parentesco profundo de los humanos que nos hace a todos iguales, este compatior no de sentimientos sino de hecho inevitable, nos haría mucho más comprensivos para el sufrimiento del otro, si no nos dominara al mismo tiempo la también inmanente tendencia del sobrevivir a todo trance y huir al menos del patior innecesario. En este antagonismo fundamental que tenemos de aceptar, soportar y resistir, por un lado, y de disminuir y aliviar el patior propio estriban también los grandes ritmos de la autocorrección organísmica que se hacen patentes en los extremos patógenos entre las klonorexias y las klinorexias (klino: "hacer inclinar"), la manía y la melancolía. Esta última no es otra cosa que un hondo cansancio en la soportación de la vida y en la resistencia hacia sus presiones, su traumaturgia constante. Es curioso que la lógica patógena de la klinorexia nos parece la más comprensible entre todas las DOV, mientras que la agitación del maníaco adquiere más pronto el aspecto de verdadera locura para el observador. Aun cuando llega a sus graves estados de postración, el melancólico se queda dentro de nuestra comprensión: no le declaramos loco, solamente enfermo; no nos desentendemos completamente de él, a causa de aquel hondo parentesco que, si no es igual en grado, sí nos une en cambio mediante la consanguinidad del patior. Nos damos cuenta de que no es estrictamente locura el llegar a estos grados de capitulación cuando el sufrimiento se hace insoportable. Sin ser filósofos, sabemos todos que no es tan anormal el cansarse de la vida, ni el doblegarse ante ella. Hay una frase en la conversación humana de todos los dialectos que por su sintaxis sería completamente insignificante y hueca si detrás de sus vocablos no se escondiera un sentido y una verdad humana profundamente melancólica: "la vida es así". En esta frase, el pequeño adverbio "así" abarca una inmensa experiencia común del género y abre puertas a la intropatía de más honda comprensión. No la podemos aplicar al caso del maníaco. Aunque todos corremos tras la felicidad, nos parece que su atajo hacia la euforia no tiene en nosotros el denominador común. En su caso "la vida no es así". La melancolía, al llegar a ser enfermedad, es la desorientación vital de los sensibles de este mundo. De los que sienten intensamente, que valoran profunda y verídicamente, que aman la vida y que la soportan valientemente, que no huyen ante su propio espejo interior: ni cobardes ni irresponsables. Si un día se cansan y abandonan la lucha por la supervivencia, no será por un truco de evasión y de falso teatro de errores, sino por una lógica sincera y consecuente de su maduración que cabe en el eslogan de «la vida es así».
2. La postura vital melancoloideLa constelación factorial ICEHf del melancoloide y del melancólico incipiente es, salvo el factor exógeno C, diametralmente opuesta al klonoréctico. Aquí las instintinas (I) no son nada exuberantes ni imperativas, y el metabolismo Hf favorece más bien la oscilación del factor ego: Hf ®> I; Hf < E, mientras que la buena posición E es desfavorable a las instintinas en su actividad alrededor del acto consumatorio: E ®> I. La tendencia klonoréctica general es la de reducir el tiempo-espacio de la valoración. La klinoréctica, en cambio, tiende a amplificar el volumen de la valoración. El melancoloide vive a través de su valoración. A medida que se desvía hacia la desorientación, el acto pierde la importancia en su comportamiento. Aún antes, la maduración de su persona está sometida a la valoración intensa: sus patergias se consumen en la metafase emocional valorativa cuyo engranaje es completo. Al acto es consagrado tan sólo el resto de los impulsos instintivos y la tensión morfodinámica hacia la exteriorización de los actos es más bien floja. La recepción gnósica (g) de los estímulos exógenos, en cambio, es igual que en la klonorexia, normal. La diferencia empieza en la autognosia (gg). El hombre melancoloide —el que lleva en su interior la inclinación hacia tal constelación interfactorial— es dotado, pues, de pleno interés hacia la vida, de curiosidad hacia ella; presta toda su atención a la estimulación del factor C exógeno en las tres direcciones del comportamiento humano: las de conservación, procreación y creación. A pesar de que sus instintinas sean lentas o débiles en la exteriorización de los actos, no se trata aquí de desensibilización. Es todo lo contrario: el melancoloide posee una gran sensibilidad y su vida de emociones es activa y profunda. Es un hombre endocéntrico, lo que quiere decir que le interesan la realidad y la verdad de lo que siente. Si en la observación de su vida social le atribuimos cierto rasgo de pasividad de comportamiento, la palabra pasividad no puede aplicarse de ninguna manera a su vida interior: todo estímulo exógeno recibe una elaboración intensa y extensa en su metafase de excitación-emoción valorativa. El agon (a), la gnosia (g), la autovaloración (gg) y las ecforias mnésicas adquieren en la metafase todo el tiempo-espacio necesario, tocando preferentemente a sus límites superiores de sensibilización. Sean positivas o negativas, las emociones del melancoloide tienden a ser vividas de una manera exhaustiva. ¿Qué quiere decir emocionalidad exhaustiva? Significa la gnosia-autognosia llevada al máximo de la exploración, el conocimiento del agon y de las propias fuerzas reactivas del organismo conseguido mediante el empleo amplio del esfuerzo-tensión patérgico, el engranaje valorativo del acontecer-conocer denso y sin ahorro ni precipitación en el tiempo. La compaginación cuanto más exacta posible entre la gnosia y la autognosia: la medición de las cantidades en el estamento g corresponde adecuadamente a la aceptación del estamento gg, la duración g a la soportación g, la intensidad g a la resistencia gg. El impacto del agon interfactorial es acogido y conocido debidamente y la recepción concreta y actual mide con detención las posibilidades del "más-o-menos" del ajuste patotrópico, la intrafunción del acontecer se lleva a cabo en sus umbrales superiores de recepción. Los eventos de la realidad interior son valorados en su peso e importancia estrictos, tanto si los estímulos son agradables como si son desagradables. Este es el tipo de la valoración real y realista. Tal es la naturaleza de la valoración habitual del melancoloide que determina su postura vital. No hay evasión ante la aceptación de lo desagradable, ni precipitación en la soportación, ni sobrevaloración en la resistencia como ocurre, en el maniatoide. El agon es acogido tal como viene: también los estímulos desagradables son valorados con interés, y también ellos merecen curiosidad y atención. Esta receptividad exhaustiva, la actitud temperamental abierta hacia el acontecer biósico, repercutirá también en la introspección de la maduración: el melancoloide busca sus verdades interiores con el mismo método de valoración. En su introspección, la introvisión y la intropatía están en sus últimas fronteras individuales de comprensión posible. Es ontogénicamente propenso a la valoración real y verídica. También en este punto se ve claramente cuan íntimamente están ligados en nuestro interior el agon y el patior, el vivir y el poder sobrevivir, lo subjetivo entrelazado inseparablemente entre la estimulación y lo simultáneamente reactivo de la soportación. Cuando es real y verídica, la valoración condiciona en cualquier hombre un vivir intenso por la precisión y la plenitud del sentir. La valoración real y verídica es, por lo tanto, también una condición básica para la maduración creadora, ya que permite un amplio cosentir, copensar, la concienciación ensanchada del devenir, la oferta abierta de la evolución en el seno individual de la autotecné. La precisa estimación de que el esfuerzo hacia el devenir lo que potencialmente somos vale la pena. Al subrayar el tipo valorativo del melancoloide, y la importancia de la valoración real y verídica en la orientación vital humana, nos abstenemos deliberadamente de la terminología fisiológica. Podríamos hablar aquí hasta cierto punto de explicación de la masa del estímulo (valencia cuantitativa), del potencial energético expresado en amperios y voltios, del tiempo útil de polarización o de las cronaxias (Lapicque). Y añadir algún dato sobre los métodos sensorimétricos sutilmente explorados por algunos investigadores alrededor de la llegada y el pasaje del estímulo en cuanto a los intervalos, los límites o los umbrales de la receptividad. Para darle relieve al concepto unitario del agon-patior nos interesa más sentar en palabras de análisis sencillo lo simultáneo de la actividad-reactividad en estos procesos. Nos interesa tanto el agon como el reagon, a los que apenas podemos distinguir si no descartamos el punto de vista mecanicista. Dicho nuevamente de la misma sencilla manera, para la personología es importante investigar las condiciones de cómo acepta, soporta y resiste el hombre concreto en un momento actual de su organismo la llegada de los estímulos y cuáles son las diferencias que marcan por este lado —menos explorado en la fisiología— la postura vital de los individuos humanos. Nos parece que sin prestar debida atención al patior, el estudio de la estimulación se frustra fácilmente. El estudio del patior no empieza con las enfermedades y traumas, sino por cualquier orexis insignificante y poco espectacular de la llegada de un rayo luminoso de sol. También en esta operación rutinaria de recepción el patior de la soportación tiene su papel. También por tal entrada pagamos un precio en patergios de resistencia. El melancoloide gasta con generosidad sus patergias en el sentir vivo y activo de los eventos interiores. Y si le quedan después pocas para la exteriorización, no le importa mucho, siempre que lo vivido en la valoración haya sido real y verídico, además de pleno y total. Su concienciación macroréctica es propensa a una articulación matizada de las sensaciones y de las emociones: hace uso abundante de todo lo que su memoria puede suministrarle de vivencias globales (M-vi), de endoideas (M-id), del tonus (M-t) y no tiene prisa. Sea un intelectual o un hombre sencillo, quiere asegurarse de que lo que se le da a vivir no ha pasado por su interior sin la debida acogida, fuera agradable o desagradable. Si lo desagradable exige mucha soportación y resistencia patotrópica, también este presupuesto le será concedido. El melancoloide no teme de antemano la inferioridad de las situaciones como el maniatoide: las afronta con todos sus riesgos, y acepta que la vida es así, tal como es en su sentir, no se evade ante ella. La falta máxima y el error inadmisible son para él cerrar los ojos ante este así y huir ante su propio espejo interior. Le caracteriza una autovaloración honrada, leal a sí mismo. El costo de la vida no le arredra. Huye en primer lugar del balance falso y del enmascaramiento del patior. Su máximo éxito, su autoafirmación es ser interiormente veraz. Cuando lo logra, la satisfacción por esta fidelidad a sí mismo y por el sentir limpio de ilusiones y mentiras, puede incluso disminuir el agudo tonus desagradable de una emoción negativa en curso: un trauma sociógeno, un dolor infligido por los demás, habiendo sido vivido intensa, real y verazmente es soportado por el melancoloide con más valentía que por muchos otros tipos reactivos en el gama del sentir: "in equal scale weighing delight and dole" [1]. No tiene que ser necesariamente meditativo, pero introspectivo sí lo es por excelencia. No tiene que ser necesariamente un sabedor científico de los hechos del mundo, pero sí un hombre asiduo de la autognosia. No un sentimental, pero sí un emocional. E intropático en el sentido de que por su sentir intenso es capaz de entrever por su propia experiencia cuan estrechamente están ligados entre sí el vivir y el sufrir. Y entreverlo como algo que se puede aceptar, soportar y resistir. Emplear tal experiencia de síntesis en una maduración autocreadora y responsable que le absorbe y que es en el fondo la gran satisfacción de su vida interiorizada, cualquiera que sea su aspecto exterior. Vive como un hombre normal. El acontecer social e histórico, el de su familia y el de su intimidad tienen para su sentir la misma equidistancia cuando hay guerra y cuando hay paz, cuando hay dramatismo y cuando hay lo cotidiano: la vida es interesante para él en todos sus aspectos desde el momento en el que este material tan variado toca a sus receptores y emprende la espiral de sus valoraciones. La espiral de la soportación de la comprensión, de la aceptación. Con su rica facultad de emoción conocerá interiormente también la inmensa gama de las injusticias vitales, tanto como la del amor y de la compasión. Y podrá sentir profundo asco, disgusto y repulsión ante el hombre o ante el "perro mundo". Pero le bastará su reacción interior si la siente como verdad. Los melancoloides no son precisamente rebeldes activos, reformadores sociales, emprendedores en la organización. Cuando les incumbe alguna actividad dentro del dinamismo social, si pueden escoger, preferirán un puesto en el que puedan hacerse valer en algún obrar asiduo que requiera adhesión a larga distancia, elaboración concienzuda de detalles, resultados con filtración minuciosa. No les encontraremos entre los jefes de gobierno ni entre los capitanes de la industria, pero sí, y muy frecuentemente, entre los pequeños y los grandes artistas de cualquier tipo. Son gente de pequeñas pinceladas en su valoración interior; lo son necesariamente también en sus obras de arte y de ciencia. La verdad no se puede dar por definida, ni salir en expresión antes de ser concretamente cogida desde dentro. Y ya sabemos que entre el vivir interior y la expresión exterior pueden encontrarse muchos escollos. Entre los actos interiores y los exteriorizados, la seguridad del melancoloide está preferentemente con los primeros. La conclusión averiguada de "yo amo a María", su sentir articulado, su concienciación intensa, esta comprobación que no requiere palabras, y que es, como conclusión sentida, un acto interior, tiene para él importancia primordial. La exteriorización —el beso, el abrazo o la declaración traducida en "yo te quiero"— ya no tanto, puesto que el acto exterior puede incluso a veces entorpecer el valor intrínseco del sentir. Son más amantes en sus silencios emocionales, y se prefieren así, ya que están más seguros así de la realidad-verdad de su amar. Las palabras, los ademanes, las obras siempre les parecen faltos de la completa verdad interior y por esto prefieren ésta. Ella es su auténtico vivir. Mientras pueden acudir a los placeres y alegrías que les procura la autognosia verídica, la vida traumatizante no hará estragos catastróficos en su persona. Y no es ninguna paradoja mencionar los "placeres y alegrías" hablando de los melancoloides. La sensibilidad de los emocionalmente ricos abre puerta a muchas satisfacciones, alegrías y sintonías de toda índole. Si éstas no dan lugar a alborozo, júbilo y aleluyas por fuera, por dentro pueden ser llamas y chispas de gran fulgor y luminosidad. Ni. son ellos los que pueblan la tierra con más número de caras tristes. Ellos saben cómo soportar la vida, no son afligidos por ella, no son gente destemplada, ni malhumorada, y si no les caracteriza hilaridad ni jocosidad, la sonrisa y la serenidad no les faltan. Es completamente erróneo igualar al melancoloide y el depresivo, el melancoloide y el pesimista. Hasta que una crisis no le sacuda, la postura vital del melancoloide es, al contrario, netamente optimista: es un cuerdo y un diestro de la resistencia, un guerrillero vital. Ni quejoso, ni llorón, ni protesten, ni rencoroso, más bien pone buena cara al mal tiempo. Si su cara es seria, tampoco necesita estimulantes baratos desde fuera para suavizar este aspecto. Puede serenarla desde dentro. A este introspectivo le bastará, para ello, sentirse progresar en su maduración, en el devenir lo que es potencialmente. Su maduración está casi totalmente bajo el signo de la superación directa de la inferioridad, y se vale muy poco de las compensaciones. Acepta la inferioridad insuperable ("soy así, soy esto aunque no me agrade"), después de haberlo comprobado detenidamente. Las compensaciones optativas, en cambio, no le atraen ("soy débil en eso, pero no importa, ya que tengo otros puntos fuertes"): no quiere engañarse a sí mismo. Por dondequiera que encuentre una posibilidad de superar la inferioridad por sus propios esfuerzos, prefiere tal camino aun a riesgo de no poder conseguirlo enteramente. Es siempre el proceder más costoso que requiere ]a movilización de energías adicionales. Sin embargo, prefiere esta maduración rectilínea, por más tiempo que exija. Considera que sólo ésta vale la pena. Ella conduce a la verdad interior; además, le guía por los senderos por los que él sabe caminar. En ellos mide la validez de sus propias fuerzas; se apasiona en acertar exactamente el valorandum; no permitir al optativum que obnubile la realidad; ni que lo asequible se haga con ilusiones y fata morgana. El melancoloide es el prototipo de realista honrado consigo mismo, quizás a veces demasiado cauto por odio a la mentira; en caso de duda, tal vez propenso a subestimar sus propios recursos por repugnancia a la sobrevaloración; y contento de antemano con menos éxito, pero seguro, que abarcando más sin conclusión firme. Procura además compaginar su comportamiento exterior con su verdad interior, y siempre, cuando puede lograrlo, una gran satisfacción corona sus esfuerzos. Pese a las dificultades de la vida, no tiene ni la más mínima gana de conseguir euforias de cualquier manera o a todo romper, como el klonoréctico. Acepta tan sólo las sintonías subjetivamente merecidas. La predilección o la predisposición ontogénica interfactorial por tal línea recta de la maduración del melancoloide, esta integridad y honradez consigo mismo, es la postura vital de las más "humanizantes" entre las puramente humanas que puede alcanzar el Homo imaginativus, el hombre autocreador, pero al mismo tiempo es una de las más difíciles para ser mantenida limpia, entre todas las posturas caracterológicas. Es francamente patética y heroica, a la vez que espontáneamente humanista. Por sí mismo, el conocimiento de la vida interior, emprendido como una tarea responsable, no estratégica, no es una empresa fácil, por bella que sea. Desde el saber tradicional, desde las doctrinas religiosas, científicas, morales y sociales, solamente las normas y los preceptos apoyan usualmente la formación del hombre, mientras que los métodos de cómo conseguir las equivalencias interiores de estos preceptos y normas —la mayoría de ellos principalmente éticos— escasean en la historia de la educación humana. La ciencia sobre el endoanthropos está netamente en retraso frente al exoanthropos tecnológico. Sabemos mucho mejor cómo hacer cohetes y aviones que manejar nuestro amor y nuestro odio. El hombre que se fija en sus eventos interiores está confinado a emprender toda la exploración de sus misterios, secretos, antagonismos y contradicciones por su propia cuenta. Y si quiere poner en todo esto un orden y hacer presidir una sólida jerarquía de valores en él, una lógica y un sentido que no se derrumben por cualquiera de los traumas, es un ser que está bastante solo en esta empresa. Tiene que enfrentar su cielo y su infierno a propio riesgo; su posición en el mundo y frente a los demás tiene que elaborarla con lucha y sudor entre distancias a veces lejanas que le separan desde la idea iluminativa hasta el cumplimiento. La autocreación es un trabajo y una serie continua de operaciones, una pasión y vigilancia, una caza a los errores, afrontamiento de las debilidades, fracasos y frustraciones, y un servicio ferviente a la más-forma, un cultivo del más-vivir extraído del suelo del simple vivir. Es una faena del artista que si no llega a hacer poemas para los demás quiere al menos esculpir su propio rostro interior, liberarlo de las sombras y máscaras de una existencia inconsciente. Esta labor asidua y constante es posible, y este tipo de maduración positiva es eficaz y autoafirmativa tan sólo si los esfuerzos hacia la exploración de la verdad interior están como valores por encima de las fatigas, cuando tienen una cotización muy elevada en la escala de la utilidad vital. La autocreación y la búsqueda de la verdad interior, lejos de ser una desviación y una postura anormal, son al contrario la mejor higiene del hombre contra la desorientación vital y contra la enfermedad. El melancoloide, con su yoga interior, es un prototipo del hombre sano y normal, humanamente hablando. Pero, como cualquier otro de los mortales, puede caer en crisis y en enfermedad. Las antiposturas nos acechan a todos. Es probable que la suya sea lo que más exclusivamente podamos llamar una enfermedad de la persona. Asistiremos, pues, en su caso a la paradoja de que un cuerpo humano, al que los laboratorios de la clínica apenas puedan encontrar fallos en el funcionamiento de sus órganos, se apaga ante nuestros ojos de un simple trágico no-querer-vivir-más: la melancolía. La postura vital melancoloide es completamente normal. La desorientación empieza cuando pierde el gozo de valorar intensamente, que es para él vivir bien.
3. ¿Vale la pena vivir?Hemos dicho ya, y tenemos que repetirlo también aquí: la maduración de la persona en el melancoloide es caracterizada por aquella equidistancia suya que le hace aceptar las vivencias agradables y desagradables con cierta ecuanimidad de postura, siempre que sean valoradas intensamente sobre su realidad y verdad del sentir completo. A primera vista, esto parece contradecir la lógica oréctica que reza: las emociones positivas provocan después del acto un tonus positivo, repercuten sobre el organismo-persona de una manera favorable a su funcionamiento y expansión; y las negativas tienen sus distonías. Si ésta es la regla organísmica, ¿cómo podemos hablar de la equidistancia reactiva en el melancoloide? No cabe duda: como todos los demás, el melancoloide también reacciona con el tonus negativo a las emociones negativas y a sus actos correspondientes. Pero su tipo de maduración le salva en parte de los efectos totales de la distonía si la gnosia-autognosia del conocimiento sobre el acontecer interior era una captación completa del significado, o en la introspección de este significado, un logro comprensivo del sentido. Para él siempre es una satisfacción el vivir con valoración real-verídica, en el desastre tanto como en la dicha. Esta satisfacción acompaña, pues, también el tonus negativo: la realidad-verdad del conocer intenso suaviza en él los estragos del agon negativo. Es por lo tanto un tonus ambivalente, ni agudamente positivo en la sintonía, ni exclusivamente negativo en la distonía. Es este tipo de distonías suavizadas el que salva al melancoloide sensible de los brutales efectos traumáticos de la vida. Es esta ambivalencia parcial la que hace para él aceptable la vida aunque sea "así": agresiva, desagradable, injusta, triste. Y cuando le sobreviene algún disgusto, estará triste como todos los demás mortales, pero en esta tristeza, más bien pasiva que llamativa, se ha infiltrado alguna pequeña dosis homeopática, autoafirmativa, bajo el esquema que podríamos traducir en estas palabras de gruesa explicación: "es difícil soportarlo, pero lo he vivido como cualquier otra cosa en toda su verdad: y ¿qué? La vida es también «así»; si la acepto como agradable en otras ocasiones tengo que aceptarla también en ésta a] menos como soportable; y puedo hacerlo: he vivido el disgusto con la misma medida mía de aceptación-soportación-resistencia; no me he evadido ante el patior, no he cambiado de postura". Frente al impacto de "así", hay en el melancoloide la respuesta del "y ¿qué?" ¿No he permanecido fiel a mí mismo? ¿Puedo ser otra persona cuando sufro más y otra cuando las cosas van bien?". El quijotesco "yo sé quién soy" acompaña constantemente su maduración. La huida del patior en el melancoloide no es desenfrenada, no va a los extremos. No grita ni se retuerce en el dolor, no se desborda en su alegría. La verdad de su intenso vivir valorativo le basta, le sobra en ambos casos; la exteriorización es secundaria. Con tal que no pierda nada de su emoción, que las instintinas sean suficientes para agotarse en ella, no importa si aflojan después, en el comportamiento ulterior. Si éste se compone negativamente, la intensidad sentida y la verdad vivida compensarán con su tonus ambivalente la agudeza del sufrir. Este tipo de valoración emocional es la gran fuerza del melancoloide y de su maduración, el sutil mecanismo de su aceptación-soportación-resistencia. Es la validación no rebuscada de los sensibles y veraces. La aceptación que no es capitulación. El poder sufrir sin abandonar ni evadirse. La vitalidad de los instintos puede que sea menor que en otros hombres; mientras inunden debidamente los espacios de la metafase preferencial, el dolor y la satisfacción pueden mantenerse en equilibrio equidistante y ambivalente. La crisis klinoréctica estallará si por cualquier causa esta personalización rectilínea de maduración mengua o se derrumba. La melancolía empieza por dónde se debilita el placer del intenso sentir de la realidad interior; y la satisfacción da lo verídico pierde su importancia en la orientación vital: es cuando el tonus ambivalente disminuye y cuando surge la fatal cuestión de si vale la pena vivir en la verdad si la vida es tan "así" que el "y ¿qué?" de la resistencia ya no se oye... El cansancio es la palabra que más sobreviene en la caracterización de los estados de la melancolía. Cansancio ¿de qué? ¿De los procesos de metabolismo? ¿Del sistema nervioso central? Hay teorías plausibles sobre todo esto. Se buscan también aquí unos agentes tóxicos y disfunciones de algún órgano especial, del hígado, por ejemplo. Todos estos estudios merecen plena atención, aunque, como en otras DOV, nosotros aquí tampoco creemos en un agente específico como indicador del cansancio del metabolismo, de las instintinas, etc. Prescindiendo ya de la búsqueda de un agente exclusivo, más bien partimos del hecho de que la soportación y la resistencia a las presiones traumatizantes tienen sus límites en cada organismo y que nadie está exento de aquel momento en el que la concienciación se traduce en la triste seguridad de que el patior o el dolor se han hecho insoportables. Todos estamos expuestos no tan sólo al cansancio fisiológico que requiere sueño, descanso y olvido, sino también al agotamiento agudo o progresivo, a la degeneración de las fuerzas vitales y a la vitalidad misma. Fatigas parciales, por ejemplo, las musculares o de los nervios, son a veces fácilmente explicables en términos fisicoquímicos. En cambio, este cansancio ante el vivir, en sí, en el que la morfourgia de la persona ya no tienda hacia la autoafirmación de la forma, no tiene suficientes elementos reunidos para su traducción química, aun si con suma osadía apuntáramos hacia el ADN como su foco. La crisis klinoréctica significa el declive de los valores, una eficacia negativa de los traumas. Hemos definido el trauma auténtico como agresión que se hace pro futuro (véase El patior y el trauma) y al nivel de la persona se trata usualmente de los valores supremos o de los valores-límite. Ambas son categorías subjetivas, condiciones de experiencia en las que la vida, el sobrevivir y el estilo de vivir parecen subjetivamente lo suficiente justificados por los criterios biósicos de la utilidad vital. Todos los valores llamados objetivos (Dios, patria, convivencia, familia, obra; o los de la conservación, procreación, creación) adquieren en la maduración de la persona su subjetivización y su sitio personal: para la orientación vital, estas valencias subjetivas tienen su importancia y peso exclusivos. La persona recibe una fuerte sacudida de maduración cuando su orden y jerarquía de valores se debilita o se derrumba en la escala subjetiva. Y el trauma adquiere carácter catastrófico si derriba el mismo sistema de la valoración usualmente aplicado para sostener el orden y la jerarquía de los valores, que están depositados en la memoria. Vivimos siempre para algo, aun cuando no sepamos articularlo. Para que algo sea o no sea. Es inmanente este criterio de finalidad en todos nuestros valores, por insignificantes que sean, aunque sean un simple truco para sobrevivir. Aunque sea, como en el maníaco, para conseguir la euforia a cualquier precio. Todos los tipos de maduración tienen sus valores supremos y son consagrados por el método de valorar. Este es el que determina nuestro estilo de vivir; por él sabemos qué es lo que preferimos personalmente en la vida, hasta el extremo de que tan sólo con algunas de estas preferencias cumplidas o prometidas vale la pena de ser vivida. Y ¿cuál es este estilo preferencial en el melancoloide? Está compuesto de dos palancas del devenir a través de la autocreación; la primera: el devenir en realidad y de verdad lo que uno es potencialmente; la segunda: vivir según su propia verdad conocida. Este devenir que es su gran fuerza, el eje de su persona, la negentropía de su memoria, depende básicamente de su capacidad de poder sentir hoy de la misma manera intensa y veraz como ayer, así como en lo futuro. Este es el sentido de su postura vital habitual. Mientras este estilo de maduración funciona bien, los traumas pueden soportarse. Pero si una de estas palancas se entorpece, hace quebrantar las proporciones habituales en la intrafunción del agon-gnosia-autognosia, y se produce una involución de la maduración de la persona. El hombre ya no puede seguir adelante con la misma medida del convencimiento ni en la realidad ni en la verdad de su valoración del acontecer interior. Su postura vital tiene que cambiar si el modo de valoración emocional cambia. La involución oréctica deforma la maduración. La ambivalencia del tonus, este fundamento de la soportación y de la resistencia en el melancoloide está a punto de perderse y ceder todo el sitio a la exclusividad del tonus negativo. Es el crítico punto «klino» del gran declive. ¿Cuál de los traumas es capaz de producir tal crisis en la postura vital? La gripe y el tifus tienen sus bacilos y virus, discernibles como fuertes cocausantes de estas enfermedades. Las DOV no conocen traumas específicos. La traumatología afectiva tiene en su semiología la combinatoria infinita, y para indicar las dificultades de su anamnesis basta con mencionar unos cuantos elementos incalculables tales como la coexistencia sin convivencia, lo frecuente en el azar de la mala suerte, la inseguridad crónica de mantener el sentido de la vida, combinados con la escala interminable en los matices de la sensibilidad y de la patibilidad que varía de hombre a hombre. Por bien que cuidemos el jardín de nuestros valores supremos, la lista de su rango —el de la mera supervivencia incluida en ella— depende fatalmente de su cotización en la bolsa fisiológica de la célula. Contra el riesgo y el acecho de la antipostura en cualquiera de nosotros no hay seguro y las especulaciones en esta bolsa sufren sorpresas espectaculares y paradójicas en sus oscilaciones de alza y baja, ya que el hombre al que no han podido derribar las guerras o las muertes de los seres queridos, se desploma —al parecer— por haberse pronunciado una pequeña frase del "no te quiero". En algún sitio oculto de su microrexis se ha agotado la soportación-resistencia y ya el sobrevivir mismo le parece un sinsentido completo. Es ridículo querer medir tal cansancio por métodos objetivos. De lo que un organismo es capaz o incapaz en un momento dado —hic et nunc— lo puede valorar tan sólo él, subjetivamente. Y esto es lo que importa. El caso especial del melancólico es que en él la patibilidad de la autognosia nunca se agota definitivamente. Incluso en los estados avanzados de la enfermedad puede medir subjetivamente la diferencia entre el sentir anterior, cuando su postura vital no estaba quebrantada, y el potencial actual de su sentir, el cambio entre el flojo, obtuso, apagado, empobrecido sentir de ahora frente a aquel que brotaba de fuentes vigorosas y se derramaba en cauces firmes. Con el resto de la autognosia y de la introspección puede valorar aún la medida del cambio, sin poder remediarlo, y ni siquiera quererlo. Con frialdad segura puede comprobar, igual que el doctor Astrov en el Tio Vania, de Chéjov: "Los sesos están en su lugar pero el sentir se ha gastado. No quiero nada, no necesito nada, no amo a nadie". Yendo por los caminos de la intropatía, el genial ruso ha sentado la definición exacta de la melancolía mejor que cualquier científico racionalizante. El sabía mucho sobre la inseparabilidad del Bíos y del patior. Todos sus personajes la acusan tanto si lloran como si ríen. Es este rasgo de creación intropática que nos une tan íntimamente con la verdad que de ellos se derrama: la vida es realmente «así». Y los hay en su obra que aún poseen el reto melancoloide del y ¿qué? Y otros que están a punto de sustituirlo por el otro, ya melancólico, del ¿para qué? Es lo peor que pueda ocurrir al hombre que durante toda su vida ha basado la maduración de su persona sobre el mucho sentir. Continúan los factores integrándose, pero su compás de convergencia ha cambiado. La valoración misma se hace lenta, dificultosa, de poca oxigenación; el engranaje antes fuerte, ahora se arrastra y repta y aun así cuesta más de lo necesario. La memoria también sigue la misma pauta, sus ecforias son perezosas y vienen escuetas, avaras, y hasta se hacen confusas e incoherentes. La comparación es aplastante, sin merced: ¿vale la pena vivir así? Si un "no" se instala pronto, la desviación de este cansancio progresará hacia la melancolía de postración. Si en vez de tal respuesta tajante se instala la duda, la progresión será la melancolía angustiada. Pero en ambos casos la presión insoportable vendrá de la sacudida que sufren el orden y la jerarquía de los valores. Sea en concienciación abrupta, sea en forma de duda torturante, el cambio crítico de que (tal vez, o ya seguramente) todo el orden y toda la jerarquía de lo pasado eran un error y una mentira, si esto de ahora ha podido ocurrir... Mientras la línea de su maduración, la estratificación progresiva de su persona y el método de la autocreación permanecen siendo los mismos todo va bien a pesar de los traumas. Si la tríada dinámica del valorandum-preferendum-optimum está regida por la misma capacidad de valoración, de autovaloración y revaloración, capacidad del sentir intenso-extenso habitual, los traumas pueden ser soportados y resistidos e incluso los valores perdidos pueden ser debidamente restituidos por otros a veces quizá totalmente opuestos. Éramos creyentes y por la experiencia de conocimientos perdemos la fe en Dios; es un problema para la persona interior, ya que hemos perdido un apoyo considerable en la postura ante la vida y el mundo cósmico. Pero podemos vivir también como agnósticos y hasta como ateos, si la verdad de la nueva experiencia ha sido debidamente revalorada y puesta en el sitio de la antigua mediante el mismo método de veracidad que hemos empleado desde siempre en todas las valoraciones anteriores, y si podemos permanecer fieles a la unidad innata-adquirida de nuestra persona. La condición para esto es la misma capacidad de la sensibilización y patiorización del agon. Podemos resistir los golpes más crueles de la vida, la muerte de nuestros queridos, la monstruosidad del hombre en la guerra o en la paz, la pérdida del amor o de la fortuna, podemos aceptarlo y seguir viviendo, si el tipo de la valoración (y de la revaloración) se mantiene suficientemente intacto en nosotros. Si lo pasado, concienciado en ]o presente y la proyección de lo futuro acusan el mismo tipo de coestesia vital frente a cualquiera de los traumas recibidos. Esto hace posible la básica confianza en nosotros mismos: la integridad de nuestra persona, piedra angular de la orientación vital. Con el deterioro de su capacidad de sentir, el klinoréctico se incapacita para revalorar sus vivencias de traumas por el mismo método de maduración que antes; sustituir los valores perdidos o menguados a causa del trauma por unos nuevos o revalorados. Pero, ¿dónde empieza el mal? No empieza al escalón de la introspección, introvisión, intropatía y comprensión, en la escala de la búsqueda de la verdad sino ya en el escalón de la realidad interior, en el sentir mismo. Y no precisamente en la gnosia (g), sino en la autognosia (gg ). El melancólico aún sigue valorando la cantidad-duración-intensidad del agon (a) y hasta las acepta, pero su duración le parece ya poco soportable, y para escudriñar su propia resistencia frente a su intensidad no encuentra la usual medida de sus fuerzas propias. ¿Agotamiento de fosfolípidos en su relación con proteínas? En cualquiera de tales conjeturas, el porqué de tal insuficiencia queda oscuro. Pero el fallo parcial de la autognosia impide la habitual búsqueda de la verdad de la que tanto goza el melancoloide y que ahora se cierra. Basta tan sólo para una triste comprensión de que antes no era así, que antes el sentir era más lleno y su evento más real. Como dice una enferma: "Es mi hijo, lo sé. Le amaba mucho antes, Ahora, doctor, créame, no siento nada por él. ¿Para qué vivir, si uno es así? Soy la última, la más abominable de las madres... O ¿no lo amé nunca? ¿También mi amor era una mentira? ¡Qué ser más despreciable soy!". En esta típica ficha clínica de una declaración recogida ad verbum está toda la tragedia del melancólico pronunciado. Seres responsables en su maduración de melancoloide, se convertirán después en autoacusadores. La desgracia del no sentir habrá sobrevenido por algún error propio, alguna falta contra la verdad interior. Quizá todo lo que creían haber conseguido —piensan— era un andamiaje falso. Si era así —y ¿cómo averiguarlo ahora cuando todo se ha oscurecido?— también lo pasada era error, mentira y máscara. Esto ha llegado a ser posible, o quizá ya seguro. Y es insoportable. El melancólico no duda de la verdad del mundo. Duda de que su propia persona sea verdad. Es curiosa la antítesis oréctica en el punto —"klono"-"klino"— entre el maníaco y el melancólico. En ambos se trata de reducción del sentir. Pero mientras el maníaco lo fuerza y lo cree indispensable para acelerar sus euforias, el mismo encogimiento de potencial emocional aplasta al melancólico y le despoja de las ganas de sobrevivir. Sin embargo, los dos conservan un residuo de la autognosia para poder auto-valorar, el primero su autoafirmación, el segundo su hundimiento a través del mismo evento oréctico del receso emocional. El punto "klono" y el punto "klino" se acercan aquí en la mesa de mandos emocional. De aquí puede partir también la reversión cíclica de autocreación. Siempre que las patergias no estén irreversiblemente agoladas en el klonoréctico, ni definitivamente cansadas en el klinoréctico. La recuperación, la rehabilitación, la reanimación, la vuelta en sí son siempre debidas al funcionamiento de las patergias, a la relación entre la forma y el patior (F : P); a algún esfuerzo adicional, alguna tensión del azar patotrópico, que surgen del depósito inescrutable del organismo. Un salvavidas de la última oportunidad. La valoración verídica en el klinoréctico, hasta su crisis, se debe principalmente a que el esfuerzo (AP) patotrópico y la tensión (TP) van normalmente a base de sinergismo equilibrado, la tensión hacia el acto concreto está debidamente apoyada por el esfuerzo de todo el organismo: conseguir la verdad en la valoración emocional real y actuar con arreglo a ella, sea agradable o desagradable. Este modo de valorar no es alterado por una tensión precipitada, como en el maniatoide. La relación AP: TP es sinergética, aun cuando tal equilibrio sea costoso. Con la crisis lo mismo ocurre en lo negativo: el cansancio se extiende sobre los dos proporcionadamente. La verdad conseguida ya no interesa, no es fuente de sintonía. ¿Para qué esforzarse y tender hacia ella? Aun conseguida, no es capaz de provocar el tonus ambivalente que alivia lo desagradable, ni de dar vigor a la persona si es agradable. En ambos casos ya es tan sólo más sufrimiento. Tal tonus repercute a su vez en todo el organismo. La integración factorial marcha aún, pero no está respaldada por las patergias de la forma como antes. La entropía está al acecho. La autorregulación v la autocorrección están en marcha lenta. El agon se debilita y la gnosia-autognosia le corresponden. La coestesia vital es una sensación crepuscular.
4. Melancolía de postraciónLa sintomatología exterior y fisiológica del melancólico es demasiado conocida para que nos ocupemos de ella aquí. Todos los síntomas de esta DOV y sus variedades tienen su punto de partida en el receso emocional-valorativo, este hecho disoréctico básico desde el repliegue de comportamiento de expresión y de gestos hasta la postración, estupor, confusión o suicidio. Una vez bien enfocada la importancia que la emoción valorativa y el patior tienen para la orientación vital de todos los seres vivos, la lógica de la patología klinoréctica es quizá de las más claras entre todas las DOV. Es la lógica de los sensibles que pueden orientarse bien en la vida mientras puedan valerse radicalmente de su talento de sensibilidad-patibilidad. Y que, cuando la pierden por alguna mala suerte, llegan hasta negarle a la vida todo su valor: sinsabor, desgana, aversión y náuseas. Una repugnancia progresiva hacia cualquier acto de vivir, de sobrevivir sin desearlo, tal supervivencia sin espera ni esperanza se instala en ellos como emoción-residuo dominante. El "toda-vía-siento-algo" en su interior es un basso-continuo de asqueo. La repugnancia también es una emoción y una prueba de que la reducción emocional no es total como en el esquizo-vacuum: los actos que proceden de tales valoraciones emocionales son comportamientos, aunque sean extremadamente negativos, pasivos, y aunque pudiéramos llamarles paradójicamente la voluntad de inercia, o ganas de entropía. En el fondo, esta repugnancia hacia los estímulos exteriores estriba en la aversión hacia uno mismo, hacia la ruina de su propia persona que desde el estallido de la reducción emocional es una autocaricatura en el espejo cóncavo del melancólico. Hasta los estados muy avanzados de la enfermedad, el residuo de su autognosia le permite ver el esperpento de su propia degeneración. Es un darse cuenta de la poca aceptación que tiene ahora cualquier estímulo, de la impotencia de soportarlo, de las desganas de resistirlo. Sin embargo, son suficientes para que el melancólico vea que no es el mundo que ha cambiado: era siempre "así"; ni los demás: eran siempre "así". Se lo dice, aunque muy lentamente, su memoria que, si bien no capta perfectamente el acontecer cercano, sabe servirle los contenidos de las matrices de sus experiencias lejanas para comparaciones que le hunden. Lo pasado no ha muerto, ni se esconde; pero este saber ya no sirve para otra cosa sino para medir confusamente las distancias de aquel orden desaparecido de la persona con esta ruina actual en la que se ha convertido; aquélla jerarquía firme de las verdades y de convicciones que ahora no son más que trapos y polvo. No «è fango il mondo», como dice Leopardi; es él mismo, el melancólico, que es "fango", una materia en descomposición, sucia y miserable, indigna y despreciable a sus propios ojos. Lo que digan los demás no tiene importancia cuando es él quien puede verlo realmente desde dentro. Pero mientras antes cualquiera de las verdades afrontadas desde dentro tenía un valor considerable para él, por desagradable que fuera, ahora es precisamente la verdad la que le llena de asco. La repugnancia repercute a su vez sobre todo el organismo con su tonus exclusivamente negativo, afecta la buena marcha de la integración factorial, apaga el sinergetismo del esfuerzo-tensión, es un disolvente para los fisioquimismos: la descomposición de la maduración de la persona lleva consigo necesariamente la desagregación de los sistemas factoriales subyacentes. Todo afecta a todo. Tales estragos disolventes influyen en la coestesia vital de la persona: allí la unidad de lo innato-adquirido ya no es una síntesis-relámpago, sino una luz confusa y decrépita. Por esta nefasta disolución del sentir, la autognosia subestimativa de sus propias capacidades y fuerzas también cunde en lo negativo. Y según el caso, un melancólico ("el trapo y el miserable que soy") se sentirá incapaz de sostener a su familia, ya que a lo mejor se muere de hambre con tal padre; el otro, ferviente autocreador religioso, piensa que Dios le ha abandonado definitivamente porque tal demonio infiel no merece otra cosa que el más hondo infierno; el tercero, que en tal individuo sucio como él, es natural que los órganos mismos se pudran: el estómago, el corazón, el cerebro no tienen por qué funcionar en un tal ser vacío e inútil; ni los demás tienen que cuidar del ser falso o asesino que él era siempre bajo su máscara y mentira. La muerte está en él, y el único esfuerzo que le parece que vale la pena es el de acabar en el suicidio cuanto antes. Y si es ya así, ¿qué sentido tendría el levantarse de la cama, tomar medicinas, o simplemente buscar cualquier sentido a cualquier cosa? ¿Para que? ¿Abrir la ventana, que entre el sol? ¿Para qué? El sol no tiene ni calor ni luz. El mismo sensorium llega a los umbrales más bajos de su receptividad. El calor y la luz dependen de nosotros, de lo que hagamos con ellos en nuestro interior. Si no podemos sentirlos, o no como antes podíamos, no son ni calor ni luz. Para que tengan algún valor, hay que poder y querer valorarlos. La melancolía simple tiene uno de sus prototipos en la melancolía involutiva senil. Aun sin llegar a los extremos, el hombre que envejece siente a menudo una creciente reducción emocional con los años. Es una sabiduría primitiva y vulgar decir que la senectud se mide por el estado de las arterias. La razón elevada de la colesterina, del azúcar, de la urea o de la presión arterial no nos hace viejos como personas; la desensibilización y la depatiorización afectiva, sí. Suele ocurrir, pero no es indispensable, que la crisis klinoréctica estalle a raíz de un acontecimiento deprimente que parece desencadenarla. En realidad, es el cansancio previo, acumulado solapadamente, la fatiga esencial que va acumulándose allanando en el punto "klino" la resistencia y la soportación patotrópica. Por fuera nos parece entonces que los efectos traumatizantes hayan tocado a un valor-límite del enfermo, un punto especialmente sensible, el punto flaco, el talón de Aquiles. No cualquiera de las inseguridades, inferioridades, soledades, muertes o frustraciones posibles, sino nada más que ésta. Y al observador le parece no pocas veces insignificante o desproporcionada como causa de tan grave crisis en un hombre que hasta ahora ha sabido enfrentarse valientemente con situaciones mucho más desastrosas. Pero el devenir klinoréctico queda regularmente escondido para el observador que mira por encima de la realidad interior. La efectividad siniestra de la traumaturgia de la vida rompe la barrera por hendiduras invisibles. Donde ella no ha hecho lo suyo el acontecimiento de una desgracia puede hundir a cualquiera de nosotros en una depresión provisional sin alterar la postura vital habitual, lo que es básico para el diagnóstico diferencial entre depresión y melancolía. En la depresión nos aflige algún agon siniestro de estímulos, pero aún valoramos como de costumbre, desde la plataforma de la misma postura vital habitual, y la depresión, por fuerte o duradera que sea, tiene tanto para el afligido como para el médico su lógica, incluso racional, de premisas explorables. En la melancolía postrada, el cambio es de la postura vital en el mismo tipo de valoración habitual y para escudriñarlo hay que bajar a la microrexis subracional. El cambio de la postura vital en el klinoréctico consumado es realmente radical y la Daseins-Biologie tiene aquí un material precioso para captar de qué variaciones es capaz el organismo, mientras que la personología no sale de sus asombros ante estos extremos: el hombre que antes era un amador apasionado de la vida, ahora se asquea ante ella y la rechaza; que antes sabía cómo vivir, ahora está falto de tal sabiduría; que antes aceptaba el sufrimiento como inmanente en la vida, ahora no sabe para qué podría serle útil tal aceptación. Las diferencias y los cambios de la postura vital ganarán en relieve si confrontamos las dos posturas del melancoloide y del klinoréctico en un resumen esquemático:
Frente a las indicaciones esenciales de la postura melancoloide, el desvío hacia la melancolía acusará unos cambios poderosos. A lo mejor no se manifestará nunca y la carrera de la autocreación irá aumentando en éxitos interiores hasta el fin de la vida, a pesar de todos los escollos y traumas. El melancoloide es el prototipo de la higiene interior del autoconocimiento cara a los riesgos de la antipostura. Definición. Definiremos la klinorexia (melancolía simple de postración, de involución) como desorientación vital surgida en la postura vital habitualmente hipohórmica, en la cual, y a causa de traumas exógenos o endógenos, se agota la soportación del organismo-persona frente a la presión factorial, reduciéndose la función valorativa a la gnosia cuantitativa de estímulos, por lo que tanto el mismo esfuerzo-tensión hacia la supervivencia como la autovaloración resultan inútiles para el valorante (comportamiento de postración).
5. Klinorexia agitadaSi en el punto "klino", en vez del abandono pasivo del tipo de valoración habitual, real y verídica, aparecen la duda y la angustia ante el cambio de la sensibilidad, la DOV melancólica toma otros aspectos' de desviación oréctica. La duda y la angustia son fenómenos afectivos de agitación, no de postración y de pasividad. Interfactorialmente, suponen que el ego oscilatorio no ha sido inhibido, no ha sufrido una involución aplastante, y que allí los electrólitos son aún capaces de hacer su coreografía de equilibrios entre el natrio, potasio, calcio, magnesio, etc. Que aún subsiste la movilidad egotina aunque ni la estructura Hf, ni las instintinas la favorecen; que la excitación-emoción no se ha reducido tanto como para hundir al organismo-persona en el estado de postración. El ego que se mueve, y en la medida en que aún puede funcionar, a pesar de la constelación interfactorial involutiva, es un antiagente de la melancolía postrada y un socorro contra la homogeneización y la entropía de la forma. Sin cierta capacidad de la función oscilatoria ni la duda, ni la angustia pueden ocurrir. Ellas son signos de que el melancólico no ha abandonado todavía la lucha por la supervivencia y que antes de capitular aún encuentra fuerzas para alarmarse ante la amenaza grave del cambio total de su postura vital. Su agitación puede ser una buena señal para una recuperación, para el retorno al tipo de valoración habitual, y es una condición de la probabilidad biósica: siente el cambio que se está produciendo en su interior como una amenaza y no como una irreversibilidad fatal. La involución emocional-valorativa no ha logrado un grado en el que la valoración real-verídica, la introspección habitual hubieran perdido completamente sus criterios de utilidad vital. El patior aún compone sus esfuerzos-tensiones, el organismo total acude a los sitios de la crisis con las restantes fuerzas de autocreación y su socorro lleva señales de alarma. El tipo habitual de la maduración de la persona intenta imponerse aún en el borde del abismo. Pero ni la duda ni la angustia son instrumentos que el melancólico —o el aún melancoloide— sabe manejar en su provecho. Tiene poca experiencia de ellos. De su línea de maduración ha sido precisamente proscrita la duda que dura, la duda extensiva. En su valoración habitual algo es verdad o no es verdad sentida, ya que mientras no sea una verdad subjetiva completa se trabaja para lograrla. Se pueden revalorar todos los valores. Una verdad que ha perdido su puesto en la jerarquía de los valores es simplemente una inferioridad; para eliminarla uno tiene a su disposición este instrumento precioso que es la superación directa. Mientras no consigue la nueva revaloración, el melancoloide trabajará dura e incansablemente en su taller interior, pero verdad tiene que ser. Con la estrategia de dudas este responsable no sabe vivir. Y ahora, en su punto "klino" son dudas de toda clase que invaden su terreno de realidad interior, dudas sobre las cosas esenciales, incluso sobre el mismo método de la veracidad, su más seguro apoyo para la maduración rectilínea. ¿Es la vida realmente así como él la creía captar hasta ahora? La respuesta segura que solía cristalizarse en él en lo pasado a base de un "sí o no" averiguado, ahora reviste un "si y no" penoso por desacostumbrado, ajeno a su modo de elaborar las respuestas. Una inseguridad constante le amenaza, sea cual fuere el objeto de la gnosia-autognosia. No es capaz de averiguar con certeza ni aquello de lo que es capaz. Como si cualquier estímulo que llega para ser elaborado en su orexis buscara caminos nuevos, sin encontrar los verdaderos. Y como si de sus matrices mnésicas, los valores consagrados emprendieran una emigración: Dios, el no-Dios, la patria (o la no-patria), el hombre, la familia, el amor, el odio y mil otras cosas y hasta todas ellas, antes tan seguras en su sitio mnésico, ahora se mueven y quieren cambiar de lugar sin que uno tenga el tiempo necesario para su revaloración, ni se sienta capaz de hacerlo. Y la más amenazadora entre todas ellas, es la extraña duda superior: el sitio que todos estos valores ocupaban hasta ahora, ¿era un sitio realmente adecuado o quizá falso? La seguridad anterior puede ser que fuera ilusiva, errónea, y que la verdad conseguida fuera también un teatro, un truco de debilidad y de compromiso insincero y no hogar consagrado del vivir según la ley fielmente obedecida de la autocreación limpia y cristalizada. Pero ni siquiera sobre esto está seguro. Si fuese así, uno se enfrentaría con esta ruina total de la persona, y la respuesta también estaría segura: que así no vale la pena continuar viviendo. Pero es la duda, tan sólo la duda, insoportable y dolorosa, porque es maliciosa negación de toda persona. ¿Vale la pena debatirse entre estas dudas? La angustia, hija de la duda, le sugerirá que aún vale la pena. Todo en el klinoréctico agitado tiene este sello de "aún". Este "aún" podría analizarse hacia un "a pesar de todo", o hacia un "por encima" o "por debajo" de todo. A pesar de la ruina amenazadora de su persona, por encima de las dudas, por debajo de lo presente doloroso. La angustia es —lo hemos dicho ya— la proyección de una amenaza posible cercana o lejana a diferencia del miedo que es la misma emoción con una amenaza ya desencadenada. En la secuencia afectiva duda-angustia la duda es la amenaza proyectiva: la vacilación posible, probable, casi presente de los valores, pero no es una gnosia definitiva de su derrumbamiento consumado. Queda aún alguna probabilidad de que el derribo no se efectúe. Pero esta posibilidad no es la de la esperanza, antes bien la de una desesperación. La verdad asequible está bajo el interrogante. ¿Se puede lograr? Aquélla anterior ¿era verdad? Ahora es insegura. En la agitación de una a otra pared de las valoraciones, la puerta de salida se confunde o no se encuentra. Y se duda ya de que pueda encontrarse del todo. Donde la satisfacción de la verdad conseguida no se siente, el tonus ambivalente desaparece y sólo queda lo progresivamente negativo de las distonías. El estado del melancólico agitado es horrible; quizá lo supera en sufrimiento tan sólo el del obsesivo, del anankoréctico. Ambos están al borde de lo insoportable y del suicidio. Pero en el obsesivo las instintinas no son hipohórmicas, mientras que en el melancólico lo son. Cierta impotencia hacia los actos allana de algún modo las torturas de la angustia melancólica. El melancólico se debate entre una afectabilidad recesiva que corta la agudeza de las garras de angustia. Pero mientras haya angustia, el abismo de la postración, de la capitulación, del hundimiento, no le tragará. Es al mismo tiempo una señal de que subsiste aún la posibilidad de la vuelta cíclica al extremo klonoréctico. No hay posibilidad de tal retorno donde la angustia no ha creado cierta fiebre afectiva en la cual pueden surgir las fuerzas dormidas de la autocorrección. La angustia es el síntoma por el que podemos concluir que el organismo aún dispone de reservas de recuperación. Esta fiebre afectiva, no necesariamente térmica, es más eficaz que el electroshock y tiene la tendencia de restituir al melancólico su capacidad de sensibilización por la extensión de la duda: si por la recuperación de la capacidad valorativa la duda pudiera ser liquidada mediante el restablecimiento de la seguridad en la verdad, sería un retorno hacia el estado sano que incita hacia la precipitación de la meta-fase, tendencia semejante al tipo de valoración maníaco en cuanto a la función valorativa. ¡Es un antagonismo diabólico! Un pandemonio de posturas y antiposturas. La primera tiende hacia más tiempo-espacio valorativo; la segunda, hacia su recorte. Si esta última predomina, es posible que se abra una brecha hacia la reversión klonoréctica. Finalmente, si la angustia se agota, sobreviene la postración, la capitulación definitiva [2]. Definición. Definiremos la klinorexia agitada como desorientación vital en la cual se conserva, dentro del síndrome de la melancolía simple, cierto grado de autognosia con aceptación vacilante, soportación intermitente y resistencia tentativa frente a los estímulos desagradables, que provoca la angustia ante la pérdida total de la postura vital habitual, y conduce al comportamiento de agitación impotente entre el retorno hacia ella y el agotamiento de postración.
6. El fenómeno cíclico¿Cuál es el sentido de la lección, tan paradójica para nuestra pobre lógica geométrica y racionalista, que Bíos nos quiere dar con el ciclo alternante de melancolía y de manía en la misma persona? ¿Cuales son las fuerzas ocultas del organismo-persona, de la misma célula o de las estadísticas atómicas por debajo de ellas, que producen el contradictorio fenómeno "klino-klono" con sus ritmos antagónicos de "andante" seguido de repente o crónicamente por un "presto" de todos los fisioquimismos, de toda la orexis? A pesar de que aumenten cada vez más los. estudios sobre los varios fenómenos cíclicos del organismo, sobre los períodos generales de la marea alta y baja en sus funciones y sobre su ritmo cambiable, la respuesta concreta y satisfactoria para el caso que nos interesa aquí no se encuentra, y si la vanidad científica no nos prohibiera manejar el vocablo milagro bien podría servirnos de escape aquí. En vez de esto, lo sustituimos por el de reversión, pero éste nos es útil tan sólo para señalar el hecho, un conjunto de hechos, un evento bien complejo, sin explicación. Las palabras autorregulación y autocorrección también andan con muletas aquí y las interpretaciones sobre el "¿por qué?" de esta reversión tropiezan pronto contra sus paredes de impotencia. Podemos buscar analogías en las observaciones de que el organismo está sometido en general a los ritmos de "supervivencia-degeneración", o "ímpetu-cansancio" o "sueño-vigilia"; o decir que casi en todos los momentos de la orientación vital podemos comprobar la presencia alternante de vitalidad y de desfallecimiento; o que el asténico acusa constitucionalmente, en pequeña escala, lo que en sus extremos nos muestra la reversión "klino-klono". Queda siempre algo que nos hace perplejos ante la ambivalidez de tal "restricción-exaltación" en el mismo organismo. Y es el mismo organismo que, hoy cansado mortalmente, postrado e inerte, encuentra medios para emprender mañana una carrera loca hacia la euforia a toda costa. Más aún, que durante semanas o meses está bajando progresivamente hacia los extremos de la melancolía, para volver después a un período en el que se aproxima al polo opuesto de la manía cambiando casi totalmente la postura vital de la misma persona. Hemos visto en los antecedentes que este cambio no es de matices insignificantes, sino muy radical. Un cambio que para el orectólogo representa más problemas que para el fisiólogo y el médico. Todo es contradicción en tal cambio y en este periodicismo, hablando orécticamente. Triste, confuso y pasivo ayer, los ojos del enfermo se llenan de luces hoy, su cara se distiende en sonrisa, sus músculos reemprenden su motricidad. El cambio interior es aún más sorprendente. Las instintinas, somnolientas y agotadas, han recibido unos refuerzos del metabolismo, y el mismo ego, tan mal servido antes, rehabilita la coreografía de sus oscilaciones. ¿Cómo y por qué? La metafase emocional-valorativa en plena recesión de sensibilidad, empieza a extenderse de nuevo y a dar más tiempo a la valoración. La realidad y la verdad de la gnosia-autognosia surgen de nuevo como una posibilidad de reanimación introspectiva. Es en este punto donde se decidirá (ahora: punto "klino-klono") si la reversión se encaminará hacia el retorno melancoloide —¡la autocuración!— o bien se lanzará hacia el tipo maniatoide y hasta maníaco. En este último caso la rehabilitación hacia la valoración extensa y el engranaje se parará a medio camino: la involución melancólica se convertirá en reducción klonoréctica, que facilita las valoraciones rápidas y superficiales, y que instala la correa en vez del engranaje. Pero ¡qué cambio profundo en el mismo carácter de hombre! El melancoloide, prototipo del hombre responsable, cede el plazo a su antípoda, el hombre estratego. El personocéntrico de ayer, ahora se vuelve apasionado del éxito exterior. El tipo de la maduración de la persona pertenece también al polo opuesto. En vez de tender hacia el mucho sentir, ahora es la euforia a toda costa. La fidelidad hacia sí mismo está vendida por el fácil vivir. El patior que hace poco parecía absolutamente insoportable, y que sugería que ya no vale la pena vivir, ahora reemprende el vuelo de sus esfuerzos-tensiones: la fatiga ha desaparecido. Algunas drogas tienen esta magia de conversión total, mientras duren sus efectos. ¿De qué droga dispone el organismo para que tales cambios puedan producirse con efectos duraderos y retardados? ¿Cuál de los enzimas hace aquí el papel de conmutador rojo? Tales enigmas son la muerte de todas las caracterologías racionalistas. La lógica del Bíos es una lógica arracional y cuanto más nos empeñamos en fabricar fórmulas que en sus equivalencias no toman en consideración la constante de desviación entre la lógica racional y la biológica, más fallos contienen nuestras ecuaciones orgullosas. ¡Cuan mentirosas son las matemáticas juguetonas de la "psicometría" frente a semejantes fenómenos! Si no podemos dar explicaciones, quedémonos, pues, con los hechos de que también esto es posible: que el organismo puede, por sus propias fuerzas de conmutación, salvarse de la desorientación vital total, de la locura, invirtiendo los tipos habituales de la integración factorial, del patior y de la maduración de la persona, sin que ésta se desdoble, sin que se escinda. Y haciéndolo, desde el punto "klino-klono", en ambas direcciones: desde los estados de melancolía hacia los de manía, y viceversa. Más aún, que en el camino de esta inversión, un paro en un punto de equilibrio recuperado también es posible. Ayudado o no por nuestros fármacos dudosos, el melancoloide —u otro tipo de valoración verídica— puede recobrar por esta intervención misteriosa del Bíos su capacidad de sensibilidad-patibilidad habitual. Bíos es caprichoso y no muy compasivo con nosotros. Sólo sus estadísticas son generosas. Las estadísticas del milagro, no las de la probabilidad calculable. El patior insoportable no es de su interés, ya que quiebra la forma que aún podría subsistir y funcionar. Dentro de su lujosa experimentación, inventa a veces sus trucos para que al hombre le parezca el sufrimiento menos insoportable y la huida de él aún probable. El abismo de la entropía y el borde de la negentropía son en nosotros de distancia milimétrica, o menor. El Bíos-Conmutador de la felicidad humana no tiene que hacer grandes esfuerzos para reducir estas distancias, ya que para sobrevivir, al hombre le basta a veces un angström en el declive. Un pequeño, minucioso "reflejo de orientación", como dicen los reflejólogos, en su miedo de aceptar la noción de "valoración".
Notas: [1] «Pesando en igual balanza el placer y la aflicción.» (Hamlet, I, 2.) [2] Frente al complicado estado oréctico de la melancolía agitada, los problemas del terapeuta son complejos. Tanto la rutina de la sismoterapia, como la de los fármacos, fallan fácilmente si no se tienen en cuenta las diferencias orécticas que caracterizan los dos tipos de la klinorexia. Mientras, por ejemplo, el electroshock y la imipramina sacuden y estimulan el retomo a la sensibilidad en la melancolía simple —si el metabolismo Hf no está agotado—, cabe dentro de la lógica de nuestras explicaciones orécticas que en la melancolía agitada sean ineficaces o contraproducentes. Si intentamos reducir radicalmente la angustia con los llamados «tranquilizantes» o «neurolépticos», corremos el riesgo de aniquilar el último reducto de soportación-resistencia que es el ego oscilatorio, arrastrando al enfermo hacia más involución afectiva y a la postración. Y efectos similares, negativos, se producirán si descuidamos reforzar el metabolismo y las instintinas antes de atacar directamente el estado de la metafase emocional-valorativa. Toda farmacoterapia en las DOV depende del estudio de los fenómenos orécticos, afectivos, que tan fácilmente pierden su significado real de comportamiento si nos limitamos a mirarlos tan sólo en los esquemas generales de «depresión-sobreexcitación», simplificaciones abusivas. |
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