El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. CAPÍTULO II - LA PERSONA HUMANA Y EL MUNDO DE LAS CIRCUNSTANCIAS (continuación)
BREVE RESUMEN DE LA TEORÍA ORÉCTICA SOBRE LA SOCIEDAD FUNCIONAL1 Hemos definido la sociedad funcional como aquel tipo de la sociedad en la cual el condicionamiento de las instituciones llega a disminuir el patrimonio (la cantidad) de los sentimientos negativos y la necesidad de agresión individual y colectiva en las relaciones humanas. Es una definición endoantropológica, ya que su punto de partida es el hombre visto desde dentro. Además es una determinación personológica, por lo que toma como máximo valor humano la persona humana en su totalidad, y no el bienestar o el malestar de los factores particulares del organismo. Es un término que indica, indirectamente, la adhesión a la teoría oréctica, ya que tiende a la disminución o al aumento de las emociones positivas o negativas en los miembros de una sociedad. ¿Por qué la llamamos «funcional»? Primero, porque nos adherimos al concepto de que la sociedad es un fenómeno bio-cultural, componiéndose de seres vivos y de la coexistencia de los organismos. Por lo tanto, las leyes de estos organismos tienen su importancia en la construcción colectiva de su conjunto Siguiendo el esquema biósico de los cuatro factores básicos del individuo, creemos poder ensanchar su aplicación también a la sociedad con la hipótesis de que los mismos instintos (I) que el individuo tiene se hacen efectivos también en la sociedad; que las mismas circunstancias cósmicas (Cc) influyen en tal conjunto; que la sociedad, siendo Bíos, tiene sus necesidades (el ego colectivo); y que la misma estructura de la sociedad no es otra que el total de sus miembros en el cual rigen las leyes de la herencia filogenética de la especie humana (Hf). La sociedad funciona mal o bien, mejor o peor, según su orientación vital colectiva, regida por estos factores. Rozamos con estos conceptos ciertas ideas sociológicas de M. Mauss («phénomène social total») y lo «multidimensional» de G. Gurvitch convertido en lo multifactorial de nuestro sistema. Pero lo organísmico en este concepto no es para nosotros una simple analogía, sino realidad biósica. Lo «cultural», en nuestro sentido de la palabra, quiere decir que la sociedad humana también adquiere rasgos de persona, como el organismo individual, y que lo dado, lo optativo y lo conseguido es el dinamismo de su autocreación (cultura), como en la persona individual. No es difícil —pero tampoco es necesario— llevar esta identificación biósica y organísmica a la imagen de que los miembros individuales funcionen dentro de ella como las células en un organismo. Esto ya nos parece dudoso, ya que estas «células» tienen mucha autonomía para cambiar las comunidades a las cuales pertenecen primariamente. Es verdad que están perdidas si se les ocurre no pertenecer a ninguna. Este concepto funcionalista nos aleja un tanto de aquellas teorías políticas y sociológicas que ven en la sociedad un producto de convenio y de contrato social (Rousseau), un sistema de necesidades (Hegel), que atribuye su estructuración a sólo un instinto (el de conservación), o incluso a su aspecto económico (Marx). La motivación de los actos sociales es tan compleja como la de un organismo. Si la simplificamos es porque racionalizamos demasiado, o tanto, como a veces en las consideraciones sobre el acto individual. Y toda racionalización precoz del pensamiento está sometida en nuestros conceptos a la prioridad del vasto sentir biológico, con sus principios de la realidad y complejidad interior del organismo. 2 Para el individuo la sociedad es circunstancia. Para la sociedad el individuo es uno de sus órganos (dispositivos, mecanismos). La utilidad vital del individuo frente a la sociedad consiste en valoraciones de la presión C disminuida o aumentada. La de la sociedad frente al individuo en las valoraciones de su adecuado o no-adecuado comportamiento hacia la comunidad. El interés del individuo es mantener las presiones de la sociedad en favor del desarrollo de su persona. El interés de la sociedad es mantener este desarrollo en favor de la comunidad. El criterio básico de tal interfuncionalidad individuo-sociedad es el sobrevivir de la especie humana a través del individuo capacitado y condicionado para ello. La sociedad es tanto más funcional cuanto más se compone de individuos biósicamente capacitados y socialmente condicionados. Biósicamente capacitados: organismo genéricamente normal. Socialmente condicionados: persona cuya maduración y autocreación es favorecida por la sociedad. Si estos fines son frecuentemente o como regla obstaculizados y/o amenazados por la sociedad, el patrimonio de los sentimientos negativos, tales como miedo, ira, odio, envidia, soberbia y semejantes entran, con sus respectivas reacciones agresivas, a formar parte del dinamismo intrasocial, conduciendo a la agrupación de individuos portadores de idénticos o semejantes sentimientos, tendiendo al cambio de factores del condicionamiento. En la valoración de estos individuos y grupos la sociedad existente se convierte entonces en la distonía de la injusticia social. Esta puede tener aspectos de la injusticia societal, lo que significa que las instituciones se consideran innecesariamente malas. La defensa de las normas, aplicada por la sociedad a través de sus instituciones, puede alcanzar en este caso todos los síntomas de disfunción, y la reacción de los individuos convertirse en actos individuales o grupales de agresión (oposición, crímenes, delitos, rebeldías, revoluciones, guerras). No hay actos asociales que no sean motivados por los sentimientos negativos y su previa acumulación. Nadie mata, insulta, hiere, destruye, etc. sin miedo, angustia, ira, odio, celos, envidia, etcétera. Nadie conspira, traiciona, se revoluciona sin estos sentimientos negativos y sus cien matices. Nadie acude a la agresión sin sentir la represión de sus instintos como opresión innecesaria. La sociedad funciona mal, no es funcional si la represión en favor de la norma es subjetivamente sentida por el individuo como opresión innecesaria, es decir evitable. Dicho de otro modo, si la defensa de la norma sobrepasa la dosis necesaria de la represión individual en favor de la sociedad. El porqué del dinamismo asocial está, pues, íntimamente ligado al porqué del miedo, angustia, ira, odio, etc., engendradores de los actos asociales. Y a esta serie mencionada hay que añadir también la gran categoría de las sobrevaloraciones personales o colectivas, lujosos causantes del mal innecesario y de la injusticia vital, como la soberbia y la presunción, que siempre son un abuso del poder sobre los demás, y muy frecuentes motivos de agresión y de contraagresión. Resumiendo: cuando los sentimientos negativos del individuo proceden del mal acondicionamiento de las instituciones sociales, los categorizamos como injusticia societal; cuando provienen del comportamiento individual de los demás, dentro de las instituciones, son injusticia vital. Todas las injusticias sentidas subjetivamente como tales son injusticias sociales, en tanto que descansan en los demás, en la sociedad, en lo social. Un patrón formalmente correcto, pero frío o despreciativo, no comete injusticia societal, mas sí ejerce injusticia vital, por el mal innecesario de su frialdad o desprecio. Y la sociedad que admite, por sus instituciones, la libertad de tales conductas que provocan ira, odio o miedo, no es lo bastante funcional. Hoy día es corriente atribuir la motivación de la agresión y de la contraagresión dentro de las comunidades regionales o mundiales a causas de orden económico. Para nosotros ésta es tan sólo una de las co-causas posibles. El hambre social puede engendrar crímenes, revoluciones, guerras, destrucciones, pero no antes de convertirse en el sentir del mal innecesario, injusto, evitable y cambiable tan sólo por medios del comportamiento de agresión. Y si este sentimiento es grupal (de clases, de naciones, de razas, etc.), no antes de acumularse hasta cierto grado el miedo, el odio, la ira contra el poder injusto o de soberbia y presunción en el poder injusto. No toda hambre social conduce a la revolución y a las guerras, ni es el motivo siempre prevaleciente de la agresión asocial y antisocial. Es sólo un síntoma típico de una época profundamente materialista (en ambas zonas) el brote exclusivo de tales conceptos en nuestro tiempo. La motivación de nuestros miedos y odios, de nuestras soberbias y presunciones no es tan sencilla como quieren los padres de tales ideas. Millones sufren hoy día hambre en la India, en América del Sur, o en Italia, o en África, y no matan, ni se rebelan, ni siquiera sienten odio ni envidia por ello. Pero son capaces de odiar y matar por otros motivos si éstos engendran sus iras e indignaciones. Los exclusivos de la teoría económica quieren reducir también estos sentimientos a las causas económicas, pero esto es evidentemente falso. Muchas personas perecen víctimas de odios, iras y celos de orden sexual —en Francia, por ejemplo, tres mil personas anuales por celos amorosos—; la base de Bizerta ya no es un foco de explotación económica para Túnez, sino un asunto de dignidad y de orgullo por el cual muchos tunecinos se dejaron matar. Y es demasiado simplista ver en la perniciosa y loca crisis de Berlín, que nos amenaza con el suicidio del género humano, un asunto de la futura conquista de mercados por parte de los capitalistas «explotadores» o por la de los comunistas «insaciables» del poder mundial. Hay, entre otras cosas, también mucha soberbia, mucha presunción que nada tiene que ver con las causas económicas, y mucho pánico zoico, primordial. Los dos pueden apretar el siniestro botón. La historia de los actos asociales es para el endoantropólogo la de las emociones negativas, irreductibles a sólo un factor, el social, y, dentro de él, al del exclusivo motivo económico. Odiamos o amamos por muchísimos otros motivos, y el sobrevivir y el vivir están en el signo de una motivación riquísima y abundante, y no tan sólo en el del Homo Oeconomicus. 3 El endoantropólogo, mirando los actos humanos individuales y colectivos desde el punto de vista de la motivación interior, relativamente independiente de las teorías políticas, reformistas o revolucionarias, de la época; de las tendencias conservadoras o progresistas en la economía y de las ideologías formales de lo social, considera como sociedad más funcional aquella en la cual las instituciones disminuyen la cantidad y la fuerza de las presiones que en el individuo oprimido fomentan los sentimientos negativos del odio, ira, miedo, envidia, etc., y brindan más condiciones para el desarrollo de la persona humana. Estas presiones, sentidas por el individuo como opresivas e injustas, proceden en el dominio del factor Cs principalmente de las fuentes siguientes:
Sus tendencias a la liberación de estas presiones, en cuanto las siente como injustas, se encaminan hacia
I. La presión del poder injusto.a) A primera vista parece que en lo que más ha progresado la sociedad moderna hacia lo funcional es en la limitación del poder injusto de la fuerza muscular sobre los demás durante las épocas de la paz. Las leyes y la organización de la autodefensa social han disminuido el poder injusto de la lanza y de la espada, del puño o del revólver rápido, del puñal traidor, como medios de establecimiento duradero del poder injusto, y ha recluido la fuerza y la habilidad de los músculos al coto del bandidismo y del crimen, lo que en los tiempos anteriores fue aceptado como fuente abundante y aceptable del poder sobre los demás. La fuerza y la habilidad muscular, empleadas en matar o forzar al otro, han obtenido aspectos legales. Podemos matar legalmente en la guerra, en la revolución, en la lucha con el criminal; podemos emplear la fuerza de los músculos, bajo ciertas condiciones, en las hazañas deportivas y en los ejercicios militares; y en la defensa propia, sin traspasar el límite adecuado. Incluso ciertos animales están protegidos y se pueden matar tan sólo legalmente. Parece un progreso; los sentimientos de venganza, cólera, miedo, la provocación del físicamente más fuerte han sido disciplinados y no tienen libre curso por las sanciones con las que los códigos los atan. Pero este progreso queda completamente anulado por la guerra que acecha por todas partes a las sociedades humanas, autorizando el libre juego de la fuerza cruda en el logro del poder sobre el enemigo. Por otra parte, aun la sociedad más moderna no ha conseguido la prevención eficaz del crimen, en el que es grandemente co-responsable con el criminal. La autorización de matar «legalmente» en la guerra y en la lucha contra los infractores del orden, y emplear para esto la fuerza y la habilidad de los músculos manejando armas, nos distancia poco de los tiempos primitivos. La autorización legal de fomentar los sentimientos negativos para matar es aún demasiado abundante en el modo de vivir de la sociedad humana para concederle en esta dirección el título de sociedad funcional. No logra la prevención del crimen ni la eliminación de las últimas sanciones en la lucha contra él; y en cuanto a la guerra, la instigación a los sentimientos negativos para lograr el injusto poder sobre los demás inspira los preparativos de la guerra atómica hoy tanto como en la edad de piedra. No podemos hablar de sociedad funcional mientras la agresión sea un modo legal del sobrevivir; y mientras la respuesta al crimen sea otro crimen. Todo matar, sin excepción, es crimen. Y es, ante todo, un poder injusto, por muy legal que sea. b) La segunda fuente del poder injusto sobre los demás suele proceder de la acumulación, dentro de la misma comunidad, de los bienes materiales en manos de minorías privilegiadas, si esta acumulación se muestra desproporcionada con el bienestar del ambiente, no exhibe rasgos de equidad distributiva y es usada de tal manera que pueda parecer animada por un propósito de dominar a los demás y forzarlos, por la posición privilegiada, directa o indirectamente, a reconocer tal superioridad o depender de ella. Endoantropológicamente hablando, las diferencias que las teorías políticas y sociológicas manejan en cuanto al origen de la riqueza acumulada no son importantes, sino que lo son los efectos asociales y agresivos. El origen de la propiedad impuesta como poder puede ser herencia, buena suerte, especulación, violencia, crimen, aventura tanto como un invento o trabajo, etc.; para el criterio de lo funcional en la sociedad sólo importa la manera en que se manifiesta hacia los demás. Si se acentúan las características de lo desproporcionado, no-equitativo, privilegiado, explotador de la posición de los demás, la riqueza acumulada en pocas manos puede sentirse como poder injusto, aun cuando su origen sea legal, o incluso cuando sea exclusivamente fruto del trabajo. Buscar oro o petróleo es un trabajo durísimo; si se encuentra la piedra preciosa o surge el chorro negro, la riqueza repentina puede parecer a todos merecida y legal. Pero su efecto socio-funcional dependerá tan sólo del modo como se usará frente a los demás. Si los sheiks árabes la emplean, por ejemplo, en Cadillacs dorados, como Ibn Saud, será, para su comunidad, asocial e injusta; si se vierte en bienestar proporcionado, equitativo, distributivo, liberador de los demás, como en en caso del sheik de Kuwait, será social y funcional. También es igual dentro de qué tipo de sociedad se acumula la riqueza privilegiada. Sentir envidia, odio, indignación hacia su poder puede tanto ser el caso de ciertas capas inferiores en la América capitalista, que se codean con los hombres de sus trusts, como el de los stajanovistas mineros de Rusia, que ven surgir en las cumbres de su sociedad a la gente privilegiada de la clase nueva. Una sociedad será tanto más funcional cuanto más sus instituciones rectifiquen los efectos asociales de tales posiciones privilegiadas en el interés común, y el interés común, repetimos, es el de condicionarlas de tal modo que no provoquen innecesariamente sentimientos negativos. c) La tercera fuente de lo disfuncional del poder en una sociedad viene de los abusos en la aplicación de las leyes y normas vigentes, no obstante ser éstas por sí mismas justas o injustas: lo que podríamos llamar, abarcándolo todo, la posición de la Humanidad ante las ventanillas de la política y la administración. Aun la mejor ley, y reconocida como tal, si no por todos, sí por la mayoría de los interesados, es estrecha y rígida frente a la persona individual. Y es esta persona la que está ante las ventanillas de las instituciones. Al otro lado, el representante de la ley, de la regla, de la norma, tiene un enorme margen para aplicarla justamente, es decir, no sólo desde el punto de vista de la norma, sino también tomando en consideración el caso concreto del hombre que se presenta ante la ventanilla; o bien puede mecanizar este contacto, reducirlo a la fórmula del dura lex sed lex. Más aún, este distribuidor de la justicia social detrás de la ventanilla puede comportarse como un ignorante, un inhabilitado, un corrupto, malévolo, vejatorio, sádico, criminal. Y aquí tampoco tiene importancia psicológica el tipo de sistema político o administrativo. En la monarquía y en la república, en los regímenes autoritarios y liberales, en el capitalismo o el comunismo, en el sistema con estado o sin él, y por debajo de él, en toda estructuración donde hay dirigentes y dirigidos, estamentos de patronos y obreros, de superiores y subordinados, hay también márgenes de mala o buena aplicación de la ley o de la Forma. Si usamos la buena palabra alemana del Justizmord en un sentido extensivo, aplicándola no solamente a los tribunales, sino a todas las ventanillas de la administración, queda en todas las sociedades un enorme potencial de ser uno injusto en la aplicación de lo justo, y «matar» en el otro la confianza en la ley y la norma. Sus iras, rebeldías, indignaciones, odios van, si no ya contra la ley, sí contra sus representantes en las ventanillas. Y estos representantes son los de la sociedad que sentimos injusta. El hombre moderno ha intentado paliar tal mal innecesario con la división de los poderes legislativos, ejecutivos y los de la justicia (Locke, Montesquieu), estableciendo derechas de crítica libre y de reparación de injusticias cometidas en la aplicación de las leyes, toda clase de solemnes derechos del hombre frente a las ventanillas del poder. Mas la eliminación progresiva de las disfunciones en la aplicación de la ley depende en primer lugar de la educación en el espíritu del funcionalismo del hombre de las ventanillas. Y en esto no se ha llegado a mucho ni podemos jactamos, en ninguna de las sociedades actuales, de esplendores de la «justicia distributiva y conmutativa» (Cervantes) en la práctica de la aplicación. Esta práctica requiere más formación en el sentido de que el hombre detrás de la ventanilla ejerce tan sólo una función conferida por la comunidad y no la de su poder; que el hombre que se presenta ante ella ejerce la otra, también conferida por la comunidad; que la necesidad de este último requiere su satisfacción (¡una analogía justificada del ego y del instinto!); que para esto existen los órganos previstos; y que para el bienestar del organismo (sociedad) tal satisfacción es imprescindible. De tal lógica se desprende que la represión innecesaria de las necesidades se resiente no solamente en la célula en disfunción, sino que repercute en todo el organismo en forma de distonías sociales, de malestar colectivo. d) La cuarta fuente del poder injusto sobre los demás puede venir del invento técnico o económico, el que suministra a unos la superioridad de las armas, de los procedimientos de producción, de transportes, etc. La historia está llena de esclavitudes causadas por la superioridad de inventos de armas o de producción, y en nuestra época de automación se abre, tanto en las relaciones entre comunidades como dentro de ellas, un potencial cada día más rico en las disfunciones sociales. Entre ellas el miedo a la eliminación de la mano de obra humana y el mortal aburrimiento en el servicio de los autómatas. El impacto de la máquina y el papel del científico, mercenario del poder político, serían unos capítulos dignos de comentario desde el punto de vista de la sociedad funcional si el estrecho marco de nuestro resumen nos lo permitiera. e) La quinta fuente del poder injusto es el poder familiar de unos miembros de la familia contra otros. Es el vasto capítulo del poder de los padres déspotas y madres mandonas, de los hermanos privilegiados contra los otros, de los maridos contra las esposas, etc. Una fuente primordial y abundantísima de sentimientos negativos. f) La sexta proveniencia del poder injusto sobre los demás puede tener su origen en la fuerte personalidad, cuando ésta abusa de sus dones en disfavor del desarrollo adecuado de la persona o desvía su orientación vital en dirección asocial. Es difícil a veces la vigilancia y la funcionalidad de la sociedad frente a la influencia de talentos cuya función está a menudo en las fronteras de lo social-asocial. Magos y místicos de toda índole, demagogos y sectarios, curanderos y charlatanes, profetas y visionarios, telépatas y astrólogos, yoghis y brujos, inventores fantásticos, rebeldes fanáticos, aventureros y descubridores, predicadores libres, seductores y fascinadores de mil matices confunden fácilmente el torpe racionalismo de los conformistas, sugestionan los grupos y las masas, destruyendo los marcos del pensamiento convencional, del sentir controlado, de las tradiciones y costumbres, brindando a los instintos saltos en lo nuevo y en lo prometido, de los que nunca está lejos la sed del interior humano, y cundiendo a veces en lo irracional y rozando la locura, de lo que tampoco está exenta la impotencia humana. El surgir de tales hombres a veces nos parece una ocasión extraordinaria para revisar los valores de nuestras creencias e ideas más fundamentales y nos aventura hacia lo desconocido y secreto, para lo que todos tenemos un sentido oculto por el cual nos acercamos en una inspiración archiprimaria a lo sobrehumano, al milagro, a la fata morgana del vivir. Contra los inventores geniales y contra los fascinadores de nuevas verdades, aun cuando producen armas de suicidio genérico, la lucha de la sociedad funcional es casi impotente, ya que con ellos la historia está en el punto de dar vuelta. Y la sociedad no sabe si es más funcional insistir en el punto o en la vuelta. Ni si tenemos que decratizar con ellos o contra ellos. Esto nos ocurre ahora con los inventos atómicos, por los que peligran no solamente las sociedades, sino el género humano. g) La séptima fuente principal del poder injusto sobre los demás es el crimen.
II. La posesión y la distribución injusta de los bienes materiales.El hambre biológica (la necesidad de alimentarse) y el hambre social (la escasez de los bienes de alimentación y otros que sirven para las satisfacciones de los instintos de conservación) pertenecen a un problema no resuelto de las sociedades humanas. Sólo una tercera parte de la Humanidad no sufre hambre biológica; el resto, o no se alimenta suficientemente o se muere antes de tiempo de hambre o de sus consecuencias patológicas. Y aun en las regiones en las que no hay hambre biológica, el hambre social hace estragos en la vida emocional por la desigualdad en la repartición de bienes de conservación y por las condiciones insuficientes en las que éstos se pueden adquirir mediante el trabajo. En muchos sitios y regiones esta inseguridad fatal puede aún eliminarse tan sólo por el poder del oro (dinero, otros bienes equivalentes, bienes de cambio). De aquí surge el hecho distintivo del materialismo que caracteriza el progreso de las sociedades humanas desde sus comunidades primitécnicas hasta las actuales. ¿Podrá resolverse este problema? ¿Podrán las sociedades humanas, y la comunidad del planeta, organizarse funcionalmente también en esta dirección? Los pensadores del tipo de Malthus dudan de ello; los que estudian el tremendo crecimiento de la población mundial mueven la cabeza; y los escépticos innatos se unen a ellos diciendo que siempre habrá pobres y ricos, si no por otra razón, seguramente por la desigualdad en las riquezas del suelo y la que reina entre los seres humanos por las diferencias de capacidades individuales. Pero tanto los capitalistas como los socialistas dicen que la solución es posible y previsible. Los primeros argumentan que todos podemos enriquecernos tanto como para no carecer de bienes de conservación, y esto, esencialmente, mediante más producción e iniciativa privada. Los socialistas dicen, fundamentalmente, que además de la producción esto depende de la repartición equitativa de los bienes entre todos y de la iniciativa común en el establecimiento de los criterios para la repartición. Y este criterio gira alrededor de los lemas «a cada uno según sus capacidades»; «a cada uno según su rendimiento»; para acabar progresivamente con el de «a cada uno según sus necesidades». Por otra parte, los ideólogos de las dos religiones más numerosas de nuestra era, el cristianismo y el budismo, opinan que la solución estriba en la restricción de los deseos y del egoísmo. En el contentarse uno con menos para que el otro también tenga lo suficiente y que no tenga que agredirnos, odiarnos, envidiarnos. Evidentemente, la sociedad que no pueda resolver este problema no será funcional, sino que seguirá produciendo sentimientos negativos y actos de disolución y destrucción. En ninguna dirección como ésta, cierto relativismo de los logros progresivos es sumamente justificado. Y también cierto sabio eclecticismo de recetas. Por esto hemos definido nuestro sentido de la palabra «desmaterialización», mirando a nuestra época, como sustitución del criterio del oro por el del trabajo, en la cotización de la seguridad de subsistencia y de los valores. Mucho de lo funcional podría lograrse si, debido a la institucionalización adecuada y la educación correspondiente en la autorrestricción, el hombre pudiese asegurar su subsistencia mediante el trabajo, y no mediante su posición privilegiada de poseyente de bienes. Un grado mayor de lo funcional se conseguiría en esta línea si las horas de trabajo cotidiano disminuyeran, dejándole tiempo al hombre, socialmente acondicionado, para poder dedicarse adecuadamente a las satisfacciones del instinto de creación. En esta dirección se mueve ya la historia: los hechos de la socialización, tanto en los países comunistas como en los capitalistas, siguen, con ritmos diferentes de realización, la línea progresiva en el cambio del criterio del oro por el del trabajo, la cual, si se consigue en escala mundial, aumentará los rasgos de lo funcional en las sociedades futuras para que el hombre condicionado de tal manera tenga la seguridad de que, si trabaja unas horas al día, su mínima subsistencia estará garantizada. Pero ¿no reside el mal más profundamente? ¿No está el acaparamiento y el afán de adquisición por todos los medios en la naturaleza del ser humano? O, puesta la cuestión de otra manera, más cerca de la realidad concreta: ¿no caracteriza, por humano, este afán tanto a las sociedades comunistas como a las capitalistas? Las sociedades comunistas también quieren producir más y siempre más, y cotizan sus victorias en la medida en que pueden alcanzar o sobrepasar la producción de los países capitalistas. Y, una vez alcanzado el bienestar supuesto, ¿no podría darse que el hombre, educado en el materialismo, se volviera conformista en gran escala, es decir, regresivo en vez de progresivo, rutinario en vez de creador, mecanicista entre sus máquinas y desecado interiormente? ¿No se presentan ya, dentro de las sociedades comunistas, clases nuevas (Djilas) con bienestar material diferenciado y privilegiado? ¿No vuelve la historia a una nueva estratificación de desigualdades antifuncionales por la preponderancia de los criterios materiales de la felicidad? ¿No es todo esto simplemente un cambio de sitio en las escalas de materialización, y no de desmaterialización? Dejaría varias de estas preguntas abiertas si no me fijara en un correctivo de gran potencia que no permitirá tal estancamiento, recesión a lo zoico, en una triste repetición de la historia de ocasos. Es fuerte este correctivo, por biósico, casi implacable: el crecimiento de la población mundial. Sin entrar en los pormenores de esta visión de nuestro futuro, podemos decir con toda seguridad que tanto las clases poseyentes («beati possidentes») como el individuo, si no quieren llegar a la situación de la guerra de todos contra todos, tendrán que lograr necesariamente mucha autorrestricción en la posesión y en el poder, desmaterializarse y decratizarse en el interés de la comunidad por este mismo hecho demográfico, biósico. Otra pregunta que nos acecha aquí es la de si la socialización en todas partes tendrá que ser necesariamente una forzosa desmaterialización, es decir, mediante dictaduras que no son precisamente un medio ideal para disminuir el odio y el miedo, y mediante la destrucción y aniquilamiento de las clases poseyentes, métodos que no tienen nada de funcional siendo matanzas y violencias. O, planteado de otra manera: ¿puede el hombre desmaterializarse también por su propia iniciativa en favor del otro sin ser forzado a ello? No es desmaterialización el aguantar la pobreza como uno puede o porque no hay más remedio; no lo es hacer obras benéficas para librarse del infierno; ni fundar instituciones para la gloria del fundador; ni dar limosna después de asegurarse que todas las necesidades propias están grandemente satisfechas, y cosas semejantes. Lo es tan sólo cuando uno se restringe en el uso posiblemente mayor de sus propios bienes, cediendo por su propia iniciativa a la comprensión de que el otro podría ser más feliz con ellos. Para esto se necesitan, no cálculos de la oportunidad del acto desmaterializante, sino auténticos sentimientos de comprensión y de compasión y conceptos de lo justo radicados en tales emociones. ¿Hay ejemplos contundentes para tales comportamientos también en nuestro mundo actual, tan profundamente materialista? Los hay por todas partes y son ejemplos luminosos e inspiradores. Voy a citar tan sólo dos que me parecen estar más exentos de todo cálculo utilitarista, ejemplos puros de la desmaterialización espontánea. Uno está ligado con el nombre de Lord Nuffield y procede de un ambiente típicamente capitalista. Otro se une a muchos anónimos cuyos gestos de altruismo no forzoso llevan la noble marca del hindú Vinoba Bhave.
Sin entrar en los pormenores de su ejemplo, ni desencadenar contemplaciones moralizantes, los efectos de tal actitud no pueden dejar de ser altamente funcionales para la sociedad, disminuyendo una gran cantidad de sentimientos negativos no solamente entre los obreros de sus fábricas, entre los beneficiarios de la investigación científica o los que pueden aprovecharse de los hospitales dotados del dinero de Lord Nuffield, sino entre muchos otros miembros de la sociedad que sólo indirectamente pueden sentir más seguridad, más confianza, más alivio de presión materialista con este ejemplo eficaz y real. En una sociedad típicamente conservadora, y que por su historia contribuyó mucho al establecimiento del sistema capitalista, en sus aspectos parcialmente antifuncionales; sin llegar a los extremos religiosos de los santos, sino permaneciendo en la actividad industrial dentro de lo característico que ofrece la estructura real de su sociedad. Lord Nuffield actuó como un factor eficiente individual en favor del cambio hacia una sociedad más funcional, sin emplear métodos de violencia. Muchas reformas sociales, con tendencias funcionales de hacer más justicia en pro de una distribución más equitativa de bienes materiales, tendiendo a la disminución de sentimientos negativos en sus respectivas sociedades, echan a perder una parte de estos efectos por los actos de violencia que, mientras están disminuyendo las injusticias en una parte de la sociedad, aumentan innecesariamente el patrimonio del miedo y del odio en otras partes. El hombre no cambiará desde dentro si los métodos de la mejora social van acompañados de la misma crueldad que en las épocas precedentes, y tan sólo con las variaciones en los frentes del poder. Repetimos: toda la ideología del progreso social es en primer lugar un discurso sobre el método. Y toda la práctica realmente progresiva, de las reformas sociales, es en primer lugar un cambio de métodos, y no de papeles. Aunque las grandes reformas sociales tengan el carácter de una reparación de injusticias estructurales y tiendan a aliviar los sentimientos de aquellas capas que padecieron por ellas, contribuirán al progreso tan sólo en la medida en que cambien funcionalmente el método empleado en conseguirlas.
Me abstengo de todo comentario, por pura admiración. Tan sólo podría preguntarme si tal milagro es posible en nuestras zonas occidentales, bajo el capitalismo y el comunismo. ¡Qué carcajadas acogerían al profeta que se atreviera a reunir a los terratenientes de nuestras zonas con el propósito de persuadirles para que cediesen sus tierras voluntaria y libremente a los que las necesitaran! ¿Y con qué ganas colectivas —y entre aplausos de todos— encerrarían los representantes del famoso sentido común a tales Don Quijotes en la jaula o en el manicomio? La verdadera desmaterialización en una sociedad funcional puede venir tan sólo desde dentro del hombre. Esto es lo que en otro sitio hemos llamado la interiorización de la civilización. Y un cambio de 180 grados en la actual. En 1920 empezó a realizarse la Reforma Agraria yugoeslava, muy radical, pero enteramente legal, con la aprobación del parlamento. En ella torné parte activa, al lado de su iniciador Hinko Krizman. No cortamos ni una sola cabeza a nadie, ni hicimos de los terratenientes anteriores esclavos o proletarios. Pero me figuro qué fracaso nos hubiera afligido, si, en vez de estar respaldados por la ley, hubiésemos tenido que persuadir a los terratenientes feudales o incluso eclesiásticos, a ceder sus tierras a los que las labraban... Al milagro de la India contribuyeron mucho unas doctrinas más viejas que las fórmulas de Gandhi y Vinova Bhave. Nosotros tenemos también doctrinas viejas de dos mil años, pero no las aplicamos a la desmaterialización ni a la decratización.
III. La presión del hombre estratégico.El hombre estratégico intenta eludir las sanciones y los preceptos y burlar los intereses de los demás para poder lograr sus propias autofirmaciones. Es aquel que se aprovecha de los márgenes, lagunas, insuficiencias de las leyes, elude la vigilancia de los intereses comunes y evita las sanciones; y que, en las relaciones interpersonales, emplea tácticas hábiles para cultivar sus propias auto-realizaciones en disfavor del otro. A veces quiere incluso justificar su estrategia esgrimiendo normas «superiores» a las formalmente vigentes. Los maquiavélicos de toda clase pertenecen a esta última categoría. La estructura social es tan sólo aplicación de una actitud biósica primordial que estriba en la lucha para sobrevivir. Una actitud vieja como el reino zoico y fundamentalmente imborrable de la naturaleza humana. Todos los crímenes, abusos de poder y ganas de injusticia y de materialismo contienen, con pocas excepciones, ingredientes de aprovechamiento, logrerismo, especulación, habilidades de lo que podríamos llamar el tipo del hombre-zorro. No solamente los que matan, traicionan, roban, engañan etc., encarándose con el código formal, con los mandamientos y otras normas, sino también los que, sin incurrir en las sanciones formales, se valen de su situación para cometer alguna que otra canallada frente a su prójimo. Las estratagemas estriban en la sobrevaloración propia que se vuelve asocial, pero que no se detiene ante los escrúpulos. La lucha contra el mal innecesario que produce el hombre estratégico en la sociedad y en las relaciones interpersonales —que también son sociedad— es ineficaz si se limita a la aplicación de las sanciones formales que prevén las leyes y las normas. Es un rasgo caracterial, y contra sus efectos asociales el mejor medio descansa en la educación y no en la retaliación. Y en el condicionamiento favorable del contratipo del hombre estratégico, que es el hombre responsable. Es aquel tipo que se recluta entre los que reconocen la vigencia de las normas, las aceptan por su adhesión personal (no mecánicamente, sino por su valoración propia), y procuran aplicarlas equitativamente, tanto a sí mismos como a los demás. Este término —al que volveremos más tarde— implica una dicotomía sutil y fundamental que puede engendrar muchos dilemas de la autocreación: la responsabilidad hacia los demás y la ejercida hacia uno mismo. El primero —el socialmente responsable— coincide con la definición antes mencionada. El segundo obtiene sus características:
En los capítulos dedicados a la autocreación nos ocuparemos más detenidamente de la responsabilidad hacia uno mismo. Aquí tan sólo podemos mencionar que el hombre que alcanza ciertos altos grados de la responsabilidad hacia sí mismo, suele ser —si no es un criminal— al mismo tiempo una contribución al aumento de hombres socialmente responsables. Ninguna sociedad puede ser lo bastante funcional si en su sistema de educación no intenta disminuir el mal innecesario causado por el libre comportamiento del hombre estratégico. Cuando en una sociedad éste tiene mucha libertad, la sociedad se estremece en sus fundamentos de existencia, ya que el hombre estratégico mata la confianza en el ser humano y establece la condición de la guerra de todos contra todos en todas las direcciones e instituciones y hace del contorno social un ambiente de mentira, hipocresía y falsedad. Una sociedad en la que las leyes más solemnes pueden burlarse por la corrupción, la habilidad y el abuso de poder, sin que el burlador incurra en sanciones; en la que el derecho de la persona depende de su adaptación al poderío de los que mantienen la fuerza y no de su conducta hacia las normas preestablecidas; en la que la ley favorece al más fuerte, al más hábil, más táctico, y no al que tiene derecho a algo, defendido por la norma; en que para la satisfacción de sus necesidades el hombre tiene que volverse insincero aunque no pertenezca al género de zorro, en tal sociedad todo lo formalmente funcional es falso. En la sociedad en que las leyes están hechas para proteger unas capas y explotar otras, aunque éstas no cometan nada contra las normas; en que la mayoría de las adhesiones al gobierno es conseguida a base del terror estratégico, o de los engaños y falsificaciones tácticas; en la que por tales métodos de gobernar uno no puede decir abiertamente la verdad o lo que piensa, no puede reunirse ni expresar sus opiniones libremente, o crear obras sin ser dirigido en su modo de pensar, la persona humana se encuentra falta de las libertades fundamentales que constituyen la condición de la sociedad funcional, por ser también la de la autocreación. La sociedad en que la mejora social tarda porque su justicia podría perjudicar a los privilegiados de hecho; que, para prolongar tal estado de cosas, invoca la excusa del «siempre habrá ricos y pobres» en mil aplicaciones tácticas; en que se sacrifican violenta o refinadamente los intereses de unos débiles e impotentes para que los intereses de los fuertes y potentes puedan satisfacerse, y se cubre esto con la factura o con el abuso de la ley, incluso se hace contra la ley, los sentimientos negativos brotan solapada o abiertamente y se acumulan con potencia de destrucción a la cual la sociedad no puede resistir a la larga. En la sociedad en que no se admite revisión equitativa de las acumulaciones de riquezas desproporcionadas a las necesidades de sus poseyentes y con la escasez de los demás, y se consagran legalmente, cualquiera que sea la procedencia de tales riquezas; en que la posesión de tales riquezas hace a los demás dependientes de su poder y sometidos a él, y la estrategia de tal fuerza provoca indignación y rebeldía. Si esta rebeldía tampoco puede manifestarse, tiene que buscar caminos estratégicos y tácticos: otra vez estamos en la posición del bellum omnium contra omnes. Mucho sufrimiento y escasez pueden soportarse si la ley no es burlada y si el hombre-zorro está acotado. En caso contrario el miedo, la angustia, la inseguridad, el odio crecen. Los poderosos y los del bienestar privilegiado no suelen contar con esta sencillísima orectología, en cualquier tipo de sociedad en que se encuentren, y bajo cualquier tipo de régimen. Viven con la ilusión de que su sociedad es también la de todos. La predominación del hombre estratégico sobre el hombre responsable en una sociedad quita el sentido de los esfuerzos, el sentido del patior, lo frustra: el tener que vivir entre los bastidores de la mentira es fatigante, enojoso, y conduce a la irritación, el miedo y la indignación. Entre otras cosas porque la persona es forzada a cambiar su línea de autocreación por la presión del estamento estratégico.
IV. La presión del hombre soberbio.Arnold Toynbee escribió largas y excelentes páginas, y reunió gran material de documentos sobre los efectos que la soberbia ha provocado en las sociedades humanas y no hace falta que añadamos nada a ello. La Reina nefasta de la sobrevaloración asocial y antisocial es en innumerables casos, individuales y colectivos, causa diabólica de destrucción y muerte, de agresión entre personas y naciones. La superioridad falsa o real, cuando va acompañada de este sentimiento que quiere humillar a los demás e imponer lo propio por lo que de merecido cree suponer, está en el fondo de todo fanatismo ciego de ideas y del poder, movilizando contra sí aun a los más mansos y pacíficos, y desprendiendo el odio con rapidez y eficacia fulminantes. Los Imperios más fuertes perecieron porque no pudieron combatirla en los corazones de sus oligarquías; las verdades más altas se hacen ineficaces si se presentan con tal arrogancia; los gestos de caridad y de justicia, los regalos más desinteresados revisten semblanzas de insulto si la soberbia se hace patente detrás de ellos; el prestigio objetivamente merecido se derrumba bajo la presión que ella le da y se convierte en caricatura. Es la dignidad humana la que se siente ofendida por la soberbia; la dignidad que estriba en la gran igualdad trágica de nuestro género, regido por la muerte y la transición. Y toda soberbia parece un reto absolutamente innecesario frente a la dignidad de semejante fondo. Cualquiera que sea la idea o la motivación detrás de la soberbia, pueden peligrar la magnitud del principio y el buen intento si la dignidad humana, que el último mendigo, el más abyecto de los criminales, pueden poseer justificadamente, es ofendida; si el dador es despreciativo, si el juez es altanero, si el portador de la verdad es presuntuoso. Cervantes ha formulado a su manera tajante y genial el papel de la soberbia en una sociedad equitativa: «Al que has de castigar con obras, no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones». La soberbia es esto: malas razones para la superioridad. Hemos presenciado en los últimos tiempos el gran derrumbamiento del prestigio y de la superioridad del hombre blanco ante el resto de la humanidad. No se derrumbaron ni su técnica ni su economía, ni los valores de su arte y su ciencia y, sin embargo, su primacía en guiar a la humanidad se ha desvanecido ante el odio que su soberbia ha provocado. Es un satánico consejero en todos los focos que hierven de sangre estúpidamente derramada, como en Argel, de sudores que irradian maldiciones, como en el reino de Verwoerd. Y es un ingrediente importante en la tensión que se llama Berlín 1961 o Cuba 1962. La desuperbización no se puede decretar, ni son suficientes para su eliminación los preceptos morales o religiosos. Donde hay demasiado acento sobre la afirmación de «el mío es el verdadero Dios», «la mía es la única verdad», «el mío es el único poder justo»; donde las instituciones alimentan sus fondos de justicia hacia los demás con las calorías de una tal química, la neoplasia de un futuro tumor misógino ya cuenta con sus primeros brotes solapados. Si las religiones, las naciones, las razas, los sistemas económicos y políticos, las clases, los jefes y los subordinados no pueden convivir, la soberbia es en gran parte la causa de la incomprensión mutua. Hasta ahora la pedagogía no se ha fijado debidamente en esta fuente del mal innecesario y por esto no ha podido contribuir suficientemente al adelanto de la sociedad funcional. Y, hablando de los fallos de la educación —que es el fallo de la civilización y de la cultura tout court—, tenemos que volver a subrayar el principio básico de nuestro concepto de la orexis, relacionado con lo que llamamos la sociedad funcional en la que el hombre es objeto de comprensión: el principio del patior, al que hemos consagrado bastantes páginas en la POV. Aplicando este principio a la sociedad tanto como a la orientación vital del individuo —un principio profundamente biósico e inseparable de cualquier manifestación del ser vivo—, queremos subrayar que la sociedad no puede funcionar bien si sus miembros no se fijan debidamente en su significado. El esfuerzo y la tensión del sobrevivir —el patior—; su fuerza inmanente en cualquier acto humano relacionado con el otro ser; la huida del esfuerzo y la tensión innecesarios: la base fundamental de la orientación vital, rige también en la sociedad. El otro puede ser debidamente comprendido tan sólo si prestamos atención a lo que sucede en él en esta línea del patior y non-patior. Y la sociedad funcional será aquella en la cual la atención a tal modo de ver al otro guíe al progreso y la corrección de sus instituciones. La soberbia es ceguera para el patior del otro.
V. La presión de la actitud no-compasiva.El fijarse en el sufrimiento del otro y poder ayudarle (mediante las instituciones de la sociedad) no es posible en medida suficiente si en la educación del hombre no corregimos el principio de la competición con el de la compasión. El sobrevivir crudo cultiva el primero, la tendencia organizada de hacerse uno más fuerte, más capaz que los demás. Se refleja este principio en la educación de la civilización: el producir más, el armarse más; el tener siempre más bienes; el ser primero y campeón en todo no son solamente manifestaciones de nuestro comercio, nuestra industria, nuestras guerras y nuestros deportes, sino que son resultado de nuestros conceptos pedagógicos del coexistir el individuo en la sociedad, y las sociedades una al lado de la otra. Hasta ahora la compasión como principio educativo en todas las direcciones (en la familia tanto como en otras irradiaciones de este correctivo) ha sido vencida por el de la competición. Cuando se hace victoriosa, es por excepción, no por principio. Y esto que los grandes educadores religiosos de la humanidad, como los fundadores de las religiones del budismo, cristianismo, mahometismo, le han dado en sus doctrinas el sitio fundamental que merece. Y que el mismo progreso de la sociedad funcional se reviste gradualmente de ciertos rasgos de la intropatía, del comprender el sufrimiento, en la organización de la asistencia social de toda clase. Pero no ha llegado a ser el fundamento de la educación. Aún se nos enseña en el fondo tan sólo cómo ser más fuerte que el otro, y no cómo comprender su sufrimiento. Todavía queda esto reducido a la función de los peritos y de los aficionados: los médicos, los jueces, los funcionarios de los sindicatos, los de las obras santas, benéficas o científicas. En suma, a la organización adicional de aquellas instituciones que puedan paliar ciertos efectos de lo antifuncional, encabezado por los preparativos de la guerra. Y no a la organización de las que puedan prevenir la destrucción; o, en general, el mal innecesario. En cierto modo, hablando desde el punto de vista oréctico, la cantidad de la recepción compasiva del otro en una sociedad, o en las relaciones interpersonales, está en proporción directa con la cantidad de la soberbia presente. Las sociedades occidentales desde el Renacimiento y el Descubrimiento, por ejemplo, se han convertido de una manera muy potente en hacedoras de la historia; los catalizadores de esta precipitación han sido el materialismo, el poder injusto, los métodos estratégicos. Con esto, la sobrevaloración de la propia civilización, el sentimiento de la superioridad «innata» del hombre blanco y la altivez del individuo perteneciente a su comunidad han desvalorizado automáticamente el sentimiento de la compasión, aún muy vivo en las comunidades medievales cristianas. El controlar los sentimientos, para hacerse más duro y más fuerte como conquistador, administrador y explotador de riquezas, fue el corolario natural de la educación en esta época (1492 hasta 1914). La compasión degeneró y fue reducida a la excepción de los santos y sectarios, mientras que la soberbia tuvo su época más esplendorosa. En nombre de su superioridad económica, técnica, religiosa, el prototipo de la época de todas estas comunidades exterminó razas, avasalló continentes y naciones, creyendo en la división definitiva del mundo bajo su mando. Sus ideólogos crearon también los justificantes para tal postura (Maquiavelo, Mill, Smith, Guizot, Nietzsche, H. Chamberlain, Rosenberg, etc.) y la aplicación del cristianismo en la práctica se convirtió en un sistema elaborado de mentiras e hipocresías. La cosecha de tal siembra fue extremadamente rica en odio, y la compasión —incluso la palabra misma— fue proscrita y estigmatizada de ridículo sentimentalismo, sustituida por las arrogantes ideas del llamado «sano egoísmo» económico y hasta de «sacro egoísmo» político. Los castillos de la soberbia empezaron a derrumbarse en 1914 y tuvieron una gran «reprise» en 1939. Después los soberbios se acordaron de repente de una palabra olvidada: la comprensión. Pero todavía se les hace difícil excavar, bajo las ruinas de los castillos, la de la compasión. Ni los capitalistas ni sus hijos rebeldes, los comunistas, quieren saber mucho de ella. Ambos la califican de debilidad, no de fuerza. Por esto hablamos, en conexión con la sociedad funcional, de la rehabilitación compasiva. También podríamos hablar de la re-educación en la compasión. Esta podría salvarnos igualmente del desastre atómico. La medida real de la compasividad que pueda existir en los dos focos actuales del hombre blanco, aún hacedor de la historia, y todavía heredero, en Washington tanto como en Moscú, del siniestro legado de la soberbia, decidirá sobre el dilema de si la futura sociedad funcional podrá emprender su camino previa destrucción total de la civilización o mediante un progreso convivencial.
ENDOGRAMA DE LAS PRESIONES SOCIALES Cs 14. Autoexamen sobre la presión del poder.
Cs 15. Autoexamen sobre la presión de la riqueza ajena.
Cs 16. Autoexamen sobre la presión de la pobreza ajena.
Cs 17. Autoexamen sobre la compasión.
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