El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. SEGUNDA PARTE - SER LO QUE UNO ES (continuación II)
III. ASPECTOS DE LA AUTOCREACIÓN EN LA ESCENA ÍNTIMA
GLOSA 52.-Sobre la equiparación de la mujer en la creación.Desde el punto de vista mundial de la equiparación legal, la mujer de hoy tiene prácticamente acceso a todas las posiciones sociales, excepto, en la zona blanca, a las de la alta jerarquía eclesiástica. En muchos países, incluso conservadores, como Inglaterra, son jueces, embajadoras, ministros. Indonesia tiene a una mujer en la Presidencia del Estado, en Israel ascienden en la escala militar, en China son vicepresidentas del Consejo Supremo, etc. En todos estos puestos se mantienen con esmero, desplegando muchas cualidades positivas; en otros -los de la protección social y tutelar- son mejores que los hombres. Pero el verdadero progreso de esta mitad de la Humanidad no puede ser dictado por las leyes ni cumplido con excepciones. No depende de lo que socialmente cederán los hombres a sus compañeras del sexo bello, sino de lo que la mujer hará de sí misma. Orectológicamente hablando, este progreso es un asunto cuya realización se puede establecer por la proporción entre lo procreador y creador en la mujer, entre el Secundus (instinto de procreación) y el Tertius (instinto de creación). Esta proporción marca unas diferencias esenciales entre los dos sexos y en cierto modo la fisiología femenina pone algunos reparos en la equiparación interior -no social- entre ellos. Dicho en otras palabras: el instinto de procreación es más dominante en la mujer que en el hombre y absorbe hasta cierto punto la creación y la autocreación en ella. Por progresiva que sea, la legislación no puede hacer nada en favor de tal equiparación, pero sí puede la mujer misma. Puede llegar a ser más creadora sin perder nada en la procreación. ¿Dará la hembra en ella este paso hacia el interior creador? ¿Le ayudará en esto el rumbo futuro de la civilización? ¿Va la sociedad y su estructura cambiante hacia tal equiparación o equilibrio? ¿Es necesario que tal paso se dé? Y, si es necesario, ¿por qué caminos se hará? La fisiología no se puede cambiar, pero sí se puede aumentar el patrimonio creador en el hombre y en la mujer. El progreso de la cultura está en este signo. No somos ni más inteligentes ni más bárbaros, fundamentalmente, que los seres humanos de los milenios pasados. Lo que nos separa un poco de la época del hombre de Neanderthal o pekinense no es el cambio de nuestros instintos ni grandes diferencias en la estructura básica de la especie. El progreso es más bien funcional: la Naturaleza nos ha permitido hacer más uso de las fuerzas depositadas por ella en nuestro interior. El máximo de la autonomía que nos concede la gran maestra está precisamente en el terreno del Tertius. Podemos llegar a ser más conscientes de lo que ya existe en nosotros como potencial creador si consideramos digno ocuparnos de ello. Eso es todo. Nuestro problema reside, pues, en la cuestión de si la mujer quiere o querrá seguir más por el camino de la autocreación que hasta ahora. Potencialmente, el instinto creador (Tertius) es patrimonio biológico tanto del hombre como de la mujer. Esto quiere decir que por el modo de sentir y pensar, por los dispositivos de su cerebro, la mujer puede lograr las mismas alturas de potencial creador que el hombre. Históricamente hablando, el aspecto de la evolución social se presenta bajo señales diferentes. Recluida durante muchos siglos al gineceo, alejada en general de la vida pública, salvo excepciones, la mujer de los tiempos pasados era en primer lugar el otro sexo, y no la compañera socialmente equiparada al hombre. Cuando se liberaba de esta posición, también lo hacía por la estrategia de su sexo, que dispone de muchas armas, y no por ambiciones de creación. Cuando, a veces, de prostitutas ascendieron a reinas y emperatrices, fue el muy refinado instinto de procreación (Secundus) el que les dio el gran poder sobre los reinos y el hombre. Y cuando llegaban a tales posiciones no dejaban de demostrar que acudían a los consejos que les daba ese astuto Gran Consejero de su reino. Hoy día, actrices y estrellas del cine, abogados e ingenieros, profesoras y jueces, investigadoras científicas, poetisas y pintoras, médicos o capitanes de industria, agentes de Bolsa, por todas partes y en todas las posiciones llevan consigo el dilema fundamental de si en su comportamiento han de seguir los consejos del instinto procreador o ceder ante los impulsos de la creación, incluso en disfavor de aquél, invirtiendo la posición histórica. El clásico ejemplo de las actrices y de las bailarinas que, ante el típico aprieto «escena u hogar», se deciden en la mayoría de los casos por este último, muestra la gran preponderancia que en la vida de la mujer representa el instinto de procreación. Por doquiera que dirijamos nuestra mirada se impone la conclusión de que la mujer depende más de su sexo que el hombre del suyo. El peso de la maternidad en ella es más exclusivamente formativo que el de la paternidad en el hombre. Y en el cumplimiento instintual cumulativo, en la recuperación alta del «continuum», es decir, en la felicidad, las cumbres conseguidas provienen en ella más bien de los dejes procreadores, y no tanto de los matices creadores. Un pintor, literato, científico, reformador social, político, hombre de la religión, organizador industrial o catedrático de cualquier especialidad puede encontrar en sus actividades creadoras autónomas más felicidad cumulativa y prescindir con más facilidad de las compensaciones procreadoras que la mujer que se dedique a las mismas actividades y prospere en ellas. Pero es evidentemente erróneo decir, como algunos suelen hacer, que la única vocación verdadera de la mujer es la maternidad Si aceptásemos tal simplificación, el gineceo no habría desaparecido, sino tan sólo cambiado un poco de aspecto. Sería al mismo tiempo denegarle a la mujer el ascenso al verdadero progreso de equiparación, el de la autocreación, el del devenir personalmente, y no tan sólo genéricamente, lo que es. Tal como están las cosas hoy día, parece que le es más fácil al hombre alcanzar la personalidad integral, compuesta del desarrollo armonioso de los tres instintos de conservación, procreación y creación (Primus, Secundus, Tertius). Que por predisposición biósica y por el rumbo de la Historia hasta ahora, el hombre puede tener más condición para supeditar las exclusivas exigencias del Secundus a las del Tertius. La autocreación integral, el devenir uno lo que es, depende en parte de las posibilidades por las que uno pueda liberarse de las cadenas, por las que le atan al ser humano los dos primeros instintos, en disfavor del tercero. En este camino de la libertad interior la mujer está todavía más ligada, más esclavizada por los imperativos de la procreación que el hombre. Se ha dicho que nuestra vida personal parece tan sólo reducida al papel de portadores de gérmenes para las generaciones futuras. Si hay algo verdadero en tal exageración, será más justificado mirando la vida de la mujer que la del hombre. Yo no creo en tal reducción del sentido de la vida. Al contrario, me parece que la Naturaleza está altamente interesada en el cumplimiento autónomo de la creación que otorgó generosamente al ser humano, desde que nos permitió desarrollar el don de la imaginación, tan rudimentario en otras especies de su Creación. Opino, pues, que la mujer puede lograr un nivel más alto de la autocreación, y no seguir reduciéndose al grado de la hembra modernizada que vive en un gineceo disfrazado.
GLOSA 53.-Sobre ciertas relaciones de procreación y creación en la mujer.Estamos lejos de los tiempos de Buda, que tardó mucho en admitir a la mujer en el convento budista. Cuando, por fin, cedió, puso un límite al grado que ella podía alcanzar en la perfección de su doctrina y la confinó a niveles inferiores de la autocreación. Mahoma, un profeta reciente, muy fisiólogo, recluyó a la mujer en el harén, cortándole casi completamente el camino de la autocreación y supeditando el arte del baile, en el que siempre sobresalió la mujer, a servir fines de atractivo sensual. Caen los velos con suma velocidad de la cara anónima mahometana. Los cuatro países escandinavos han admitido a la mujer incluso como pastora protestante y las hay que ejercen este sacerdocio. Y nada queda ya del supuesto predominio masculino en el mando de las fábricas y empresas, ya que el trabajador comunista, por ejemplo, acepta sin ningún reparo el ingeniero-jefe femenino, con tal de que se muestre superior en sus conocimientos profesionales. Por debajo de estos ascensos, la fisiología sigue imperturbable con sus divisiones y características. La genética moderna ha descubierto diferencias tajantes en los cromosomas de los dos sexos; los estudios del metabolismo han revelado las que atañen, por ejemplo, a la distinta manera en que se hallan usualmente los equilibrios de la asimilación de grasas, de agua o los de la temperatura en el organismo femenino. Casi cada día descubrimos más diferencias químicas entre los sexos, por debajo de la gran línea de las conocidas, en la cual se desarrolla el juego complicado de los dejes hipófisogonadales, de la vida cíclica de la ovulación, el impacto de las hormonas específicas y los grandes cambios del embarazo, del parto, de la lactancia, etc., que el macho humano desconoce por completo. Los estudios recientes también confirman que todo esto del Secundus tiene su prioridad incuestionable en la vida de la mujer. Cuando crea, la mujer lo hace con más dominio si los activos procesos del Secundus (menstruación, lactancia, etc.) no estorban su maduración creadora, mientras que en el hombre, el Secundus muchas veces incluso presta sus energías al instinto creador, le anima e inspira. Espontáneamente, la autocreación y la producción femenina de cosas nuevas rehuyen aquellas regiones en las que su biología especial no la respalda eficazmente. La preocupación primaria de la mujer no es la felicidad de la Humanidad concebida en grandes reformas sociales con vistas al futuro lejano que acaban en cualquiera de estos sistemas de falansterio. Su interés primigenio se concentra en el bienestar de la generación actual. Cuando se lanza a actividades de mejora social quiere más bien corregir prácticamente los errores existentes ya, que proyectar futuras mejorías en las que ella personalmente, o su generación, no pueden influir con acción inmediata y directa. La placenta y las glándulas lactantes la inician, también fuera del cuidado de su propio hijo, a los métodos ¿e servicio social de «hoy y aquí» y no de los que apuntan hacia «mañana y no sé dónde». En las ciencias, sus proyecciones imaginativas (sin las que no hay creación) se autolimitan preferentemente al análisis de una parcela especial para la cual sus disposiciones de observadora paciente y atenta, sus predilecciones de lo concreto, su inteligencia práctica y su lógica utilitaria la hacen sumamente apta. En cambio, la deducción, el pensar abstracto y las grandes síntesis de sistemas no son de su preferencia. Hemos tenido y tenemos buenos biólogos, orectólogos de infancia, sociólogos e incluso excelentes astrónomos y matemáticos femeninos, pero ningún filósofo general. Y la misma Sonia Kovalevska nos confiesa abiertamente que, a pesar de haber cultivado con gran talento las matemáticas, en el fondo nunca se ha sentido espontáneamente atraída por las verdades abstractas. Estas están potencialmente al alcance de la mujer, es decir, los dispositivos de su cerebro, en los que el menor peso, evidentemente, no atañe a las funciones del córtex, pueden acompañar al hombre en sus vuelos abstractos, pero lo endocrino del Secundus en ella no lo hace con mucho afán ni la dispone a que se lance por sí sola hacia esas alturas y hacia la construcción de sistemas que abarquen las preguntas sobre el amplio sentido de la vida en general. Aun cuando se dedican a ciencias secas y abstractas como, por ejemplo, Susana Stebbing, que escribió unos libros excelentes sobre la lógica, lo que les interesa más no es la génesis de esta actividad en el ser humano, sino su aplicación práctica: el cómo llegar a razonar correctamente. «La distinción entre lo que se llama el pensar práctico y el teórico descansa en el propósito del razonamiento», dice en uno de sus libros la sabia profesora. Este «propósito» en la mujer, siempre práctico y concreto, está mucho más claro cuando el Secundus tiene la palabra, aunque no sea la primera, pero sí inspirada de lejos por él. Cuando la asiste, aunque sea de lejos, su instinto procreador. la mujer se mueve también en la creación con más seguridad. La actividad tercio-instintiva en la cual llega a grandes resultados es la del baile, el que, al margen de lo directamente procreador, logra la síntesis de los tres instintos. No hay que ir a las primeras bailarinas rusas para convencerse de tal perfección, o a las de Java y Birmania. Cualquier buen folklore puede dar la misma impresión. A mí me pareció a veces que la felicidad -sí, la felicidad- que con la colaboración del tercer instinto puede lograr la mujer española se da en primer lugar a través de su brillante arte coreográfico, en el cual se compromete y se proyecta toda su personalidad y se sublima en síntesis estética de expresión vital mucho más que el vulgar sex-appeal y sus trucos. La mujer es, desde tiempos lejanos, a veces poetisa, y, desde que empezó a escribir en las zonas occidentales, también es excelente novelista. Hay buenas pintoras y decoradoras y algún que otro buen escultor del bello sexo. En cambio, en la música sólo llega a ser equiparable con el hombre en la parte reproductiva; lo puramente creador en la gran música carece, casi totalmente, de nombres femeninos. Y en cuanto a los inventores de toda índole, aun en las cosas enteramente prácticas, la mujer está completamente ausente. Por lo que se refiere al misticismo religioso, expresado en obras de autoanálisis de lo sentido, no abundan las Santas Teresas escritoras. Y es característico que el mayor número de los psicólogos femeninos fue producido por una escuela que en sus conceptos básicos subraya la preponderancia de la libido sexual (Freud) y que intentó motivar la maduración de la persona mediante teorías que radican en esfínteres. El valor de un ser humano no se debe establecer por lo que ha producido en la invención de cosas nuevas, ni el rango de una civilización depende exclusivamente de ello. El único criterio para ello reside en lo que hemos hecho de nosotros mismos en la autocreación. Y la autocreación supone siempre cierto descontento con lo dado en nosotros. Sólo con este conflicto primario entre lo dado y lo conseguido podemos llegar a ser lo que de verdad somos.
GLOSA 54.-Sobre la personalidad prefabricada.Aunque históricamente hablando no alcance al hombre en todas las zonas de la creación exteriorizada, la mujer de nuestro tiempo tiene a su disposición todas las condiciones para ser auto-creadora como él y adquirir más personalidad. Este camino le está cerrado o le es poco asequible si se contenta con lo dado en ella. Si una mujer se siente satisfecha con su belleza física, y atractiva por los trucos de su estrategia natural, para lograr tan sólo sus fines procreadores, poco terreno le quedará para la autocreación. Con el cultivo de su estrategia puede lograr sus propósitos de tener hijos, casa, seguridad y, eventualmente, el confort material; puede adquirir cierto poder sobre el marido y sobre sus hijos; puede tener satisfacciones de prestigio social, pero -digámoslo con suma abreviación- no tendrá personalidad. Esta requiere siempre un trabajo propio en el desarrollo de lo dado. Puede ser madre de sus hijos, esposa de su marido, pero dudamos que pueda ser, sin aquélla condición, una buena educadora de su prole o una comprensiva compañera del hombre con quien no tan sólo co-existe, sino convive. Las que cuentan tan sólo con la estrategia de su sexo son género, y no personas. Son instrumentos de la procreación que el otro sexo adquiere, pero la satisfacción de poseerlas termina con el acto sexual, y después empieza en seguida el vacío y la rutina, quizá para los dos, si están hechos de la misma madera. Vastísimas regiones de la vida interior pueden ser elaboradas por la autocreación de la mujer, aun cuando no tiene pretensiones de ser artista o intelectual. La autocreación ética, estética, religiosa; las relaciones interpersonales, la colaboración social, pueden servirle de inspiración para llegar a ser lo que es como persona, al lado de lo esencialmente creador que puede ser la educación de sus hijos y la convivencia con ellos; al lado de lo complicado que es toda convivencia comprensiva con el otro sexo también fuera del dormitorio. Por lo que puede apreciarse en los países euro-americanos, y hablando siempre en términos generales, la mujer de nuestro tiempo, equiparada al hombre legal y socialmente, sigue valiéndose en su autoafirmación y de un modo preponderante -por no decir exclusivo- de la estrategia de su sexo, no buscando en su formación, salvo excepciones, un estilo superior, creador. Una formación adelantada parece, en muchísimos casos, no otra cosa que un rasgo más de esa estrategia. Antes de casarse empieza a cultivar la música y el arte, acudiendo a las universidades y escuelas especiales. Pero de ordinario todo ese pretendido interés «vocacional» hacia el Tertius se hunde rápidamente con el matrimonio y reduce la persona incipiente a la hembra nidificada. La culpa de este manque de style no la tiene tan sólo la mujer moderna. La sociedad y la educación errónea son corresponsables en ello. No le piden mucho más. A veces se oye que una mujer que viste bien o elegantemente, o que tiene rasgos refinados de seductora o de bella, «tiene mucha personalidad». Tal cumplido es a menudo un abuso de la palabra. Puede ser todo lo que se quiera, admirada y deseada, lista y atractiva, pero «personalidad» es mucho más que esto. La mujer moderna debe en gran parte su buena apariencia a su peluquero, cuyos caprichos sigue, tanto como a los de la moda; a su costurero, el gran dictador, cínico inventor de lo «nuevo» a toda costa; al modista burlón. La paleta de su belleza se compone en los talleres de todas las Elisabeth Arden & Co.; su éxito matrimonial puede depender de un traje de baño «Jantzen», de un tacón muy pantorrillero, del «rouge» y «rimel» acertado y de toda la inmensa cantidad de artificios que hoy día suministran con mil matices la industria, los grandes almacenes y algún que otro comerciante más refinado. La mujer moderna cosecha varios de sus éxitos bajo el signo de la belleza prefabricada. En cuanto a los consejos más íntimos para el éxito matrimonial, se cotizan mucho los encabezados por aquellos que, también en miles de matices, dan a sus hijas las madres que miran la línea del gran éxito fulgurante, como la madre de Sofía Loren (suerte que Sofía Loren ha podido, por su propio talento en la autocreación, llegar a ser una excelente actriz), y cuya sabiduría superior consiste en el arte de cómo lucir las carnes en invierno y en verano, cómo parecer fotogénicas en todas las ocasiones, oscuras y lúcidas, brindadas por los compradores de belleza; y cómo saber preferir el oro jugando a ingenuas y desinteresadas. La liberación de la mujer ha ampliado enormemente el terreno de la estrategia sensual refinada del sexo bello en la modernización de trucos del «eterno femenino». El gesto «Niágara» de la pobre Marilyn Monroe es un punto de partida para esta esgrima; al otro lado del inventario están los diplomas-pretexto universitarios, de academias de bellas artes o de cursos de verano. Las tácticas eterno-femeninas de la mujer moderna son quizás un poco más industrializadas -como muchos productos de nuestra época-, quizás un poco más conscientemente exhibicionistas que en el pasado. Pero también estas formas del sex-appeal, que por fin ha encontrado su moderno término técnico, son viejas de no pocos siglos y sus exuberancias retan toda predicción moral. La orectología será la última que querrá menospreciar su significado biológico. Pero será la primera en decir que todo esto no tiene nada que ver con la personalidad. Al contrario, todo este juego de ojos, pechos, caderas, piernas, labios y cabellos, debidamente apoyado por la Revolución Industrial de nuestro tiempo, es puramente genérico. La personalidad de la mujer, el estilo personal, empieza precisamente en las fronteras en las que termina lo genérico: donde cesa la estrategia sensual, siempre dirigida al parecer exterior, y donde surge el deseo humano de hacer algo de sí misma, empezando desde dentro. El criterio para tal distingo reside en la cuestión de si, al lado de ser hembra lista y madre posible, ella puede también amar.
GLOSA 55.-Sobre las no muy claras diferencias entre el erotismo sexual y el amor humano.Aun a riesgo de repetirnos, es preciso volver también en este punto a la distinción ya tratada en el capítulo sobre las sintonías y distonías, entre el erotismo sexual y el amor humano. Y diremos crudamente que no se puede calificar de amor todo este fortísimo e implacable impacto que en las relaciones intersexuales proviene de las glándulas procreadoras, luteinizantes, lactantes, espermo y ovulógenas, etc., inspiradoras de la procreación de nuestro género, tanto en los tiempos del hombre pekinense como en los del Premio Nobel. Los ardores de tal unión entre los polos sexualmente opuestos se confunden muchas veces con el amor humano. A veces, es verdad, coinciden, están juntos uno con el otro; a veces son inextricables por la fuerza de cohesión mutua y de simultaneidad. Es cuando podemos hablar de buena suerte y de lo genuinamente humano. Pero muchísimas veces pueden ir separados y no conocerse' mutuamente y hasta no querer saber nada el uno del otro. No por ello vamos a tener que confundirlos ni sustituirlos uno por el otro. La procreación y la creación en la persona humana no tienen la misma fuente. El amor es, por antonomasia, creador y humano. El erotismo sexual es zoico. En el amor no sólo coestamos con el otro con el propósito de procreación, mutuamente convenido. Aun siendo nuestra propia casa y rodeados de numerosa prole, el hogar es, sin amor, tan sólo un refugio mecánico. Y lo es para todos los que coexisten en él, adultos y pequeños, y la diferencia en lo humano entre estos dos tipos de vida familiar es enorme. Podemos ser, el hombre y la mujer, instrumentos perfectos de placeres mutuos y volver a desear la unión repetida de los cuerpos bajo el implacable impacto del Secundus. Si en el fondo de estos encuentros físicos no existe el afán de comprender y aceptar al otro fuera de la estrategia sexual; el de vivir a través del otro la vida de la persona que está en nosotros y en él, y si no se añade a todo esto el no muy fácil vivir para el otro, y no tan sólo para nuestras propias satisfacciones de toda índole, pueden lograrse ciertos niveles de erotismo sexual y la correspondiente coexistencia cooperativa, pero no la convivencia del amor. Unidos mecánica y circunstancialmente, los dos sexos se pagan mutuamente el tributo zoico con todas sus consecuencias procreadoras y sociales, pero muchas veces son, fuera del dormitorio y del comedor, unos perfectos desconocidos e incomprendidos mutuos, que a lo largo de la vida van de sorpresa en sorpresa, con abismos de rápido alejamiento al acecho. Puede hablarse de suerte si ésta no se convierte gradualmente en aburrimiento e indiferencia, en creciente atmósfera de iras, desprecio y odio mutuo. En el amor, en cambio, el erotismo sexual es tan sólo parte de un conjunto en las relaciones humanas, que abarca la totalidad de la persona del otro. Es una profunda atención a lo que el otro es, no tan sólo en sus atractivos, sino también en sus debilidades; en sus ambiciones, justificadas o no, de ser humano, concreto, individual, personal; en lo que es por su carácter y temperamento, siempre único y no típico, genérico y, sobre todo, en lo que es sufrimiento en él, potencial o actual, y la huida de éste. El amor tiene su cariño no solamente para lo sano, bello, atractivo en el otro, para lo robusto y resistente del genérico, sino también el perdón para lo insuficiente, lo fracasado, lo negativo en él, para la persona entera tal como se presenta en su retrato real y total y no bajo un esquema. La convivencia amorosa no es una cooperativa de intereses procreadores, es el instrumento más potente de ayuda mutua para resistir el riesgo de la vida, y evitarle al otro el mal innecesario. En el amor, el otro no es solamente el macho o la hembra; ni el hijo es tan sólo carne de mi carne; son personas todos ellos. Para su eclosión no se necesita ningún alto nivel intelectual, ni progreso en la refinada educación. Con esta lógica distintiva, deliberadamente tajante para fines de nuestra diferenciación entre lo procreador y lo creador, casi podríamos decir que el amor empieza donde el sexo termina o se somete a la creación. O que la persona entre los dos empieza donde el diálogo de los sexos se convierte en el encuentro de dos seres humanos. Dos seres interesados no solamente en comer y dormir juntos, a base de unos convenios tácticos y egoísmos paralelos, sino también en descubrirse mutuamente, en conocerse. Y esto, sin amor, es harto imposible. Como tampoco es posible llegar, sin él, a conocer hermanos, amigos, compañeros, mundo, Dios. O el sentido de las cosas y el de la vida propia de uno. La liberación social de la mujer en su fase actual ¿ha ensanchado el patrimonio de lo creador en ella, ha abierto más caminos al amor en su interior, o no? O, si queremos plantear la cuestión de una manera bio-orectológica, la equiparación legal y social con el hombre, ¿ha ido acompañada en la mujer también del afán de ser menos exclusivamente hembra, que se contenta, bajo formas cambiadas, con buscar buenas condiciones para su nidificación y proliferación?
GLOSA 56.-Sobre lo que busca la mujer liberada.En una encuesta interesantísima, el «Instituto francés para la exploración de la opinión» preguntó a 1.050 mujeres francesas de todas las profesiones y posiciones sociales: «¿Qué necesita una mujer para ser feliz?». Aunque tales encuestas a la manera de Gallup son bastante relativas en cuanto a la sinceridad, el Instituto, al parecer, logró suficientes garantías en este sentido. Y el resultado de la encuesta es característico: sólo el 22 por 100 contestó con la palabra «amor», mientras que el 54 por 100 puso en primer lugar «el bienestar material» o «la seguridad material». El resto opinaba que la condición de ser feliz dependía de un «buen esposo», lo que en la interpretación de la mayoría significaba otra vez la «seguridad», material en primera línea y moral en la segunda. De todas las mujeres que tomaron parte en esta encuesta, sólo una dijo tajantemente: «Nada me impedirá vivir con el hombre al que amo». Sólo una entre 1.050. Todas ellas en una edad comprendida entre 20 y 40 años. Me temo que si se hiciera una encuesta general sobre esta pregunta en todos los países de nuestra civilización, con tal de que las respuestas fueran sinceras, el porcentaje del bienestar y de la seguridad no variaría mucho y el del amor bajaría aún más si las personas en cuestión hiciesen caso de nuestra distinción entre el amor y la atracción sexual. Y el número de las «arriesgadas» y «apasionadas», de las exclusivas y conscientes del amor se quedaría en la misma proporción. La liberación y la equiparación de la mujer moderna ha coincidido con una época de civilización materialista, muy generalmente materialista, y la mujer, práctica y concreta, ha adaptado su nueva posición social a esta atmósfera general. Más aún, se ha convertido en un factor importante en la subida preponderante de valores materiales contribuyendo fuertemente a lo que podríamos llamar el aburguesamiento conformista. Es ella la que instiga al hombre a trabajar para tener una casa establecida con el máximo confort, porque éste es el terreno propio de su dominio femenino; es ella la que, en la casa, ambiciona el tecnicismo más perfecto de los aparatos domésticos; de los coches grandes en los que cabe toda la familia; y si puede ser (y muchas veces sin poder ser) el standard de vida salpicado o colmado de lujo. En lo que exageran las divas cinematográficas, con su vida de superlujo, pueden los moralistas y los reformadores sociales ver una degeneración y un motivo de reprobación; los apetitos de la mujer moderna se sustituyen sin grandes censuras (como no sean las de la envidia) en las situaciones de aquellas ricachonas destempladas. La diferenciación, segura según amor y su pasión humana, florece en rincones aislados de alguna que otra sentimental; en las capas escasas y marginales entre las protestonas existencia-listas, las apasionadas nobles de mucha vida interior y las que por educación familiar o fibras de lo castizo saben lo que es el verdadero amor. El mencionado 54 por 100, si no es todo un 80 por 100, está inspirado por las variables conservadoras del bienestar y de la seguridad, con un sinfín de matices al calcular las ventajas de estas dos promesas, y al apercibirlas con estrategia femenina, concentrada en las fintas sensuales. Si tiene que hacer compromisos entre el amor y el bienestar, sacrificará con más facilidad el primero. Incluso parece que las excepciones se hacen hoy día más raras en esta dirección. Toda generalización abriga escollos para la verdad, y ésta también. Pero tendríamos que equivocarnos mucho y esencialmente, para encontrar injustificada la opinión de que para la mujer moderna la equiparación legal y social de la libertad de escoger ha obtenido el significado preferente de pleno confortismo en la nidificación. No se puede culpar de ello a la mujer exclusivamente. En estos afanes materialistas ella es la expresión de su sociedad. Y a esto contribuye en su caso también un momento especial del pasado social. Durante siglos y siglos, y en muchos aspectos y variaciones, la mujer era un objeto del matrimonio y de las relaciones sexuales, un instrumento de procreación, pasivo y humillado, la hembra procreadora y la mano de obra genérica, adquirida, comprada casi como una mercancía. Con la liberación esto también ha cambiado. Con su liberación y equiparación en la mujer moderna se han despertado también ganas de más poder, en primer lugar en lo que se refiere a su posición social frente al marido. Milenios de años de esclavitud acechan con brotes subconscientes tales afanes de cambio. Todavía hay regiones en las que la mujer se vende como esclava. En muchas es objeto de compraventa sexual. Su precio está fijado en tantas vacas o pieles de lo que sea, o simplemente en valores de otra índole que se cotizan en la bolsa familiar o regional. Millones de mujeres son aún mercancía en los países recién llegados al ruedo de la O.N.U., mercancía, objeto, y no personas. Todo esto cambiará progresivamente con la liberación del África, pero hace muy pocos años pude leer un informe oficial de un estado africano (Nigeria), sobre el problema de la venta de las hijas por los padres. Pero no pensemos tan sólo en los negros y árabes, indios y esquimales. Aun en nuestras zonas más cercanas y que presumen de civilizadas, la mujer apenas ha salido de su esclavitud anterior que la aniquilaba como persona y hacía de ella cosa e instrumento, utillaje de procreación y herramienta de duros quehaceres domésticos. Hay millones de padres que, por un medio u otro, fuerzan a sus hijas a ser instrumentos de sus cálculos que persiguen el poder del dinero, y que las hacen contraer matrimonio casándolas más bien con las tierras y las fábricas que así se adquieren, que con el hombre de sus preferencias. El poder legal de tales padres, y la autoridad de disponer de las hijas, han mermado; pero la educación familiar con tales fines por debajo de la solapa aún se mantiene abundantemente, por la alta cotización del bienestar material que prevalece en los medios tanto rurales, como industriales o de las llamadas clases medias. Las ambiciones de la materialización y sus conceptos se infiltran con mucha facilidad en las almas juveniles, y aún antes de hacerse consciente de su persona, la hija ya está preparada para ceder más bien a razones de este orden que a las del verdadero amor. En tales ambientes, en los que todo se cotiza con dólares, libras esterlinas, pesetas, etc., no podemos esperar condiciones rápidamente crecientes en favor de la autocreación de la mujer. Arreglos económicos, cómputos de más bienestar material en ciertas capas aburguesadas, ambiciones del progreso hacia más lujo de los advenedizos sociales, son drogas de estimulación irresistibles para las futuras esposas de tal estirpe, muy abundantes en nuestras zonas del hombre blanco; un practicismo muy característico de nuestra época, que bajo su enorme despliegue de hipocresía convierte el matrimonio en comercio, en especulación, en compra-venta disfrazada de palabras dulces, de sentimientos fingidos y de ceremonias solemnes, que no pocas veces son excusas y pretextos para una contabilidad fría, ya sea uni como bilateral. Y es ridículo hacerse el sorprendido o indignado si, saliendo de tal ambiente y tal educación, la mujer, cuando se independiza, sigue con los mismos modos de pensar, sentir y calcular. Cuando, al escoger ya libremente a su marido o amante, se guía por las mismas razones y la prioridad de ventajas materiales, aun sin ser forzada a ello por los cálculos y consejos familiares. La mercancía se ha hecho consciente; el objeto decide por si mismo; la cosa se está convirtiendo en individuo con derechos. Es libre, pero esta libertad le sirve en primer lugar para decidir por su propia iniciativa el ventajoso arreglo económico. Con una fórmula despiadada, podríamos decir que la mercancía individualizada se vende a sí misma. Y quiere obtener el precio máximo, y hace para ello la propaganda adecuada. Lo atractivo prefabricado; el encanto sexual -un chantaje y arma de caza, todo guiado íntimamente por las glorias del nido y la seguridad concreta, palpable. De poder y de independencia frente al marido suministrador (y quizá lavaplatos en todos los sentidos). ¡Por fin libre y poderosa! ¿El amor? Un accesorio eventual. Un «quid pro quo» interesado. Una concesión gradual. Un premio para el buen esposo, con tal de que lo merezca. El ser lo que una es como hembra, no como persona... Una vez acostumbrada a calcular, su contabilidad se infiltra también en los sentimientos espontáneos. Y parece que el «amor» gana terreno a medida que crecen los regalos en los aniversarios y días de santo, y al compás de las riñas liquidadas (¡pagadas!) con collares. No merece otra cosa el hombre que ha hecho de la hembra liberada tal producto de su propia civilización. Y que no busque la cosecha del amor el que no la ha sembrado. Y que no se sorprenda si tiene que comer el pan cocido con tan mala hierba que él mismo ha proclamado como buen trigo. En su nueva época de liberación, la mujer ha unido de una manera muy práctica los dos viejos aliados, el instinto de conservación y el de procreación, en disfavor del tercero, el de la creación. Una ilustración tajante de esta alianza nos la ofrece la estadística que revela que nada menos que el 70 por 100 de todas las acciones americanas están a nombre de mujeres. Cualquiera que sea la especulación de contribuyentes dentro de este porcentaje alto, lo característico es un hecho real que confirma contundentemente nuestras previas valoraciones y disminuye el peligro de generalizaciones injustas. No tenemos estadísticas de la misma clase para los demás países capitalistas en los que la especulación de burlar las tasas de la herencia es quizás el móvil más potente de tal conspiración de la pareja contra el Estado. Y otro es que la mujer de negocios, directos o indirectos, sube vertiginosamente en la escala de sus conquistas sociales. Su potencial de especulación no está ni mucho menos estorbado por el Secundus. El que puede quejarse de abandonado, es el Tertius del amor y de la creación propiamente dicha. Esta mujer «accionaria» no es una «pasionaria» amorosa... Más bien quiere ensanchar sus trincheras por otro lado de la liberación: con la equiparación de la libertad en las relaciones sexuales. Según datos de que disponemos, una tercera parte de las francesas, la mitad de las norteamericanas (Kinsey) y el 60 por 100 de las inglesas (Dr. Chesse) contrae matrimonio con previas experiencias sexuales. Y estas estadísticas parecen más bien tener tendencia a aumentar que a decrecer, junto con la curva ascendente de madres precoces en Alemania y en los países escandinavos. Otras cifras recogidas en los consultarlos clínicos nos dicen que de frígidas, frustradas o insatisfechas en su vida sexual intramatrimonial se quejan un 46 por 100 de las francesas, un 50 por 100 de las norteamericanas, y el 64 por 100 de las inglesas. Pero una parte de tales quejas recae automáticamente sobre ellas. No sobre la que, por desgracia, sufre algún desperfecto fisiológico, o que, por mala suerte, tiene un marido que no corresponde, sino sobre la que identifica el amor con la satisfacción sexual. Y, ante todo, sobre la que espera el amor del otro, pero que, ella misma, no sabe amar. La impotencia y la frigidez sexuales no son ni una epidemia moderna, ni un azote incurable. Y en una gran mayoría de los casos la causa primaria de las dos es la incapacidad de amar, el no saber amar, el no querer amar. El sinamor paraliza a veces no solamente las relaciones humanas sino también las glándulas. Nuestra educación moderna, racional e ilustrada, insiste en las enseñanzas sobre la vida en común de los sexos, pero hace poco, poquísimo, para el culto del amor. A veces parece que la preocupación principal de nuestra pedagogía es la de enseñar al hombre y a la mujer cómo ser felices sin amor. Es éste uno de los síntomas más graves que caracterizan la enfermedad de nuestra civilización. Porque, en el fondo, significa cómo ser felices sin ser personas... Enseñanzas tradicionales de unas viejas culturas orientales -y sólo las orientales son viejas- la china, la india, la coreana, iniciaban a la futura esposa no solamente en los secretos del acto sexual, sino en lo que una de ellas llamaba «el arte de estar cerca del corazón del hombre». Este arte estaba lleno de finísima orectología del amor. Cómo «darles cuerda a los sentimientos»; cómo «hacer brotar la flor de la paciencia amorosa»; cómo «saber obedecer sin sacrificio»; cómo «cambiar la voz hacia las cosas buenas»; cómo «mirar para no tener que hablar»; como «poder ser atenta», o cómo «estar siempre con el otro»... ¿Alta escuela de táctica femenina? Nada de eso. La profundísima ciencia de cómo saber amar Nos haría falta remover estos viejos libros orientales. O si las revoluciones y las guerras los han quemado, escribir otros nuevos sobre esta gran materia de lo humano que está en nosotros pero que corre gran peligro... Si la mujer se contenta con lo dado por la Naturaleza, se quedará en un escalón inferior al lado del hombre. Se suele decir (y no es verdad), que la mujer es más emocional que el hombre. Sin discutirlo en este momento, aun si fuera verdad, tenemos que preguntarle a la mujer liberada, esa mujer que ha conseguido la equiparación social, pero no aún la creadora: ¿más emocional en qué? ¿Sólo en el dominio de la procreación? Si fuera verdad, este predominio emocional no le serviría ni siquiera para resolver el problema de la equiparación de las personas en el matrimonio, porque éste no es tan sólo un lazo de sexos sino siempre, lo queramos o no, una unión-desunión de las personas. Y estas relaciones no se resuelven sin el elemento creador, activado al lado del procreador y del conservador. El saber amar, el amar comprendiendo, el comprender con compasión humana, no depende del ímpetu de las hormonas gonadotrópicas y de lo afectivo que éstas y sus semejantes controlan.
Autoexamen ante el matrimonioBella o fea, universitaria u obrera, rica o pobre, la mujer ante el matrimonio, y ante el otro sexo en general, podría someterse a sí misma a un endograma como éste:
GLOSA 57.-Sobre la lucha entre los sexos y la autocreación.Saco de mi cartoteca el caso de una mujer española, de 30 años, casada, con hijos, titulada universitaria y en cuyo matrimonio se notan toda una serie de distonías y de incomprensiones. Me escribió dos cartas exponiendo su caso -que trasciende lo particular- y formulándome bastantes temas generales y típicos de un matrimonio de una época de transición como es la nuestra. Resumiendo el texto de las cartas, dice, esencialmente:
Contesté con una serie de artículos publicados a las cartas de esta señora, personalmente desconocida, y saco de esta contestación unos párrafos que ilustran algunas consideraciones de orden general sobre el tema de este capítulo.
GLOSA 58.-Sobre el marido autoritario.«Desconozco si su marido es un hombre de negocios, un letrado, un ingeniero, un industrial. Pero esto quizá no es muy importante para su problema. Tampoco importa mucho su atractivo físico ni su modo de presentarse ante los demás, tal vez como hombre de conversación amena e incluso refinada, apuesto, de prestigio en las apariencias, competitivo, quizá guapo. ¿Qué sé yo? Pero usted lo ha escogido como compañero de vida y, probablemente, también se habrá guiado por estos rasgos exteriores y algunos sociales, constituyentes del conjunto de estos atractivos tan compuestos y a menudo completamente misteriosos que determinan nuestras simpatías de sexo. Claro está, lo más importante es lo que adivino: usted se casó por amor, y lo creyó mutuo e igual por ambas partes, como creemos casi todos cuando nos casamos por amor, o creemos haberlo hecho con esta suposición, con este sentir. Su carta es un relato sobre la desilusión que le causó su matrimonio precisamente en esta dirección, en el amor. No se queja usted del nivel social que le procura su marido, al que usted reconoce como completamente adecuado. Existe un hogar cómodo, un nido agradable; hay dinero, esto no le preocupa, y ha tenido también la gran alegría de los hijos. El Primus y el Secundus parecen, en sus grandes líneas, satisfechos. Al menos no se nota ninguna protesta en nombre de ellos. No obstante, a mi pregunta de cómo es su marido, su carta contesta con tres adjetivos, los tres tristes y acusadores: egoísta, déspota y exigiendo que se le comprenda a él exclusivamente. »El primer rasgo, el del egoísmo, usted llega a extenderlo casi a todo el género masculino. «El hombre es un gran egoísta», dice usted, pero es evidente que se refiere más bien a su propia experiencia íntima. Tales tópicos son disfraces de una experiencia personal, son protestas, como la suya, y lo interesante en ellos no es la hipótesis de una verdad general, sino la medida de lo afectivo y su calidad personal. Me parece mejor, pues, no discutir la fórmula, sino el contenido que la cubre. Y yo siento brotar mucha protesta, rebelión e indignación en este contenido. ¿Justificados o no? »Nadie lo sabe tan bien como usted misma. Para mí el hecho en sí de la protesta es lo importante. El orectólogo nunca puede ser juez, ni constituirse en tribunal, ni puede asumir el papel de fiscal acusador. Ni siquiera puede ser abogado de una parte, por atractiva y simpática que ésta le sea. Su papel se limita siempre a una sola tarea, la de comprender por qué sufre una persona. De la comprensión adecuada puede desprenderse también cierta ayuda que, naturalmente, nunca consistirá en preceptos ni en consejos abstractos. Y aquí ve que, en un ser humano, un ideal se quebranta, un ideal y una esperanza. ¿Qué ideal y qué esperanza? La muy humana y de todos: de que aun sabiendo abstractamente que «el hombre es un egoísta», tal vez esta sombría regla tenga una excepción precisamente en nuestro caso. Pero no. Al cabo de unos años experimentamos la confirmación subjetiva -y ésta es siempre la que nos atañe más y profundamente- que aquella maldita regla a la que hemos brindado, con nuestro amor, la ocasión de que se convirtiera en solemne y victorioso mentís, es regla en nuestro caso. Y la protesta es dolorosa y llameante. El sufrir que la mueve es concreto y real. No se adivina en su tajante formulación ninguna sonrisa de alivio. »Su expresión rebelde se tiñe aún más de seriedad y hasta de arrebato cuando con el segundo adjetivo refuerza el acento del primero. ¡Déspota! Esto quiere decir autoritativo y autoritario: el «yo mando en esta casa»; y la «mía es la última palabra». Y quizás: «yo soy tu dueño», o «soy yo el que ha de forjar el estilo de nuestra vida». No en estas palabras tan crudas (¡o tal vez con las mismas, desgraciadamente!) pero otra vez las fórmulas no cuentan, sino el sentido inmanente, la postura, el rasgo, ^a mirada, el gesto, que lo dicen todo y más eficazmente que las palabras. Con el gesto y la mirada no podemos discutir, con las palabras, sí. »La reacción de usted es violenta, la herida también tiene que serlo. No es ni siquiera exclusivamente personal. La manifiesta usted en solidaridad con otros matrimonios en los que la mujer se enfrenta con el mismo rasgo del marido déspota, y cuyo eco le es conocido probablemente por las confesiones de sus amigas, o por observación directa. Le surge una idea que no parece ser tan sólo suya, sino genérica: la «mujer como institución de víctima de siempre». ¡Amarga formulación! Y que no se suaviza, ni mucho menos, con la variedad de que este despotismo pueda ser, a veces, ilustrado. Esta terminología, traída inteligentemente de la política, es paradójica e irritante cuando tiene que aplicarse al santuario íntimo y a su reino, en el que precisamente queremos encontrar el refugio, el amparo frente al mandato injusto y ante la estrategia de la política.»
GLOSA 59.-Sobre el orgullo y la soberbia en la escena íntima.«Y a comprenderle a él». Casi podríamos escribir con mayúsculas este «EL». Es el egoísta y el déspota que no solamente quiere salirse siempre con la suya, o mandar incondicionalmente, sino que además exige la máxima humildad del súbdito conyugal, del vasallo sexual, de la persona-víctima del otro; la comprensión unilateral, la que recibe y que no da nada. El príncipe de los sueños convertido no solamente en el tirano de insomnios, sino también en ídolo que se cree digno de toda atención comprensiva, y si es admirativa, tanto mejor. Al egoísta aún podemos perdonarle, porque «todos lo somos», y esto no se puede remediar; al déspota aún podemos tolerarle por lo sexualmente compensatorio que puede ser; pero al «self-made» Juan Palomo, al ídolo auto-fabricado, con la mirada fijada siempre en su propio ombligo, no le podemos perdonar. El egoísta puede ofender al género en nosotros; pero también podemos organizar el nuestro; el déspota puede esclavizarnos, pero también podemos contestarle con el odio; contra la incomprensión voluntaria, que hiere a cada paso a la persona humana en nosotros, no podemos hacer nada. Y es aquí, en este punto, donde se abren las siniestras puertas de la espera desesperada, de la soledad del desierto, de la angustia de la impotencia. »La escalera del desamor aparece bien clara. Y es desamor el egoísmo, el despotismo, la autoidolatría incomprensiva, desamor que engendra desamor. Coestancia forzosa sin convivencia amorosa. »Y ahora, hagamos juntos un experimento difícil, pero que puede sernos útil: a ver si podemos comprender esta autoidolatría incomprensiva de su marido. »A fin de establecer una base firme para tal operación, descartemos primero unas cuantas cosas que podrían estorbar nuestra clara visión. No tratemos el asunto general del egoísmo humano en esta ocasión, ni aquel de la discordancia sexual, siempre posible en la base misma de otras discrepancias. Después, eliminemos de nuestra conversación actual el tema del despotismo macho biósico en su aspecto sexual, que empieza con el rapto atávico de la hembra y con su sometimiento. »Y preguntémonos ante todo ¿cuál es el principal sentimiento negativo por el que quiebran los amores y los matrimonios intrínsecamente? ¿El odio? ¿Los celos? Claro está que éstos y otros semejantes son los grandes destructores de las relaciones humanas, pero ya son reacciones a ciertas agresiones en las conductas. No son tan inmanentes enemigos que tienen sus raíces en los rasgos caracteriales y en las posturas temperamentales como una tercera categoría de los enemigos de la intimidad y de toda conducta social, la categoría de la soberbia, en la cual cabe toda una serie de sobrevaloraciones propias, desde el orgullo, la altivez, el engreimiento, hasta la pretensión, la presunción y la megalomanía. Quizá puede sorprender un poco que dé tanta importancia a la sobre-valoración de tipo orgulloso, hablando de las cosas de íntima convivencia entre el hombre y la mujer. Pero usted se queja de la falta de amor en su matrimonio, y yo sospecho que, entre otras cosas, podría ser el orgullo-soberbia de su marido -o el suyo propio- que lo roe. Este es un gran peligro y cabe, creo yo, dentro de nuestro experimento un análisis breve de lo que son el orgullo y la soberbia. »En resumidas cuentas el orgullo es, con toda su numerosa familia de sentimientos, una emoción de sobrevaloración subjetiva propia referente a los bienes, valores o cualidades personales que poseemos. Sobrevaloración sintónica, ya que nos procura satisfacción, nos afirma a nuestros propios ojos. Nadie está exento de sobrevaloraciones. Hay tantas fuentes de la inferioridad en nosotros que para no dejarnos inundar por estas aguas peligrosas, a menudo acudimos, todos, a las presas de la sobrevaloración. El autoconocimiento adecuado puede ser considerado como un camino por el que, si tenemos suerte, podemos llegar a rectificar las sobrevaloraciones sin tener miedo a las inferioridades, minusvalías que quedan como saldos de tal contabilidad interior. Un buen camino por el cual podemos llegar a la verdad sobre nosotros mismos. »Pero para muchos este camino está densamente cubierto por la mala hierba del amor propio y de dulces mentiras; muchos no tienen este afán de conocer la propia verdad, no tienen la valentía necesaria para ello, y no hay que reprocharles demasiado severamente esta debilidad. Las sobrevaloraciones nacen precisamente, y por regla general, como compensaciones contra las debilidades, compensaciones más fáciles que el enfrentarse con el implacable espejo. Por querer sobrevivir y estar seguros, ser fuertes, superiores a los demás, y resistentes frente a nuestras taras interiores, nos servimos todos de este método, bastante cómodo, que es el de exagerar un poco o mucho el valor de lo que de bienes y posiciones o de cualidades propias poseemos o creemos poseer. Con la sobrevaloración disminuye el riesgo de la eterna inseguridad que está inscrita en la lista biológica de nuestras fragilidades y de nuestra transición. »Por esto, si no somos unos moralistas dogmáticos, podemos incluso hablar de orgullo justificado; de aquel que, aun siendo una sobrevaloración, se basa en la posesión de ciertas ventajas reales, que casi lo exculpan ante el tribunal de los demás y hasta ante el espejo interior. ¿Como no exculpar a una mujer hermosa si vemos que está un poco o muy orgullosa de su belleza? Y ¿por qué no tener la misma mirada exonerante para un héroe arrogante, héroe de cualquier tipo, físico, moral, campeón de organización o campeador de hazañas? Es menester comprender incluso el orgullo intelectual, el de un Bertrand Russell, altivo en sus matemáticas, o de un Wittgenstein, el ufano de su lógica. Y así debemos proceder, con consideración, en todos los demás casos en los que estamos orgullosos de pertenecer a una gran nación, a una raza dotada, a una estirpe fuerte, a una familia de prestigio; orgullosos de la posición que hemos alcanzado por nuestros propios esfuerzos y méritos; o de la posesión de niños sanos e inteligentes, de poseer bellas casas y cuantiosas fortunas; orgullosos de conseguir copas deportivas o tenerlas coleccionadas en nuestras vitrinas; de las obras de arte, de literatura, de ciencia que hemos producido; o incluso de las obras de beneficencia que hemos logrado venciendo nuestro propio egoísmo y el de los demás... »Tenemos que darle la pauta de la justificación hasta al buscador de la verdad propia, orgulloso un poco (mucho no puede serlo sin riesgo de desmentirla) de lo que ha hecho de sí mismo. Y aceptar, sin parpadeo de reproche, al que, falto de otras afirmaciones de momento, exhibe el orgullo de tener, entre los ilustres antepasados de su lengua, a un Shakespeare o a un Cervantes, a un Leonardo o a un Tesla. Y comprender adecuadamente el argumento de una mujer, orgullosa de su sexo, que ha producido Safos y Cleopatras, Santa Teresas o Sarah Bemhards. Sí, también de superlativos se vive... »Pero con cualquiera de nuestros orgullos justificados, individuales o colectivos, si, con cualquiera de ellos, corremos un riesgo fatal: el de convertirlo, sin pestañear, en soberbia. »¿Cuál es el criterio de esta química venenosa? ¿Cuál es el ingrediente vitriólico que se añade aquí a la base ácida? »No se necesitan muchos ingredientes para que el orgullo justificado se convierta en injustificado, es decir, en soberbia. Estamos ya en su pleno reino, si a nuestra sobrevaloración se añade un poco de prejuicio malevolente, un miligramo de menosprecio para el otro y una pequeña dosis de presunción para lo propio. Afirmar nuestros propios valores, enorgulleciéndonos, es decir, exaltándolos de una u otra manera, para acentuar la inferioridad, supuesta o real, del otro, y ya está hecha la píldora venenosa que intoxicará las relaciones humanas de una manera siniestramente eficaz, con efectos fulgurantes o con fatal morbo lento. Este ingrediente del menosprecio puede ser ínfimo; el otro tiene una sensibilidad exacerbada para medirla exactamente en la balanza de sus afectos. »Esta balanza sensible se llama, en este caso, la dignidad de Poseen este instrumento de micromedición, más fino que cualquier otro medidor farmacéutico, todos los seres humanos, y de una manera refinadísima. En esto todos somos iguales, el rey y el último basurero, el justo y el injusto, el pobre y el rico. Todos somos capaces de medir rápidamente el prejuicio y el desprecio del otro, por solapados que sean. Nos bastan una mirada, una sonrisa, una mueca, para captarlo en su pleno significado y leer en ella todo el peso con el que el otro quiere cargar nuestra inferioridad y salirse con su superioridad. El orgullo, en sí, puede no herir al otro; la soberbia es siempre un puñal. El orgullo puede ser liquidado incluso con una sonrisa, puede ser ridículo y, con esto, aún más fácilmente perdonable. La soberbia es una agresión con cara seria, y muy a menudo con cara de asesino. Es una agresión más eficaz que el mismo odio; más aún, es infaliblemente engendradora del odio. Puede herir mortalmente, aun a los que poseen el gran talento de la humildad, porque ni siquiera ésta borra, en el hombre, el último grano de respeto a sí mismo que es la pobre dignidad humana. »La raíz de ésta estriba, indudablemente, en la igualdad ante la muerte. No hay ni rango, ni trono, ni cátedra desde los cuales puede abolirse tal igualdad; no hay superioridad de nadie ante ella. Pero antes de esta disolución final también somos todos seres humanos, y por este mismo hecho todos somos personas y no cosas, objetos, instrumentos, números anónimos. Somos personas, aun cuando seamos criminales, mendigos, esclavos o mujeres de la calle. A la igualdad en la muerte corresponde esta igualdad de la fundamentalmente igualitaria condición humana de ser, poder ser, poder llegar a ser personas. »La soberbia del otro niega esta condición humana y nos quiere reducir a un nadie. Pero nadie es un nadie antes de morir. Por esto la soberbia es el contrapunto más extremo de la compasión, este sentimiento que merecemos todos por la trágica igualdad en la muerte. Y por esto podemos aceptar y reconocer cualquier superioridad del otro; podemos comprender cualquier orgullo. Pero no podemos tolerar sin reacción violenta la superioridad que se manifiesta con desprecio ni con el prejuicio que nos humilla. «Puedo aceptar, quizá, tu idea de «apartheid» -dice el negro del África del Sur a Verwoerd-, pero no nos saques de nuestras casas, como si éstas y nosotros fuéramos cosas muertas, objetos indignos, y no personas con sus hogares. Te odio, ¡oh, bienhechor blanco!» «Aceptaré el dinero de tu ayuda -dicen los sudamericanos al yanqui-, pero no me lo des como si, por estos dólares tuyos, tú fueras un semidiós y nosotros unos miserables mendigos. Te odio, hermano encopetado.» «Me pagas lo que me debes según la ley y el convenio -dice el obrero-, pero no lo hagas como si tú hubieras nacido irremediablemente para mandar y yo irreversiblemente tan sólo para servirte. Te odio, patrón.» »Y ya, en el estamento íntimo: «Reconozco que eres el más fuerte, y hasta me gusta que lo seas -dice la mujer-. Puedo aceptar incluso que eres más inteligente o más creador que yo. Pero no puedo admitir que me humilles a ser tan sólo objeto de tus satisfacciones, instrumento pasivo de tu fuerza cruda o de tus conceptos degradantes. Yo sé lo que es mi deber en nuestra casa común, y me ocuparé con gusto de la cocina y de los crios, mientras tú luchas fuera para nosotros en estas fábricas, oficinas, bolsas aburridas. Pero, fuera de tal división aceptada de nuestros quehaceres, soy la compañera de tu vida y no la esclava de tu crudo mando de fuerza. Me dices que soy tu tesoro y tu amor, y no te dignas saber lo que de verdad contiene tu «tesoro»; me conoces tan sólo por lo que tú quieres ver en mí y mientras esto te parezca bien. Me dices que me amas y sólo me utilizas, ¿me oyes?, sólo me utilizas para ti. Te odio, querido marido...» »El amor, negativamente definido, es orgullo sacrificado, prejuicio quemado, desprecio condenado de antemano. Por esto los soberbios ni pueden ni saben amar.»
GLOSA 60.-Sobre el papel del orgullo colectivo en la escena íntima.»Hice nuestro breve análisis de orgullo y de soberbia con el propósito de que a usted le resulte más fácil averiguar a qué tipo de orgulloso, y eventualmente soberbio, pertenece su marido. Porque, por los adjetivos de «egoísta», «déspota» y «a comprenderle a él», parece que el diagnóstico de su matrimonio tendría que encaminarse hacia este síndrome de desamor, y no a los síntomas del sinamor. Y si usted insiste en que en todo ello hay algo típicamente español, me gustaría saber qué es lo que, dentro de lo posiblemente humano, achaca usted en su marido a lo «típicamente español». ¿Es su marido tan sólo un español orgulloso, o también un español soberbio? Y en este último caso, ¿cuáles son las marcas especiales de su menosprecio y de sus prejuicios? »Prescindo de lanzarme en esta ocasión al análisis del rasgo colectivo del orgullo español, del que se ocuparon los mejores escritores de la Hispanidad. Tendríamos que entrar en el «historismo», en cómo vive el español su propia historia, cómo vive en la actualidad a través de ella, y cuáles son las huellas que este histerismo deja incluso en la vida íntima de los españoles. »Me limito a contestar que tal fenómeno especial, que se suele llamar «orgullo español», existe -como también existe el francés, el inglés, el ruso o el yugoslavo con su matices particulares-, y que el retrato de un hombre español, intelectual o no, apenas puede ser real sin que uno preste atención a tal aptitud de su temperamento. »Baste con decir, dentro de nuestro margen limitado, que el orgullo y el histerismo español van en muchas direcciones estrechamente ligados uno al otro. El peso de la Historia es inmanente en cada ente colectivo y es formativo de todas las generaciones, lo quieran o no, y de todos los individuos que pertenecen a esta comunidad. En los ideales y estilos de vivir de las personas se infiltra el histerismo y nuestro «hacerse valer» dentro de nuestra sociedad nunca está exento de tales aspectos colectivos. Yo diría, por las comparaciones con los otros cinco ambientes europeos en los que estuve viviendo durante muchos años, que es precisamente el español aquel en el que el histerismo se hace más patente a través de las manifestaciones del hombre actual. Es raro que en un diálogo con españoles no surja pronto una frase característica: «Mire usted, señor, nosotros los españoles somos...»; o «Entiéndame usted, aquí en España...». Esto ocurre igual si el hombre quiere indicar una gloria o una desilusión con su colectivo. Es algo que no suele suceder en la misma medida en los ambientes franceses, ingleses, italianos, alemanes, eslavos que yo conozco. Son activas en el español actual las etapas de su gran Historia, la pre-imperial, la del Imperio y las sucesivas; está muy imbuido su fondo afectivo tanto de las glorias como de las desilusiones pasadas. De las primeras, para sentirse orgulloso con muchísima justificación; de las segundas, para caer en críticas acerbas y hasta destructoras. Con el peligro, ya muy humano, de forjar entre estos dos extremos ciertos prejuicios radicales y menosprecios reactivos. Con tal real peso de historismo, los ideales de los españoles tienen una «química» complicada, pero sus elementos, también ricos y muy abundantes, son a veces reductibles a ciertos sencillos esquemas históricos que representan, o parecen representar, los prototipos españoles. Y que entran, con los deseos de servir un ideal o como actitudes en contra de él, también en la convivencia íntima de la casa. ¿Podría decirme usted, que es un intelectual, de qué elementos se compone el orgullo de su marido? ¿Bajo qué esquemas podríamos clasificar lo que, en las valoraciones sobre sí mismo, piensa él de sí mismo, sobrevalorándose un poco o, como a usted le parece, mucho? ¿Cree él, quizá, que entre sus antepasados dignos de ser seguidos está, por ejemplo, el Cid, el prototipo del perfecto caballero hispánico, héroe inquieto y estratégico? ¿O vive en él, y le atrae, la imagen de un Hernán Cortés, conquistador de continentes y aventurero sin par? ¿Se cree él un Don Juan irresistible, domesticado tan sólo para hacerle un favor a usted? ¿Nota usted en él predisposición de juzgarla con el estoicismo seco de un Séneca, o llega a creerse en posesión de la única verdad como un Torquemada? ¿Mezcla en su visión de la Humanidad -usted incidida- las caricaturas de Goya, o las retiñe con las terribles salpicaduras de Quevedo? »E1 ramo caracterológico podría variarse con muchas otras flores-ideales y atarlo con alguna que otra cinta de prejuicios solapados de origen árabe o simplemente medieval cristiano, ninguna de ellas muy favorables a la mujer. Tales ingredientes del legado histórico, cuando están vivos en el carácter, ya no hacen muy fácil la convivencia amorosa con el marido arrogante que pretende justificar o simplemente afirmar tal actitud suya. »Ni es muy sencilla la tarea de él si, por amor a usted, quiere emprender la revisión personal de sus sobrevaloraciones en su interior. Su marido, por lo que dice usted, no parece tener demasiadas ganas de tal revisión, desgraciadamente para los dos. »Así interpreto yo su indignada exclamación de «... y a comprenderle a él». »Dejando ya a un lado lo que podríamos llamar el orgullo «español», e insistiendo en lo humano, hay que mencionar el último ingrediente de la soberbia que es la presunción, el núcleo ficticio de la sobrevaloración propia. La presunción marca el error de nuestras valoraciones. En la escala íntima las mujeres presumen de ser más bellas de lo que son; o de que son bellas para todo el mundo; o de que la belleza es un instrumento suficiente para conquistar al otro. ¿En qué consiste el error de tal presunción? Nos equivocamos o bien en la valoración de la realidad circunstancial o en la de nuestras propias fuerzas. Las imaginamos diferentes de lo que son, y lo hacemos siempre en nuestro favor. La presunción es, por lo tanto, un error sobre nuestro propio poder frente a las circunstancias reales, una falsa hipótesis sobre esta relación, saldada ante el espejo interior (y a veces ayudada por el espejo exterior) en nuestro favor, y aceptada con gran satisfacción propia y con intención de hacerla valer también a los ojos de los demás. El hombre presume de su fuerza, la belleza no es el terreno de sus errores. Y fuerza quiere decir en primer lugar poder sobre los demás. Poder físico, el del dinero, el de la posición social, e incluso el poder de una verdad superior que poseo yo y los demás no. Es muy humano que donde no hay suficiente fuerza y poder real, el hombre la fabrique con presunción. En las relaciones humanas toda presunción es estratégica: queremos parecer más fuertes y poderosos de lo que en realidad somos, cubriendo con la sobrevaloración sistematizada alguna que otra inferioridad propia de la que tenemos miedo. »Cuando en la vida íntima no hay amor suficiente o, simplemente, cuando no hay amor, los dos sexos quedan crónicamente en actitud estratégica. El juego va en plan de guerra solapada alrededor del poder que uno quiere adquirir o mantener sobre el otro. Ambos tienen bastantes instrumentos para ello. Y uno de ellos suele a menudo ser la presunción. Valiéndose de sus prejuicios tradicionales, el hombre se cree el sexo fuerte, patrón de la casa y dueño de la hembra, su dominador, el mando al que se debe obediencia en todas las ocasiones. Y no son pocos los casos en los que este afán del poder se ve contrarrestado por la estrategia femenina correspondiente, se ve obligado a acentuar aún más la fuerza real, o incluso la fuerza imaginada. Y se ejerce ésta presumiendo de ella, se ejerce en el fondo la fuerza que no tenemos, como si la tuviéramos. Es aquí, en esta defensa artificial y falsa ya, por injustificada frente a la realidad, donde se hace penoso para el otro el autoritarismo, la exclusividad del mando, el despotismo del marido o de la mujer mandona. Es aquí donde el macho acude a su tradición de superioridad aun frente a la mujer moderna, liberada; y al prejuicio de que los sexos en el matrimonio no son iguales; o que ni siquiera pueden serlo jamás en la sociedad humana. Es aquí donde se impone la suposición estratégica de que si no mandamos nosotros, mandará ella, y así perderemos el poder, la potencia de ser dueños al menos en nuestra propia casa. Es por este lado donde queremos compensarnos de todas las inferioridades que podemos sentir frente a la competición social y su guerra fuera de la casa. Es en este punto del gran dilema de la coexistencia de sexos donde se hace necesario mezclar con el ejercicio del poder también algo de desprecio para todas estas «pequeñeces» femeninas, sutilezas «tontas», «sensiblerías» y, aún más, las astucias que sospechamos, «zorrerías» y «tácticas». Y las cortamos con gestos tajantes y brutales porque somos machos fuertes -aun cuando no lo somos de verdad-; y superiores en todo, en formación, en ideas; y en nuestro aspecto de caballeros, de héroes, de perfectos. Para justificarnos, ni siquiera queremos admitir que todo esto podría ser nada más que soberbia. »E1 amor está en el polo opuesto de la soberbia. No necesita el poder sobre el otro, no quiere tenerlo. No quiere combatir al otro, competir con él. El amor no necesita la estrategia ni la táctica. No precisa presunción. Quiere que seamos ante el otro cuanto más lo que de verdad somos. En el amor no queremos parecer, sino ser. Y añoramos que lo mismo ocurra también con el otro. El amor es unión de dos seres que se conocen y que permanecen en esta unión por la sinceridad alcanzada, por la verdad lograda y a pesar de ella. El amor es la guerra al disfraz. El orgullo y la soberbia son, en cambio, puertas herméticamente cerradas a tal franqueza e invitación hipócrita al baile de máscaras, no muy benevolentes ni dotadas d^ humor auténtico... »Me parece muy acertada la verdad formulada por aquel gran psicólogo español de los siglos pasados, Luis Vives, que dice: «En medio de toda clase de vicios pueden encontrarse paz y concordia, excepto en la soberbia». Y viendo que en el matrimonio de usted no reinan, me pareció útil llamarle la atención sobre este asunto. »¿Ama usted suficientemente a su marido para librarle de la maldita necesidad de la soberbia? ¿O ha llegado ésta ya a tales alturas que ha devorado el último resto de su amor?»
GLOSA 61.-Sobre cómo pedir ayuda a la autocreación contra los demás instintos.»Tres son las principales causas de la discordia matrimonial:
»Como contrapunto a estas tres negativas he puesto tan sólo un remedio general: la presencia del amor que lo puede todo, pontear las discordancias sexuales, anular la soberbia y aliviar los rasgos molestos. »Y ahora es preciso extendernos sobre el Tertius, el papel de la autocreación en el matrimonio. «Soy una mujer que no ha querido encerrarse en la hembra y me he pasado al Tertius», dice usted, pero añade: «He cosechado sólo infelicidad» (por esto). ¿Qué es lo que entiende usted por aquello de que «me he pasado al Tertius»? Es de suponer que usted no entiende por esto pasarse a una carrera intelectual. Es de suponer, ya que habla usted de la perfección de toda clase que ha escogido usted como su camino, que se refiere a la autocreación de la persona en usted. Es de suponer, porque habla usted también de su gran afán de sinceridad («adoro la sinceridad»), que es una de las condiciones indispensables para lograr la maduración de su propia persona y también para llegar a la compenetración con su marido. Es de suponer, porque repite usted aquella fórmula sobre la cual se puede edificar todo lo que es creador en las relaciones humanas y, sobre todo, en la escena íntima entre los dos: vivir con el otro, vivir a través de él (por él), vivir para él [1]. »Tengo así todas las garantías de que usted ha comprendido profundamente el sentido de estas fórmulas y que no pertenece a aquellas «hembras» que se valen de sus dotes intelectuales para establecer su poder en el matrimonio, con lo que pecan contra todo el sentido de la palabra «creación». Pero aquellas tres proposiciones del verdadero amor no son igualmente fáciles de seguir. Es, sobre todo, la tercera, el vivir para el otro, lo que a veces, muchas veces, resulta bastante difícil para todos. Nunca sabemos, aun conscientes de que nos hemos lanzado por este camino, si realmente hemos intentado dar todo de sí en el vivir para el otro. A veces nos parece que lo hemos hecho y dado todo y que no podríamos dar más. Pero es precisamente en este punto en el cual se embrolla nuestra valoración, por los pequeños egoísmos y rencores, por los saldos de nuestros engaños y desilusiones con el otro, y que rehusamos contabilizar de otra manera que la que reza en nuestro propio favor. »Claro está que esto de vivir para el otro depende mucho de cómo hemos logrado cumplir con aquellas dos proposiciones anteriores. Si la sinceridad del otro se ha cerrado ya en los dos anteriores escalones, en el vivir «con», en el vivir «por» el otro, es difícil que la escena íntima se ilumine tan sólo por el reflector del «para» y, sobre todo, cuando este vivir para el otro es unilateral. Comprender constantemente, a pesar de que nada cambie en el otro; perdonar continuamente, a pesar de que la sinceridad deseada no se establezca; sacrificarse progresivamente, partir desde el punto de vista de que baste que uno siga con su propio amor, cualquiera que sea la reacción del otro; todo esto es un gran camino, pero puede ser sumamente agotador y llegar a desecar el sentido de tal convivencia, que ya no parece serlo. Y unos se cansan antes, otros más tarde... »Es preciso que en tales circunstancias haga usted un examen a base de la pregunta siguiente: ¿He hecho de verdad todo lo que podía con el fin de vivir hasta el último agotamiento de mi amor hacia raí marido? ¿Hacia mi marido, que era mi amor? Porque en este caso -cuando amamos- no preguntamos si lo merece o no, sino si podemos seguir amándolo o no... »Haga este gran experimento consigo misma. Nadie puede contestar con sinceridad y honestamente a esta pregunta, sólo usted misma. Este es el gran privilegio de todos los autoexámenes. Usted ya conoce bien todo lo que es negativo y hasta destructor en su marido. Haga usted este esfuerzo y pregúntese a sí misma si desde aquellas fuentes de sus sentimientos primarios le queda algún chorro que pueda otra vez irrigar suficientemente las tierras desecadas y estériles del común desamor... »No le digo esto como consejo práctico, fácil o cómodo. Si ya es usted una mujer que sabe bien lo que es la autocreación, y que se ha adherido noblemente al Tertius, sabrá averiguar también, en una revisión de sus propias cualidades, si puede responsablemente atribuir al otro toda la culpa por la fatal destrucción íntima. »Sabemos todos cuan frágiles son las relaciones humanas si no las vigilamos también con nuestra propia autocrítica. »Pero si las discordancias sexuales -de las que no hemos hablado, aunque sean a veces de suma importancia- están haciendo lo suyo; si la soberbia persiste y otros rasgos caracteriales y aptitudes temperamentales no la alivian, es comprensible que usted se canse y empiece el retiro, el repliegue sobre sí misma. Pero ¿adonde conduce esta recesión? »Su carta ya nos dice de sobra que la primera zona de tal repliegue la oprime con amargura: la soledad... »Y no es aquella que sentimos buscando una unión que aún no se ha encontrado. La soledad con proyecciones hacia el futuro es solamente espera y hasta puede ser esperanza. La verdadera empieza cuando no hay proyecciones de felicidad. La soledad del desencanto, de la felicidad arruinada, del sinsentido mecánico de la vida. La soledad que convierte la coexistencia en carcelera, la imagen del otro en caricatura o en fantasma, y a nosotros mismos en larga sombra de la cortísima felicidad perdida. Y aun con la pregunta de si lo era de verdad, por corta que fuera. Morbo de la soledad, dice usted. Es un morbo de la Humanidad, grandemente extendido sobre todas las épocas y regiones. No podemos curarlo con ningún orgullo nuestro, y aún menos con píldoras, por ataráxicas que sean. »Pero existe la evasión. Esta es posible, aunque con ciertos riesgos. »Hacia otro amor, hacia otros amores, la palabra tomada siempre en su mejor acepción, naturalmente. Este cambio de rumbo no tiene que ir necesariamente a la infidelidad o a la separación, y no puede ir, entre los católicos, hacia la disolución del lazo. No me incumbe a mí discutir dogmas o sus paliativos prácticos. Lo que el orectólogo tiene que intentar es proponer medios para que la soledad de una persona no se convierta en soledad acusadora, la que conduce directamente al odio. La vida es para muchos, desgraciadamente, una escuela de cómo soportar la soledad. Y es aquí donde el Tertius creador puede ayudarnos si logramos movilizarlo en esta dirección. »Para una mujer joven, con hijos, la educación de éstos puede ser una gran ayuda para poder amar creadoramente. No es ningún repliegue sobre el Secundus; las hembras exclusivas saben procrear y criar fisiológicamente, pero sólo si el Tertius es algo vivo en ellas sabrán también educar, es decir, ver en los hijos, desde pequeños ya, personas y no solamente mis hermosos, inteligentes y no sé qué más, vástagos. El saber amar tiene mucha importancia en las relaciones entre el marido y la mujer y es indispensable para la educación de la prole. Hay mujeres que, después del fracaso íntimo del matrimonio, se refugian en los hijos, haciendo de ellos futuros conspiradores contra el padre, cómplices del odio, rebeldes en pro de la madre ofendida, partidarios de su poder oculto sobre el marido, es decir, unos sectarios maternales. El siniestro reino del niobismo [2]. Estas madres estratégicas, a veces solamente hembras tacticizantes, no saben cuántas solidísimas bases para la infelicidad futura de sus hijos están edificando en los fundamentos de su interior, a cambio de la satisfacción egoísta de tenerlos en su bando y no en el del marido y padre. »Una manera de soportar la soledad creadoramente es evitar que recaigan sobre los hijos las consecuencias desastrosas, las estratégicas, del desacuerdo matrimonial. Que la casa no sea para ellos una escuela del odio y del poder. ¿Es, quizás, éste el camino -uno de ellos- para que pueda usted soportar la soledad sin cesar en el amor? Porque si usted ha fracasado, desgraciadamente, en el suyo hacia el marido, ¿no sería profundamente necesario que enseñe a sus hijos cómo conseguir el cumplimiento de aquella bella fórmula que transcribo enteramente de su carta: «Cada ser con su persona, sin vasallajes ni injusticias, con libertad para dar pleno desarrollo a la persona humana»? »¡Ojalá pudieran sus hijos ser protagonistas dignos de tal doctrina para su vida y para la de las generaciones futuras! Usted se refiere a la escena íntima. Pero ¿no cree usted que nuestra educación general, el sistema de nuestra civilización, necesitaría un profundo cambio hacia la eficacia de tales fórmulas en todas las relaciones humanas? Porque si el reconocimiento de la persona humana es una mentira en las relaciones íntimas, quiere decir que lo es también en el foco mismo de nuestra civilización, que está en plena crisis, como lo está su matrimonio, su educación, su sociedad.»
GLOSA 62.-Sobre la felicidad y el sentido de la vida.Una mirada, no muy aguda, sino más bien melancólica, sobre el mundo; una mirada inspirada, de las que hay también en cualquier viandante, una mirada lúcida y penetrante en las tinieblas del Destino puede persuadirnos un día de que aquello que llamamos felicidad no se puede conseguir, no se podrá conseguir personalmente si pensamos lograrla con muchos, y que no es de ninguna manera posible si contamos con todos. Pocos son los hacedores de nuestra felicidad. Y en ésta hay dos estados totalmente diferentes: uno, en la infancia, cuando nos la dan la madre y el padre, y nosotros no sabemos qué es lo que nos dan, ni ellos mismos saben cómo llegan a dárnosla. Y después, de adultos, la felicidad que queremos lograr y forjar, que sabemos lo que sería si tuviese lugar, pero no sabemos ni cómo ni con quién conseguirla. Ya los padres no nos bastan, ni los hermanos, ni los amigos. Lo que proyectamos es engañar al Destino con su propio embajador: alguien vendrá con cartas credenciales especiales y éste será nuestro elegido de confianza. La vida empieza antes de nacer uno; el vivir sólo en el momento en el que nos hemos dado cuenta de que podemos hacer algo de nosotros mismos, creando. Y en esta conciencia de mucho andar y trepar, la luz de la felicidad, mágica, fata-morgánica, centelleante, arde en las fogatas de los picos que iluminan el valle de nuestras nostalgias. Llegar allí solos es casi no llegar nunca. Y ya sabemos que no nos seguirán muchos si los invitamos; aun si se deciden a acompañarnos, no será por largo rato. Nos dejarán en el camino; uno en una fonda, otro al cruzar un río, otro al trepar al primer pico, otro al saltar por el primer abismo. Una de las evidencias más tajantes sobre el misterio de la felicidad es que la escena de este alcance tolera como máximo dos seres. Sólo uno puede estar completamente con nosotros en el ascenso del último esfuerzo. Sólo uno puede testimoniar que lo hemos alcanzado. Sin éste no sabríamos nunca si de verdad hemos estado en el pico, o si tan sólo era una ilusión o un deseo desesperado, poco consciente. Más aún: sólo con la ayuda de este exclusivo otro podemos llegar a ser conscientes de que lo hayamos logrado. Sin esta ayuda no. Nos hubiéramos cansado amucho antes o hubiéramos perdido seguramente el camino, y hasta nos hubiéramos estrellado en algún precipicio. Por tal razón buscamos durante toda la vida este único camino y su comprensión, que nos garantizará la exclusión de la soledad al abrirle la puerta de la felicidad. Aun con esta ayuda insustituible la subida es peligrosa, azarosa; a cada paso una imposibilidad acechándonos; a cada salto la otra mano se desliza y, sudorosa o débil, nos deja solos en el hielo. Y si a pesar de todo llegamos, la primera pregunta que, jadeantes y frenéticos a la vez, nos dirigimos mirándonos al espejo siempre presente es la de ¿cómo sería esta alegría si el otro no estuviera presente? ¿Qué otro? El mejor será aquel que nos conozca íntimamente, quizá nuestra mujer, nuestro amante. Alguien que nos ame, para que podamos contar con su compenetración y compasión. Entre los pocos, uno escogido y muy nuestro, de preferencia tal corno ningún otro entre los demás. Si no hay tal otro para presenciar nuestra felicidad, o para dárnosla, tenemos que contentarnos con sustitutos. En la proporción en que crece la sustitución aumenta también la soledad y la parcialidad de la felicidad. Y pronto deja de serlo. La felicidad no llega si no es satisfacción cumulativa de todos los instintos a la vez, si el tonus eufórico no se extiende a toda la persona. Esto puede ocurrir también cuando uno de los instintos ha subyugado completamente a los demás, haciendo de ellos sus servidores. Este es el caso de las grandes pasiones exclusivas, de la creación en el arte, de la pasión religiosa de los santos, la monolítica de los amores hacia el otro sexo, la pasión del gran poder sobre los demás. Pero aun así el sentimiento de ser felices no es completo sin la co-presencia del otro exclusivo. Para completarlo tenemos que decir de una u otra manera «soy feliz» a alguien que sepa compartirlo con nosotros. Y si no hay tal otro concreto en nuestra presencia inmediata, tiene que ser proyectado. El artista que se cree al alcance de su mejor momento creador y de la realización de su obra, tiene que proyectar la aceptación de tal obra y de su sentido y significado tal como él lo siente por un tal conocido o desconocido que sepa estar con él en el momento de encontrarse ante la obra. El supuesto otro, el proyectado, es una condición de la felicidad. Para el hombre santo. Dios es el gran supuesto Otro. Pero el hombre corriente más bien tiende al otro concreto, presente, y no al supuesto. Esta escena íntima de dos que se ayudan mutuamente en el alpinismo de la extrema satisfacción vital suele ser la que se extiende entre el hombre y la mujer. No podemos ser felices con los anónimos. Necesitamos toda la persona del otro y que sea conocida por nosotros. El ser lo que uno es -y la felicidad no es otra cosa que el pico de tal ser- no puede ser monólogo, sino comunicación. Comunicación sincera, entera, veraz, honrada y compartida. Si el otro duda de cualquiera de estos atributos, ya recaemos en la soledad maldita de nuestra piel aislada. El que nos ama es el que duda menos de nosotros. El brindis del amor es éste: entrega sincera, veraz, entera, honrada, compasiva, potencialmente existente entre los dos y por ambas partes. Y la promesa de tal entrega por parte nuestra. Sus dimensiones más adecuadas son las existentes entre los amantes humanos. En la escena con Dios éstas se pierden fácilmente; con él ni el espacio ni el tiempo parecen ser nuestros. De la escena con los amigos faltan las pruebas de los grandes arrebatos carnales, magníficos o ridículos. De la escena pública -la de las glorias y del reconocimiento- se ausenta fácilmente la veracidad. Entre hombre y mujer que se aman todo puede quedarse dentro de nuestras propias dimensiones y todo puede llegar a ser sinceridad, verdad, compenetración y felicidad. Por esto he repetido tantas veces que la unión entre el hombre y la mujer que sólo es conservación y procreación, es mera convención biológica sobre el comercio de carnes y seguros, un arreglo de necesidades, un contrato entre socios provisionales. Si falta lo creador no llegará a ser amor. Ni podrá llegar a la felicidad: en este teatro faltarán las mejores escenas que pueden improvisar dos seres humanos buscando juntos la recuperación del continuum, perdido con el nacimiento. ¿Hace falta argumentar que la felicidad a trozos no es felicidad? ¿Hace falta probar que los placercillos de la conservación, cierta seguridad de confort y bienestar o los centelleos de las uniones carnales son trozos que no pueden bastar para la síntesis añorada del todo? La añoranza indiscutible, axiomática, del ser humano es este tono creador: la persona auto-realizada como síntesis de la existencia potencial lograda. El autocrearse quiere decir poder hacerlo en todas las dimensiones de la persona; concienciarse hasta el límite de lo que nos fue dado como potencial; realizarse hasta lo último que añoramos. ¡Cómo deseamos al otro para esta fructificación de los gérmenes que brotan en nosotros, muy por encima de las glándulas procreadoras! ¡Cómo necesitamos al otro para las averiguaciones de nuestras verdades interiores! ¡Cómo precisamos al otro para la confirmación de que somos esto y así en nuestra auténtica unicidad! ¡Cómo requerimos al otro para que no se asuste ante lo que somos! Que, en vez de rehuirnos, comprenda que no podemos ser de otra manera. Que, en vez de dejarnos^ esté con nosotros en nuestra miseria humana, sincera, veraz, abierta. Que, en vez de encerrarse en sus propios cálculos de provecho y desfavor, prefiera compartir plenamente nuestras alegras y victorias en el vencer lo que se pueda vencer, a pesar de todo. El método del amor es sinceridad y veracidad del uno expresadas ante el otro sin miedo a la incomprensión. Por esto, amor es un logro creador. Es la máscara social arrancada del rostro auténtico, y éste reservado para el otro, ya que solamente él podrá verlo y saberlo. Es el zorro y el buitre en nosotros recluidos, el hámster y el pavo proscritos, y viva la esperanza de que el otro no querrá incitar los suyos contra nosotros. Es la ayuda del otro en la tarea de liberarnos de las soberbias, de los desprecios y de los prejuicios con los que luchamos contra muchos. Es el refugio contra el peso del odio que nos crea la injusticia de los demás. Es el abrigo contra el miedo que nos inculcan tantos, y entre ellos la bestia humana. Es la probabilidad de que el otro nos ahorrará la visión de la caricatura humana. Es la posibilidad de que tengamos al menos a aquel uno indispensable en cuya presencia compenetrante podemos confiar. La abolición de la soledad. El destierro de la inseguridad. La compensación de la inferioridad. La tolerancia para el fallo del otro. La garantía de la compasión ejercida sin herirnos, humillarnos, acariciándonos en vez de matarnos. Amor es la gran libertad de la persona humana de poder ser lo que es. La gran igualdad de los dos. La gran fraternidad en el cúmulo comprendido de la felicidad. Por pequeños que seamos en nuestra existencia cotidiana y en nuestro carácter, todos podemos soñar con este logro supremo de la vida autocreadora a nuestra manera de ser. Los que sufren bajo la inferioridad tanto como los que se creen fuertes. El amor no es ningún privilegio de las razas ni de la fisiología. Pero puede ser talento de los vividores auténticos y torpeza de los que han nacido rutinarios. La capacidad individual de amar está ontogénicamente determinada y no se puede inocular ni cambiar de un modo fundamental. Pero puede tener la mala suerte de no revelarse como podría. Amor es el único método de ser más hombre de lo que el mero sobrevivir nos pide. * * * A veces resulta difícil amar a los hombres, tan hostiles o insoportables nos parecen todos; es difícil muchas veces amar al prójimo, ya que es asesino o caricatura. Pero si por la buena suerte la persona de nuestra intimidad llega a ser nuestro primer prójimo, podemos salvarle, con nuestro amor, de volverse caricatura y monstruo, rectificando su cara en el espejo interior hacia los rasgos de pura belleza. Más aún: con amor podemos incluso encontrar el sentido de la vida que tan fácilmente se frustra. ¡El sentido de la vida! Lo que nos dicen sobre él las religiones, las filosofías, las ciencia, las reformas sociales, los educadores pueden ser grandes verdades. Pero vitalmente significa algo para nosotros tan sólo cuando se convierte en una convicción personal. Y las convicciones o se llega por el filtro de la autocreación, o no se llega nunca. Y es muy dudoso que las logremos si no podemos o no sabemos amar. Es difícil penetrar sin amor en la verdad, y sin verdad alcanzada no puede haber convicción, la fe que vale la pena mantener y vivir. Sin tal camino de la autocreación, las verdades humanas cojean miserablemente. Y el sentido de la vida, bajo cualquier fórmula, llega pronto al sinsentido. Las verdades que no han pasado por el filtro del amor nos inculcan pánico o nos hunden en el abismo de la desesperación. La vida puede inspirarnos terrible y hondo pesimismo, sobre todo por la omnipresencia de la muerte y del sufrimiento. No importa qué tipo de pesimismo nos invade ni sus matices. Podemos ver en este mundo sólo un proceso de cambio en el que todo es transición, y poco o nada forma y existencia. Un azar todo, incluso nosotros mismos. Azar, fatalidad, destino, suerte, némesis, predestinación, en resumen, probabilidad en la que nosotros apenas podemos intervenir. Orden superior a nuestra existencia, en la que tan sólo somos tornillos de fuerzas mayores, llamémoslas como queramos. Podemos espantarnos ante el sufrimiento, propio o ajeno, del mismo modo como se espantó Buda, o como se desesperó Pascal, que con toda su fe llegó a exclamar: «El hombre más limitado puede comprender que sobre la tierra no existe ninguna satisfacción duradera y que todas nuestras alegrías son transición vana, mientras que nuestro sufrimiento es infinito». O podemos llegar a coincidir con la terrible condena de la vida, quizá la máxima que se ha oído en Occidente, a través de aquella famosa formulación de Schopenhauer: «Toda mi vida es sufrimiento. Una constante tensión sin propósito, sin tregua; es una necesidad, una escasez, un dolor de los que ella proviene; y con la satisfacción en seguida viene el aburrimiento. La vida es una lucha por existir; pero cuando existimos no sabemos qué hacer con ello. Nuestros deseos son ilimitados; cada deseo satisfecho hace nacer otro. La felicidad está constantemente en el futuro o en el pasado. Toda satisfacción es mero negativismo. Y el dolor el único positivismo. Una gran alegría es imaginable tan sólo a raíz de una previa gran miseria... El mundo es un infierno; un hombre lobo para el otro. El momento más feliz del hombre feliz es el del dormirse; el más infeliz de los infelices es el momento de su despertar. El mundo es bonito para verlo, no para estar en él». Podemos combatir esta opinión, pero no tenemos ningún derecho a dudar de la sinceridad del filósofo y del hombre que hay en él. Si lo combatimos, si decimos que no es verdad, que hay cosas que no son tan malas en la vida, como él cree, ¿qué es lo que podemos exhibir como contra-argumento? Ninguno que sea puramente racional valdrá algo. Contra su sentir el mundo tal como lo describe él, valdrá algo tan sólo nuestro sentir de que su verdad cojea. Y cojea a nuestros ojos porque, por suerte, por gran suerte, tenemos en este momento más amor a la vida que él, amor que incluso podemos ofrecer a otro que no sea de la misma opinión, para que anule esa convicción tan cercana al suicidio. Pero ¿podemos hacerlo con argumentos y oratoria? No. Sólo con hechos de amor. El sentido de la vida se pierde en seguida, e incluso no llega ni siquiera a formularse ni a servir de nada si no le anima el poder amar. Este misterioso poder en nosotros es tan único, subjetivo, personal y exclusivo como cualquier otro compuesto de nuestros instintos, el ego, la estructura, como cualquier otro rasgo caracterial, otra aptitud temperamental. De nada nos sirve lo genérico de las glándulas o de la distribución cerebral: no podemos amar como el otro, sólo como nosotros mismos. Si el otro, en nuestra escena íntima, no llega a comprender nuestras expansiones o nuestros límites en el amor, nuestro sello personal en este sentimiento, quiere decir que no nos puede amar como esperamos. Y aquí viene otra amenaza que se cierne sobre las mejores relaciones humanas, y es el peligro que corren los que se aman, y pueden amar, pero no saben cómo hacerlo, no saben amar. Es un arte, creador como cualquier otro, en el que todos podemos participar y en el que muchos somos tan sólo míseros diletantes. Como cualquier otro tipo de creación, ésta tampoco puede llegar a gran cosa sin el autoconocimiento. En el amor, aun cuando existe como potencial sin objeto y es como «cantidad» energética suficiente, el saber aplicarlo a las relaciones humanas requiere una gran escuela interior, sobre todo en cuestión de sobrevaloraciones propias. Nos es muy fácil caer en el error de que nosotros amamos más de lo que realmente somos capaces; en el error de que lo que sentimos es el verdadero amor; y que, si así es, lo empleamos adecuadamente en relación con el que amamos o creemos amar. El egoísmo, las discordancias sexuales, la soberbia y el prejuicio sobre la necesidad de compasión son las principales trampas que nos acechan en el camino de esta creación íntima de la felicidad. Para poder ofrecerla al otro, que se está creando a sí mismo a través de nuestro amor, es preciso conocer bien lo que somos nosotros, con el fin de evitar la invasión de los falsos valores que después lo estropean todo. Falsos frente a nosotros, falsos cara al otro. Y parece que al lado de aquella pregunta, que nunca parece superflua, de «¿me amas?», «¿me amas de verdad?», «¿me amas mucho?», «¿di, cuánto me amas?» y sus variaciones innumerables es aún más importante la pregunta: «¿le (la) quiero?», «¿le (la) amo de verdad?», «¿le (la) amo mucho?» El ser uno lo que es en el amor no se logra sin buscar la medida de la verdad propia en la escena íntima.
Autoexamen sobre el amor y el desamor.
El continuum recuperado así no es la suerte de todos, aun cuando nos sintamos capaces de poder amar y de saber amar. La autocreación puede tener caminos borrascosos, cubiertos de nieblas de incomprensión entre los dos, a medida que la mala suerte, las luchas de temperamentos y lo ontogenético inadaptable arrastren impedimentos al camino de nuestro mejor querer amar, poder amar, saber amar, a medida que aumenten las respuestas negativas en el tipo de cuestionario del endograma anterior. Será a lo largo de otra serie de preguntas, cuya principal característica ha de ser la disminución de lo creador en la íntima escena de los dos. De lo autocreador, que quiere decir la revelación de la persona en su potencia total, la intensidad de esta revelación en lo dado, optativo y conseguido, la ecuación entre la persona interior y exterior, disminuidas hacia el no-vivirse, no-concienciarse, no utilizarse. He aquí el contrapunto del desamor:
La funesta escalera del desamor degenera, por las rampas de la insinceridad y de la incomprensión, en la acumulación crónica de los sentimientos negativos, y termina fácilmente en la más cruel e implacable de todas, en el odio. Es la persona humana que se ha rebelado contra la relación en que se queda postergada progresivamente, no pudiendo ser lo que es ni siquiera en la escena íntima, que tantas posibilidades le brinda para tal ascenso. Los sueños de la conservación y de la procreación han podido ser satisfechos, bien o mal, pero genéricamente están contentos. Pero somos más que género, y la santa rebelión de lo individual y personal empieza muy pronto: desde el momento en que se siente que la bóveda del amor era un bastidor falso, una ilusión artificial, una quimera que se aleja del ideal asequible con siniestros pasos de fantasma horripilante. Todas las relaciones humanas que cierran la puerta de la autocreación sucumben fácilmente bajo esta amenaza. Donde no hay un amor más o menos firme, están condenadas. Y por donde quiera que degenere el desamor en odio, éste es destructivo incluso para la generación que viene naciendo en su seno. Los odios entre los padres matan muchos hijos; el odio de las generaciones mata muchas generaciones. Es superfino que nos ocupemos del tercer caso de esta dialéctica íntima, el caso del sinamor. Las relaciones humanas son frágiles incluso con el amor, son destruidas perfectamente con el desamor. En el sinamor ni siquiera son relaciones entre personas, son convenios entre probables enemigos que tienen algún interés en una tregua, de antemano concebida como provisional. En la escena íntima éste es el caso de los matrimonios o relaciones libres en las que prevalecen el Primus y el Secundus, sin ni siquiera una pretensión del Tertius. En los que el género se ofrece al género, los individuos de la tecnicidad genérica uno al otro, con ciertas cautelas racionales para cada caso, formuladas en las estipulaciones de la seguridad y deberes mutuos: los contratos del sinamor que rigen los matrimonios de interés. Los que se contratan entre dinastías y dinastías, fábricas y fábricas, fincas y fincas, fortunas y fortunas. Entre viejos bon-vivants ricos y bailarinas proletarias. Entre hijas de padres arruinados y algún advenedizo apasionado y rentista. En estos casos sobran los cuestionarios de la autocreación.
NOTAS: [1] Véase la POV pág. 304 y sig. [2] Véase Psicología de la orientación vital.
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