El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. SEGUNDA PARTE - SER LO QUE UNO ES (continuación I)
II. ASPECTOS DE LA AUTOCREACIÓN EN EL ARTEGLOSA 43.—Sobre una película y una escultura.La película «Un genio anda suelto», es una película excepcional, tanto en el argumento como en la actuación. Alee Guiness debió de vivir lo esencial del problema que acompaña a cada creador de talento entre la lucha interior por su obra y la exterior, con su ambiente. Es una lucha doble, ardua, llena de tensiones y esfuerzos. Presenta esta película, con la sinceridad de un enfoque feliz, toda una serie de problemas ligados a la creación, a la vida interior del artista creador. Nunca he podido admitir la tesis de aquellas teorías que dicen que el séptimo arte es sólo fotografía. No. Como en el teatro o en cualquiera otra obra creadora, es la emoción lo que buscamos también en el cine; y estamos' satisfechos tan sólo cuando ésta, inspirada por la película, nos conmueve, ya con alegría, ya con pena. Nos buscamos a nosotros mismos en todas las obras de arte y de la creación en general. Esta búsqueda tiene muchas facetas. Podemos gozar, a través de una obra de la creación, por habernos encontrado allí tal como somos, o tal como quisiéramos ser, en la sinceridad o en la falsedad, en la estrategia o en lo responsable; en cómo somos o en cómo nos proyectamos; en lo logrado o en lo que nunca podremos lograr a pesar de nuestros intentos y que allí, en la obra de arte, vemos realizado como si fuese nuestro propio sueño. Lo concreto de nuestra persona o el ideal que se nos antoja. La obra en que no encontramos nada de esto, no nos interesa, nos aburre, simplemente dicho, no nos gusta. Queremos que la obra de arte —y aquí abarcamos todo lo que es creación— nos procure cierta autoafirmación propia para que podamos decir: así somos nosotros, o esta es la verdad, o esto es lo bello o lo feo también para nosotros; en resumen: esto soy yo. Aunque no cultivemos lo bastante la auto-creación, las revelaciones del artista creador pueden prodigarnos el conocimiento de nuestra propia persona, que siempre es un misterio para cualquiera de nosotros. Frente a nuestra vida siempre adoptamos la misma posición que el pintor Jimson de la película antes referida, después de haber terminado su obra, llevada a cabo furtivamente, en la pared del piso de un millonario. ¿Es esto lo que quería hacer? ¿Era esta la verdad que pretendía conseguir? ¿Aspiraba realmente a este logro? En esta misma película un escultor irrumpe en el piso donde se ha colocado el pintor Jimson e instala su taller provisional para esculpir su obra: el sitio no importa, las circunstancias no importan, la cosa principal es poder crear mientras dure la inspiración. Ir hacia el concepto ideado, hacia la forma ideal de la obra, cubriendo distancias entre lo concebido y lo realizable, entre lo optativo y lo conseguido. El artista realizador, el productor de cosas nuevas a través de su arte, es en primer lugar autocreador, es su persona que madura mediante la obra. Esto lo hacemos todos madurando desde dentro. La única diferencia entre él y nosotros es que él exterioriza la maduración de una cosa nueva que hasta ahora faltaba en el mundo, mientras que en los que no tienen estas dotes de exteriorización objetivizada, la cosa nueva se queda dentro. Maduramos, somos nuevos, más nuevos en la línea de la autocreación, sin proyectarla, sin objetivizarla en una forma exteriorizada, autónoma, de una pintura, una novela, una composición musical. El proceso biológico de la autocreación es esencialmente el mismo, tanto si sus resultados de maduración se quedan dentro de nosotros como si se proyectan, objetivizándose. Yo tenía un amigo escultor. Además de esculpir maravillosamente, sabía pensar, razonar, reflexionar refinadamente. Esto no es indispensable para un artista, es un don más del que no depende la obra y hasta le puede perjudicar si el razonamiento es demasiado intenso y se desvía hacia los caminos científicos. Era muy agradable la conversación con él. Un artista culto, erudito, incluso curioso en teorías de arte, dotado de finísima intuición. La época de nuestra amistad fue la de mayor felicidad colectiva de mi nación, la eufórica y frenética después de la primera guerra mundial, la de la liberación de la doble opresión turca y austrohúngara. Una nación resucitada iba al redescubrimiento del mundo a su manera. En libertad y en alegría. Entre un escultor y un escritor el redescubrimiento se lanzaba hacia el mundo de los valores del arte y en las noches balcánicas de Belgrado sonaban paradójicamente los nombres de Altamira y de El Greco, de Rodin y de Moore, de Picasso y de Klee, mezclados con el anonimato de los frescos servios o los mil y un relieves del Angkor-Vat. Discutíamos sobre la forma y el contenido, sobre la idea y la realización, sobre todo lo misterioso que se hace en nosotros mediante la intervención del tan misterioso tercer instinto. La amistad es inspiradora como cualquier otro de nuestros amores y las cosas descubiertas en las íntimas y sinceras conversaciones entre amigos son más densas en su significado que las que nos revelan nuestras soledades. En compañía del otro tenemos siempre ventaja para catalizar más rápidamente nuestra propia maduración. La bendición de la convivencia. Un día Silvio (así le llamaré en estas líneas) recibió el encargo de hacer un busto de un rico abacero mayorista. Silvio no era rico, y la suma ofrecida por hacer el busto era muy tentadora. La suma sí, pero el modelo ya no tanto. Se trataba de un individuo de mala reputación. Un usurero frío, un nuevo rico que vivía en una casa barroca y ostentosa de los advenedizos sobre la bonita y usurpada colina de Dedinye. Por lo que sabíamos de él, vivía en una atmósfera familiar bastante siniestra con una mujer fea, torturada por un marido autoritario y seco, y con unos hijos, todos ellos rebeldes, cínicos y vividores brutales o extravagantes. En vez de alegrarse por el encargo, Silvio estaba disgustado. «Mejor sería rehusar la oferta —me dijo sombrío—; este tipo va a estropearme la idea que creía poder realizar precisamente en este momento. Me parece que ando otra vez muy cerca de ella. ¿Por qué se me interpone ahora esta mancha de usurero?» Yo conocía su idea sin que él tuviera que explicármela otra vez. Era su vieja obsesión de la Mujer Blanca, la idea de una figura femenina cuya expresión era muy difícilmente explicable con palabras, pese a los intentos que Silvio hizo en nuestras conversaciones de traducirla del lenguaje escultórico al de lo literario. En mi precipitación por formular las cosas, yo la reduje a dos palabras, resumiendo todo lo vago y perifrástico que Silvio empleó en sus descripciones. Para mí su idea de la «Mujer Blanca» podía resumirse en dos componentes: Pureza y Compasión. Pureza y Compasión en una figura femenina. Y en el mejor mármol blanquísimo. Me pareció siempre una gran idea, una obsesión dignísima de su gran talento. La sombra del usurero se interpuso siniestramente en el fino sendero de su creación. Pero ¿se sabe siempre lo que es sombra y luz en ella?
GLOSA 44.—Sobre la Mujer Blanca.Pureza y compasión en una figura femenina de mármol blanco, esta fue la obsesión de mi amigo escultor expresada con mis palabras de esquematización precipitada. Cabía matizarla por encima o por debajo de estas palabras, entrando en su concepto personal, porque no tenemos derecho a simplificar racionalmente las ideas del otro, sobre todo cuando es artista, ya que tal racionalización cómoda y sirviendo solamente nuestra economía de orientación es injusta. Por lo que pude averiguar en nuestras largas conversaciones, la pureza de su figura femenina no era la de una muchacha inocente y fisiológicamente virgen. Era más bien la de una mujer que, pasando por las impurezas de la vida, conservaba la pureza, la integridad, la castidad fundamental de sentimientos, no dejándose vencer por el sufrimiento ni por malas experiencias, y ofreciendo al otro, como su mejor regalo, una confianza hacia lo humanamente intacto, lo no manchable en nosotros. Por lo que se refería a la compasión, tampoco era la compasión de una madre hacia sus hijos, sino una mirada cálida y espontánea de comprensión y de ayuda a todo lo vivo por lo inmanente del sufrimiento. ¡Una mirada desde el mármol, que tan poco se presta a expresar miradas! ¡Una mirada cálida desde el frío mármol! Era interesantísimo escucharle cuando intentaba expresar en palabras lo que quería modelar. A veces, cansado de explicaciones, me decía que los escritores somos pobres por tener que expresarnos con palabras, cosas de análisis y no de síntesis como la escultura o la música. Tuve que recordarle que, al lado de la literatura descriptiva y analítica, también existía la síntesis de la poesía, que en dos o tres palabras mágicas abarca mundos. La obsesión de la Mujer Blanca era un ideal profundo, excavado en su más íntimo ser; y, como todos los ideales, alto y lejano en la alta montaña de la realización. Los ideales humanos son unas imágenes de autorrealización extrema y cumulativa, la cual, al cumplirse, nos inunda de felicidad. ¿Quién no tiene ideales? ¿Quién no se proyecta hacia la posibilidad de lograrlos? ¿Quién no sueña con algo que está lejos de la realidad conseguida, de la realidad disponible, pero que desde sus cimas imaginativas nos brinda la promesa probable, posible, del único momento en que podríamos sentirnos vencedores de todos los obstáculos que se interponen a la felicidad? Aun el más criminal, el más cínico y hasta el perezoso y el indiferente lo tienen, si ya no bien formulado y patente, seguramente escondido en algún rincón de su íntimo estar consigo mismo. Es desde este misterioso punto de salida desde donde proyectamos nuestros caminos de la maduración, del llegar a ser lo que somos. Todas las obras de arte, toda autocreación son obras primeramente soñadas con la mirada dirigida hacia los picos de montes interiores y conseguidas —o no— por los caminos del esfuerzo, por un cubrimiento de distancias lleno de tensiones. Todas las mujeres de nuestros amores también son mujeres proyectadas, mujeres soñadas. Y la felicidad viene tan sólo cuando el sueño se cumple, cuando la realidad no lo derriba. Y ¿cómo nace este ideal y su imagen, tan diversos individualmente? El punto culminante de uno es la soledad reformada, el gobierno de sus ideas; el del otro, una obra de arte, de ciencia, de religión aplicada a sí mismo; el del tercero, simplemente el bienestar en la vida familiar, el del poder personal, material, físico. Hay jerarquía de ideales y podemos darles diversa estratificación. Subjetivamente, desde el punto de nuestras necesidades individuales, un ideal puede tanto ser el logro de la riqueza como el de ser un santo. El valor social de estos dos extremos no es el mismo, naturalmente; no podemos equiparar a un Paul Guetty en su tremendo afán de riquezas materiales con el ideal de un Francisco de Asís, valorándolos con criterios de utilidad para la sociedad humana. No obstante, orectológicamente hablando, es el mismo proceso de ir cubriendo distancias entre la realidad dada y el ideal en la cima de nuestros deseos mediante la autocreación, la maduración progresiva de la persona. Buscando la realización distanciada de su sueño sobre la Mujer Blanca, mi amigo, el escultor, creó en el camino unas figuras femeninas de gran belleza. En una de ellas creí encontrar ya lo que él buscaba, pero él no estaba contento de su logro. ¿Puede uno saber cuándo se ha logrado el ideal? ¿Es capaz uno de saber si el logro ya conseguido puede sobrepasarse? ¿Sabemos cuándo está uno en la última cima de su potencial personal? ¿No es a veces el logro mayor precisamente aquel que se da en el camino y no al llegar al término? Aquel pintor Jimson, de la película «Un genio anda suelto», al mirar su obra pintada con celo y pasión de cubrir las distancias hacia el ideal concebido, de repente se siente invadido por la duda. Mide interiormente la muestra de su sueño proyectado y la proyección ejecutada, y en mil matices de preguntas se examina a sí mismo frente al espejo de la obra terminada. Al ponerle la última pincelada le parecía el cuadro un logro que correspondía perfectamente a la muestra del sueño y se sentía feliz: la liberación de la tensión, el cese del esfuerzo, una auto-realización cumulativa de fuerte tonus positivo. Otra vez ha llegado a ser lo que es. Un momento de victoria, un momento de existir sin sufrir, en gran libertad. La autocreación lograda entre la persona dada, deseada y conseguida. Al echarle una segunda mirada, el sueño-ideal ya le parece un tanto defraudado. «¿De verdad he querido hacer esto, nada más que esto?» Empieza a comparar lo proyectado con lo conseguido, y el alcance le parece de repente frustrado: «algo se ha hecho, quizá mucho, pero no todo. Podría llenarse más de sueño, podría ser más completo». Y con el análisis de sí mismo llega a la conclusión — a veces puramente intuitiva, de síntesis— de que esto es él, pero un «él» que queda un poco traicionado en la expresión, herido en la ambición creadora. No hay artista, por grande, cínico o espontáneo que sea, que interiormente no haya experimentado la terrible tortura del logro-malogro ante la obra supuesta final. Y venga un Balzac a rehacer veinte veces sus páginas de fiebre, corregir interminablemente las hojas impresas ya; y venga un Tolstoi a copiar siete veces la construcción y el texto de su «Guerra y Paz»; y Leonardo de Vinci a añadir pinceladas y borrar matices, durante dieciséis años, a su «Cena»: no será perfecta ni con la última pincelada, pero al menos hacer todo lo que uno puede, todo, todo, para cumplir la forma del sueño-ideal y reproducir hasta la última potencia su contenido. Aun sin dejar tras nosotros obras objetivamente proyectadas, todos hacemos lo mismo en la autocreación; partimos con un ideal desde la persona dada (los límites de nuestro potencial creador), a través de la persona proyectada (lo que queremos ser), hasta lo realmente conseguido entre las dos (lo que hemos llegado a ser). Que sea una gran reforma social que conducimos, o un pequeño campeonato deportivo; una autodisciplina ética de envergadura o tan sólo un examen pasado, es igual: el proceso es el mismo, sólo las proporciones y los fines son diferentes. Y al pasar ya por la cima del logro muchas veces nos preguntamos: ¿es esto lo que quería? ¿Corresponde el resultado a lo ideado allí en la distancia del deseo-sueño? ¿Soy yo que se ha afirmado en este más-vivir o es un fracaso de todas las tensiones, de todos los esfuerzos? No un fracaso del éxito social, sino del éxito interior. Si hay éxito interior, muchas veces nos es indiferente el éxito social frente a los demás. Pero la averiguación del éxito interior también cuesta y está lleno de dudas y de fallos, de consolaciones falsas y de verdades temidas. ¿Nos engañamos a nosotros mismos? ¿Somos veraces, francos, sinceros con nosotros mismos? ¿Ni» somos vanidosos, superficiales? ¿Podemos medir de verdad la fuerza de nuestro potencial o hemos querido alcanzar algo que no nos es dado por lo que de verdad poseemos en el talento de vivir? El camino lo es todo. Pregunté a mi escultor si no había logrado ya en aquellas figuras lo que quería, y me dijo contundentemente, y casi enfadado, que no. Que faltaba aún mucho. «A lo mejor lo lograrás sin saberlo», dije torturándolo. «Lo sabré, lo sabré exactamente, bien sea una victoria o un fracaso», afirmó irritado, con el coloquio interior reflejado en su cara. Nunca podemos estar completamente seguros de lo que sabremos. Ante un logro de creación —que siempre es en primer lugar autocreación— podemos sentir con seguridad el placer del cese del esfuerzo, la liberación, la paz de un final. La seguridad de que somos felices ya nos es menos dada. A veces confundimos el placer con la felicidad, y a veces ésta pasa casi inadvertida. A veces tenemos tanta prisa que no nos damos cuenta de que en el momento pasado —¡ya pasado!— hemos logrado la máxima altura, que al querer subir aún más ya estamos bajando. Sólo los que han hecho de la autobservación la gran ley de su autocreación atenta pueden esperar retener la conciencia de la felicidad en la parada de su transición. Y concienciarla con todas sus fuerzas.
GLOSA 45.—Sobre el modelo y el ideal.Pregunté a mi escultor si había encontrado una modelo para su Mujer Blanca, y contestó con una sonrisa amarga y escéptica: —En este caso la forma física del cuerpo femenino no tiene importancia. La anatomía puede pedirse prestada a cualquiera Pero el modelo bruto, el de la anatomía exterior, no me basta para la Mujer Blanca. Tendría que encontrar una que me ayudara a penetrar en el carácter de esta simbiosis viva de la Pureza que se ha mantenido a pesar de la experiencia y de la Compasión que persiste en contra de ella. Odio los cuerpos femeninos brutos que son tan sólo anatomía bien lograda e invitación a la procreación —exclamó en una furia infantil, ridícula aún más para mí, que conocía su donjuanismo bastante acusado—. La bella forma sin mérito de lo intensamente vivido, esta belleza estúpida que la Naturaleza produce porque le da la gana y con la cual muchas de ellas se contentan, no añadiendo casi nada desde dentro, esto puede inspirarme para una de estas banales figuras públicas que ponemos en las fachadas de un Palacio de Justicia o de un Ministerio de Agricultura, en cualquiera de estos parques clásicos con figuras industrializadas, pero no en la exposición que marca el calendario de nuestras íntimas creaciones, los verdaderos cruces de nuestra carrera interior, pasos de nuestra maduración única y personal. No quiero reproducir cuerpos, sino seres humanos. El arte no es reproducción del género, no es obediencia a lo que se llama la belleza objetiva y de proporciones medidas a las que yo dejo para los concursos de belleza idiotas de esa sexología vulgar que se hace cada año en cien lugares del mercado de cuerpos. No, no he encontrado la modelo para la Mujer Blanca. Cualquiera que sea cuando el momento venga, tendré que añadir mucho a lo que vea por fuera. Lo que busco es que al menos no me estorbe con una antimirada, con cualquier contraste vulgar, con gestos que me irriten. Y aun esto resulta difícil. Casi casi preferiría hacerlo sin modelo. —¿Y tú no crees que hay mujeres que reúnen las cualidades de tu Mujer Blanca también desde dentro? —Las hay. Existen muchas. Pero ¿cómo quieres que al encontrarlas en la calle, en nuestra sociedad, las invite a servirme de modelo sin más ni más? Tendría que encontrar una de la cual me enamorara por ser mi Mujer Blanca, y que ella se enamorara de mí y me inspirara a llevar a cabo la obra. Sí, esto hubiera sido la condición ideal para su logro de artista. Todos buscamos mujeres que puedan inspirar nuestros sueños, aunque no seamos escultores ni novelistas, Mucha inspiración nos inunda si el sueño y la mujer no nos parecen a gran distancia uno del otro, si la obra soñada parece ser realizada ya en una mujer que está a nuestro lado y cuya anatomía exterior de modelo no estorba, no está en contradicción con lo que creemos encontrar en ella por dentro. Es difícil encontrar esto; se necesita mucha suerte para ello. Además, también nuestros sueños están a veces muy cerca de lo imposible. El problema de la Mujer Blanca era, pues, bastante complicado. Y la inesperada intervención del tendero que «tenía el honor» de ofrecer al escultor una remuneración muy halagüeña, aún lo complicaba más. El escultor se sentía en este momento muy obsesionado por su obra soñada. Y sabía que no hay que aplazar la obediencia a estos ardores. Todos los creadores conocen esta insistencia de la maduración creadora. «Cuando empiezo a escribir algo —decía Dostoyevsky—, pienso en ello al comer, en las conversaciones con los demás y en el sueño». Otros escritores y científicos nos han dicho que este proceso consigue desvelarles durante la noche, y que tienen que levantarse y hacer anotaciones. Y si no lo hacen se pierde a veces, se olvida lo que quería salir a la superficie para completar la obra. Acudí en ayuda de mi amigo. «No te preocupes tanto por la intrusión del tendero. Tu obra es una navegación a larga distancia, casi siempre activa en el fondo, y no podrá estorbarte el busto de aquel tipo. Nada. Ejecútale en tres sesiones y enciérrate después con la Mujer para tres meses o cuanto quieras. Tendrás bastante dinero para vivir despreocupadamente. Trátale como merece. Puedes hacerlo en tres o cuatro sesiones, técnica y rutinariamente, y libérate después». A Silvio no le gustaba trabajar así, «técnica y rutinariamente». Opinaba que los artistas no tendrían que aceptar pedidos, tan sólo para ejercer su profesión, y aún menos para ganar dinero, sino dedicarse sólo a las obras que obedecen al mando interior de autocreación. Pero la fecha convenida con el usurero llegó y, entre mis insistencias y el bolsillo vacío, se fue gruñendo a la villa de éste.
GLOSA 46.—Sobre la confesión inspiradora de un usurero.El tendero acogió al escultor con una amabilidad excesiva, ceremoniosa y con frases de halago. El artista miraba mientras tanto su cara y se preguntaba desesperadamente: «Y yo ¿qué podré hacer con ella? Una cara muy trabajada de arrugas, pero con unos ojos de viejo zorro, una nariz de ave de rapiña y unas orejas de criminal». Así me lo pintó Silvio después de la primera entrevista. —¿Cuántas sesiones cree usted que necesitaremos? —preguntó el modelo abyecto. —Tres o cuatro —contestó el escultor despectivo. —Eso va muy bien —alegróse el abacero—, tengo muy poco tiempo. Nunca lo tuve bastante en mi vida. He trabajado como un negro, pero me parece que nunca hice nada que me gustase realmente. Siempre tengo prisa. Siempre hay algo que me espera urgentemente. A Silvio le pareció bien salir con sus ideas sociales. —¿Por qué se dedicó usted tan exclusivamente a hacer dinero? Sin esto hubiera tenido más tiempo para sí mismo —le dijo con aquella arrogancia a la vez superior e infantil que suelen tener los pobres orgullosos. —Francamente, porque empecé siendo muy pobre y porque odiaba a los ricos. —Yo también soy pobre, pero no me dedico a hacer dinero. Y no odio a los ricos —siguió el artista con su soberbia, ya modelando en el barro. —Es usted muy afortunado —dijo el modelo con acento de sinceridad—. Pero ¿está usted seguro de que no odia a los ricos, de que no los desprecia? ¿Está usted seguro de que no me desprecia a mí por ser rico, tan sólo un rico, e injustamente rico? Le contó en breves palabras que un usurero arruinó a su padre, un campesino de una región septentrional de Yugoslavia, privándole por vía judicial de casi toda la tierra. Que él —el modelo— vivió su infancia en plena catástrofe de la familia. Que la pobreza hizo de él un rebelde. Que se lanzó después a unas especulaciones en la Bolsa de Budapest que fueron acompañadas de mucha suerte. Con el dinero hizo la guerra al usurero. Organizó el odio colectivo contra el enemigo en la aldea; le hizo la vida imposible en la comarca y le forzó a que la abandonara. Recuperó sus tierras y compró otras nuevas. —Durante muchos años viví poseído de odio y de venganza. Lo que hizo con nosotros aquel hombre fue injusto, injusto. Tenia muchos motivos para rebelarme. ¿Por qué no ha de rebelarse usted contra los ricos de hoy? Yo lo comprendería perfectamente. Oyendo esta historia de odios y venganzas, el disgusto de Silvio iba en aumento. ¿No sería más honrado confesarle que no podía hacerle el busto, que no le interesaba el trabajo y que renunciaba a los honorarios? Venciendo por última vez su antipatía, se dedicó con prisa a su trabajo para no perder tiempo. Sólo líneas, puntos, masa, forma por fuera sin estudio de carácter. Una escultura-foto, nada más. En la segunda sesión, el modelo estaba sentado en su sillón carmesí («todos los muebles olían a nuevo rico y al barniz del advenedizo», me decía Silvio) y se esforzaba visiblemente en dar a su cara una expresión de dignidad y de poder. Con esto consiguió que la forma prognata de su mandíbula se acentuara aún más que de costumbre. Al escultor le irritó esta postura artificial y pensó que su modelo tenia algo de hiena. —Por favor —sonrió cínicamente—, ¿no podría usted aflojar esta expresión artificial de dominio sobre los demás que ostenta ahora? Ayer no la tenía. A pesar de la brutalidad del artista, la respuesta del modelo fue atónitamente suave. —Esta es la expresión que en todo momento me faltó en la cara. Esta es mi naturaleza. He querido siempre dominar a los demás. No es nada artificial como usted dice. Póngalo en mi cara, no se equivocará. Será más exacto el retrato. —Y ¿le trajo esto muchas satisfacciones? —Muchas. Esto venció a aquel enemigo nuestro. Lo que yo no tengo es la voluntad de superar odios y venganzas. Esto hubiera constituido una gran victoria. Pero no la conseguí, aunque hubiera sido la verdadera. ¿Le sorprende esto de mi boca? Claro que le sorprende. Hay una diferencia enorme entre nosotros. Usted es un artista que crea, y yo un banquero que apenas sé expresar en una carta lo que quiero decir, si no se trata de números. Usted puede expresar en una línea todo el carácter de una persona, y yo soy tan sólo un gusano despreciable que se mueve en el lodo a pesar de su riqueza. También es una injusticia tal reparto de papeles entre los hombres, —sonrió amargamente. A Silvio le parecía extraña esta confesión, pero sonaba sinceramente y suavizaba aquellos duros rasgos de dominio en su cara. Fue la primera vez que el artista se paró detenidamente, con atención, en ella. Pero le esperaban aún otras sorpresas que acabaron por cambiar totalmente su actitud, preñada de prejuicios contra el modelo. Las enseñanzas de la vida nunca pierden el sabor de lo fantástico. —Yo no tuve tiempo para vivir en la belleza —continuó el usurero—. Me estropeé la vida con esta maldita lucha por el dinero. Ahora ya es demasiado tarde. —¿Por qué tarde? —preguntó el escultor—. Nunca es tarde para esto. —Por fuera no —opinó el modelo—. Es tarde por dentro. Siempre quería llenar mi casa, toda ella, de pinturas y esculturas. Y siempre me pareció demasiado tarde. Estas cosas ya no pueden cambiar nada en ella. Ya no. El escultor dejó de modelar. Dirigió una pregunta silenciosa a su modelo. El hombre esperó largo tiempo antes de contestar: —Mire usted, señor Silvio —se decidió por fin—. Tendría que explicarle muchas cosas para que usted lo comprendiera. Los muebles y el arte no pueden cambiar nada. Mis dos hijos son comunistas. No comunistas luchadores, sino de salón. Fingen el comunismo tan sólo para echarme en cara que mi dinero es un robo y una estafa; que la casa es una cárcel de mal gusto, una caricatura burguesa y que yo soy un nuevo rico advenedizo. Lo del robo y de la estafa no es verdad, como la Bolsa ella misma no sea robo y estafa. Pero lo demás es verdad, y sobre todo lo de que esta casa es una cárcel y quizás algo peor aún. Todos ellos —mi mujer también está con ellos— viven de mi dinero, despreciándome por ser mío. La atmósfera de esta casa está hecha de odio, señor, de odio. ¿Cómo quiere que unas cuantas pinturas cambien esto? Y continuó amargamente: —Cuando nos sentamos a la mesa, todas nuestras miradas están compuestas de rencor, de desprecio. Nuestras palabras son una lucha continua, pura enemistad sin tregua. Para no mostrarles que me siento vencido les trato duramente y con sarcasmos. No me faltan argumentos, no soy ningún tonto, he leído incluso a Marx, en extractos, para combatir los argumentos de mis hijos. Pero no es Marx. Su doctrina les sirve tan sólo de pretexto. Y si empezara a comprar pinturas y hacerme mi galería, ellos se reirían también de ella. Con belleza, sin belleza, igual. Todo seguiría igual. ¿Para qué comprar obras de arte? Es demasiado tarde ya. El escultor le miraba con atención. Seguía toda la expresión de su cara mientras hablaba. —¿Y qué obras compraría usted? —Muchas y variadas. A veces me gustan incluso estas modernas, éstas sin significado directo, futuristas, cubistas o como se llamen. Pero antes que nada me gustaría tener aquí, a mi lado, una escultura. —¿Cualquiera? —No —dijo el banquero jadeando asmáticamente—. Una que no se puede hacer. —¿Quisiera usted tener una escultura que no se puede hacer? —preguntó Silvio atónito. El hombre contestó otra vez con un largo silencio. —Yo tenía también una hija —dijo sin mirar al escultor—. Era un ser completamente distinto a toda mi familia, muy distinto también de mí mismo. Una chica llena de alegría, que no odiaba a nadie, no se vengaba de nadie. Irradiaba belleza, suavidad, amabilidad y cariño. Nada de todo esto podía aprenderlo en mi casa. Mi mujer es rígida y dura. Mi hija fue así desde que nació, no sé por qué capricho, por qué paradoja de la Naturaleza. Se parecía un poco a mi madre, que fue una mujer devota a la religión y que supo consolar a mi padre en todas sus desgracias. Esta hija fue mi consuelo. No sabe usted cuan atenta era conmigo. Y no solamente atenta, sino también comprensiva. Siendo la más pequeña de la casa tenía una sabiduría de las cosas que nos extrañaba a todos. Yo no sabía de dónde le venía aquella fibra de comprenderme, siendo tan distinto de ella y tratándose del hombre al que sus hermanos y su propia madre tachaban de tirano, de hombre frío, feo y vulgar. Todas estas expresiones son de mis hijos y de mi mujer, señor. Y había otras aún más ofensivas. Mi hija Anita nunca me dijo una palabra ofensiva. Puede ser que yo le inspirara horror, pero nunca me lo demostró. Ella vivía como en un sueño, y este sueño no fue estorbado ni siquiera por el odio de mis hijos varones que se reían de ella. Me dio todo lo que me faltaba en mi propia casa: cariño, comprensión, luz. Y el perdón que cada hombre necesita. Todos necesitamos perdón por algo, ¿no es verdad? Pues en ella este don superior era inagotable, inagotable. Y otro silencio. —Esta chica murió a los diecisiete años de leucemia fulgurante. Hasta el último momento no perdió ninguna de sus cualidades. Murió casi alegre y con la mirada fija en mí, aquella mirada de comprensión que tenía para mí y para todos. Yo la veo siempre ante mi. Pero quisiera tenerla corporalmente a mi lado, sí, realizada, realizada... en una escultura de su alma. ¿Usted cree que esta escultura podría hacerse sin el modelo vivo? ¿Sería posible tal milagro? ¿A base de estas fotografías (y corrió a su mesa y las puso ante el escultor)..., a base de estas fotografías y por lo que yo diría de ella? ¿Usted cree que esto es posible? Me dijeron que no lo es. Que saldría falsa tal obra. Yo no sé, no sé qué pagaría al que hiciese este milagro. Las fotografías temblaban en sus manos. Y también temblaban sus labios al pronunciar las últimas palabras. El escultor vio otro hombre ante sí. Le contestó suavemente que quizá... podría hacerse tal escultura. Quizá.
GLOSA 47.—Sobre las arrugas que merecen compasión.Después de la confesión del usurero sobre su hija muerta, la actitud del escultor hacia su modelo cambió totalmente. —Es fantástica la vida, fantástica —me dijo emocionado—. Los monstruos sueñan con hadas y la fealdad más vulgar corre pareja con la finísima nobleza. ¿Quién hubiera podido prever que en este vil materialista existía una profunda nostalgia, más que esto, una necesidad flamante hacia su Mujer Blanca? ¿Quién podría adivinar que en este vengador y luchador había un tal nido oculto de belleza transparente, un tejido de telaraña digno de cualquier intelectual refinado? ¿Y quién podría conjeturar que este hombre al que hemos calificado de «abyecto» será el que me llevará más cerca de mi Mujer Blanca? La vida auténtica es siempre la mejor inspiradora. Este ser que yo también veo ya vivamente dibujado ante mis ojos, carecía totalmente de cualquier teatro, es auténtica y genuina experiencia del sufrimiento. Este hombre perdió su único consuelo, el ser que no sólo le comprendía, sino que le perdonaba espontáneamente todo lo feo que llevaba en su interior de usurero. La hija se marchó para siempre, y la vida como amor y compasión se desvaneció, quedándole tan sólo el ambiente de odio. Es lo más trágico que puede ocurrirle a cualquiera de nosotros... Y ahora todo le parece ya demasiado tarde, vive en las tinieblas y solamente se consuela con el recuerdo de aquel ser que lo significaba todo para él. Yo estaba contentísimo: una vez más pude experimentar que no tenemos derecho a juzgar a la gente y «a clasificar a los hombres según nuestros prejuicios y etiquetas abstractas. Al usurero le habíamos clasificado en la categoría más honda de nuestras antipatías, a la ligera, irresponsablemente, y ahora veíamos que a nadie, a nadie se le puede hacer tal juicio injusto. Con esta experiencia sorprendente maduramos los dos. Maduró también la obra del artista y el modelo empezó a interesarle. Ya no se trataba de terminar la escultura tan sólo por fuera. Ahora le animaba el trozo de vida que tenía ante sus ojos, el carácter del viejo odiador vencido, del luchador que había perdido el sentido de su batalla, y que adquirió suficiente amargura como para ser sincero incluso consigo mismo. Una arruga en las comisuras de sus labios presentaba un parentesco fisiognómico con las profundas arrugas que el hombre ostentaba abundantemente en la frente. El juego de las comisuras y de las arrugas de la frente, un tanto contradictorio y paradójico, suavizaba el frío de sus ojos felinos. El escultor tenía una interesante teoría sobre la diferencia entre las arrugas campesinas y las de los hombres de mar. Distinguía en esta visión entre los rasgos de hombres-rocas y hombres-barro, entre las arrugas de socavar y arrugas de labrar. Según su caracterología existen caras en las que la vida se graba como las aguas en la roca, las corroe, las muerde; y otras que dejan huellas de arado, con zanjas y surcos. «El mar nos hace sufrir de otra manera que la tierra.» Y preguntó a su modelo sobre sus antepasados. Todos eran campesinos. El fue el primero que no quiso labrar la tierra sino que se dedicó a las especulaciones de bolsa para vencer a su enemigo. —¿Fue difícil para usted convertirse en un especulador con dinero? —Muy difícil. Pasaba noches enteras sin dormir, pensando en que mis cálculos fueran falsos y que en vez de ayudar a mí familia la hundiera en la miseria completa. Pero el miedo dio también mucha fiebre a mi cerebro y le forzó a un trabajo que mis antepasados no conocían. Por los hombres de la Bolsa sentía siempre admiración y me consideraba inferior a ellos. Pensaba que nunca podría actuar así, como aquélla terrible frialdad. No, la mía era forzada; todo lo que conseguí fue con sudores, señor, con sudores... El comentario del usurero ayudó mucho al escultor a comprender el juego de sus arrugas, y poco a poco, con mucha atención, la fisonomía interior del hombre empezó a salir a la luz del relieve escultórico. Estaban ya en la cara su rebeldía contra la injusticia de aquel enemigo de la familia. Y la contradicción de un. salto desde el lento pensar campesino al frenético tejer de las especulaciones con papeles de valor. Y la subida del poder en contra de la inseguridad y el hambre. El escultor conocía bien la jerga de las arrugas. Le pareció incluso poder encontrar también aquélla en la cual se grabó el dolor por la hija perdida. Y la de la cruel soledad, al lado de su duro egoísmo. La nostálgica y la temerosa al lado de aquélla que significaba victorias dudosas. La escultura caminaba ya por los senderos de la verdad interior del modelo. Y era el escultor quien sudaba para encontrarla. Cuando terminó el busto, estaba allí el modelo, un hombre nada bello ni atractivo por sus rasgos de simetría. Pero con una iluminación interior que hacía vibrar su rostro por algo humanamente sufrido, una verdad sobre ello, consagrada en el mármol. Se hicieron amigos. El escultor era el único hombre que conocía el secreto de su hija. Y cuando dos años más tarde Silvio terminó por fin su «Mujer Blanca», fue el usurero quien compró la obra. No era su hija. Pero en la expresión de la bellísima escultura, en la luz que irradiaba de ella estaban la pureza y la compasión, sus añoranzas. En cualquiera de nosotros existe un movimiento continuo de maduración que va desde la persona dada a través de la persona proyectada hasta la persona conseguida. La balística de nuestras proyecciones no siempre va apuntada hacia un blanco seguro; las balas de nuestros deseos, de nuestros ideales, caen muchas veces lejos de la meta. Nuestra puntería es vacilante y las distancias la envuelven en nubes. Pero la persona realmente conseguida es en todo momento una maduración, aun cuando sea un fracaso. La maduración siempre nos cuesta esfuerzos y tensiones conscientes: el patior es lo que con toda seguridad cubre las distancias entre la persona dada, proyectada y conseguida. Y cuanto más lejana o insegura es la meta, más esfuerzo y tensión, más patior es necesario para conseguirla. Este fue el ideal proyectado de mi escultor en su Mujer Blanca. Lo llevaba en el fondo de su interior seguramente desde la infancia. Nació, quizás, de una necesidad profunda de sentirse creador de algo que estuviera por encima de las amarguras y fealdades de la vida, que fuera una compensación y una garantía contra ellas. Y que, para más seguridad, estuviera representado por una «cosa nueva», exteriorizada en la escultura, la que no existía antes en el mundo dado de las circunstancias y que, siendo objetivizada, pudiera servir de defensa contra lo feo y lo malo que nos roe. Las cosas nuevas son las que nos faltan en la realidad dada, las que necesitamos para cubrir el vacío de nuestras armonías, de nuestras sintonías deseadas. Las cosas distanciadas así maduran lentamente en nosotros. A los artistas les parece a veces que se sienten invadidos por un deseo imperioso de tener que realizarlas. No tienen tiempo de escudriñar su génesis lejana ni su desarrollo gradual hacia una necesidad creadora. Pero antes de presentarse este proceso ya en su forma sazonada, la fiebre de esta proyección había estado trabajando todo el interior del creador. En su resultado es casi una obsesión, es siempre una idea dominante que toca casi a lo anormal. Por eso los genios, y también los menos genios, andan sueltos, es decir, dentro de un autismo, que no siempre es síntoma de la locura como las simplificaciones psiquiátricas quieren, o como la trivial grosería de lo cotidiano juzga. Pero no solamente el artista: el usurero también —lo hemos visto con la sorpresa de todos— llevaba en sí una Mujer Blanca, un ideal por encima de la fealdad y la maldad de la vida. También él quería lograr a su manera la belleza. Todos los ideales son belleza. El no podía esculpir por su propia maestría lo que en él se proyectaba. Pero si alguien hubiese podido lograr lo mismo y realizarlo en una obra de arte, él hubiera disfrutado inmensamente teniendo a su lado esta obra «como si» hubiera sido la suya, lo cual constituiría una disminución de su patior. Esto nos ocurre a todos cuando nos encontramos a nosotros mismos en una obra de arte. Es este encuentro con nuestro propio ideal, con nuestro propio sueño o con nuestra verdad lo que nos encanta en la obra. No son bellas para nosotros las obras que no llevan realizado un sueño nuestro, aunque sea sencillo y mínimo, aunque sea tan sólo el color de nuestros arrebatos, la fiebre de nuestros sentidos o la justificación de nuestras vanidades. Aunque sea el lirismo cuyas palabras no nos vinieron un día cuando, sencillos obreros o estudiantes, las hemos necesitado para expresar a una mujer lo que sentíamos por ella. Y que por suerte hallamos en Machado o en Shelley. Encontrándolo en una obra de arte, hemos sabido y comprendido a la vez mucho más de lo que conocíamos de nosotros mismos. Nos hemos revelado interiormente, hemos dado paso a una maduración, lograda, es verdad, con la ayuda del otro, pero esto no importa. Desde dentro somos ya persona más conseguida y somos conscientes de lo logrado. Somos más verdad. Somos más sinceridad. Somos más libertad: una nube de tinieblas que nos cubría interiormente se ha convertido en una fértil lluvia caída sobre el suelo sediento de luz y de calor. El cielo de nuestras miradas está despejado, un poco más transparente. Y ya podemos ir más lejos en la autocreación. Más seguros de nosotros mismos. Y más acompañados por el compañero que es este Shakespeare, Rembrandt, Beethoven. Menos solos.
GLOSA 48.—Sobre la creación literaria que se fija en el sufrimiento del otro.En una conversación sobre los «raggare» suecos, que nos condujo a los «Demonios» de Dostoyevsky, sostuve la tesis de que el sitio que corresponde a Fiodor Mijáilovich entre los grandes creadores del mundo moderno es único. La grandeza creadora no se puede medir comparativamente, y cada uno de nosotros puede esgrimir cien argumentos contra la conclusión de que Shakespeare supera a Goethe, Leonardo a Miguel Ángel, Cervantes a Calderón. La marca de la unicidad en proporciones gigantescas hace ilusoria la comparación. En la vida y en la cultura los genios son cimas solitarias aun dentro de la comunidad que parece enorgullecerse de ellos y de la que se separan precisamente por sintetizarla. La grandeza aísla por lo poco comparable que es. Cuantos más criterios se encuentran para el parangón con los demás semejantes, tanto más disminuye el medidor del alpinismo creador. A los grandes hay que estudiarlos individualmente y aparte, como órbitas que no se cruzan. Los genios no son historias, son historia cumulativa de lo que puede llegar a ser el hombre cuando las estadísticas cósmico-biológicas ganan en la gran lotería de sus mutaciones. Aun así, la unicidad de Dostoyevsky dentro de la creación de la atmósfera cristiana es algo muy particular. Su obra se aparta casi de toda la creación de la raza blanca, occidental y rusa. Hay grandes pensadores y artistas cristianos como San Agustín, San Juan Crisóstomo, Santo Tomás de Aquino; o fray Angélico, Giotto, el Greco; Palestrina o Bach; Dante, Cervantes, Tolstoy, en los que la creación ha sido profundamente imbuida por el sentir y pensar típicamente cristiano, como la célula en su líquido, y con la máxima y apenas discernible separación entre el líquido circundante y la materia sumergida. La unicidad del plasma que se llama Dostoyevsky estriba en que la compasión amorosa, esa sustancia nuclear cristiana, como en ningún otro, es activa y omnipresente en cada acto de su creación. En Tolstoy, el cristianismo es en primer lugar dialéctica ética, la lucha entre el bien y el mal, matizada por la doctrina, presente en tantos otros desde los siglos remotos hasta Bemanos, Green o Kazantzakis. En Cervantes (que es el que más se acerca a Dostoyevsky en la entonación de la misericordia activa) es expresión de una noble y apasionadamente aceptada, escrupulosamente seguida convicción sobre la prioridad de la compasión. En Dante es una pintura flamante inspirada en los argumentos de Santo Tomás de Aquino, que le sirven como esqueleto escolástico de su visión fantasmagórica sobre lo inferiormente humano en la aplicación cristiana. En San Juan Crisóstomo es caridad como justicia social; en Giotto es devoción y humildad de las caras ante Dios. En Bach es la fuga del dogma seco ante la cantata triunfante del amor cristiano. Y en Dostoyevsky es siempre y ante todo compasión activa mediante la cual él intuye al otro y se acerca a su fondo; y este otro es cualquier hombre que la necesite, en su caso, todos los personajes de su creación. En Dostoyevsky el humanismo y la religión ya no son antítesis, sino síntesis. La compasión activa es el fondo afectivo principal que le mueve cuando crea. Sus personajes están marcados por la invisible aureola del sufrir que es ser hombre por antonomasia. Nadie (excepto Verjovensky en «Demonios» —a lo que volveremos después—) está exento de esta luz. Mediante la intropatía omnipresente, esta gran fuente de la última comprensión, se instituye en su creación la equidistancia del artista, equidistancia sin prejuicios, que une en la misma atmósfera a sus príncipes y a sus prostitutas, sus borrachos y sus monjes. Es una equidistancia que por este fluido se convierte en «equicercanía» más íntima y en compenetración completa. El método seguro de infiltrarse en la piel y en el corazón de sus personajes es estar siempre en el centro del patior y no dejar que el elemento de la valoración racional supere o elimine lo emocional en la creación, nutrido del compatior. Si de este impacto emocional a veces sufre el papel ordenador del artista hay algunas páginas en Dostoyevsky que, como en Proust, nos parecen largas y extensas, aunque de hecho no son sino una preparación cuidadosa para ir al grano del patior), lo compensa todo la gran forma total de sus mejores novelas, regida por aquélla ley constitucional de su creación, la del sufrimiento y de su comprensión. Una ley biológica y humana, y por esto también inmanente en la Gran Creación, tal como la conceptúa el sentir cristiano. La creación en la literatura es siempre el sustituirse imaginativamente en la posición de la persona que deseamos presentar. En tal proceso manejamos de una manera múltiple y sucesiva las dos palancas del conocimiento que son el saber y el comprender. El saber es más o menos el depósito mnésico de lo que anteriormente hemos comprendido, es la comprensión almacenada en signos abreviados de las vivencias pasadas. Cada comprensión subsiguiente, su medida y alcance, dependen de la emoción que rige el acto creador. Son la calidad y la fuerza del combustible que arde en la caldera emocional, de las que depende el poder de la compenetración imaginativa con la persona ideada a la que queremos objetivizar en la obra. Hay creadores que, para objetivizar, es decir, para hacer los personajes de su imaginación asequibles a la comprensión de los demás, se sirven más bien de la experiencia almacenada, del saber adquirido a través de las vivencias pasadas sobre las cosas y leyes del mundo. La conceptuación de los personajes presentados es dominada por la verdad y la intuición de un gran saber. Proceden dentro del acto creador casi como científicos. Maestros de orectología del saber acumulado son un Stendhal, un Thackeray, un Zola. Dentro de lo imaginativo, el esqueleto de la caracterización de sus personajes acusa una lógica firme del comportamiento, regida por el saber. Dostoyevsky está en el polo opuesto de la tipificación entre los creadores. Parece que para él mismo sus personajes nunca fueron concebidos de antemano por el saber firme de cómo es, definitivamente, este personaje y qué carácter articulado tiene o debe tener en relación con la forma total de la obra. Sus notas autobiográficas nos confirman que sus personajes, después de conceptuarse en el primer relámpago misterioso de la concepción, y después de una gravidez (a veces larga) de su estado embrionario, se lanzarán a la vida del comportamiento concreto dentro de la obra de una manera por la cual, de un momento a otro, el mismo autor irá descubriendo paulatinamente su verdad interior. Pero para conocerla Dostoyevsky tiene a su disposición un método de descubrimiento infalible: solamente tiene que compenetrarse con lo que en. este ser significa el sufrimiento y la huida de él para encontrar las llaves hacia la solución de su enigma. El va siempre por el camino del patior; su método es el de la genuina intropatía, omnipresente en su obra. Este don maravilloso de comprender al hombre a través de su sufrir y la huida de él, llega en Dostoyevsky a una cálida y activa compasión. Su amar a sus personajes es verdaderamente un amor igual, otorgado gratuitamente tanto a los enemigos como a los adeptos de sus ideas. Lo trágico en el ateo Iván Karamázov le interesa, como sufrimiento humano, tanto como lo bondadoso espontáneo en el creyente Aliosha. Rogozhin, un antípoda de lo ético en Dostoyevsky, recibe la misma dosis de su intropatía que la sublime Aglaia Yepantchina. Y este mismo destino benévolo es concedido a todos los demás, buenos y malos, pecadores y ángeles, criminales y santos de los que abunda el teatro dostoyevskiano. Es por esta intropatía, que llega en él a la compasión activa y vivida, por la que se nos hace difícil condenar a nadie en la tragedia o comedia humana así presentada.
GLOSA 49.—Sobre la intropatía en Shakespeare y Dostoyevsky.Shakespeare tenía también mucha intropatía. No hubiera podido crear su enorme mundo, que casi abarca toda la orectología humana, desde el Calibán casi zoico hasta Hamlet, el más noble entre todos. No hubiera podido pintar con igual maestría los terribles Yagos, Ricardos y Macbeths, y sus finísimos Horacios, Desdémonas y Julietas. Pero bajo el impacto de la tremenda verdad sobre nosotros que nos revela implacablemente este genio, los espectadores, arrebatados por su arte irresistible, pasamos involuntariamente por la catarsis múltiple, y con esto juzgamos, nos volvemos partidarios, a veces conscientes, a veces inconscientes. Estamos con Otelo y contra Yago, con Lear y contra Goneril, con Hamlet y contra su tío asesino. En un juicio que nos hacemos implícitamente a nosotros mismos, el cruel espejo de la verdad shakespeareana nos revela también nuestra propia naturaleza, cubierta por la máscara social, nos conduce a la catarsis, ese efecto sumamente beneficioso, llevado a la perfección también por los grandes del teatro griego: la redención purificadora ante el espejo de la conciencia. Shakespeare siempre consigue tal tremendo efecto sobre nosotros y en esto es el gran insustituible de Europa. Es juez en nombre de la verdad pura, verdad del arte, sin doctrina ni prejuicios. Pero su teatro es al mismo tiempo un tribunal frente a las pasiones y la naturaleza humana. El de Dostoyevsky es un «no juzguéis», intrínsecamente cristiano. Con Shakespeare estamos bajo el grandioso impacto de la verdad orectognósica muy vasta, honda y exacta, supercientífica, porque la parcela que explora es enorme y se llama el hombre, y no su cerebro, hígado o metabolismo. Se requiere, pues, mucho acierto en las dimensiones y proporciones, claridad en la expresión de lo esencial y penetración arrebatadora en la síntesis. El arte no puede sobrevivir de análisis, como la ciencia. Y Shakespeare procede, como todos los poetas y artistas, de una síntesis a otra; es el suyo un proceder condensado puesto que escribe en verso, o en prosa que tiene peso de verso. En cuanto a la intropatía, se derrama como finísima lluvia por todo el terreno de su paisaje interior y le ayuda a imbuir a sus personajes con la verdad inmanente que les presta su visión de verles sufrir y huir del sufrimiento. Cuando, recreando la realidad en su significado de síntesis, alcanza la verdad sobre el hombre, su forma artística se da por satisfecha y se acaba. Resumiendo lo •de Shakespeare: auténtica verdad sobre el hombre, expresada .mediante capas superpuestas de síntesis muy concentrada, en forma que se llena totalmente de tal contenido, nada abstracto. Y para nuestra comprensión de espectadores, un tribunal interior con la más brillante dialéctica sobre lo genuinamente trágico en el hombre que es el saber discernir entre el bien y el mal, y no poder siempre acertar el primero ni evitar el segundo, sufrir y hacer sufrir por esta desorientación vital. Enorme intropatía en la creación, perfecta en la expresión de la verdad aun cuando es terrible. Dostoyevsky da un paso más hacia el interior. Nos pide no solamente la comprensión de la verdad, sino también el perdón para el pecador. Es el paso de su cristianismo inmanente. Es como una invitación constante a besar al leproso, como San Francisco de Asís, o como el beso de Cristo al Gran Inquisidor cuando éste le echa en cara que su presencia le estorba. Tal invitación al perdón no la hace Dostoyevsky mediante preceptos, como los moralistas racionales, sino valiéndose de su arte. Como nadie en la literatura europea, él logra que no nos constituyamos en tribunal y que no juzguemos a sus criminales, cuya verdad es tan clara como la de Shakespeare. Antes de tomar esta actitud de jueces nos invita a que vayamos un poco más adelante por el camino de la intropatía y que mediante la compasión activada y actual comprendamos lo que sucede en el alma del criminal, como si estuviéramos de verdad en su lugar. Lo maravilloso de su arte es que nos lleva a este lugar, al sitio mismo donde nace el patior. Allí nos inicia a la compasión, condición indispensable del perdón. Nos conciliamos con el antagonista antes de llegar al tribunal. Este es el único caso de Dostoyevsky. ¿Qué es lo que preocupa a Hamlet cuando se entera por información misteriosa de la eventual culpabilidad fratricida de su tío? La averiguación de su crimen para sancionarlo. Una gran parte de Hamlet se mueve alrededor de la trama ética. El mismo, y nosotros con él, nos constituimos en tribunal. ¿Qué es lo que preocupa a Sonia cuando Raskolnikov le confiesa su asesinato, diciéndole que no se presentará al tribunal porque no ha asesinado a nadie, pues la vieja usurera era tan sólo un piojo? «Un piojo que es un ser humano» —rectifica Sonia—; pero no entra en ninguna disputa eticista ni en prédicas moralizantes con su amante. Su máxima preocupación es la de cómo conseguir que Raskolnikov no se quede solo con su crimen dentro, secreto y ocultado; esto sería para él, que quiere marcharse, el más horrendo de los males, las tinieblas del aislamiento que le hundirían en el abismo. En una fórmula más Sublime de Dostoyevsky, fórmula de puro amor compasivo, Sonia exclama desesperada: «¡Qué tormento tan grande vas a sufrir!... ¡Cómo es posible vivir sin nadie!» Si queda oculto, de su propiedad exclusiva, el asesinato de Raskolnikov significaría vivir sin nadie, sin amparo de nadie. El no poder confesar ni ser sincero, tener un aguijón torturador en su interior y no poder compartir este dolor con nadie que le comprenda en su ser tal como es, es vivir en la soledad más completa, es la locura y el abismo. ¡Salvarle de esto! Todo lo demás se puede aguantar: la sentencia y la pena son poca cosa. Además, irá con él a Siberia, eso es lo de menos. Lo principal es quitarle al amado su tortura interior. Esto no es ya cosa de ética, no es asunto de la ley formal, del precepto, de la norma. Es curar a un enfermo con la más suave y más eficaz de las medicinas, con el amor compasivo.
GLOSA 50. — Sobre lo fantástico y real en el arte y la ciencia.Los grandes de la creación dostoyevskiana, los Karamazov, Raskolnikov, Myshkin y otras docenas más, de uno y otro sexo, adultos y adolescentes, son enteramente comprensibles y vivos en su trama caracterológica. El método de la intropatía es infalible. Si a veces tenemos la impresión de lo fantástico, es, primero, porque en grandes síntesis la vida es siempre fantástica. Lo inverosímil y lo auténtico se abrazan en las altas fronteras del arte. La Humanidad, tal como sale de la creación de un Sófocles o de un Calderón, de un Shakespeare o de un Balzac, de un Goya, o de un Bosch, es tanto más fantástica cuanto más grandeza acusa el arte. Naturalmente, es fantástica tan sólo para nuestra receptividad analítica, racional, pero no lo es como sentir de la síntesis. Es fantástica, medida sobre nuestra pobre perspectiva cotidiana y exterior, pero es hondamente palpable por la realidad interior, la única que cuenta: la vida de las emociones y sus millones de variaciones, de las que se componen la trama y la urdimbre de la creación artística. La orientación vital es fundamentalmente emocional, y las emociones no son otra cosa que variaciones del patior en ella. El que se concentra en este foco de la observación y de la re-creación va a lo esencial de lo humano. Lo fantástico en la impresión viene de que el creador abarca mucho de la verdad interior y nos parece, simplemente dicho, que no cabe tanto sentir dentro de un alma sencilla. Pero sí cabe. El sentir fuerte, hondo, sublime o refinado no es un privilegio de los socialmente electos, sino un patrimonio vastamente humano, repartido tanto entre los sencillos y anónimos como entre los marcados por el calendario de la gloria. Esta es precisamente la verdad auténtica, la fantástica, la de los artistas. Y no la de los científicos racionalistas. Para descubrir las leyes de la personalidad, una gran literatura científica ha brotado en las últimas décadas en nuestro Occidente. Más aún, no solamente el análisis llevado a cabo mediante palabras viejas y nuevas, sino también una verdadera metronomanía y cifrofilia se han apoderado de los científicos: todo lo quieren medir, por subjetivo e impalpable que sea, todo lo quieren expresar en matemáticas! Cultivan las estadísticas del alma, calculan los sentimientos; números, fórmulas, gráficos, esquemas abundan en el análisis llamado factorial y otros, y se inventan sabias maquinillas para obtener curvas y espigas que tendrían que señalar la exactitud del acontecer interior... El científico psicólogo de hoy no cree en lo que siente e intuye, sólo en lo que pueda demostrarle el experimento y la máquina que él mismo ha inventado. La soberbia científica de la exactitud, el afán de la única verdad captada en cifras le empuja hacia lo técnico. Las baterías de «tests» son ya una industria. De prisa, de prisa, que queremos revelar a través de unas cuantas líneas escritas toda la personalidad del futuro empleado; y en unos minutos descubrir la vocación y las aptitudes de tal alumno; o concluir, a base de unos tests clínicos, sobre el diagnóstico. Con esto se consigue a veces algún que otro detalle indicativo, pero si este detalle escupido por las máquinas y artefactos no cae en manos de alguien que ha conservado el talento de la síntesis, el error de las conclusiones sobre la personalidad está aún más cercano que si prescindiéramos de los números. El racionalismo analítico y las matemáticas, tan difícilmente manejables en la biología, nos alejan de la verdad, de la realidad y de la complejidad interior que con tanta maestría aciertan los grandes artistas, cuya única máquina reveladora es una honda experiencia interior, y cuyo experimento más seguro es el que hacen con ellos mismos, sustituyéndose imaginativamente en la piel de los demás y en el foco de su sufrir-huir. Todo esto, hecho con un tremendo talento de exactitud en la síntesis, ante la cual palidece la de los pobres números. La introspección y la auto-observación están casi condenadas en la endoantropología moderna. Con esto el investigador de lo normal y de lo patológico en el interior del hombre se está cerrando el paso hacia la visión intuitiva del conjunto de la personalidad. Menos mal que siempre tenemos la posibilidad de recuperar la visión de este conjunto con algún que otro Sófocles, Shakespeare, Dostoyevsky, Goya o Bosco. Yo no daría diploma a ningún médico, cura o criminólogo, y sobre todo a ningún psiquiatra, que no pasara por un examen riguroso de conocimientos de la personalidad adquiridos en el estudio de alguna que otra obra de tales grandes de la síntesis. Y sólo de paso les pediría algún conocimiento de los vendedores de la personología al por menor, tales como Spearman, Thurstone, Burt, Cattell o Eysenck. La verdad poética artística es más verdad que la científica, porque no teme reconocer lo fantástico. La verdad seca científica no es nada más segura que la bella verdad artística. Ni es preciso, para el prestigio de la seriedad, que el lenguaje científico resulte áspero y aburrido, como no sea que la materia le obligue a serlo. Pero incluso tales matemáticas se pueden escribir con gracia, como lo hicieron Russell y Whitehead o Poincaré, y la química puede aliviar su lenguaje con incursiones en la literatura de la misma manera que lo hace un J.B. S. Haldane. Sherrington demostró brillantemente cuan necesario es para un fisiólogo el no prescindir de ser un pensador «general» frente a los hechos crudos de la especialidad. El refugio en las matemáticas de cierta psicología moderna me parece a veces un miedo a confesar la impotencia frente al acontecer interior, miedo a que la palabra pueda parecer más diletante que el número. En el fondo, la precipitada metronomanía científica —el querer medirlo todo— está más bien imbuida de una soberbia intelectual. Me parece mejor indicada, como método fundamental, la modestia de un Broglie, Pasteur o Weizsácker. O de un Teilhard de Chardin. Los que, tomando baños en sus piscinas particulares, mantienen el afán irresistible de bañarse de vez en cuando también en los grandes ríos, en los Volgas y en los Amazonas, para sentir directamente cómo corren las aguas de la ancha vida.
GLOSA 51. — Sobre cómo lo humano es poco asequible sin la intropatía.Para comprender las conexiones entre las cosas no necesitamos la compasión. Nos basta la comprensión que moviliza nuestro saber mnésico y su manejo de ideas en el proceso de la valoración. La inteligencia que opera con los símbolos abreviados de nuestra experiencia es una economía del organismo. Lo que podemos comprender mediante el manejo de ideas y símbolos lo hacemos así. Pero un hombre y su persona no se pueden comprender sin la intropatía, no podemos llegar a su esencia sin tomar en consideración su patior. Es verdad que hasta cierto punto y para las cosas superficiales nos basta la inteligencia y la comprensión racional. Como hemos dicho, podemos incluso ver a un hombre en el dolor, y simplemente comprender con ideas combinadas el estado en que se encuentra. De la misma manera también podemos concebir su alegría, el polo opuesto del patior. Y pararnos en este punto. El médico incluso puede ayudarle con drogas e intervenciones quirúrgicas sin sentir compasión activa. Hay sustitución imaginativa en la situación del otro, hay intropatía, pero no hay emoción de la compasión activa. ¿Qué es lo que falta aquí? La sustitución en la situación ajena como si fuera la nuestra. Este es el grado máximo de la compenetración con el otro. Con comprensión racional se puede entender un hecho aislado en el otro, incluso cierta caracterología de su comportamiento; la pena tal como le aflige, la alegría tal como se manifiesta concretamente. El otro, en este caso, es tan sólo un instrumento de nuestra propia orientación. Esta puede ser pura coexistencia mecánica o convencional. Podemos, sin sentir nada de su dolor, expresarle el pésame, con mil y una de esas fórmulas acostumbradas. Podemos, sin participar en su alegría, felicitarle por obligación o por otra causa, con motivo de su promoción o su victoria. La comprensión racional puede ser completamente fría y engendrar el comportamiento adecuado convencionalmente. La mecanización de lo social, la rutina en vez del sentir activo, la inercia del hábito: es en esta atmósfera de las relaciones que se muere de soledad y de inseguridad la mitad de la Humanidad, porque se comporta así con los demás, y la otra mitad porque los demás se comportan de la misma manera con ella. La persona humana en su totalidad no se puede comprender sin el empleo de la intropatía convivencial, con la cual participamos emocionalmente en los hechos de la vida ajena como si fueran los nuestros. Y esto es imposible si no practicamos, como método continuo, constante, acostumbrado, el compatior. El identificarnos en el otro con el denominador más común de lo humano nos lleva al foco mismo del mejor conocimiento. Esto vale para las relaciones individuales tanto como para las colectivas; es el único método por el cual pueden llegar a más comprensión convivencial las generaciones entre ellas. Los sexos entre ellos. Los padres e hijos. Es el único método para llegar a amar y a saber cómo hacerlo. Esto vale para la vida, esto vale también para el arte. Y ya que estamos hablando de Dostoyevsky, demostraré como fracasó este gigante la única vez que renunció a la intropatía en la creación de una de sus figuras clave, el joven Verjovensky de la obra «Los Demonios» (de que hablamos ya anteriormente). «Los Demonios» de Dostoyevsky son un arreglo de cuentas del autor con el socialismo ateo. Son, al mismo tiempo, una epopeya de la lucha de las generaciones, el problema de los padres y los hijos. Por lo que se refiere al primero, el mejor alineamiento de los frentes podría esbozarse por las tesis que enuncian los dos protagonistas, Shátov y Verjovensky, el hijo. El primero dice: «Creo en Rusia, creo en su ortodoxia... Creo en el cuerpo de Cristo... Creo que un advenimiento nuevo tendrá lugar en Rusia.» Y en otro sitio: «Aquí (entre sus adversarios socialistas) sólo hay un odio bestial, infinito, a Rusia, que se les ha infiltrado en el organismo». En la boca del jefe de los conspiradores, Verjovensky, Dostoyevsky pone la famosa profecía de la Revolución, medio siglo antes de estallar ésta: «Se cubrirá de tinieblas Rusia, llorará la Tierra por los antiguos dioses... La edificaremos nosotros, sólo nosotros... La nueva ley viene... Aquí habrá una fuerza. ¡Y qué fuerza inaudita! Nosotros no necesitamos sino por una vez la palanca para levantar el mundo. ¡Todo se alzará!» Después de muchas décadas estas profecías del genial autor se cumplieron a la letra. Se cubrió de tinieblas Rusia, lloró la Tierra por los antiguos dioses. Y el nuevo edificio lo construyen ellos, los Verjovensky, sólo ellos. Y hacen levantar mucho mundo mediante una fuerza inaudita. Por una vez, esta profecía no nos interesa aquí, sino los personajes que la formulan. Shátov es evidentemente el portavoz del mismo Dostoyevsky, y Verjovensky, el locutor de todo lo que el autor odiaba. Dostoyevsky creería exactamente en lo mismo que Shátov. Y le repugnaba la profecía de Verjovensky. Es muy probable que Dostoyevsky no creyese en la realidad de las consecuencias previstas por su antípoda. Pero sirvió fielmente a la verdad, porque la tesis de «Los Demonios» estaba ya viva en la Rusia de aquel entonces. En esta confrontación todavía no hay prejuicio. Este empieza con la impotencia de Dostoyevsky de otorgar su intropatía también a este «representante del mal» como lo hizo con todos los demás, incluso los del mismo frente. Kirilov, Stavroguin y todos los menores de la «pandilla» de Verjovensky son personajes concretos, vivos. Sólo el gran protagonista, el que quiere hundir a Rusia, queda en la obra como personaje abstracto. Le revistió el autor con tanto mal que parece ya una fuerza cósmica y no humana. Es Satanás en persona y por ello capaz de todo lo que, según Dostoyevsky, pueda resultar del ateísmo puesto al servicio de la destrucción. Autor intelectual del asesinato, incendiario desenfrenado, delator cínico, traidor, vengador sin escrúpulos, intrigante diabólico, instigador frío al suicidio, y por fin el único que, después de haber hundido a sus compañeros, se fuga tranquila y serenamente al extranjero. Desde el punto de vista ideológico, el ateísmo está más representado por Kirilov que por Verjovensky. Es Kirilov quien, entre otras cosas, dice que el que se «atreve a suicidarse, es Dios». Sin embargo, vemos todo el sufrimiento de Kirilov que lleva en su pecho la ideología de los des-diosados. Verjovensky, en cambio, no padece por nada, es un elixir del Mal, es su máquina. Lo que es peor, es la tesis abstracta de Dostoyevsky. Y la tesis carece de orectología convincente en la obra de arte, se reviste de arbitrariedad. Verjovensky no es un proscrito de la sociedad, sino del mismo autor. Un hijo indeseado. Le exime, a él sólo, del fluido comprensivo en el que se bañan todos los demás, incluso los enemigos a los que se puede perdonar. Dostoyevsky no perdona a Verjovensky, le condena. El autor que puede encontrar bastante compasión para Raskolnikov, Smerdiakov y Rozoghin, no la encuentra para Verjovensky. Es quizá su única figura a la que acusa y juzga; Verjovensky no es para él un pecador y uno más que sufre por serlo; es tan sólo el cínico, insensible, mefistofélico representante del Mal (con mayúscula), todo esto por ateo consumido que quiere hundir la «santa Rusia ortodoxa» en la que cree Dostoyevsky-Shátov con toda su alma. Hace, pues, una cruzada contra Verjovensky y su socialismo, revistiéndole de todos los males posibles e imposibles; y de artista intropático se convierte, con él, en panfletista y fiscal que propone la máxima pena de proscripción, el destierro, la excomunión de la gran comunidad de personas que forma su propia obra. Y cuya unión y comunión es su propia intropatía. Toma con Verjovensky la actitud del Gran Inquisidor de los Karamázov, a quien estorba la presencia de Cristo y su infinita compasión. Y no puede besar al leproso. No puede concillarse con este enemigo, siguiendo las instrucciones del Sermón de la Montaña. Pero Dostoyevsky sin intropatía compasiva es el hombre y el artista que se desmiente a sí mismo. Una sola vez el genial autor no ha sido lo que es. Y creó un fantasma en vez de crear un personaje convincente.
|
|