El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. CAPÍTULO IIIEL DESTINO INDIVIDUAL
LA PRESIÓN INDIVIDUAL DE LAS NECESIDADES.En la POV hemos definido el ego como manifestación de las necesidades del organismo, determinadas en cualquier sitio-momento y en todos los niveles por
Estos últimos se manifiestan como
Entre los tres coeficientes de lo individual (Ho, M, B), el ego en sus múltiples aspectos, algunos quedarán fuera de las consideraciones en este libro, en primer lugar lo singular de la estructura y las manifestaciones químico-físicas de los balances. Explorando el organismo individual, tendríamos que descender hasta el metabolismo del agua, de las proteínas, grasas, hidratos de carbono, elementos inorgánicos presentes en él; a los aminoácidos, al ácido nucleico, etc., en su variedad que cualquier organismo particular demuestra dentro de la estructura genérica. Tendríamos que medir, pues, aquellas minúsculas desviaciones químico-físicas —por ejemplo, las diferencias en el peso atómico de las sustancias sin perder éstas sus cualidades químicas, o las diferencias entre los genes del núcleo y los del plasma, etc.— que influyen desde el metabolismo y su nivel atómico en el carácter y el temperamento, en la personalidad y en la conducta individual. Como veremos más adelante, en el resumen de las caracterologías que con mucho acierto se han ocupado de este nivel atómico para fomentar la heterognosia normal y clínica, tales exploraciones son posibles hasta cierto punto, pero no sin acudir al laboratorio y a mediciones que requieren un largo y laborioso peritaje. Se están haciendo y empleando ya (como por ejemplo el «Technicon» americano) aparatos que permiten una vigilancia de los cambios dinastásicos en las series, facilitando enormemente su observación, dándonos diariamente los resultados del estado en las relaciones de los metabolismos de calcio, potasio, sodio, magnesio, etcétera, de los que depende la excitabilidad, la polarización de la membrana celular, etcétera, y de lo que se puede concluir sobre el carácter y el temperamento del organismo y de la persona. Tanto los tests que indican el estado metabólico en su nivel atómico como el endograma oscilatorio de los metabolismos nos son ya muy útiles en la exploración de la personalidad. Pero el hombre que no dispone de tales instrumentos de laboratorio no puede ocuparse de estos niveles: su autognosia se queda, con preferencia, al nivel de los rasgos más sintetizados, los caractero-temperamentales, los del orden de ideas y del tonus. Tenemos, pues, que reducir la tarea de este libro, en su parte de la exploración del ego, a estos últimos escalones, expresados sin fórmulas químico-físicas, en el lenguaje común de los rasgos caracteriales, aptitudes temperamentales y posturas del comportamiento que de ellos provienen y que, por su vocabulario, son más aptos para el servicio de los lectores y para los fines de nuestro endograma de la personalidad. Tenemos que ocuparnos también del patrimonio de ideas que cada uno tiene, reflejos de aquellos cambios básicos en el nivel atómico, pero manejables tan sólo en el escalón consciente. Por fin, nos detendremos en en análisis del tonus, de nuestras sintonías y distonías, empleando el dialecto que todo el mundo puede comprender. Todo esto hará posible el conocimiento de uno mismo por el mismo sistema que hemos seguido con los factores instintual y circunstancial (I y C), aplicándolo también al factor ego (E). Cuanto más afinemos los criterios de la autoobservación, más posibilidad tendremos de averiguar nuestros resultados. Explorando el carácter y temperamento, el patrimonio de ideas y la medida de nuestras penas y alegrías, intuiremos —aunque no las podamos medir exactamente— muchas cosas sobre el instinto y la estructura. El conocimiento de sí mismo es una constante averiguación de la verdad que podemos captar. Verdad progresiva.
BREVE RESUMEN DE LAS CARACTEROLOGÍAS PRINCIPALES BAJO EL CRITERIO DE LA TEORÍA ORÉCTICA
1 Caracterológicamente, el ir hacia la medida individual dada en la estructura del organismo —el escudriñamiento del coeficiente Ho en los dispositivos evolucionalmente acabados— ha hecho surgir muchos trabajos, la mayoría de ellos con una carga de gran penetración y concienzudas averiguaciones. Los morfólogos y constitucionalistas de la estructura, con pretensión de deducir el carácter y el temperamento desde la configuración del esqueleto, músculos, la vestidura de carnes y grasas, o de la fisonomía del rostro, etc., partieron desde el punto de vista, apenas discutible, de que la forma de tales partes o del conjunto es sintomática para la determinación de los rasgos caracteriales y temperamentales y que, una vez descubiertas las leyes genéticas y morfológicas de las configuraciones y de su metabolismo fundamental, los rasgos caracteriales y la personalidad misma del hombre concreto se revelarían como sus simples o complejas consecuencias. Hasta el modo de aprender y adquirir experiencia del organismo podría preverse en sus líneas típicas si la visión constitucional y morfogenética estuviera establecida mediante esta personología fisiológica profunda. Hemos salido de las fórmulas antiguas que procuraban encontrar criterios para la caracterología humana a base de elementos (Empédocles, aire, tierra, fuego, agua), a base de jugos del cuerpo (Hipócrates, sangre, bilis negra, bilis amarilla, mucosas) o fundándose en la sangre (Aristóteles, sangre ligera, pesada, cálida, fría), que hasta ayer se contentaron con las clásicas conclusiones de cuatro tipos, sanguíneo, melancólico, colérico, flemático, una clasificación para la cual se puede, aun con explicaciones modernas, encontrar bastante justificación global. Pero nos urge referirnos más bien a los conceptos más recientes, contemporáneos, con explicaciones más profundas y más estudiadas en detalles. Así podríamos mencionar, a vuelo de pájaro, por ejemplo, a Mac Auliffe, que partió de una tipización fundada en la distinción de cuatro caracteres morfológicos, el muscular, el respiratorio, el digestivo y el cerebral, todos ellos variando según pertenezcan a un tipo regular o irregular, y entre estos últimos conforme a una axiología consecutiva de los redondos y llanos, con varias subcategorías. Las funciones del organismo, exploradas según esta tipización racional, han sido dotadas de una esmerada clasificación con las miradas fijadas ya en la superficie del cuerpo, ya en el sistema neurovegetativo, configuración de tejidos, la distribución de grasas, etcétera. Carton mantiene las cuatro clases clásicas, que datan de los griegos y que evidentemente no han perdido su acierto básico ni en nuestros días: el colérico, el linfático o flemático, el sanguíneo y el nervioso o melancólico, pero todos ellos dotados de una gran riqueza de detalles y permutaciones, atribuyendo, por ejemplo, al primero aptitudes de resistencia a la fatiga, pero también hígado sano, aunque con bilis cargada de colesterina, y, concluyendo sobre el carácter que tienen los hombres de acción, quizá despóticos, hombres-águilas, agudos, conquistadores, etc. Los flemáticos lo son por su organismo vegetativo, la filtración de grasas, funciones lentas, tendiendo a catarros, anginas, bronquitis, fiebre, sueño pesado y calvicie, y que tienen cutis rosa, voz monótona, ojos claros. El sanguíneo en cambio es un tipo respiratorio, de piel cálida, carne firme, padece congestiones, es impaciente, su inteligencia no es profunda, es conformista y suele tener amigos y buen metabolismo... Los melancólicos-nerviosos tienen pocas ganas de comer, son emotivos y sensibles, rápidos en los gestos, de cuerpo flácido y mucha angustia. Distinguiendo entre un tipo «integrado» y «desintegrado», Jaensch quiso reducir el criterio caracterológico al funcionamiento de la glándula tiroides, distinguiendo entre dos bases que se dan por esta línea entre el tipo «basedovoide» (integrado) y «tetanoide» (desintegrado), lo que es, evidentemente, una «oversimplification» inexacta. Más profundamente cunden en estas conexiones estructurales los dos italianos Viola y Pende. Viola mide con mucha detención las proporciones del cuerpo, parándose en la clasificación de tipos brevilíneos y longilíneos, caracterizando los dos desde puntos de vista variables y empleando muchos criterios para lograr la concretización de tipos por una parte, y para márgenes de su variabilidad por otra parte. Insiste en las distinciones entre el catabolismo y el anabolismo, atribuyendo al primero consecuencias caracterológicas de índole vagotónica, del activismo sexual, emocionalismo insistente, etcétera; al segundo, deficiencias gástricas, la predominancia de lo simpáticotono; fatigabilidad nerviosa, inteligencia viva, etcétera. Pende añadió lo suyo, que va por las mismas líneas esenciales con una ambición loable de construir una «pirámide» biotipológica que distingue entre el tipo longilíneo esténico e hiposténico, y brevilíneo esténico e hiposténico, un sistema que impone un trabajo asiduo y averiguaciones que requieren una gran paciencia de observación y muchos controles mediante unos tests laboriosos. Pero no somos nosotros los que podamos reprochar a quien sea tal insistencia en lo concienzudo de la exploración de la personalidad. Y menos aún podríamos denegar a estos sistemas el valor que tienen sus subclasificaciones, que revelan con cuánta conciencia se dieron cuenta estos autores de lo complejo -que opone la exuberante biología a la racionalización de la que tanto pecamos todos. Constitucionalistas y morfólogos, estos dos autores tienden, naturalmente, a la fijación de rasgos caracterológicos de la personalidad humana y no solamente de la individualidad zoica, y así procede también Kretschmer, al que tenemos que mencionar aquí con sus conocidas categorías constitucionalistas de pícnicos, asténicos (leptosomos) y artéticos (musculares), y con la clasificación complementaria que estriba ya en criterios de tendencias patológicas dentro de lo normal, de cicloides y esquizoides. (Los tres autores últimamente mencionados tienen, con Ribot y Morel, el mérito común de haber subrayado debidamente el hecho de que la desorientación vital patológica estriba fundamentalmente en la constitución y morfología normales, y que —añadimos nosotros con cierto reproche— si tuviéramos la posibilidad de estudiar con más detención el endograma normal del hombre, el diagnóstico del enfermo sería mucho más seguro. De momento tenemos que lamentarnos de tal imposibilidad: el sistema de educación no está todavía debidamente psicologizado. Y las clínicas tienen prisa.) También Sheldon pertenece por sus puntos de partida a los morfólogos y constitucionalistas, aunque todos ellos tienden a la caracterología de la personalidad, incluso en sus aspectos sociales. También él mide y clasifica las regiones del cuerpo (cabeza, tórax, hombros y brazos, abdomen, piernas). Su criterio factorial desciende hasta el embrión, haciendo evolucionar su construcción morfológica desde sus partes inferiores (endodérmicas), medias (mesodérmicas) y exteriores (ectodérmicas); una idea no tan sólo original, sino digna de toda atención por lo genuino de la Tiefenmorphologie. Los endomorfos serían viscerotónicos de tipo grueso, redondo, con la masa de tronco predominante sobre el tórax; los mesomorfos serían somatotónicos de tipo muscular, de osamenta fuerte, con predominio del tórax sobre el abdomen. Los ectomorfos (cerebrotónicos) en cambio se caracterizan por frágiles, grandes, llanos en el tórax y con poca masa visceral. Sheldon da una caracterización abundante a sus tipos y propone un sistema estadístico de diferenciación. Intenta además dar caracterología de personalidad de acuerdo con las tres clases básicas, resumiéndola para cada una de ellas en veinte puntos. Los endodermos-viscerotónicos serían gente con reacciones lentas, amables, sociales, tolerantes, extrovertida, pendiente de los demás en la desgracia. Los mesodermos-somatotónicos serían individuos firmes, arriesgados, deportivos, competitivos, poco compasivos, bulliciosos, activos en la desgracia propia. Los ectodermos-cerebrotónicos son más bien de reacciones rápidas, hipersensibles, introvertidos, no resisten el alcohol ni las drogas, en la desgracia cuentan con ellos mismos, etc., etc. Recientemente Eysenck se ocupó de cierta revisión de la tipología mencionada (y de Jung), contribuyendo con su Inventario del Maudsley Hospital a la elaboración del esquema morfológico y caracterológico. Limitándonos aquí a lo biotipológico, tendríamos que preguntarnos ¿a cuál de estos sistemas nos unimos? ¿Dividiremos la humanidad en cuanto a la estructura en las categorías de tipos musculares, respiratorios, digestivos y cerebrales; en las de coléricos, flemáticos, sanguíneos, nerviosos; las de brevilíneos y longilíneos, catabólicos y anabólicos; pícnicos, asténicos y atléticos; cicloides y esquizoides; endodermos, ectodermos y mesodermos; leptomorfos y eurimorfos (Eysenck) u otros? La labor extensa y concienzuda de estos investigadores —y de tantos otros que merecerían ser mencionados si no se tratara de un resumen— no nos impone reservas ni discusiones, salvo una: no queremos, ni lo consideramos justificado, dividir la humanidad en estas categorías prima vista, clasificarla con ciertas denominaciones-clave antes de estudiar la persona-individuo. Al contrario de los peritos que tienen prisa en dar un diagnóstico normal y patológico, nuestro endograma preconiza, contra el rumbo de la época, la atención lenta hacia el otro y hacia uno mismo. No queremos deducir de las clasificaciones a priori el conocimiento real de la persona, sino inducir nuestras conclusiones desde el calidoscopio de detalles que siempre creemos lo suficientemente a-típicos por lo ontogenético de la persona y del individuo. No queremos racionalizar antes de permitir que la persona se extienda ante nosotros en toda su variabilidad, sobre todo en la variabilidad normal. No la tenemos ante nuestros ojos en el ambulatorio de la clínica, no queremos fijarla con ninguna prisa angustiada del diagnóstico precipitado, prematuro, maquinal. La tenemos durante años en nuestra compañía, desde la cuna hasta la pubertad; desde la escuela elemental hasta el doctorado; desde el noviazgo hasta el quinto o sexto hijo; la tenemos como patronos y compañeros en la fábrica, oficina; o como amigos de toda la vida. Y podemos establecer, a base de tales relaciones crónicas, las dos líneas del conocimiento, la de la autognosia mediante la experiencia y la de la heterognosia mediante nuestra maduración, basada en la atenta, progresiva, verificada observación, excluyendo el juicio precipitado, prematuro. Nos interesa tanto la persona humana que todos los diagnósticos, como no sean de urgencia patológica, nos parecen precoces. Conocer al otro es admitir su unicidad, aceptar su variedad personal, reconocer lo singularmente oscilante de su carácter y temperamento, seguirlo en su maduración, que es convivir con él. Ficharlo definitivamente es perder interés por él y hundirlo por una parte en lo genérico, y por otra parte denegarle la comprensión progresiva. Esto sólo tendríamos que admitir como excepción, por ejemplo, en una aguda enfermedad que requiere intervención rápida y, por lo tanto, un diagnóstico veloz. Pero en todos los demás casos, incluso en el tratamiento médico, el endograma minucioso de la convivencia y no de la existencia mecánica tendría que ser la ley de nuestras relaciones interpersonales si el respeto de la persona en la futura civilización no se presenta confuso, no continúa como una mentira-base de la civilización. Lo que acabamos de decir es completamente heterodoxo porque nos viene impuesto por la convicción más profunda e inalterable de un deber que la civilización actual tecnicizada por falsos caminos parece arrinconar: el deber de tener tiempo para el otro, el deber de tener tiempo para el propio interior. Nos alegra estar en este punto en compañía de otros heterodoxos como Carrel, que insistió en el tiempo consagrado al hombre-persona; o como Weizsäcker, que tuvo tiempo para el enfermo; o como Schweitzer, que tuvo tiempo para la amplia aplicación de sus conceptos al hombre concreto. No rechazamos los criterios de las caracterologías mencionadas; podemos incluso servirnos de alguna que otra denominación-clave. Pero no las consideramos como llaves que abren la puerta de la personalidad, sino como unos atributos especificados, fijados en su significado. Para el endograma sincero, el leptosomo o el introvertido es un atributo más, como el avaro o el modesto, que solamente son piedrecitas del calidoscopio de la personalidad, previa averiguación y debida definición de "tales adjetivos; no son factores preponderantes que permiten toda una serie de rápidas conclusiones de la racionalización. Es con esta gran reserva como podemos aceptar cualquiera de los sistemas mencionados de caracterología como ayudas para la exploración. Que esta reserva es sumamente correcta nos lo demuestran los embrollos que en todos los sistemas cerrados de caracterología confunden a sus excelentes autores. A nuestro hombre le hemos clasificado como ectodermo y cerebrotono, y de repente descubrimos rasgos de arriesgado y bravo que por el sistema de Sheldon más bien pertenecerían al mesodermo-somatotónico. Llegamos a la conclusión de que es endodormo-viscerotónico y de súbito se nos antoja un rasgo de claustrofobia que suele pertenecer a otra categoría del mismo sistema. Es longilíneo e hiposténico (Pende), pero también es aplicado y paciente, como si fuera un brevilíneo. ¿Quién se ha equivocado? ¿El sistema, el observador? En primer lugar el método racionalizante, que hace del hombre vivo y concreto, es decir biósico y, por lo tanto, riquísimo en la variabilidad, un esquema, una etiqueta, una abstracción. Y en seguida empieza la revancha del Bíos: censura fuertemente nuestra corta sabiduría, nuestra manía del exactismo científico, y son innumerables sus travesuras, sus bromas caracterológicas, a las que, impotentemente, clasificamos con perplejidad dentro del gran saco de lo «a-típico», con el que no sabemos qué hacer. 2 Nos parece bien añadir a aquella reserva de principios también unas observaciones metodológicas, contra los cuales pecan a veces con exageración los caracterólogos racionalizantes.
La mejor parte de las caracterologías es la que podríamos llamar «artística», en la que la rápida intuición de las conexiones entre los fenómenos interiores concluye, mediante una comprensión de síntesis, sobre el esbozo de una ley. Por esto es tan interesante leerlas, parándonos a cada paso, como en un museo o en un concierto, o un libro, con la íntima exclamación bienhechora: ¡esto soy yo! Seguimos, pues, con mucho interés la línea por la cual el sabio autor nos quiere llevar al principio mismo de las revelaciones. Y nos convencerá tanto más cuanto menos cojee la teoría que sobre el hombre tiene. Si se deja llevar demasiado por su racionalismo busca-claves, por la geometría de las categorías, nos alejaremos de él, concluyendo con cierta decepción que no somos ni ciclotimos ni esquizotimos, ni ectodermos ni endodermos, ni brevilíneos ni longilíneos etc. consecuentemente, sino algo entre estos bocetos, algo variado, diferente, entrecortado y paradójico, a veces tanto que el esquema al que hemos saludado con mucho interés en el comienzo, empieza a perder su valor de verdad al menos para nosotros tan concretos, tan complicados y peculiares. Volvamos, tras habernos cansado un poco de números y geometrías, a lo único que puede salvarnos: al sentido común de los atributos. Denominado brevilíneo o longilíneo, extrovertido o introvertido, muscular o respiratorio, flemático o colérico, ¿soy yo un granuja o un águila, un débil o un inútil, un déspota o un buen amante, un acaparador o un bienhechor? Esto es lo que en el fondo nos interesa más a todos, esta verdad concreta y matizada subjetivamente, individualmente, lo atípico y no lo típico, lo único y no lo genérico, o como bien lo dijo Allport, la explicación «de cómo se produce la originalidad del individuo» y en qué consiste. 3 Todas estas observaciones se refieren en gran parte también a las caracterologías que no parten del fondo estructural como las antes mencionadas y que como éstas también contienen muchas intuiciones admirables, puntos de salida acertados y que, cuando pecan, lo hacen por los mismos errores de precipitación racionalista, de arrière-fond vacilante, o de la geometría abiológica. Cuanto más intuitivos, los autores mismos se dan cuenta de lo errónea que puede ser la racionalización precipitada o la abstracción innecesaria de los esquemas. Un excelente ejemplo de una rectificación autóctona es el instinto de Jung de matizar las variaciones entre sus categorías «extroversión-introversión» y de escribir en passant mucha buena psicología descriptiva, condenando, además, de una manera severísima (como hemos indicado en la cabeza de este capítulo), la exagerada racionalización de las denominaciones-clave. Si su aparato crítico destinado a «depurar y ordenar un vasto material psicológico» sufre en algo es más bien, según nuestro parecer, en la equiparación de las cuatro categorías con las que entrecruzó las de la extroversión-introversión: las funciones de percibir, pensar, sentir e intuir no tienen el mismo rango factorial entre las funciones del organismo. Mientras que la percepción de los estímulos (aunque se limiten tan sólo a exógenos) y el sentir (la emoción) son contundentes y primarios para la composición de cualquier acto de comportamiento, el pensar articuladamente ya no tiene el mismo rango funcional, ya que es tan sólo un ayudante del sentir. Además, el organismo puede orientarse vitalmente sin pensar articuladamente (o, como Jung dice, conscientemente). Una gran parte de su comportamiento, la mayor, se lleva a cabo mediante valoraciones del pensar inarticulado, mudo, y también por las valoraciones inmanentes en los reflejos. Y el cuarto factor, contrapuesto por Jung como fibra en la urdimbre caracterológica, la intuición, tiene aún menos categoría primaria frente a las del percibir y sentir. Al elaborar su tejer caracterológico en relación con la visión «extrovertido-introvertido», Jung tuvo dificultades sobre todo con el «pensar» e «intuir» por confundir factores primarios y secundarios en la determinación del comportamiento. Rorschach (el tipo introversivo-extratensivo) apoya la dicotomía de Jung en su famoso test, de bastante aplicación clínica, y la escuela de Maudsley (Eysenck) la toma como punto de salida para el diagnóstico caracterológico en la patología. Para nosotros esta dicotomía queda al nivel de dos atributos sin poder tomarla como criterio básicamente distintivo. Es verdad que existen hombres en los que prevalecen las tendencias a las «resonancias íntimas»; que se ocupan de su propio interior y encuentran satisfacciones más bien en este «estar consigo mismo» sobre las pre-disposiciones de responder al mundo externo y buscar en ellas la autoafirmación. Pero los rasgos y las aptitudes que de tal distingo deducen tanto Jung como Rorschach ya cunden bastante en lo arbitrario. Ocurre algo como en el caso de aquellos que quieren fijar la relación «masculino-femenino» en el organismo concreto, deduciendo de esta diferenciación unas últimas consecuencias arbitrarias por racionalizadas. Freud no ha creado una caracterología sistemática general, pero él mismo, así como varios de su escuela, han intentado hacerla a base de las funciones de los esfínteres y de lo sexual, empleando las conocidas categorías caracterógenas de fases orales, anales, genitales. La tipología de los freudianos, cundiendo en la libido, presenta, dentro de este cuadro reducido, el tipo erótico, obsesional, narcisista, permutándolos con tanta insistencia como sectarismo teórico en la generalización de lo sexual que caracteriza las mejores obras de la Tiefenpsychologie. Malapert está lejos de tal unilateralidad. Las propiedades que estudia son las de la sensibilidad, de la inteligencia, de la actividad y de la voluntad con sus subcategorías y muchas permutaciones ingeniosamente presentadas. Salen de ellas tales tipizaciones como «apáticos puros», «calculadores» y «activos», combinaciones que pronto chocan como paradójicas. O «intelectuales afectivos» e «intelectuales especulativos», «activos mediocres, agitados» y «grandes activos», o «equilibrados mediocres» y «equilibrados superiores», todas ellas categorías que penetran en el juego literario. Heymans y Wiersma parten de tres principios fundamentales: la emotividad, la actividad y la reactividad (retentissement, tonus afectivo). La emotividad es para ellos —justificadamente— una categoría básica, ya que «ningún suceso que entra en la percepción o en el pensamiento puede producirse sin causarnos cierta sacudida (emocional)». Es lástima que en seguida hayan hecho del sustantivo «emotividad» un tipo «emotivo», siguiendo tal método también para las dos otras categorías del «activo»-«inactivo», «primario-secundario» en el «retentissement». Estas tres categorías no cubren la expresión de toda la personalidad. Estos excelentes autores se han precipitado en la generalización motivacional, y Le Senne, que las tomó como punto de partida para su interesante sistema, sufrió una restricción innecesaria de categorización. Permutando los tipos según caían en las clases de emotivos (E), activos (A), primarios-secundarios (P S), logró el conocido tablean de emotivos-inactivos-primarios (En A P) o nerviosos; emotivos-inactivos-secundarios (En A S) o sentimentales; emotivos-activos-primarios (E A P) o coléricos; emotivos-activos-secundarios (E A S) o apasionados; no-emotivos activos-primarios (En A P) o sanguíneos; no-emotivos-activos-secundarios (nE A S) o flemáticos; no emotivos-inactivos-primarios (nE nA P) o amorfos; no-emotivos-inactivos-secundarios (nE nA S) o apáticos. Citamos estas categorías no por adherirnos a ellas, sino para demostrar con un ejemplo más con qué implacabilidad actúa la lógica de la racionalización en los intentos de abarcarlo todo en algunas categorías estrechas y escasas. Otra vez estamos también ante un ejemplo de que, fuera de tal afán de racionalización precipitada, el don psicológico del autor puede ser excelente, porque la descripción detallada de las categorías que estos sistemas ofrecen revela mucha sagacidad y acierto. Sólo que los esclaviza el sistema preconcebido. La categoría del retentissement es completamente vaga y parece obtener su significado por la reacción que una representación, sensación o emoción tiene actualmente y la que tendrá ulteriormente. Si la actual suele predominar, se trataría de un hombre «primario»; si las pasadas tienen más palabra que la actual, sería asunto de un «secundario». Pero ¿hay alguien que pueda determinar, aun con el análisis más penetrante, lo que en nuestro tonus afectivo es primario o secundario? Ya nos es difícil aceptar las caracterologías particulares 'que, sin cundir en lo morfológico o constitucional, ni establecer un sistema básico de la personalidad, estudian una propiedad o calidad del organismo, como, por ejemplo, J. Boutonnier, que se concentra en las «deficiencias de la voluntad», clasificándolas entre tipos de «dependientes», «inhibidos», «desarreglados». Los primeros tendrían cinco subcategorías a las que pertenecen el sumiso, el rebelde, el cíclico de obediencia y de rebeldía, el rebelde verbal y el forzado de la voluntad; los segundos abarcarían al idealista, lógico, pesimista, al preso voluntario, al ironista y —una categoría graciosa— al enemigo del tiempo; los terceros se subdividirían en los apasionados de la voluntad, quiméricos, inconstantes y los incorruptibles. Nosotros no podemos separar la voluntad del instinto, ni estudiarla sin bajar hacia éste. Además, encontramos que tales categorías como, por ejemplo, el idealista, el lógico, el enemigo del tiempo, el ironista, el incorruptible tienen poco que ver con la fase volitiva de la elaboración emocional. Sin embargo, en la descripción de detalles, la autora demuestra gran sutileza y talla psicológica. 4 De todas nuestras observaciones a lo largo de la revisión rapidísima de algunos ejemplos de sistemas caracterológicos, podría quizá sacarse la impresión de que dudamos del valor científico de ellos. Mucho lo sentiríamos si tal impresión se produjera. Al contrario, debemos mucho a estos autores y a otros que no hemos mencionado. No menospreciamos las dificultades que de tales intentos se desprenden ni los talentos con los que se realizaron. Si no podemos adherirnos exclusivamente a ninguno de ellos quiere decir tan sólo que nos encontramos en el caso del gran psicólogo E. Mounier, que para escribir su libro «El carácter» tuvo que remover toda la personalidad, dándole todo el «arrière-fond» de una visión fisiológica, científica y humanista, y dejándonos después de tantas bellísimas páginas sin solución a la pregunta de «cómo explorar la personalidad». Nosotros no podemos ofrecer una caracterología mejor que los autores citados, al menos no con denominaciones-clave. No queremos precipitarnos en la racionalización de la exploración personológica. Nos quedan dos caminos para resolver responsablemente este problema: o bien concluir que el estado de la personología no permite establecer bases sólidas para una caracterología —nota melancólica que se siente en una conclusión de tal índole en un escrito de Eysenck— (Experiments in Personality, Vol. 2, Londres 1960, pág. 315), o bien acudir al sistema de atributos del sentido y lenguaje común. En otras palabras, en vez de emplear las denominaciones-clave de introvertido-extrovertido, ectodermo-mesodermo, cicloide-esquizoide y semejantes, pasar revista a los principales atributos que el lenguaje común de todos los diccionarios usa para determinar aptitudes temperamentales y rasgos caracteriales y agruparlos ejemplificativamente para el uso de aquellos que quieran seguir nuestro endograma. Nos hemos decidido por esta última solución. Primero, porque escribimos este libro con miras a que pueda usarlo cualquier hombre, perito o no, en la materia. Después, porque creemos que la exploración de la propia personalidad de uno no debe ser asunto exclusivo de los magos en bata blanca ni de los educadores oficiales, sino de toda la humanidad adulta. Y tercero, porque tal procedimiento no resta a nadie el derecho de usar, para su gusto, las demás caracterologías científicas. Nuestros atributos puede comprenderlos cualquiera. Parándose en uno u otro, lo que interesa es la respuesta a la pregunta básica de nuestro endograma sobre la verdad sincera y honrada en la autognosia. Preguntándose «¿Soy yo tierno, delicado, tacaño, rencoroso», etcétera, el hombre dará su paso hacia el interior con más eficacia que si se pregunta «¿Soy yo un cicloide o un esquizoide?» Y sabrá más sobre sí mismo si su respuesta es sincera y veraz. Además, cada padre de familia y cada educador podrá anotar con estos atributos la ficha caracterológica de su hijo o de su alumno, averiguándola progresivamente y ensanchándola con otros atributos de matiz especial que la riqueza de su lengua le permita. Pero en la agrupación de las aptitudes temperamentales y los rasgos caracteriales no hemos podido evitar cierta racionalización ni prescindir de un criterio básico de diferenciación. Hemos procurado tan sólo encontrar un criterio cuanto más amplio y general. Teníamos la base para eso en nuestro principio del patior, principio biósico y común a todos los animales. En la oscilación entre los polos del patior y del non-patior nos hemos fijado, relacionado con nuestras definiciones del carácter y del temperamento humano, en un criterio, también muy amplio, como es el de la inferioridad-superioridad en la autoafirmación. Desde que la gran obra de Alfred Adler subrayó la enorme importancia de la inferioridad sentida, este principio discriminativo nos pareció siempre una base bastante vasta para la interpretación de la personalidad y para la caracterología. En cada momento el organismo y la persona humana oscilan entre una inferioridad sentida frente a una situación circunstancial, a la presión de sus instintos, a la de los equilibrios egotinos, conseguidos o no, o a la de la estructura, apta o no apta —por una parte— y el deseo vital de superar o compensar esta inferioridad mediante el comportamiento adecuado por otra parte. Valoramos esencialmente siempre el patior que sentimos o la huida de él que podemos lograr o la que hemos logrado. El sentir el patior es siempre una inferioridad; su superación es siempre una huida de él. Ya nacemos con una inferioridad dada y siempre tendremos que enfrentarnos con lo dado e innato como inferioridad. Ya al nacer nos envuelve la gran categoría de la inferioridad propia de un organismo que no nace completo, sino que, débil, inepto, impotente, depende durante muchos años de la ayuda y del cuidado del contorno, sin los cuales el nacido humano perece irremediablemente. Y que durante una tercera parte de su existencia terrenal se encontrará inferior frente a los adultos de su ambiente inmediato, prolongándose después esta dependencia en cien ramificaciones respecto a otras fuerzas con las que el ensanchado ambiente social le circundará. Por fuertes que seamos, habrá siempre muchísimas ocasiones para desear —lo optativo frente a lo dado— que esta inferioridad subjetiva se alivie y nos deje sobrevivir y vivir con menos ahogo y angustia. Lo agradable y lo desagradable, el tonus afectivo fundamental, es tan sólo un aspecto del patior y de la inferioridad sentida o superada. Y si es superada, también se debe en gran parte a nuestros propios esfuerzos y a la tensión hacia lo conseguido. Así madura nuestra persona, nuestros rasgos y nuestras aptitudes se sistematizan, a lo largo de esta línea básica fácilmente palpable, en grados de lo dado, optativo y conseguido. Veremos que en una gran mayoría de los casos nos comportaremos habitualmente con cierta similitud de reacciones de toda índole, y que en esta similitud habitual hay algo constante, casi podríamos decir una constante, con la cual todo el organismo recibe y valora los estímulos y reacciona respecto a ellos. Unos síntomas de lo habitual que, con un poco de forzosa artificialidad lógica, podemos separar por un lado bajo el aspecto en el que estas reacciones se presentan frente a las circunstancias exteriores, los llamaremos rasgos del carácter; y por otro lado, viéndolos más bien como reacciones de nuestros instintos desde dentro, los llamaremos aptitudes del temperamento. Además podemos observar que los rasgos y las aptitudes obtienen una síntesis habitual, se equilibran entre ellos (o se desequilibran) también con una similitud que vuelve a reproducirse en el comportamiento habitual y que podríamos llamar posturas. Un rasgo caracterial será, pues, algún síntoma de estos que podamos descifrar en un atributo tal como cuando decimos del otro o de nosotros mismos que somos unos metódicos, ordenados, desconfiados, objetivos, etc. frente a ciertos estímulos del contorno; una aptitud temperamental está más bien teñida de lo usual en la forma cómo, frente a ciertos estímulos, se manifiestan los impulsos de nuestros instintos, calificándonos de cariñosos, suaves, violentos o crueles, etc. De la postura hablaremos, si es necesario para abreviar, cuando ya se trata de unos rasgos-aptitudes generales que se han grabado en nuestra experiencia y que se puedan ver en cualquier comportamiento nuestro, calificándonos de luchador, rebelde, conformista, práctico, etc. 5 En general, los rasgos, las aptitudes y las posturas pueden ser, siguiendo la línea de la utilidad vital, de orientación restrictiva o expansiva. En la primera, encarándonos con una inferioridad sentida, nos replegamos hacia un punto de menos esfuerzo —aun cuando esto no nos guste mucho—, con tal de que este repliegue nos ofrezca más seguridad en el resto. Hay obstáculos en la vida que, aun si fuéramos potencialmente capaces de eliminarlos, preferiríamos retraernos ante ellos evitando el costo y el riesgo que pudiera provocar tal acción eliminatoria. Y hay otros a los que combatimos cueste lo que cueste. Aceptamos la inferioridad sentida en el primer caso por la pendiente de la adaptación restrictiva (caracterial). Intentamos superarla en el segundo caso por el alpinismo de la acomodación expansiva (temperamental). Procuraremos poner en cierto orden nuestros atributos según estos criterios, aunque tenemos que aducir en seguida las dificultades que el diccionario del lenguaje común nos presenta. El diccionario común no ha sido hecho con este criterio ni hace distingos entre el carácter y temperamento, ni entre las circunstancias y los instintos. El mismo atributo podrá a veces actuar en dos sitios y ser calificativo de un rasgo caracterial tanto como de una aptitud temperamental. Pero esta ambigüedad no nos preocupa demasiado ni hiere nuestro orgullo científico. La lengua es, genéticamente, primero una síntesis, y sólo después de haber cumplido este papel primordial es desarrollo y análisis. Primero es expresión de una emoción, y emoción es una cosa compleja. No hay que maravillarse si en el lenguaje común los atributos y la adjetivación no matizan entre el carácter y el temperamento. No obstante, intentaremos por nuestra parte esta diferenciación hasta cierto punto. Pero diremos en seguida en nuestra defensa que la adjetivación será a veces vacilante por el mismo hecho de que a cualquiera de los rasgos (carácter) corresponde un atributo semejante de aptitud (temperamento). No se puede saber con exactitud, o no siempre, si uno es, por ejemplo, «aprensivo» porque la presión de las circunstancias es demasiado fuerte (carácter) o porque su instinto es flaco (temperamento). Nos parece que en este caso ejemplificativo, y para designar el carácter, son más indicados los adjetivos «receloso», «temeroso», «pusilánime», «cobarde», que en el lenguaje común más bien revelan el afrontamiento con las circunstancias. Para el temperamento en esta línea mejor servirían los adjetivos «tímido», «miedoso», «azorado», etcétera, que parecen subrayar la flaqueza del instinto. ¡Pero no abriremos discusión sobre esto con las Academias! Nuestra adjetivación sirve ad usum delphini de la endoantropología, obligada a usar palabras y no números. Definamos, pues, ampliando un tanto nuestra determinación del carácter y del temperamento, tal como la dimos en la POV, estas categorías:
El escarmiento de la vida en el carácter, el potencial de lanzarse hacia ella en el temperamento, el resumen de la experiencia y la acomodación hacia ella en la postura, esto es lo que vamos a intentar analizar brevemente a través de nuestros atributos. Y a través de sus permutaciones en lo dado, en lo optativo y en lo conseguido de la persona. Muchas conclusiones podrán brindarnos los rasgos, las aptitudes y las posturas estudiados y verificados sobre la verdad de nuestra persona, siempre sobre la verdad. Nos revelarán, entre otras cosas, datos sobre
pudiendo clasificar los rasgos, las aptitudes y posturas, si ya no podemos resistir la pasión clasificadora, bajo dos capítulos generales:
En cuanto a nuestro criterio fundamental, el de la inferioridad y su superación, la caracterología consciente podría lanzarse a muchas exploraciones observando
hundiéndonos ya en este último punto hacia la desorientación vital y dejando la medida de la compensatividad y superatividad a las defensas de orden patológico, cundiendo en la valoración reprimida, subconsciente. Y si hiciéramos aquí una teoría de la superación de la inferioridad, equilibrada o sobrecompensada, podríamos buscar estos caminos escudriñando cómo se las arregla el organismo en esta tarea, tendiendo hacia la superación y compensación
Pero en este libro no pretendemos dar ninguna terapéutica ni higiene normal o patológica, y nuestra única ambición es acostumbrar al hombre y a su educación a mirar su propia verdad desde el punto de vista de sus cuatro factores. Por esto invitamos a repasar, mediante nuestra lista, una serie de rasgos, aptitudes y posturas en los que volverá a preguntarse ¿Soy yo... (él, ella), son míos (suyos) estos rasgos, estas aptitudes, estas posturas? ¿Es verdad esto? Y concluir cada uno por sí mismo con relación a su propia personalidad, o ajena, si estos rasgos revelan un ego sinfórico (con necesidades más bien equilibradas) o disfórico (de necesidades desequilibradas). Todo el organismo vibra y oscila. El sobrevivir es ir en la maroma sin caerse. Vibra y oscila, se hace y se deshace el metabolismo de las materias; vibra al nivel atómico, molecular, endocrino, cerebro-distributorio. Se hace visible y palpable esta oscilación constante hacia el balance provisional al nivel consciente en los equilibrios-desequilibrios del carácter-temperamento, el nivel del patotropismo, donde vemos, como en un medidor, si vivimos con más o menos esfuerzo y tensión y, al mismo tiempo, si nuestras fuerzas heredadas y adquiridas son suficientes o insuficientes para sobrevivir o para vivir a nuestro propio estilo. Y cómo se sistematizan nuestras defensas en todo esto. El eje de tal suficiencia-insuficiencia en cualquier nivel es la inferioridad y sus comparativos. La superación es auto-correctiva si intentamos suprimir sus efectos por las propias fuerzas de uno. «Quiero ser más fuerte», decimos, y movilizamos las reservas para transformarlas en un sistema de defensa. La compensación es auto-adaptativa si, frente a una inferioridad, reforzamos otros rasgos o aptitudes que pueden equilibrar nuestras comparaciones negativas. Por ejemplo: no soy fuerte de músculos, pero puedo llegar a ser más fuerte mediante mis facultades intelectuales. O es altero-adaptativa si buscamos el balance por vías de contacto social, en los demás. La inferioridad va, como sentir subjetivo, siempre acompañada por la autovaloración de cómo hacerse valer a los ojos de los demás o a los propios. Y cuando las cosas no van bien y no podemos ni superar ni compensar nuestra inferioridad, no pocas veces nos encaminamos hacia la sobre-compensación mediante una afirmación exagerada de nuestras autovaloraciones en otras direcciones. Nos volvemos agresivos hacia los demás. O es un toque de retirada, un repliegue sobre las fuerzas propias, una descompensación autorecesiva. A veces esto tiende a la confirmación de la inferioridad. Pero si, frente al riesgo vital mayor, nos retiramos hacia el sitio del riesgo menor, aun así podemos sobrevivir, si bien no vivir plenamente según nuestro propio estilo. El mal menor es para el pobre y expuesto ser humano a veces más importante que el bien mayor. En bastantes disorexias, tales como en la neurastenia, la melancolía, la obsesión, la fobia, la histeria, etc., es esta evasión fundamental el síntoma tajante y denominador común de tales desorientaciones vitales (DOV). Pero aun si éstas no llegan a tales alturas, el hombre normal también va por este camino de evasión patotrópica. Sólo la angustia con sus estados se exime de esta regla: se establece precisamente porque no se ha llegado al camino de la evasión. Con ella estamos en el mismo eje oscilatorio y nuestras valoraciones no se hacen conclusivas ni hacia una descompensación hacia abajo, interiorizada, autorecesiva, ni hacia arriba y exteriorizada, la agresiva. En vano buscamos una superación auto-o altero-adaptativa. Así cuando nos preguntamos ¿soy yo...? ¿tengo yo el rasgo, la aptitud de...? ¿es verdad esto? ¿y hasta qué punto lo es? anotaremos también, en passant, si nos hemos acobardado ante la vida o bien nos hemos hecho más valientes ante sus riesgos. Definiremos como superación de la inferioridad el esfuerzo o el logro en la maduración de la persona con el cual ésta procede a la eliminación de la inferioridad sentida, real o supuesta, mediante la supresión interior de las causas que la producen. La compensación sería tal esfuerzo o logro con los que la persona procede a la eliminación de la inferioridad sentida, real o supuesta, mediante la acentuación o reforzamiento de las autoafirmaciones posibles en otras direcciones. Con la superación queremos eliminar directamente nuestras debilidades. Con la compensación éstas logran menos peso porque reforzamos otras cualidades por las que conseguimos ciertos equilibrios indirectamente. Así el escarmiento en las relaciones humanas puede hacernos más prudentes porque lo logremos directamente, queriendo ser prudentes sistemáticamente. El mismo resultado podemos lograrlo indirectamente, haciéndonos más fuertes en otras direcciones. La superación y la compensación pueden llegar a grados cuando la superación se vuelve agresiva, y la compensación una sobrecompensación. Con ambas, la orientación vital se desliza hacia una nueva desorientación y eventualmente cunde en lo patológico. Lo mismo ocurre con la superación frustrada o con la descompensación. El mecanismo de estos malogros en la maduración de la persona tiene mucha importancia en las disorexias y las orectosis, llamadas en psicología clásica «enfermedades mentales». A continuación daremos la lista de los rasgos y de las aptitudes en forma de atributos. Esta lista no es exhaustiva, pero comprende los principales atributos alrededor de los que pueden girar nuestras preguntas, que empiezan con el «¿Soy yo...»? y que terminan con la pregunta «¿Es verdad esto?» El lector puede empezar con cualquiera de ellos, en cualquier página, no teniendo en cuenta el sistema de nuestra clasificación. Esta lista es recordativa y no supone ninguna obligación. La obligación puede venir —o no— del que la ojee. Es una obligación hacia nosotros mismos: saber con más seguridad lo que somos de verdad. El método puede servirnos después para conocer mejor a los compañeros de nuestra convivencia. |
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