Emoción y sufrimiento. V.J. Wukmir, 1967.
A mis hijas
Prólogo
«La raison, qui n'a jamáis séché une larme.» Tres ideas básicas prevalecen en mi experiencia endoantropológica. Primera: la emoción determina el comportamiento de todos los seres vivos. Segunda: el fenómeno del sufrimiento (patior) es inmanente en cualquier manifestación de la vida y funcionalmente inseparable de ella. Tercera: la conservación de la forma de los seres vivos es la finalidad biósica de su lucha por la supervivencia. Las dos primeras no son nuevas. Desde siempre, el arte ha demostrado la validez de la tesis sobre la emoción y un gran sistema oriental de pensamiento tomó como punto de partida el fenómeno del sufrimiento, al considerarlo hecho primordial de la vida. En cambio, la ciencia moderna del hombre blanco no ha prestado la debida atención a los fenómenos afectivos y se mostró totalmente refractaria a la introducción del sufrimiento entre los hechos dignos de estudio. Este retraso de la ciencia en lo que concierne al arte y al pensamiento orientales coincidió con una larga época de la civilización del hombre blanco en la cual sus descubrimientos y su actuación como hacedor activo de la historia le alejaron de las -fuentes de su vida interior. Durante todo el tiempo de exteriorización digamos tecnológica, este conquistador de los espacios vitales antes ha hecho sufrir a los demás que estudiar el sufrimiento sobre sí mismo. No es de extrañar, pues, que en la actual gran crisis de su postura vital y ante la obligación indispensable de revalorarla, la tarea de elucidar el verdadero .papel de la emoción en la motivación del comportamiento avance a tientas, y que el sufrimiento sea un término técnico casi desconocido en sus diccionarios de la endoantropología. En cuanto a la forma, su noción estaba demasiado tiempo identificada con la noción de la estructura y ligada por ello a la definición de la «totalidad de las partes» para que cediera fácilmente a unos conceptos nuevos, enfocándolos como energía superestructural. Estas ideas, aplicadas radicalmente, entran, como es natural, en colisión abierta con ciertos sectores racionalistas y amenazan la posición privilegiada que la Razón ha conquistado en las interpretaciones tradicionales del comportamiento desde que se la otorgaron los sabios griegos. La Razón ha sido elevada a la norma absoluta del conocimiento humano y ala ecuación suprema de la realidad asequible al hombre; la han aplicado a la experiencia consciente, considerándola como manantial de la Verdad y arbitro todopoderoso entre el bien y el mal. Paradójicamente, se construyeron altares en su honor en medio de revoluciones sangrientas como en la francesa. Y hasta se llegó a la creencia de que ella sola, escrita con letra mayúscula, permite al hombre el empleo justificado de aquel verbo de síntesis mágica que es el verbo ser. Fórmulas axiomáticas tales como Cogito, ergo sum y Esse est percipi parecían asegurar su prestigio para siempre y su culto se mantiene con fervor por sectas neopositivistas y mecanicistas. Pero yo salgo —aún vivo, y por milagro— de dos guerras mundiales. Frente a las experiencias que recogí abundantemente en tal laboratorio ya nadie puede convencerme de que la Razón tenía algo que ver con ellas, ni que pueda ser ella el poder que nos salvará de la tercera que estamos preparando con tanta sabiduría tecnológica. Como en todo el resto de la historia humana, serán ciertas emociones negativas y destructivas, tales como miedo y odio, los aguijones afectivos de la frustración y de la injusticia y la soberbia de las sobrevaloraciones las que otra vez liberarán nuestro asesino potencial. Y también es cierto que si alguna industria farmacológica pudiera suministrarnos algún miligramo más de compasión, semejante droga podría ser mucho más efectiva para la paz que toneladas de argumentos racionales lanzados en su favor. La posición tradicional de la razón en la motivación del comportamiento humano es errónea como ciencia y falsa como ética. Lo sabían bien los Eurípides, los Shakespeare, los Dostoievski. Lo empieza a entrever también la biología moderna. Explorando la minúscula célula, la biología se percata cada vez más de que la orientación vital de todo ser vivo obedece siempre a las mismas leyes fundamentales de supervivencia; tanto en una ameba como en los actos de elevada creación de este ser privilegiado que tiene la audacia de llamarse a sí mismo Homo sapiens. Expuesto al riesgo de vivir, incluso el protozoario unicelular dispone de criterios innatos y refinados para poder sentir las diferencias entre lo agradable y lo desagradable, lo útil y lo pernicioso para su existencia; y que mediante el empleo de ciertos esfuerzos individuales (patior) puede tender hacia lo agradable-útil y huir de lo desagradable, orientándose soberanamente sin pedir instrucciones a un foro superior tal como la razón. Mientras funcionen su sensibilidad y su patotropismo pueden sobrevivir y saber cómo comportarse con arreglo a este fin tanto el paramecium como el hombre. Aun con la posición cambiada, le quedan a la razón —que ya no se escribe con letra mayúscula— una serie de funciones importantísimas al servicio del Homo imaginativus. La de descifrador hábil de ciertos mensajes autoritarios y profundos que recibe, aunque no los fabrica; la de un traductor experto de signos jeroglíficos de la memoria al lenguaje de las palabras; la de un comentarista explicativo del código de instrucciones que surgen del subsuelo de la experiencia subjetiva; la de un articulador sutil del sentir y del patior cuando surge la necesidad de expresarlos y comunicarlos a los demás. Un letrado refinado, un formulador sea del bien o del mal, pero no un director de decisiones ni juez autoritario de nuestros actos. Aun con tales reajustes biológicos, han quedado sin la debida exploración la extensión y el dominio de lo afectivo por debajo del razonamiento, articulado verbalmente. Tan sólo desde que descubrí —por mi propia cuenta— que la función misma del conocimiento y la comprensión también son fenómenos afectivos, emocionales, me atreví a reclamar, ya con plena convicción, cierta corrección de aquellas formulas mágicas del cogito y del percipi en Patior, ergo sum y en Esse est sentire. Como se ve, tratábase tan sólo de la sustitución de dos palabras. Pero el cambio significaría, entre otras cosas, que el hombre no puede actuar ni pensar sin patior y sin sentire. Este libro —como los anteriores referentes a la teoría oréctica de la orientación vital— quiere aclarar algo más el sentido de estas dos palabras. El lector no hallará en él matemáticas ni estadísticas, y tampoco referencias a la psicología experimental de los computers. Me ocupo exclusivamente de los fenómenos subjetivos y de aquella parte de la personología a la que apenas se pueden aplicar las matemáticas actuales; en la que los tests más sutiles resultan fácilmente arbitrarios y todas las maquinillas de medición unos instrumentos bárbaros. No tenemos estesiómetros que midieran las emociones, ni patómetros que lo hicieran con el sufrimiento. Pero las verdades que se buscan aquí también tienen su método de verificación experimental: el de la introspección vigilada, de la autognosia honrada. He procedido en ello según la buena receta de aquel gran precursor de la personología occidental que es Miguel de Montaigne: Je me suis presenté moy mesme á moy, pour argument et pour subject. Muy agradecido a todos los que me proporcionaron sus resultados midiendo la curiosidad de las ratas, la furia de los gatos descerebrados, la salivación condicionada de los perros, el miedo de los monos ante las madres artificiales, los dilemas de los peces entre conservación y procreación, etc., yo me creí apto para servirme a mí mismo de conejo de Indias. Creo que uno no puede captar más verdad que la que es capaz de lograr en sí mismo. |
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