El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. CAPITULO I - LOS DUEÑOS MILENARIOS: SOBREVIVIR, PROCREAR, CREAR (continuación I)
B. PROCREACIÓN (I2)EL INSTINTO EN LA INDUCCIÓN AL COMPORTAMIENTO SIRVIENDO LOS FINES DE PROCREACIÓN; LA VALIDACIÓN DE TALES NECESIDADES DEL EGO Y SU SATISFACCIÓN EN CONEXIÓN CON:
INDUCCIÓN AL COMPORTAMIENTO DE PROCREACIÓN EN CONEXIÓN CON LAS DISPOSICIONES SEXUALES INDIVIDUALES. I2 1. Autoexamen sobre la atracción, el erotismo y la relación sexual.
GLOSA 6. — Sobre la selección erótica.La Naturaleza es rutinaria en sus tremendas exigencias de procreación; lo de ser madre y padre está profundamente arraigado en el individuo, y a la Naturaleza le es indiferente por qué medios y en qué circunstancias se cumplen los actos que conducen a tales fines primarios. La mujer violada en la guerra o por un criminal concibe y da a luz como la que ha sido objeto del más tierno amor. Procreamos con arreglo a las leyes y costumbres de la sociedad, fuera de ellas y contra ellas. La sociedad y la civilización pueden derrumbarse y desaparecer en su forma actual; el exuberante Bíos creará otra nueva. También es igual si una sociedad tiene rasgos de agresividad o de apacibilidad: el Bíos procreador está tanto por encima como por debajo de todo lo que pueda constituir una construcción de costumbres y de formas de coexistir. Pero dentro de su marco implacable de maternidad y paternidad, la Naturaleza, en su juego de producir individuos diferentes y cada vez más diferentes, no es rutinaria, sino lujosa, y nos da la concesión de la más amplia autonomía al cumplir nuestros deseos particulares, al margen del gran impacto que domina la unión de los sexos. Lo selectivo en ella es maravilloso, exuberante, bullicioso y paradójico. La gran trampa sexual con que nos acecha la Naturaleza, que no tiene en cuenta la medida del sufrimiento humano, fomentándolo incluso, es sencilla y común. Pero las mil y una pequeñas trampas que el juego de los sexos ofrece entre los partners, conscientes o inconscientes de ellas, son de un refinamiento inagotable. Si no puede abrir caminos para la maduración de la persona a base de otros comportamientos —conservador o creador—, la Naturaleza reserva al hombre y a la mujer una perspectiva de riqueza extrema para emprenderlo con el Secundus. Un vulgar tacaño, un criminal empedernido, un jorobado u otro inválido, un ser intelectualmente insignificante puede ser un amante refinado y riquísimo en matices de la vida intersexual. Una mujer sin educación, una cualquiera de la calle, una reina maya o una obrera rutinaria pueden abrigar en su interior jardines de humanidad floreciente si su instinto procreador es vivo y la empuja hacia lo inmanentemente selectivo de sus gustos y preferencias individuales. Lo terrible es tan sólo ser un macho o una hembra que ceden al impacto del Secundus sea como sea. Ser lo que bien define Tirso en su Don Juan como «un hombre y una mujer ¿qué más puede ser?». Una hembra y un macho son muy poca cosa si son sólo el género humano. Reducidos a lo zoico, son menos que animales. Porque en la simple copulación, todo, absolutamente todo, está preparado de antemano por la combinación de las glándulas, por el conducto de las hormonas e instintinas, tanto en el hombre como en la rana y en la minúscula mosca. En esto, por activos que sean nuestros gestos en el acto sexual, por ardientes los deseos que le precedan, no hay ningún mérito de la persona humana, ni somos actores en ello, sino solamente esclavos, y —para que se alegren los cibernéticos— diré que casi somos máquinas, agentes subhumanos. Pero no lo somos en lo selectivo de nuestros gustos. La lista de nuestras preferencias sexuales tiene una gama variable, individualmente precisa y dotada de curiosidad proyectiva y averiguadora. Son míseras esas hembras de sus respectivas clases sociales que, dado lo comúnmente mediano de sus atractivos genéricos, saben que se casarán y, por lo tanto, se contentan dentro de este criterio con el cultivo necesario del promedio genérico. Son antrópicamente indignos estos hombres-machos que, campesinos o universitarios, después de llegar a cierta madurez sexual o terminada su carrera, se casan con la primera hembra que encuentran en su camino, por tener la necesidad de procrear con alguna. Lo convencional y la rutina son los enemigos más implacables de la persona humana. Y si ya no somos grandes creadores, ni artistas, ni estilistas, ni producimos cosas nuevas, al menos podríamos ser —todos— selectivos en la procreación, para merecer el nombre de hombres. O ¿dejaremos que también esto lo resuelvan los demás? ¿Que nos case la madre práctica o el padre calculador, las circunstancias tal como vienen, las costumbres o la cotización en el gran mercado matrimonial? La pregunta de «¿por qué es interesante esta mujer, este hombre para mí?», es la que inicia, para guiarnos, el cuestionario del Secundus, pero al menos éste tendría que ser propiamente personal si ya no nos interesa o nos aburre la psicología y el autoanálisis en otras direcciones. No es preciso que hagamos formalmente la lista de las preferencias sexuales según los atractivos que cunden en la herencia y en su configuración individual, ontogénica, poco asequible al análisis consciente; pero si la hacemos, aprenderemos algo sobre nosotros que sin ella omitiríamos. De todas maneras, esto del gusto físico en las relaciones sexuales, misterioso porque no sabemos de dónde proviene, es otro rasgo de lo innato en nosotros. Las «razas» del género humano, no las razas antropológicas de colores y tipos generales, sino las eugenésicas, las de la buena y asegurada procreación, nos hacen jugar en su lotería con los ojos vendados. No sabemos por qué nos gustan las morenas o las rubias, o por qué preferimos precisamente a una pelirroja; por qué es significante para el atractivo el color de los ojos, la estatura y la configuración ósea, muscular, de las carnes y de las grasas en la superficie y con muchos otros detalles evidentemente refinados de antemano en cuanto a las caderas, pantorrillas, pecho, cuello, nuca; después, los ritmos en el andar y en los gestos; la voz y la sonrisa, los labios y los dientes, y la boca y la frente. Todo ello casi independientemente del artificio de los vestidos y adornos, de las artimañas del peluquero y del instituto de belleza, a través de los cuales nos deslizamos con destreza y con ojos de Rontgen, buscando acuerdos y correspondencia con nuestro propio cuerpo, masculino o femenino. Y viene después, coronando nuestras intuiciones, la mirada del otro, que nos parece una puerta abierta a conjeturas de cierta seguridad y provista de letreros misteriosos indicando contenidos interiores. Una serie de situaciones abiertas a nuestras necesidades, que no tienen ni nombre ni etiqueta precisa, buscan a través de estas exploraciones la promesa de ciertas concordancias, afinidades y compensaciones, realizables en el acto sexual futuro. La procreación y su organización sexual llevan a los dos polos opuestos hacia una unión a veces completamente ciega, imperiosa, violenta. Pero si nos deja un poco de tiempo, la selección natural y espontánea se pondrá enseguida en marcha y las preferencias de toda índole surgirán para escoger entre hombres y mujeres. La selectividad natural eugenésica, euhórmica y egosinfórica (la que nos lleva al cumplimiento autoafirmativo de las necesidades), es inmensamente matizada y refinadamente individual dentro de la gruesa labor de la atracción general entre los sexos. El observar sus gustos en cuanto a preferencias, el llegar a cierto nivel en el cumplimiento exacto de éstas, nos puede hacer más independientes del ciego impulso genérico, y con esto, ahorrarnos muchos disgustos en la coexistencia sexual, y aun más en la convivencia. La promesa de la calidad del acto sexual es importante para estas preferencias, y ésta se puede intuir hasta cierto punto si escudriñamos lo que podríamos llamar la verdad de nuestros gustos sexuales. No es éste un análisis muy racional; las glándulas, las hormonas y las instintinas tienen también sus intuiciones finas y su «sabiduría del cuerpo» (Cannon). Pocos son los seres humanos en los que faltan estas intuiciones por simples que sean, y pocas las situaciones en las que no quisiéramos seleccionar y escoger antes de cumplir actos sexuales. Incluso en la rutina del vil coito pagado, humillante para ambos sexos, estamos seleccionando las preferencias primarias. Lo que llamamos «enamoramiento» es la marca emocional de ellas. En estas emociones, que a veces surgen como un geyser de la tierra honda de metales hereditarios, obedecemos a impulsos poco analizables de la Gran Evolución, que sigue sus fines haciendo de nosotros sus servidores e instrumentos que maneja con precisión. El enamoramiento es señal de que muchas condiciones del atractivo sexual se han juntado en nuestra individualidad sexual para que ésta sienta nacer en sí la promesa de una copulación eugenésica y euhórmica, es decir, la de la buena calidad creadora y del adecuado acto de placer y de concordancia sexuales. Y que, por otra parte, suponemos tal reunión de condiciones en la individualidad sexual del partner. Este dictamen, lleno de sugerencias cuya fuerza de convicción apenas llega a argumentos racionalizados, es un contacto misterioso con el principio biósico de la selectividad, cuyas leyes escapan a toda ciencia. El enamoramiento es una demostración tajante de lo instintualmente innato, de lo ciegamente impulsivo, imperioso y obnubilador que reta, a veces, a todas las valoraciones de la concienciación argumentativa. Y es ya en este lugar donde tenemos que empezar a insistir en la tajante diferencia entre el enamoramiento y el amor, entre la atracción sexual zoica y el amor humano, antrópico, distingo al que volveremos en otro lugar de este libro. En el establecimiento de una lista de preferencias, referente al atractivo sexual primario, podría ayudar al lector la indicación de ciertas variedades —muy incompletas— que en estas selecciones suelen manifestarse. Pero omitiremos completamente los rasgos de la honda química eugenésica sobre por qué nos gustan las rubias y no las morenas, las de ojos grises o negros, las bajas o altas, los delgados o los pícnicos, etc., y si es lo complementario o lo idéntico lo que rige en estas afinidades heredo-químicas. Todo esto es mucho saber. Del conjunto de nuestros gustos se puede concluir hasta cierto punto sobre el carácter de nuestra selectividad sexual tanto en la dirección de buena procreación como en la de la copulación adaptativa. Los rasgos secundarios que mencionaremos pueden conducirnos a ciertas intuiciones hacia abajo — es decir, a lo hondo del instinto— o hacia arriba, en lo social de las relaciones sexuales. El partner sexual es tanto nuestro destino como nuestra circunstancia. Al escogerlo por atracción erótica, jugamos a la lotería de los dos. De todas maneras, sabremos un poco más sobre el rasgo individual de nuestro instinto, si nos fijamos en las preguntas que abarcan los siguientes (y semejantes) criterios: I2 2. Autoexamen sobre las preferencias eróticas.Me gusta esta mujer por parecerme (¿es verdad esto?):
Me gusta este hombre por parecerme (¿es verdad esto?):
El hombre o la mujer que se vuelven «interesantes» para nosotros por su atractivo erótico, no lo son por una de sus cualidades típicas; y si nos concentramos en una o en pocas, quiere decir tan sólo que estamos simplificando el asunto de la selección., que por debajo contiene muchas subcualidades. El por qué nos sentimos atraídos eróticamente es a veces cosa de unos contactos que rechazan toda explicación racional y que, si bien sensualmente valorativa, es intraducible en palabras. El sexo tiene sus ondas de extraña «electricidad» y quizás son electricidad de verdad: en vez de endogramas tendríamos que hablar en este caso de «electrogramas»... Para su averiguación no tenemos medidores, como no sea nuestro propio sentir subjetivo, el más importante para nosotros. «Me siento invadido por una extraña atracción en presencia de aquel hombre»; «Esto es inexplicable»; «No es un atractivo, es una fascinación lo que siento por aquella mujer», dicen los que nos consultan sobre tales casos. La fascinación es la verdadera palabra que encabeza la caracterología del enamoramiento, y todo cuestionario, con pretensiones de un análisis total, es pura presunción. En el «zig-zag» de nuestro test, que deliberadamente va desde los saltos en lo primigenio de «la buena raza» (y ¿quién sabe lo qué es «la buena raza» para quién?) hasta lo más social del «le salvaré de su sufrimiento» queremos dar tan sólo una ocasión más para que él o ella se planteen la eterna pregunta del «por qué le (la) quiero» y encuentren con más facilidad los criterios posibles de su importante temática. Que ésta les acerque a sí mismos. Aun cuando seamos brutal y exclusivamente sexuales en el sentir, puede fácilmente darse que en el fondo sean las añoranzas de cariño y de protección las que nos guíen. Y que cuando parecemos sopesar, con toda conciencia, lo del buen linaje, solapadamente medimos la promesa de una noche en el dormitorio. Por zoicos que seamos, somos inevitablemente humanos también en el enamoramiento. El lector no encontrará en el cuestionario precedente huellas de atracción basada en los matices de seguridad calculadora de estas relaciones. Estas pertenecen al instinto de conservación, mientras que, de momento, estamos en pleno reino de la procreación y de su brote espontáneo. La atracción sexual y el erotismo sexual tienen poco que ver con las valoraciones de tipo convencional. En cambio, hemos añadido unas pocas preguntas que se refieren al amor puro, compasivo, tales como «le salvaré de su sufrimiento» o «le salvaré de sus vicios». Estos son elementos puramente creadores. Pero se dan casos en que el brote del erotismo sensual es simultáneo con lo profundamente compasivo, intropático, y es inseparable de ello, mientras que lo estratégico de la calculación los separa con el filo de un cuchillo. Si tuviéramos sitio para ello, es en este punto donde nos lanzaríamos gustosos al análisis del amor de Sonia por Raskolnikov, que Dostoyevsky describió en las inmortales páginas de «Crimen y Castigo». Surge en Sonia, como en cualquier otra mujer, lo sensual hacia Rodion, pero en el mismo momento está cubierto también por lo más creador que puede ser un amor en un ser humano, por lo compasivo hacia el sufrimiento intuido, aún desconocido pero palpado y abarcado de una vez y para siempre, hasta las últimas consecuencias, inseparable del querer sensual y nutrido por éste. INDUCCIÓN AL COMPORTAMIENTO DE PROCREACIÓN EN CONEXIÓN CON LAS MODALIDADES DEL ACTO SEXUAL. I2 3. Autoexamen sobre las tendencias en el acto sexual.
GLOSA 7.—Sobre lo normal y lo patológico en el acto sexual.Por las tendencias innatas, heredadas e individuales, que se manifiestan en el acto sexual o a su alrededor, podemos observar muchos rasgos de nuestro carácter y las aptitudes de nuestro temperamento. Como este acto queda encubierto para los demás aun en las confesiones clínicas —si a éstas llegamos—, queda como una de las mejores ocasiones en las que por la autoobservación podemos revelarnos ante el espejo propio. Desde las conclusiones de que en el acto soy dominador; que en él quiero conseguir la posesión máxima del otro, o que con él le demuestro mi pertenencia exclusiva; que en el acto me cuido de mi placer en primer lugar o bien miro el del otro, y mil cosas semejantes, podemos inferir lo que somos también fuera de esta intimidad. Y también podremos revelarnos tajantemente como individuos y personas a través de las observaciones sobre el acto, las cuales nos dirán que somos fríos, frígidos, débiles, apagados, mecánicos, rutinarios, moderados, o fuertes, insaciables, apasionados, crudos, rudos, vulgares, groseros y mil otras cosas semejantes de nuestro temperamento que en la vida social no siempre ponemos de manifiesto, pero que viven en nuestro interior y tienden a realizarse. Entre otras cosas descubriremos también en qué medida somos hombres de una mujer o mujeres de un hombre, o si nos acechan, y con qué fuerza, deseos poligínicos o poliándricos. O cuan refinados somos en este terreno de placeres o cuan poca importancia atribuimos a todo esto. El espejo autorreflexivo es aquí muy rico. En los puntos 36-42 encontrará el lector, tan brevemente resumidas como es posible, las tendencias que pueden llevarnos al capítulo de las llamadas perversiones sexuales (sadismo, masoquismo, fetichismo, necrofilia, copropraxias, etc.) que, con algunas otras, y según el grado y peligro que supongan para el partner, pueden dar lugar a sanciones legales, religiosas, morales, o acabar en la clínica. Los pormenores pueden encontrarse en cualquier libro de sexología, de la cual no tratamos en el nuestro, limitándonos a presentar estas tendencias con suma neutralización orectológica, es decir, como potencialmente presentes en cualquier hombre o mujer normal, y sin entrar en este sitio en la discusión, tan propicia a la controversia, de su aspecto moral, religioso, legal o patológico, ni en la fijación del grado y de los criterios por los que podríamos concluir sobre el límite de lo normal y de lo patológico en este terreno. Al margen de tal discusión diremos tan sólo que estas tendencias, caracterizadas en la teoría psicológica por su vacilación, pertenecen a las misteriosas variaciones de herencias remotas de nuestro género y a las de la aún más ancestral co-herencia con los demás géneros animales. Las recientes investigaciones de los zoólogos, psicólogos y psiquiatras, a partir de la encuesta de Kinsey y sus colaboradores, están demostrando con una claridad cada vez más contundente que los límites entre lo normal y lo patológico, entre lo excepcional y lo común de estas prácticas, se ensanchan, según estas pruebas, en favor de lo normal y lo común, y que, fuera de los casos en que el otro partner está sometido a violencias involuntarias y perjudiciales para su salud o para la integridad de su persona, o tratándose de abusos con personas menores de edad, estas prácticas son más numerosas y más frecuentes de lo que la moral de las sociedades admite exteriormente desde sus promontorios. Si creemos en las estadísticas de Kinsey y confiamos en sus métodos de encuesta, tendremos que concluir que si no ampliásemos la gama de la comprensión y si tuviésemos un espejo Rontgen aplicable en secreto a los dormitorios de ciudadanos y ciudadanas dignos y respetables, una parte bastante numerosa de ellos llenaría las cárceles, rebasaría los presupuestos estatales de la Justicia, sobrepasaría los de la defensa militar y las clínicas psiquiátricas no tendrían bastantes camas para la invasión forzosa de estos enfermos o «enfermos». La experiencia personal con el asesino potencial que hay en nosotros, del que hablaremos en otro sitio, nos recomienda cierta circunspección también aquí, tratándose de las llamadas desviaciones o perversiones sexuales. También ellas pueden ser un legado biológico, cuyas consecuencias en el comportamiento no lleva mucha, a veces ninguna, culpabilidad personal. Por lo que la genética y la biología saben hoy día sobre ella, esta herencia, tantas veces socialmente fatal para el individuo que sufre su impacto, está muy profundamente arraigada en las células y en su química. En la mayoría de los casos, estas desviaciones son debidas a lo ontogenético en las hormonas y glándulas, lo cual se puede demostrar sobre todo en la repartición de los elementos masculino-femeninos en el individuo. En otros casos de las disposiciones mencionadas, la química y la llamada «psicogénesis» son aún menos explícitas o completamente ignorantes. Cualquiera que sea la teoría interpretativa, es preciso, pan. despojarse ante todo de actitudes cómodamente moralizantes antes de emplear las comprensivas, admitir que todas estas tendencias pueden surgir potencialmente y con mucha variedad de grados, en cualquiera de nosotros. No tienen que adquirir el nivel de infracciones a la moral pública, ni a la ley: la mirada dirigida hacia dentro puede revelarnos la existencia de tales tendencias, aunque sean suaves, en nuestro propio oscuro interior. Podemos sorprendernos e incluso horrorizarnos, pero no nos será difícil fijarnos en la actual o crónica existencia de estos rasgos, sobre todo si alguna que otra pasión, es decir, la ambición de una dicha asequible junto a otra persona, nos estremece en nuestro fondo afectivo. No hace falta que nos lleve al crimen pasional; nos bastará tan sólo la revelación de un deseo que, fuerte y terrible, se haya impuesto como un relámpago en un momento de nuestros ardores. Existe en el hombre el impulso primordial hacia la recuperación del continuum perdido con el nacimiento, hacia la felicidad a toda costa; una sed elemental de apagar con un sorbo supremo todas las demás hambres inferiores. Esta sed caracteriza nuestras pasiones monolíticas. En el fuego de esa caldera se remueven fácilmente los bajos fondos de la herencia, llenándonos de la insaciabilidad con que queremos reunir a todas las fuentes de los placeres para que se inviertan en el conducto de la pasión dominante. Y si lo supremo no lo buscamos en el amor, sino en el erotismo sexual, no podemos impedir que, a través de las removidas tierras de nuestro interior, los zoicos antepasados anónimos quieran darnos sus crudas y a veces sangrientas o tan sólo bestiales sugerencias. No será la primera vez que el implacable brote de las energías instintuales, transmitidas por estos antepasados, nos causen miedo o pavor. No nos mostraremos siempre en rebeldía «civilizada» ante ellos. A veces no podremos resistir estos impulsos, a pesar de prever las consecuencias y las sanciones. Pero no juzgaremos con severidad, hipocresía ni falsedad a los demás que incurran a su vez en estas sanciones si, por suerte o por desgracia nuestra, hemos descubierto brotes semejantes en nuestro interior. El cómo no juzgar al otro —uno de los dilemas fundamentales de la crisis de la civilización— debe empezar en estos bajos fondos. La sociedad tiene derecho a defenderse contra los abusos de tal índole cuando perjudiquen a las demás personas. Pero no tiene derecho a ser falsa o hipócrita ante los que están frente a sus tribunales: mucha culpa en las manifestaciones de tales rasgos individuales la tiene la misma sociedad. Pero este tema se sale de nuestra línea. Aquí tan sólo deseamos, en pro de una autognosia provechosa, que cada uno que emprenda un análisis sincero y honrado, se confiese a sí mismo la verdad de si en algún momento cualquiera se ha sorprendido por el empuje, implacable o suave, de tales tendencias en su propio interior. Y si, con aún mayor sinceridad, descubrimos además nuestra propia debilidad en tal confrontación, no nos olvidemos de esto si somos jurados o jueces, oficiales o privados, de otras debilidades semejantes, ante las que se inclinaron, con lucha o sin ella, otros débiles o esclavos de la pasión.
GLOSA 8. — Sobre la diferencia entre el erotismo sexual y el amor humano.Aunque volveremos más adelante al problema del amor, perteneciente al dominio del instinto de creación, tenemos que comentar brevemente también aquí la relación entre la atracción y el erotismo sexual por una parte, y el amor en las relaciones sexuales por otra, ya que en los cuestionarios siguientes el lector se encontrará con este distingo. La Psicología de la orientación vital ha establecido una tajante distinción entre la orexis del erotismo sexual y el amor humano. Son cosas distintas, separables, autónomas y nunca idénticas. Sólo pueden acumularse e ir juntas muchas veces, ser simultáneas, reforzarse mutuamente y, unidas, hacer una buena parte de la felicidad realmente alcanzada, felicidad superior al placer, en el ser humano. Pero no dependen una de otra. Pueden nacer separadamente, llegar a cumplirse aparte y no conocerse jamás entre ellas. Ambas son emociones positivas, es decir, nos llevan ordinariamente a la autoafirmación y al tonus afectivo reactivo de sintonía. El factor C en ellas lo constituyen personas reales o imaginativas (proyectadas), subjetivamente atractivas porque resultan prometedoras de grandes expansiones y liberaciones de energías instintuales. Pero las emociones del erotismo sexual están limitadas al fin genérico de la procreación y, normalmente, a las personas del otro sexo. El amor, en cambio, es ilimitado. Podemos amar a los padres de uno y otro sexo, hermanos, amigos, compañeros, gente. Humanidad, Dios, Naturaleza, animales, cosas, símbolos, etc., e incluso a los partners sexuales. La valoración en el amor se lleva a cabo alrededor de la promesa de una unión íntima, sabedora y comprensiva, hasta el extremo de nuestro conocimiento del otro. La valoración en las emociones del erotismo sexual gira tan sólo alrededor de las promesas de la unión copulativa. Y mientras en el amor activo nuestra tendencia es el comportamiento que siempre incluye el deseo de evitarle al otro una parte del sufrimiento innecesario, los actos del comportamiento sexual pueden llevarse a cabo con el placer y la satisfacción mutuos, sin ni siquiera dar el más mínimo paso hacia el conocimiento del otro, incluso permaneciendo los dos completamente anónimos entre sí e infligiéndose mutuamente un mal innecesario. El erotismo sexual es principalmente procreador; el amor, siempre creador. El primero puede ser mera coexistencia y hasta coestancia; el segundo es siempre convivencial. El erotismo sexual mantiene nuestro íntimo parentesco con los demás animales; el amor es casi lo único que nos puede hacer exclusivamente humanos. En la POV hemos formulado el criterio por el que se distinguen la coexistencia y la convivencia, por lo que no precisamos repetirlo aquí, aunque insistamos en la importancia que entraña. Su punto clave descansa en la actitud hacia el sufrimiento del otro. Estar con el otro en el enlace físico no quiere decir aún que exista ipso facto esta actitud. El amor es inconcebible y no existe si en nosotros no se despierta esta clase de atención hacia la persona en el otro, y/o la suya en nuestra dirección. Actos perfectos de erotismo sexual pueden ejecutarse, con placeres mutuos y consiguiendo los fines biósicos de esta satisfacción limitada tanto como los de la fructificación, estando el amor hacia la persona del otro completamente ausente. Para prolongar la vida de las especies, la Naturaleza no necesita el amor, sólo la copulación, y en el reino animal inferior y en la flora, a veces ni siquiera ésta. Para sentirnos más que un animal, ser hombre, persona y llegar a ser lo que uno en verdad es, el amor resulta indispensable. El estado de desamor es un estado desértico, casi sinónimo de soledad, de inseguridad, del sinsentido primordiales. Aun la más plena vida del erotismo sexual no puede sustituir la necesidad humana de amar y ser amado. El ser humano conoce la típica tristeza después del coito cuando éste no desemboca en la más vasta confluencia del amor en el que se manifiesta necesariamente la persona, al lado del partner coital. El egoísmo paralelo de nuestras satisfacciones sexuales, aun con las concordancias más adecuadas, nos deja vacíos si el puente del amor no se tiende hacia las orillas de la persona del otro. En el amor coestamos con el otro no solamente para los fines de la procreación, mutuamente convenidos. Aunque sea en nuestro propio hogar y rodeados de la familia ascendiente, el hogar será un refugio mecánico sin amor. Lo será para todos los que coexisten en él, adultos y pequeños, presentes y futuros. Perfectos instrumentos de placeres mutuos y muy fuertes podemos ser el hombre y la mujer uno para el otro, y volver a desear la unión repetida de los cuerpos bajo el impacto vivo del Secundus. Si no hay en el fondo de estos encuentros físicos el afán de conocer y de comprender al otro, de vivir a través de él y de dejar que él se manifieste libremente, tal como es, por conducto de nuestra comprensión para él; y si no se añade a todo esto el afán de vivir también para él y no tan sólo para nuestras propias satisfacciones de toda índole, la verdad interior de tal hogar y la convivencia no se logran. Juntos mecánicamente, con semejanzas y falsedades estratégicas, los dos seres, fuera del dormitorio, son unos desconocidos mutuos, con abismos de incomprensión al acecho. Y pueden seguir teniendo hijos, aunque la incomprensión se convierta en atmósfera de odios, iras y desprecio mutuo. Para un nuevo acto procreador se precisa tan sólo una tregua estratégica de los desamores, entre dos necesidades glandulares. En cambio, donde rige el amor, que es —repetimos— la atención a lo que sucede dentro de la persona de convivencia; a lo que es su sufrimiento o la huida de él; a lo que son sus ambiciones de ser humano concreto, individual y no genérico; a lo que es su carácter y temperamento, siempre único y no típico; a lo que es no solamente fuerza y resistencia en él, sino también debilidad e insuficiencia; a lo que no solamente es bello, sano, atractivo por joven, robusto y estilizado, sino que es también una posible herencia negativa, incluso peligrosa, destructiva, criminal, desviada, la relación con el otro está concentrada, emocionalmente, en el conocimiento, la comprensión de la persona en él, y, como máxima manifestación de este sentimiento, en la compasión humana para con él. Sólo bajo esta bóveda puede prosperar la persona en nosotros y la convivencia. Bajo la otra, puede florecer el aumento de la familia y, eventualmente, su bienestar material, si el instinto de conservación lo logra. Pero ¿cuántas son las familias desgraciadas, en las que la ley suprema es lo que en una ocasión llamamos «Hijos y Pesetas A. D.»? ¿Cuántos extraños viven en esta cooperativa? ¿Y cuántos extraños nacen en ella? El amor es creador y no se puede convertir en hábito y en rutina. El coestar sexual, sí. Los placeres sexuales, por grandes y fuertes que sean, se olvidan. Los actos del amor son raíces de las que se nutre nuestra persona, la maduración, el progreso hacia más forma, la inspiración en la autocreación y la memoria de recuerdos, tan beneficiosa contra la destrucción de los frágiles lazos humanos. Es una gran suerte humana cuando el erotismo sexual y el amor se encuentran juntos. Pero muchas veces esto no ocurre, porque el atractivo sensual nos confunde y el enamoramiento físico se impone con precipitación y urgencia. Y como esto sucede principalmente con la gente joven que no ha llegado al discernimiento fundamental entre la atracción sexual y el amor, nos encontramos con que algo nos falta después de los primeros bulliciosos o apasionados enlaces; algo nos falta, a pesar de que seguimos llamándonos mutuamente «querido» y «corazón» y «alma mía», en mil y una de las variaciones sensualmente cariñosas. Para que estas palabras de cariño no se conviertan en rutina, mentira y payasada, algo más que los recuerdos de la caldera del dormitorio tiene que alimentar sus sentidos y sus contenidos emocionales. Nos inducirán a distinguir cada vez más agudamente entre estas dos capas de la escena íntima algunas que otras preguntas del cuestionario siguiente: I2 4. Autoexamen sobre los actos sexuales en el matrimonio y en el amor.a) Auto-realizaciones positivas:
b) Discordancias en el acto sexual. Mi esposa no me satisface sexualmente:
Mi esposo no me satisface sexualmente, porque:
GLOSA 9.—Sobre lo humano y lo animal en el acto sexual.Ninguno de nuestros actos puede revelarnos tan completamente como el acto intersexual; en ninguno tomamos parte tan íntegramente con todo el organismo como en éste; en ninguno como en él podemos manifestar toda la miseria y toda la belleza que somos y podemos llegar a ser; en ninguno como en éste estamos tan cerca de lo primordial de nuestra profunda naturaleza a la vez que de la posibilidad de momentos supremos y sublimes de alcances refinados. Cae una gran parte de nuestra máscara social; con los vestidos apartados, el hombre y la mujer pierden lo artificial de su apariencia fingida o encubierta y llegan a los momentos en los que pueden ser enteramente lo que son en sí y para el otro. La escena brinda suma sinceridad y veracidad: la acepto de los dos mezclados de un modo inextricable en un solo gesto negativamente revelador. Es mucho más fácil en todas las demás situaciones de nuestra vida conservar lo ético y lo estético de nuestros comportamientos que en la escena íntima, que por su acto mismo nos equipara a nuestros amigos los cuadrúpedos, sin mantener la inocencia ni reducirse a la sencillez y a la espontaneidad natural de éstos. Aun cuando nuestro acto los posee, los seres sociales que somos, dotados de imaginación que vuela hacia un poco de felicidad, requiere siempre, y en todas las ocasiones normales, un cierto estilo, espontáneo o cultivado, para que no nos aceche con demasiada prontitud lo caricaturesco, lo paradójico o lo monstruoso que podemos descubrir de repente en nuestros propios gestos o en los del otro partner durante esta unión íntima. Es un tópico, pero también una gran verdad, que el amor lo puede cubrir de gran sentido y de belleza, quitarle los rasgos que lo deforman. Gracias al amor podemos llegar a comprender en seguida, y con consideración, las imperfecciones del acto y no culpar precipitadamente al otro por ellas. Y, por el contrario, podemos encontrarnos con distonías de orden sexual aun después de los actos más concordantes si el amor no sustituye al vacío que la satisfacción sexual puede ocasionar. «¿Le amo, la amo?». Esta clásica pregunta hay que dirigírsela a uno mismo, con la esperanza de una respuesta verdadera, no tanto en medio de los ímpetus sexuales como después. Es con el resto de los sentimientos que nos quedan después con lo que amamos; es con este residuo independiente de la carne con lo que nos podemos cerciorar de que nos queda para el otro, algo que no se ha agotado con los ardores del acto. Es entonces cuando podemos abarcar con ojos cariñosos y humanamente interesados su persona, y saber si es ella lo más importante o solamente el instrumento de nuestra coexistencia copulativa que acaba de funcionar. Y también podemos constatar en tales momentos si la discordancia sexual empieza o no a roer los mismos fundamentos de nuestro amor, y si éste será lo bastante fuerte como para no ceder ante la hostilidad sensual que ha surgido entre nosotros. Pertenece a nuestra común debilidad humana que, en estos momentos, preguntemos más «¿quién es él, ella?» que «¿quién soy yo?». Como en tantas otras ocasiones, damos por descontado que nos conocemos a nosotros mismos, generalmente de una manera bastante favorable, y nos creemos autorizados a pedirle más bien cuentas al otro, cargándole de reproches y culpas y procurando eximirnos de la co-culpabilidad. «Ella es pasiva, indiferente, poco curiosa; no tiene temperamento, no se entrega, etc., etc.». «El es mecánico, flojo, poco potente, débil, sin temperamento», decimos desde nuestro podio acusador, no pensando, muchas veces, en que el despertar sexual del otro puede depender de nuestra propia manera de ser. Y es otra vez el amor el que nos hará pasar de esta actitud egoísta a la comprensiva. No le será siempre fácil. Pero sin él, el clavo de la acusación irá profundizando su agujero cada vez más, y pronto daremos por definitiva la conclusión de que el otro nos defrauda sexualmente, y el terrible enemigo de los matrimonios, el aburrimiento sensual, empezará sus cosechas muy fuera del campo propio, en la relación entera entre los dos. Y el mismo hombre, la misma mujer, que nos deja indiferentes en el dormitorio, nos aburrirá también en el comedor y en el living... No hace falta que lleguemos a irritarnos demasiado, ni aun menos a acabar en el odio; la indiferencia progresiva y poco compensable con otros actos intentados a titulo de ensayo optimista, es ya un veneno suficiente como para ensanchar la separación interior, progresiva, pero siempre siniestramente eficaz. La medida de la discordancia posible en el sentido sensual no se puede nunca saber de antemano: es una lotería completa. Si va acompañada de pocas ganas de autognosia, es pérdida irremediable. La sobrevaloración propia hace usualmente todo lo posible para encontrar justificaciones al alejamiento y sus consecuencias. Y es entonces cuando empieza el reino de aquélla dialéctica de destrucción que, partiendo, consciente o subconscientemente, de las discordancias sexuales, abarca ya la entera relación entre los ex-amantes y los lleva a la disolución del enlace interior, ya por vías legales o por las ilegales, ambas, siempre, las del destino. El instinto de procreación, en sus aspectos sexuales, genéricamente siempre muy exigente y poco flexible en sus brotes individualmente marcados por la ontogenia, es forzado a una adaptación parcial por las circunstancias del otro (el factor Cs) y por la autocreación; nos hace valorar el interés que tenemos en el logro de las auto-realizaciones, tanto más procreadoras cuanto más completas. Pero también puede experimentar ciertas catalizaciones, ciertas «sublimaciones» mediante el tercer instinto, creador, al servicio de la persona total. Es mediante el tercer instinto como controlamos al Secundus. Es mediante el Tertius creador, intelectivo, imaginativo, como podemos llegar a conocer si el Secundus activado es afirmativo de la persona total, o bien es causa de una crisis que se está abriendo en nuestra maduración, en nuestra verdad interior. L2 5. Autoexamen sobre las crisis en las relaciones sexuales. ¿Es verdad que...?
Explorar la dirección del instinto, sus matices individuales, en estos casos tan importantes para toda la vida, es a veces poder prevenir catástrofes, si nos hemos acostumbrado a servirnos con atención del espejo interior y a encararnos con la verdad. Será preciso volver detenidamente sobre algunos puntos de esta problemática en conexión con el tercer instinto y en las páginas dedicadas a la autocreación. [1]
C. CREACIÓN (I3)
EL INSTINTO EN LA INDUCCIÓN AL COMPORTAMIENTO SIRVIENDO LOS FINES DE CREACIÓN; LA VALIDACIÓN DE TALES NECESIDADES DEL EGO Y SU SATISFACCIÓN EN CONEXIÓN CON:
ESQUEMA GENERAL DE LAS OPERACIONES DEL TERTIUS
Orexis de la comprensión
Orexis del saber
Orexis alternante
Orexis inventiva
Validación
La maduración de la persona
NOTAS: [1] La exploración en la autognosia instintual en las relaciones sexuales extrama-trimoniales; en las de homosexualidad y autosatisfacción sexual, así como las de las desviaciones y perversiones sexuales hemos dejado fuera de este libro para trabajos especiales. Con el endograma sobre la crianza de la prole nos encontraremos en el capítulo del factor C, al hablar de las relacionas entre padres e hijos. [2] Concienciación: becoming aware of; devenir conscient; das Bewusstwerden (Besinnung). |
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