El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. CAPITULO ILOS DUEÑOS MILENARIOS: SOBREVIVIR, PROCREAR, CREAR
Los instintos de conservación —Primus— y de procreación —Secundus— son patrimonio de todo el mundo animal, zoico. El instinto de creación —Tertius— es más bien típico del hombre; es, por antonomasia, antrópico. Su desarrollo en nuestra especie está marcado principalmente por la capacidad aumentada de la imaginación, que permite al hombre una mejor comprensión de su mundo que al animal del suyo. Este progreso ha sido naturalmente determinado por el refinamiento de la estructura, que permitió al ser humano una amplia medida de proyección de imágenes y su conversión en ideas. La antropología busca las diferencias que justifiquen, por el mayor desarrollo del cerebro, las distancias que en la facultad proyectiva separan a nuestros precursores tales como los pitecántropos, antropopitecos y varios otros tipos de hombre prehistórico (Neanderthal, Cro-Magnon, etc.), del tipo general de nuestra especie de hoy. Nosotros nos inclinamos a creer que todos estos prototipos, cuyos vestigios se encuentran en excavaciones, disponían ya, en gran medida, de la imaginación. Esto es absolutamente seguro por lo que se refiere al hombre de Cro-Magnon, que nos dejó huellas de su complicado instrumental y, más aún, de un arte que casi en nada es inferior al nuestro. Psicológicamente, en nada. Por otra parte, el acercamiento de la ciencia a las especies de los monos ha dado como resultado averiguar que la imaginación existe también en ellos de una manera sorprendente. Asimismo, algunos rudimentos correspondientes a tal facultad han podido encontrarse en animales inferiores, incluso en insectos y peces. Por consiguiente, la proyección previsora, la anticipación de lo posible y de lo más útil, el dilema valorativo resuelto por la imaginación, no es un privilegio exclusivo de nuestra especie. Esto permitió a muchos zoólogos hablar justificadamente de la inteligencia de los animales. Y la inteligencia no es otra cosa que un manejo de ideas, es decir, de abreviaciones de las imágenes primarias, convertidas en signos mnésicos abstractos. La capacidad proyectiva de nuestro género, la proyección imaginativa e ideativa, progresa continuamente, y el potencial de tal progreso no parece estancarse. Incluso podemos captar, de década en década, los pasos de este progreso: la concienciación de lo desconocido, tanto a nuestro alrededor como en nuestro interior, radica en el signo del potencial proyectivo que está en aumento. Lo han subrayado con acierto, entre otros, los trabajos de Nieto y de Gómez Caamaño en conexión con la adaptación del hombre a las condiciones aero y astronáuticas [1], completamente nuevas para nuestra especie, y que sin potencial imaginativo amplificable no hubieran podido darse. Una vez en marcha dentro del organismo humano, la capacidad tercio-instintiva no solamente sirvió al hombre para convertirle en creador de cosas nuevas con la imaginación inventiva, sino también para actuar con más eficacia de auxiliar en sus orientaciones de conservación y de procreación. No solamente se inventó el fuego, la pintura y la música, sino que también cambió, debido al progreso de los métodos proyectivos, su modo de cobijarse y de vestirse, de alimentarse, y también su manera de vivir en grupos familiares. Su primitivismo zoico cambió igualmente, gracias a sus actividades tercio-instintivas, dando nacimiento a la civilización técnica de mayor comodidad entre las circunstancias cambiadas. Los tres instintos conviven en nosotros usando las mismas sustancias impulsoras dirigidas al comportamiento de la conservación, de la procreación y de la creación. La propagación de un estímulo que ha de conducirnos a los actos de alimentación, a los actos sexuales o a los actos de creación necesita, por ejemplo, la misma actuación de la acetilcolina o de la noradrenalina, etcétera, en los conductos neurónicos, para que el estímulo se convierta en acto. Lo que los diferencia es la presentación de las necesidades. Estas necesidades son distintas —también químicamente— si se trata del hambre de nuestro estómago, de la presión de las glándulas sexuales o de la necesidad de revalorar nuestras ideas. Y la elaboración emocional será diferente según la dirección de estas necesidades. En cambio, el esquema de la inducción a su satisfacción será siempre el mismo: el impulso nervioso, presentado por la necesidad (ego), tendrá siempre el mismo camino usual de la propagación neurónica. El escudriñamiento de cómo funciona esta inducción en cada uno de nosotros, es decir, el endograma de los instintos, formará el primer capítulo de nuestro cuestionario. La autoobservación de nuestras capacidades de conservamos y de procrear, esta parte zoica nuestra, nos permitirá, a pesar de sus aspectos banales, emplear gradualmente los mismos métodos de introspección, también para las manifestaciones tercio-instintivas.
A. CONSERVACIÓN (I1)
EL INSTINTO EN LA INDUCCIÓN AL COMPORTAMIENTO DE CONSERVACIÓN Y LA VALIDACIÓN DE LAS NECESIDADES DEL EGO EN CONEXIÓN CON:
INDUCCIÓN AL COMPORTAMIENTO DE CONSERVACIÓN EN CONEXIÓN CON LA SALUD, EL CLIMA, EL DESCANSO, EL SUEÑO, EL RECREO. I1 1. Autoexamen sobre la salud
GLOSA 1.—Sobre la importancia de ocuparse uno de sí mismo.Al presentar el primer espécimen de nuestros cuestionarios, el lector verá en seguida a dónde vamos con ellos. Le será extremadamente fácil contestar a la mayor parte de las preguntas que contiene: sobre todo si fuésemos nosotros quienes le preguntásemos. La cosa ya no es tan fácil si se trata de uno mismo, como se da el caso. Con los demás mantenemos conversaciones que en su mayor parte son poco responsables; con nuestra querida persona propia ya no podemos escaparnos ante cierta responsabilidad. Entre los números 40 y 51 hay cosas que caracterizan esencialmente a la persona (llamémosla persona del experimento, «Pe», aunque seamos nosotros mismos quienes nos lo hagamos). En una conversación cotidiana, una de aquellas respuestas (que suponen preguntas) puede ser lanzada al interlocutor de cualquier manera. «¡Bah! La muerte no me da miedo». «Lo principal es tener una vida llena y no ahorrarse nada». «No me importa morir prematuramente con tal de que se cumpla lo que me impulsa desde dentro». Estas frases y otras semejantes, que se pronuncian a cada paso, quizá suenen bien en la conversación con los demás, pero pueden ser total o parcialmente falsas, dichas ad hoc, porque participan más o menos de una comedia que nos complacemos en representar para nosotros mismos. En la confrontación con nuestro propio espejo, dichas frases requieren más verdad, más sinceridad, porque a este espejo, aun cuando sea turbio, no se le puede engañar fácilmente. No nos refleja tan sólo: incluso es capaz de hablamos, a veces con crudeza. «¡Sí que tienes miedo a la muerte, sí que piensas en ella; quieres vivir una vida larga, embustero!» Y si no queremos vivir con más mentiras y falsas ilusiones de lo que es necesario, y si la hipocresía interior nos molesta —buena señal—, tenemos que averiguar quién tiene razón: ese implacable espejo o nosotros. El lector se dará cuenta, al repasar de prisa este primer cuestionario, que no solamente tales «filosofías» interiores, sino cualquiera de las preguntas, aun las más simples, pueden abrir puertas de cierto interés para nuestra propia verdad. Por ejemplo, las contestaciones a las simples preguntas sobre los deportes (58-64) podrán revelarnos, si nos interesa la sinceridad, muchas cosas sobre la situación de nuestros instintos de conservación y, con ello, también sobre nuestro temperamento. Es distinto si practicamos judo o esgrima para emplear estas habilidades con los demás, fuera de la contienda deportiva, que si nos gustan tan sólo por la belleza que puede encerrar cada una de ellas. También estas preguntas, si obtienen respuestas meditadas y francas, nos confirmarán que tenemos miedo ante ciertos adversarios posibles y que nos preparamos para este caso, o bien si somos valientes de verdad, y entonces estos preparativos no nos sirven para herir y matar al prójimo. Descubriremos así fácilmente, a veces bajo una pregunta inocua, la verdadera fuerza de nuestro instinto de conservación: si es fuerte, no se necesitarán tantos preparativos ni armas; si no lo es, nos impulsará a la prevención y a la defensa. Y seguramente, explorando tales verdades en nuestro interior, con el propósito de llegar a alguna conclusión segura, concreta y bien sopesada en nuestra báscula interior, tocaremos muchas cosas adicionales que surgirán en este camino. Es igual, por lo tanto, en qué número del cuestionario se fije la atención del lector: de todos ellos pueden partir procesos bienhechores para la autoobservación. Cabe decir, con motivo de nuestra primera glosa, que muchas preguntas parecidas a las del Cuestionario I1 1. podrán volver también a aparecer en otros lugares de nuestro sistema. Este se ocupa en este punto de cómo validar nuestros instintos y sus sustancias instintivas nuestras necesidades en conexión con los aspectos generales de nuestra salud. Claro que tales cuestiones podrían surgir si examináramos con qué prontitud se presentan las necesidades del ego, de las que dependen la validación de los instintos y el acto ulterior satisfactorio o no satisfactorio. Pero resulta más difícil fuera del laboratorio —¡y para él también!— escudriñar los procesos de la presentación de las necesidades que los de su validación. Nos es más fácil constatar, por ejemplo, que sentimos un miedo exagerado por las enfermedades, que son, por lo tanto, una amenaza que el instinto no sabe bien cómo superar, que explorar por qué se presenta tal necesidad-desequilibrio en el interior del organismo. Para conocernos de verdad no importa el lado por el cual tomamos las manifestaciones, con tal de que podamos penetrar en su verdad. Lo que es más fácil coger como manifestación del instinto hay que fijarlo en él. Siempre tendremos ocasión de averiguarlo también desde otro enfoque: el organismo es complejo y el calidoscopio de los acontecimientos interiores puede renovarse siempre desde un factor o desde los otros tres. El lector se habrá fijado también, por este primer ensayo de averiguaciones, que, según las contestaciones que se logren, se revelan asimismo algunos rasgos que pertenecen al capítulo del carácter y del temperamento. Si en el capítulo «Instinto» llegamos a conocernos como «miedosos» o como «valientes» ante la enfermedad, en el capítulo «ego», que abarcará carácter y temperamento, podremos averiguar con más concreción a qué cosas se refiere lo «miedoso» o lo «valiente» en nosotros. Porque aun los más miedosos puede que no tengan miedo ante ciertas amenazas. Hay gente que no temblaría ante el fusilamiento, pero que siente un miedo real ante su propia mujer. Y los más valientes en la batalla están llenos de temblores si, por ejemplo, se les conmina a hablar en público, a lo que no están acostumbrados. No nos apresuremos, pues, a tachar a uno o a otro de cobardes tout court, como suele hacerse. Muchos cobardes mueren valientemente, y otros valientes de pistola viven cobardemente entre dos tiros. Desde el primer momento en que se ensaye el endograma, acostumbrémonos a no juzgar con precipitación ni sobre nosotros .mismos, ni sobre los demás. Averigüemos lo que pensamos y sentimos. Si a lo largo de nuestros endogramas hemos logrado tal relenti saludable, ya se habrá conseguido algo primordial: la debida atención a los hechos, que es la primera condición de toda autoobservación y observación. Nosotros, con los cuestionarios, tan sólo brindamos al lector la oportunidad de ocuparse de sí mismo, o de otro, sin desatención, o el olvido de sí mismo.
INDUCCIÓN AL COMPORTAMIENTO DE CONSERVACIÓN EN CONEXIÓN CON LA NUTRICIÓN Y LA ALIMENTACIÓN. I1 2. Autoexamen sobre la satisfacción de las necesidades del hambre.
GLOSA 2.—Sobre nuestra inconsciencia en la mesa.Nada demuestra cuan inconscientemente, y sin prestar atención a lo que es, vive el hombre, como el hecho de que una gran cantidad de gente ni siquiera sabe lo que le suele perjudicar en su sistema de nutrición. La mayoría sabe lo que le gusta o no. Es interminable la banalidad con la que llenamos nuestras conversaciones en la mesa sobre: «A mí me gustan las gambas». «Y a mí me gusta el beafsteak». El fisiólogo de la nutrición puede, en verdad, partiendo de estas declaraciones, sacar sus conclusiones respecto a cierta línea de metabolismo; pero una gran cantidad de gente ignora en absoluto la fisiología, porque nadie ha enseñado nunca nada sobre ella, fuera de la medicina. Así, comemos y bebemos según las desconocidas necesidades del organismo; seguimos en el comer costumbres y rutinas, y como es un asunto muy importante del sobrevivir, llevamos lo rutinario de la comida también a otras regiones de la existencia. Cuando nos perjudica alguna comida, consultamos al médico y tragamos polvos y medicinas. El médico de hoy tiene mucha prisa en su consultorio; nos administra, a veces, también rutinariamente, las medicinas de su lista, y éstas son en ocasiones eficaces. Pero el organismo, que nos ha avisado con la crisis por la cual hemos pasado, es más bien acallado que comprendido. El tradicional médico de cabecera empieza a escasear: el que conocía bien los organismos de los que vivían en la misma casa, que incluso sabía qué se comía en ella y cómo, y que podía observar de qué manera reaccionaban los distintos miembros de la misma familia ante idéntica comida. De estos pequeños hechos agrupados a lo largo de sus observaciones, podía intuir sobre las causas de las crisis que se manifestaban de vez en cuando en rebeliones del aparato digestivo o en muchas otras que dependen de la nutrición. Estas pequeñas observaciones las podemos hacer también nosotros mismos, aun sin acudir al médico y sin ser hipocondríacos o preocupados. No nos pueden perjudicar; podemos seguir algún que otro consejo de la higiene alimentaria que nos dan los libros; pero los libros, en general, ofrecen tan sólo esquemas generales que hay que constatar mirándonos por nuestra cuenta. El gran mal de la Humanidad reside en que sólo una tercera parte de ella puede escoger entre el hambre involuntaria y su satisfacción, tanto cualitativa como cuantitativamente. Las dos terceras partes viven con menos calorías de las que la higiene prescribe, cuando sobreviven; un buen montón de millones vive añorando a veces durante toda la vida, corta, o por milagro larga y tantas veces en vano, la satisfacción del hambre apagada. Esta parte de la Humanidad es la que, por la más triste de las paradojas, puede confirmar, con ejemplos espeluznantes, la teoría de que la necesidad (ego) es factor autónomo, y la satisfacción (instinto) es otro factor, y que, aunque estén hechos el uno para el otro, no siempre pueden abrazarse. La necesidad (ego) se presenta debidamente: el instinto la valida; tenemos gana, apetito de comer. Pero el comportamiento de la satisfacción no se puede poner en marcha porque el factor C —las circunstancias— nos lo impiden. La teoría fisiológica y química del hambre y de la sed, y las relaciones entre los factores instinto y ego con ellas, está por hacer. Ninguna de las actuales, aunque parcialmente justificadas, es conveniente en su totalidad, a pesar de estar sustentadas en unos trabajos de gran valor (tales como la teoría gastroestática de Cannon o la de Richter; las que se basan en diferentes interpretaciones de la función de los glúcidos, como las de Carisson, Soulairac, Mayer; la térmica de Brobeck, las teorías hormonales de Morgan y Morgan, etc.). De todas maneras, estas investigaciones han puesto de manifiesto que la complejidad del organismo no permite ya acercarse a estos problemas de una manera unilateral: la necesidad de beber o comer también se manifiesta dentro del conjunto de los cuatro factores orécticos, como cualquier otra. Si analizamos estos fenómenos, tenemos que llevar a cabo nuestro análisis desde el nivel atómico (metabolismo, endocrino, mecanismos cerebrales) de la estructura; desde la constelación celular de los equilibrios electrolíticos y sus oscilaciones; desde la función de las instintinas, y tomando en consideración el papel del factor circunstancial. Un resumen excelente de tal punto de vista y una clara elaboración de las funciones de los factores endógenos en la manifestación de las necesidades hídricas y alimenticias nos la da Coirault en su obra citada. La teoría del hambre social, en cambio, está hecha y rehecha con todas las interpretaciones económicas y sociológicas y con las respectivas estadísticas elocuentes. Todos dicen que el hambre social que se interpone entre las necesidades y los instintos podría ser resuelta, y que nadie en este planeta tendría que morir de hambre si solamente los que se mueren de indigestión y de abundancia de alimentos pudieran compartirlos con los que se mueren por la escasez de ellos. Pero la civilización no ha llegado aún a la fórmula concreta de esta solución y aún menos a su aplicación eficaz. Un cuestionario bastante abundante en preguntas tendría que empezar con esta primera: «¿No podría compartir lo que sobra en mi mesa con alguien que anda hambriento por este mundo?» Esta cuestión está implicada en las preguntas 49-52 del auto-examen I1 2. Pero ¿nos planteamos esta pregunta en serio? ¿Y cuántos somos los que nos la hacemos? Quizás aquí podríamos glosar que el mismo instinto no siempre sabe si validar o no las necesidades del hambre. Como cualquier otro factor, también el instinto de conservación puede desviarse, desorientarse: experimentos con ratas han demostrado que, aunque en su organismo había gran necesidad de consumir proteínas (artificialmente reducidas por el experimentador), los animales no han escogido, entre las comidas ofrecidas, las que contenían proteínas y murieron por falta de éstas. Por algún estorbo en la función de las instintinas, éstas no validaron la situación E; se quedó abierta, y la muerte entró por esta puerta. De la misma puerta se sirve la muerte también en otros casos de inanición, desnutrición, anorexia, y en todos aquellos en los que se produce interrupción en el círculo: necesidad-valoración-satisfacción. Las ratas no pueden autoobservarse ni informarse sobre lo que les falta real y concretamente. El hombre moderno podría hacerlo, pero no lo hace, porque no se vigila. Ha cedido la facultad de la observación a los profesionales de la ciencia y ha renunciado al cultivo de la atención privada. Y esto, a pesar de que más de dos milenios atrás los budistas elaboraron un precioso y minúsculo sistema de la atención que, naturalmente, se refiere también a las cosas del cuerpo, tales como el hambre y la sed. «El que no practica la atención es juguete de las múltiples influencias que contacta; se parece a un tapón inerte a merced de las olas. No reacciona y sufre inconscientemente la acción de su ambiente», dice tajantemente Alexandra David-Neel en su exquisito libro sobre el budismo.
I1 3. Autoexamen sobre la satisfacción de las necesidades de la sed
I1 4. Satisfacción de las necesidades de sed de tóxicos (toxicofilia)
GLOSA 3.—Sobre un borracho chino.La toxicofilia (disposición a usar tóxicos) y la toxicomanía (tendencia anormal a usar tóxicos) tienen fronteras inciertas en nuestro interior, como en general lo normal y lo anormal. Nuestro cuestionario se refiere más bien a la toxicofilia que a las toxicomanías y trata tan sólo de algunos problemas del alcoholismo, la más extensa de las toxicofilias, y quizá la más vieja de tales disposiciones. El endograma de los estados patológicos de las toxicomanías no nos interesa en este libro. Tampoco queremos ver algo neurótico, patológico, en todas las manifestaciones de la toxicofilia. La interpretación química profunda de la toxicofilia, respondiendo a la pregunta de por qué se presentan estas necesidades del ego y sus validaciones instintuales, es aún más vaga que la referente a la sed de agua y al hambre. Pero hay una causa general de la toxicofilia; la sencillamente humana, que tan poco sitio tiene en los manuales de psiquiatría: la del simple hecho de que la vida de los seres humanos no es prevalentemente alegre, y que el hombre lleva mucha sed inapagada de las sintonías. La satisfacción de nuestros instintos es complicadamente condicionada. Podríamos incluso decir que el instinto nunca se cumple total y libremente: siempre se manifiesta en compañía de otros tres factores y pendiente de ellos. Y aun cuando le dejan que se salga con la suya, no siempre acontece así. Aun siendo dueños milenarios de la conducta, los instintos no son dictadores exclusivos: han de tener en cuenta los argumentos que les da el Consejo de los Factores. En cuanto al comportamiento, la Naturaleza es democrática y federal, no autocrática. La liberación total de los instintos ocurre tan sólo en las enfermedades: en las fiebres altas, en el amok instintual de las epilepsias, en los delirios, todo ello, naturalmente, con sanciones gravísimas y fatales de desorientación vital. Fuera de las locuras, aun la más perfecta sintonía de la felicidad es limitada al menos por su corta duración, ya que todas las felicidades son tan sólo un momento que no se puede salvar del cambio. Siempre sentimos que su intensidad está a punto de disminuir o que ya baja, y lo único que nos queda es desear que vuelva. Todos sabemos que no vuelve fácilmente. Las categorías de menor importancia de nuestras autoafirmaciones que son los placeres —de menor importancia comparados con la felicidad— acusan aún más lo transitorio y lo voluble. Aun repitiéndose, no siempre ascienden a la misma altura que antes. Además, para volver a tenerlos, siempre cuesta esfuerzo y tensión. Los picos de la felicidad, de los placeres, toda clase de sintonías, de cumplimiento un poco más completo de los impulsos instintuales, son asequibles tan sólo por un alpinismo continuo del patior. Los picos de la alegría cuestan y se pagan en la moneda patotrópica. La nostalgia de la alegría es la más profunda añoranza de todos los seres humanos, aun de los más alegres por temperamento. La cara normal de la Humanidad es una cara seria y triste, la que acusa la pausa entre dos alegrías. Si desde un satélite artificial pudiésemos fotografiar las caras de la Humanidad en una instantánea, una enorme mayoría de ellas, en las calles, montañas y orillas, fábricas, minas, palacios y chozas, campos y casas, acusarían un rostro común distónico por regla, y alegre por excepción. Y nostálgico. Pendiente de un placer y una felicidad futuros. Incluso en las «boîtes» nocturnas veríamos las mismas caras de taima, murria, esplín, y miradas enfurruñadas de la tensa y densa expectación de un poco de regolaje, godeo, aleluya... La alegría espontánea es propia de la gente de poca experiencia, de la infancia y de algunas fases de la juventud; y también de los pocos que, dotados de un temperamento bendito de gran vitalidad o de candidez, por cualquier motivo sueltan sus risas. La serenidad alegre suele ser la felicidad adquirida con mucho trabajo interior: pocos casos se dan de serenidad espontánea. Y la serenidad es sonriente, no carcajeante; no brota, se desliza entre las comisuras de los labios e ilumina suavemente las arrugas, pero arrugas al fin y al cabo. Y arruga quiere decir experiencia sobre el mundo y el hombre. El factor C con sus miedos y angustias, con sus iras y odios, mata la alegría, traiciona las promesas, nos acuchilla en la esquina antes de llegar a casa. La vida no es triste en si, pero a menudo se vuelve de este modo por la experiencia y por el afán primario del pobre hombre dotado de imaginación, que quiere huir de la realidad continuamente. Los animales son serios porque no tienen tanta imaginación como nosotros; apenas pueden proyectar su optimismo. Nosotros sí podemos, y por esto nos parece que las alegrías tardan demasiado o que no sobran; que en el fondo escasean. Queremos estimularlas, precipitarlas con medios naturales si es posible; y cuando esto no se produce, recurrimos a los medios artificiales. En general, necesitamos más estimulación sintónica de lo que nos ofrece lo cotidiano. Comidas y diversiones, trabajo y deportes, abrazos y honores, viajes y vacaciones, y mil otras cosas naturales pueden procurarnos cierto ritmo más rápido, adelantado sobre la pulsación de la rutina cotidiana. Las ocasiones para la satisfacción intensa de nuestro afán de sintonías no escasean; pero son muchas las frustraciones y demasiado frecuentes los desengaños de nuestras expectaciones. No estamos de ningún modo acondicionados para ser ciudadanos del paraíso terrestre ni para soportar a la ligera las depresiones y a su siniestra hija que se llama la desesperación. La exuberancia instintual, la vitalidad poderosa no es patrimonio de muchos. La risa y la sonrisa nacen porque nos adelantamos con la imaginación a lo mala que sería la realidad si todo lo dejásemos a ella. La lotería de las relaciones humanas, la lejanía de Dios, la cercanía de la muerte, la perfidia de la transición, el desamparo, la soledad, la inseguridad de todo nos lleva a menudo a los pantanos del sinsentido, al abismo de la negra angustia. El cansancio nos abruma y no nos sentimos con fuerzas para intentar salir del atolladero por los escalones conocidos de la vil espera. Y si disponemos de la luz que nos sugiere que, más seguridad que el otro, nos la ofrecen nuestras propias fuerzas, ocurre a veces que también este rayo se apaga y ya no creemos ni siquiera en nosotros mismos. Los fuertes que acuden a sí mismos también saben que a la larga no se puede vivir tan sólo de la estimulación interior propia y reducidos a ella. Necesitamos que nos amen, que nos reconozcan, que nos ayuden los demás. La crisis prorrumpe si los demás fallan en esto, y cuando para colmarla perdemos la fe en nosotros mismos. Ante el ahogo completo empezamos a huir del patior insoportable. Nos parece, ingenuos como somos, que incluso podemos remediarlo con fáciles, baratos y sencillos medios artificiales, que son el olvido y la diversión. Y vamos a ver una película del Oeste; pero, desgraciadamente, aquellos puñetazos y tiroteos aumentan el asco que de sí nos da la Humanidad. Nos lanzamos hacia una comedia que todos creen divertida y que nosotros encontramos estúpida. Nos vamos a bailar, y todo lo que nos dice la chica nos parece vulgar y calculado. Leemos una revista de humor y la risa no brota; un bonito poema nos parece juego vacío de palabras; nos ahoga la sabiduría de Confucio o de La Rochefoucauld; las venganzas de Marx y la literatura de los psicólogos parecen que no tratan de nuestro caso; y Dios está otra vez ocupado en otras cosas y no en nosotros. Todo y todos nos han traicionado. Y si ya estamos bajando a las tinieblas ¿por qué no bajar por esta escalera que casi parece estar hecha para nuestros pasos cansados? Nos sentamos en una silla, frente a una mesa, y nos damos cuenta de que es una taberna. El único hombre que nos pregunta sobre lo que deseamos y que, al parecer, está interesado en nuestra respuesta, es el camarero. «Tengo la boca muy seca», le decimos, engañándole. Porque a lo que queríamos referirnos era a a nuestra «alma». Y el primer vaso lo bebemos de un trago, para darnos cuenta de que aún tenemos sed. Después del quinto, algo parece haberse movido en nosotros, un «mañana», un sueño, algo que huele a promesa. Un primer paso lento fuera del pantano. Y si tenemos suerte, con uno de los vasos siguientes casi podemos incluso sentirnos como el poeta Li Tai Pe:
Una mirada hacia la luna, una conversación con la propia sombra pueden llevarnos otra vez a nosotros mismos si la jarra nos ayuda con su quimismo estimulador, prometedor y anticipador, e incluso cumplidor de alegría. Al llegar ésta, ya no necesitamos a aquellos compañeros fantasmas, ni a las flores. Pero a veces no tenemos ni siquiera estos compañeros; estamos completamente solos con nuestro abismo y con el vaso, el amigo fiel que puede salvarnos del sinsentido y que, aunque sea momentáneamente, puede devolvernos el sentido. Los patólogos quieren leer neurosis en todo esto; pero la Humanidad que sufre sabe que, por muy sano que sea, esto le puede ocurrir a cualquiera. Nuestras penas no son neuróticas ni psicóticas en la mayoría de los casos, ni la huida del patior tiene nada que ver con la enfermedad. Las viejas y recientes represiones pueden aumentar la gravedad del caso, y como para cualquiera de las fobias u obsesiones podemos buscar las causas remotas en la infancia o en los traumas más recientes, también podemos hacerlo para cualquier sufrimiento normal. Pero tanto en los casos que caen dentro de la normalidad como en los teñidos por lo patológico, la causa primordial en los excesos del beber radica en la sed de alegría, en la filotonía. Y no sólo todo el hombre; una pequeña célula puede tenerla, apasionadamente. Todos los toxicófilos son tan «escapistas», fundamentalmente, como los candidatos al histerismo, a las fobias, a las obsesiones; todos llevan cierto grado de angustia vital relacionada con la medida en que uno y otro aman la vida. Las llamadas neurosis o, como nosotros preferimos decirlo, las disorexias, tienen un rasgo en común: el escape de un mal mayor a un mal supuestamente menor. Y si amamos la vida con pasión, si tenemos fuertes instintos que nos impulsan hacia grandes sintonías, la huida del patior puede encerrar también mucho patetismo. Como no se trate de una habituación circunstancial, ni los alcohólicos ni los toxicó-manos se reclutarán entre los caracteres moderados ni entre los temperamentos tibios. Tanto las angustias mismas como las huidas de ellas, cuando se encaminan hacia la toxicofilia o hacia la enfermedad, escogen como su terreno preferencial a los apasionados, a los abiertos o solapados. Y éstos, a veces, no disponen, sea por herencia, sea por propia cuenta, de cuerpos fuertes. (Si en algún punto de esta glosa el lector tuviera la impresión de que casi recomendamos la borrachera como fármaco contra la tristeza, se habrá equivocado. Solamente queremos comprender también tal huida del patior. Antes de ser higiene y moral, la orectología es, y debe ser, la ciencia de la comprensión. Esta ciencia, y la del amor, escasean.)
INDUCCIÓN AL COMPORTAMIENTO DE CONSERVACIÓN EN CONEXIÓN CON EL ALOJAMIENTO Y EL VESTIR. I1 5. Autoexamen sobre el alojamiento.
GLOSA 4.—Sobre el refugio.El modo de alojarse es quizás el máximo progreso de la civilización técnica y la necesidad que más fácilmente puede satisfacerse, hablando en términos generales. Los jóvenes que buscan pisos nuevos y los que tienen que alojarse en barracas y chozas no compartirán nuestra opinión. Pero nosotros pensamos en la cueva que todavía existe como medio primitivo de vivienda y en los terribles «slums» de la muy reciente época de la revolución industrial: la sociedad ha llegado bajo todos los sistemas políticos a proclamar la necesidad de la vivienda como un asunto de interés público, mientras que el problema del hambre es para muchísimos millones de seres aún tristemente privado. No se mueren tantos, ni mucho menos, del frío o de la tormenta como de hambre. El instinto del nido puede satisfacer las necesidades de esta índole con menos esfuerzo y riesgo. La casa para el hombre moderno no es solamente un techo contra la enemistad de las circunstancias atmosféricas, sino que es, o suele ser para muchos, un refugio para alcanzar paz, intimidad, y para cumplir muchas necesidades de su estilo personal de vivir. Aun el más pobre y el menos poderoso puede sentirse rico y dueño en la intimidad de su alojamiento y en la vecindad de las cosas que comparten su vida cotidiana. Más que abrigado, el hombre es cobijado, ambientado por la presencia de sus cosas entre las cuatro paredes o en su tienda de nómada. El tiempo moderno se ha vuelto enemigo de la intimidad con las muchedumbres crecientes y vecinas, con el ruido de las comunicaciones, de la industria o de la música. Su dilema en las ciudades es el de cómo estar consigo mismo aislado de los demás y de sus presiones o de la creciente sonorización de su ambiente. Observando la naturaleza y la intensidad de las molestias que nos causan estas presiones, podemos concluir en muchos aspectos sobre lo que somos. ¿Qué es lo que quiere conservar nuestro instinto rebelándose contra la intrusión en nuestro hogar de la persona que no deseamos, o contra la invasión sonora que nos irrita? ¿Qué es lo que nos atrae y llena de paz cuando nos aislamos y estamos con nuestra familia, nuestros libros o nuestros discos, o simplemente con nuestros pensamientos y un cigarrillo meditador? El volver a casa desde la fábrica u oficina es volver un poco a sí mismo sin estrategia. No es indiferente si podemos hacerlo o no. Y es doloroso y distónico si no podemos lograrlo. Preguntémonos, pues, a lo largo y por debajo de las preguntas anteriores, por qué sentimiento queremos volver a casa o huir de ella y qué es lo que encontramos allí. Serán estas preguntas un diálogo útil con nuestro propio espejo. Será nuestro instinto lo que exploraremos así, fijándonos en la medida con la que añoramos las cosas-abrigo, cosas-refugio que nos dan, o nos roban, la casa y su ambiente.
I1 6. Autoexamen sobre el vestir y el adornarse.
INDUCCIÓN AL COMPORTAMIENTO DE CONSERVACIÓN EN CONEXIÓN CON LA ADQUISICIÓN DE BIENES MATERIALES Y POSICIONES SOCIALES. I1 7. Autoexamen sobre la adquisición de bienes materiales.
I1 8. Autoexamen sobre las posiciones sociales.
GLOSA 5.—Sobre la lista de preferencias.En los Cuestionarios I1 7, 8, el lector se encontrará por primera vez con una sugerencia para que haga una lista de preferencias de sus ambiciones de riqueza y poder. El endograma es una huida de las generalizaciones banales, de la barata filosofa de proverbios y mentira. El que quiera seguir este sistema —nadie le obliga a ello como no sea su propia curiosidad— no puede contestar a las preguntas del cuestionario con frases, pretextos y vaguedades. El «todo el mundo quiere ser rico y poderoso» está proscrito en nuestro sistema. Lo que nos interesa es conseguir que cada uno mida lo más exactamente posible el peso que estas ganas representan en la orientación vital propia. Y, tratándose del capítulo «Instinto», queremos saber, para ilustración propia, con cuánta fuerza nos empuja el nuestro hacia tales autoafirmaciones. Para pulsar estas ganas de cerca hay que escudriñarlas bajo el punto de vista de cómo se comportarían si sólo de ellas dependiera la satisfacción. Suponiendo que todos necesitamos cierto bienestar y prestigio social, lo que es importante para el endograma atañe al ímpetu individual de las energías que nos incitan hacia tales fines. Nadie podrá negar que también en esto los seres humanos se diferencian profundamente, y con millones de matices. Como hemos dicho ya, el instinto nunca actúa solo. Lo limitan los demás factores. Pero es de manera muy distinta como acaban en el uno y en el otro estas conversaciones y discusiones entre los factores, y con qué fuerza final se sale el instinto con la suya. En uno arden a través de las generaciones, cual geyser individual, los apetitos irresistibles de acaparar, amontonar, y en el otro son tibios, moderados o suaves. Hay que manejar bien el espejo interior para conseguir sinceramente la verdad sobre nosotros mismos en esta dirección. «¿Soy de verdad un hombre cuyas ganas primarias de satisfacción le llevarían, si estuviera libre, a la riqueza o al poder por cualquier medio?» Y si nos miramos bien, podríamos concluir a veces, frente a algún que otro deseo especificado, que actuaríamos de verdad así, sin considerar los intereses de los demás. Al enfrentarnos por primera vez con tal conclusión, estamos siempre un poco confusos, sorprendidos, incluso asustados ante lo intensa que puede resultar tal revelación. Aunque seamos unos despiadados zorros sociales empedernidos, verdaderos bandidos disfrazados o hipócritas profesionales, intentaremos siempre, en la primera confrontación con tal revelación, embellecer nuestro propio retrato que se nos presenta con tan llameantes colores. Aunque seamos criminales, tenemos, en la mayoría de los casos, una buena opinión de nosotros mismos; y, si por casualidad la hemos perdido, intentaremos, no obstante, justificarnos de una u otra manera ante nosotros mismos. El capítulo de «los méritos de mi persona» nos acecha con sus trampas (¡nos queremos mucho a nosotros!), junto con el que nos habla de «lo justo de nuestras pretensiones» y con el de toda clase de sobrevaloraciones. Y la misma intensidad intuida de los instintos —aquellos primeros impulsos de matar para ser más fuerte que el otro, aquellos de engañar como sea para hacernos con riquezas— nos asusta a veces por su tremendo impulso primordial. El sobrevivir está en muchos aspectos ligado al hacerlo a costa de los demás. Este potencial inmanente de los instintos está presente, casi diríamos omnipresente, en el animal humano. Es una archiherencia, un legado de la Naturaleza. Todos parecemos ser asesinos (etcétera) potenciales. Para que no lo seamos de hecho se necesitan fuertes sanciones u obstáculos por parte de las circunstancias sociales, o bien un trabajo arduo de maduración para controlar, mediante autocreación, los instintos de conservación y de procreación. Para controlarlos hay que medirlos, primero, sopesando sus calidades individuales. No hay ni habrá máquinas para tal medición. Es y será siempre asunto subjetivo nuestro la manera de establecer este control a través de la autognosia. La educación, las leyes y normas, los preceptos y la moral son barreras generales que actúan mediante el miedo a las previsibles sanciones. Pero el «no-matar» por propia iniciativa queda como una exclusiva de nuestra persona y de su trabajo interior. El gran camino de la autocreación empieza por el control de nuestros instintos de conservación y procreación mediante el tercero: el de la creación. Veremos más tarde el mecanismo por el cual se suele conseguir o intentar esto, y por dónde cogerlos y mantenerlos a distancia cuando son perjudiciales a la maduración de la persona por ser engendradores de afectos negativos (odio, ira, envidia, miedo, etc.), estímulos poderosos para desencadenar el ímpetu ciego de la agresión. Pero todavía no estamos en este punto. Intentamos primero hacer el cómputo subjetivo de la fuerza de la herencia instintual en la cual se mezcla mucha sangre de los antepasados, contenida en el ínfimo elixir de los genes; ínfimo, sí, pero muy eficaz. En este capítulo de ambiciones y de poder es posible que lleguemos a medirlos tal como son. De nada nos sirven las generalizaciones, tales como «el hombre es malo», «todos podemos ser asesinos», etcétera. La medida individual es la que se precisa dentro de ellas. Ni puede servirnos la conclusión hecha a la ligera de que «yo nunca podría matar a nadie por afán de bienes materiales o de poder». Aun si, por suerte, esa es la verdad que soberanamente rige en nuestro interior, es siempre una verdad que requiere averiguaciones y comprobaciones. Sin ellas, la falsedad de lo no averiguado puede fácilmente convertirse en una desorientación vital o en una enfermedad, tal como la obsesión o la histeria, y en algo aún más grave. El psicoanálisis patológico intenta averiguarlo a posterior!, cuando uno ya está enfermo. Pero hay que encontrar medios para limpiar el acecho de los instintos desviados hacia la conspiración contra la persona también en la vida normal y cotidiana. ¿Y en qué punto podríamos iniciar tal trabajo de la autognosia con más material a nuestra disposición que en éste? El espejo interior nos sorprende con una exclamación llena de sinceridad: «Tal como te veo, amigo, eres un perfecto granuja, un asesino consumado. Engañarías con toda tranquilidad a tu propio padre, traicionarías a tu hermano, asesinarías a tu mejor amigo si esto te trajera la satisfacción de hacerte rico, que tanto arde en tu interior, o la de llegar al poder, que es todo un volcán devorador en ti.» Y es muy importante cómo nos comportamos ante tal revelación a través de esta orexis de comprensión segura, clara, de gran relieve de veracidad. Nos entra el horror; nos encogemos de hombros; sonreímos al espejo con cinismo o replicamos falsamente: «Te equivocas a pesar de todo: no es para tanto.» Y cien variaciones más. O nos parece a veces que lo mejor que podemos hacer es huir del espejo, olvidarlo y evitar otro encuentro con él, lo que equivale a mentirse a sí mismo. En la autognosia hay dificultades. Y no solamente en tales casos negativos, sino también en los positivos: cuando parece que somos éticos, buenos o de naturaleza suave como para ceder a tales impulsos; cuando la primera respuesta espontánea al espejo es, por ejemplo: «Pero yo, de verdad, no doy casi ninguna importancia a la adquisición de bienes materiales.» «Pero yo, de verdad, no doy ninguna o muy poca importancia a los honores y a la gloria.» «Soy un hombre sin ambiciones de esta índole.» «Con tal de que me dejen en paz con mi trabajo u ocio, que los demás tengan todo el poder y todas las riquezas.» También estas generalizaciones suelen encerrar mucha falsedad. En este sitio aún no intentamos ocuparnos de las ideas que tenemos, y menos todavía de los ideales. Sí, podemos tener ideas de que todo lo que se refiere a la adquisición de ideas materiales es perecedero o de que toda gloria y prestigio son pura vanidad, y, a pesar de estar convencidos profundamente de que es así, seguir adquiriéndolos y no siempre muy modesta y proporcionalmente a nuestras ideas. Aquí no nos interesa la medida de la aplicación de las ideas (nos encontraremos más tarde con este problema), sino la del instinto crudo, desenmascarado, no disciplinado por la co-existecia social y aún menos por la convivencia. Es recomendable hacer uso en esta exploración de dos clisés. Uno es «no deseo adquirir (no mucho, no demasiado, no apasionadamente), excepto para tal cosa»; «no deseo destacarme, excepto en tal dirección». El otro es plantearnos estas cuestiones añadiendo a veces un cierto criterio de comparación con los demás: «No soy tan ambicioso en riquezas y honores como él, ella». Con lo del «excepto para» acertaremos probablemente en lo preferencial del instinto; con la comparación adivinaremos su intensidad y el peso individual de la herencia. El poderoso superinstinto de hacerse valer lo ha arraigado profundamente la Naturaleza en el fondo de cada organismo vivo, y todas las sustancias instintinas sirven para inducir al comportamiento hacia tal dirección primordial. La gran avidez de sobrevivir y vivir según los fines calificados de cada individuo es, con toda seguridad, algo que no tenemos que aprender, sino que es ella la que nos empuja hacia las cosas que podemos aprender y utilizar en la orientación vital. Socialmente, este superinstinto se manifiesta como «hacerse valer», que, a su vez, tiene la dicotomía fundamental en hacerse valer ante uno mismo —fuente de nuestras autovaloraciones— y en hacerse valer ante los demás, fuente de nuestras valoraciones de las circunstancias sociales. La exploración de la fuerza de nuestros instintos se hace sobre el criterio de cómo nos impulsan hacia ese «hacemos valer»; y en el instinto de conservación, entre otras cosas, en cómo hacerse valer adquiriendo bienes y progresando en las autoafirmaciones que puede procurarnos nuestra posición social. Ésta está parcialmente determinada por el hecho primordial de que nuestra existencia en este mundo es siempre una coexistencia, y que las circunstancias sociales que nos rodean a cada momento son estímulo imprescindible, factor inexpugnable de cualquiera de nuestros comportamientos. Por modestos, desinteresados, disciplinados y controlados que seamos, el hacernos valer ante los demás es inmanente en cualquiera de nuestras actitudes y gestos. Los impulsos hórmicos que definen este hacerse valer, en conexión con la adquisición de bienes materiales y de prestigio, van hacia el encuentro con el factor Cs y quieren afirmarnos frente a él. Conservación quiere decir, en primer lugar, acondicionar la seguridad de nuestra supervivencia. Y en este plano de la seguridad ajustamos nuestros comportamientos para mantener la salud, tener alojamiento y abrigo contra el frío y el calor, adquirir bienes materiales y garantizar ciertas posiciones sociales contra los riesgos del coexistir. Para conseguir la medida concreta con la cual el instinto garantiza tal seguridad, el autoanalista hará bien en detallar sus respuestas en la dialéctica interior. Por ejemplo: En la sencilla pregunta del I1 3, p. 6 de si doy mucha, poca o la debida importancia a la adquisición de bienes materiales, una subencuesta individual puede abarcar los siguientes detalles:
Veremos, a lo largo de tal dialéctica interior, que no es siempre fácil dar una respuesta segura, sincera, y alcanzar la verdad, bajo cuyo signo pulsan en nosotros las herencias instintuales. Pero con cualquiera de las respuestas nos caracterizamos ya ante nuestros ojos. Aún no tenemos que fijar sí somos codiciosos, avaros, insaciables o moderados, ponderados, sin vanidad, etc. Dejemos esto para las páginas de caracterología que encontraremos más adelante y palpemos tan sólo la ebullición de nuestros apetitos o su escasez en un primer contacto con ellos, bajo el reflector de la autognosia emprendida. Y abandonemos, de momento, el asunto, si nos asaltan dudas sobre la verdad en curso de verificación, volviendo a ello mañana, o dentro de unos meses, cuando una nueva experiencia nos preste más luz sobre nosotros mismos. Sólo por las experiencias llegaremos a la certidumbre de las averiguaciones. Sólo si en el comportamiento frente a los demás podemos comprobar la exactitud de nuestras verdades, serán verdades realmente. El espejo interior nos reflejará entonces sin prismas decorativos. Poco a poco iremos, sin papel ni contabilidad demasiado. exacta, estableciendo la lista preferencial de nuestras verdaderas; ambiciones en cuanto a la adquisición de bienes materiales y posiciones sociales, tal como son presentados por los instintos crudos. Y sabremos que, como deseo o ambición, lo nuestro auténtico es más bien poseer tierras, fincas para industrias o comercio, utensilios modernos domésticos más que muebles de estilo; algún que otro objeto de lujo más que cubrir medianamente otras necesidades; coleccionar obras de arte más que poseer joyas, etc. Sabremos también si podemos prescindir con más facilidad de los objetos de primera necesidad que de los libros que nos forman; más de lo que necesitamos personalmente que de lo que necesita la familia; más del dinero que de honores. Y echaremos también una primera mirada a los medios con los que queremos conseguir bienes y prestigio. Aun no sabiendo ni pudiendo analizarlo con seguridad, el hambre y la sed de nuestros antepasados darán un acento imborrable a nuestras ganas personales. La genética refinada, transmitida en legado secreto por ellos, fomentará nuestros apetitos. Químicamente podremos llamarlo el coeficiente ontogenético del suministro de los ácidos nucleicos, de la acetilcolina, adrenalina, ácido aminobutírico, etc. Este lenguaje nos tendrá sin cuidado; no nos revelará nada. Pero estaremos dispuestos, mirándolo atentamente, a descubrir en el empuje instintual propio la herencia de unos cazadores de aves o de oro; de unos campesinos que, si no podían comprar tierras, las conquistaban o las robaban; de unos recientes capitanes de industria que nos transmitieron sus pocos escrúpulos en apoderarse de minas para que esta misma sed surja en nosotros hacia cualquier otro sustituto de posesión con impacto insaciable, O bien algún nómada de la larga serie de bisabuelos nos dejará, junto con ganas de aventuras, también la capacidad de fácil desprendimiento de los bienes que impiden el desplazamiento. O un abuelo pobre nos dotará de la herencia del arte, con el cual él soportaba, digna y heroicamente, la pobreza y la escasez de su época. Todo esto no nos interesará como genealogía anecdótica sino como hecho subjetivamente nuestro y exclusivo que nos da fuerza, nos inculca miedo o nos hace vacilar en nuestro afán de hacernos valer.
NOTAS: [1] M. Nieto Boque: «La gravedad y su repercusión en el hombre». Anales de la Ac. Méd.; J. L. Gómez Caamaño: «¿Vamos hacia una nueva Humanidad?», Anales de Medicina, Barcelona, vol. 47, 1960. [2] Todos los cuestionarios pueden usarse como autognosia (conocimiento de si mismo) o para la heterognosia (conocimiento del otro), debidamente ajustados. Se supone que todos ellos van encabezados por las preguntas standard con las cuales los iniciamos aquí. También se supone que las cuestiones positivas comprenden de la misma manera las negativas («o no») en todas partes. |
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