Curiosamente, inexplicablemente, nuestra mente se empeña en establecer
una férrea frontera entre nosotros (derecha) y los chimpancés (izquierda) junto
con
todos los demás seres vivos. Por supuesto que somos distintos a los chimpancés
y que tenemos un cerebro más complejo que ellos, pero ¿y qué?
¿No sabemos sobradamente que la existencia de diferencias entre
dos objetos o seres vivos no nos obliga a establecer una frontera infranqueable entre ellos?
¿Es que estas diferencias son tan abismales, tan extraordinarias, tan
enigmáticas, que debamos considerarnos seres
aparte, seres de otro mundo?
Si nuestros cerebros son prácticamente iguales, si nuestros genes
sólo se diferencian en un 1% ¿por qué el cerebro de la derecha tiene que funcionar bajo leyes y
principios completamente distintos que el cerebro de la izquierda? ¿Qué puede
existir en el cerebro humano que no exista también en el cerebro del
chimpancé?
La inmensa mayoría de la gente está convencida de que existen unas leyes para
todo el conjunto de seres vivos (biología) y otras para los humanos (ciencias humanas tradicionales) aunque
nadie sepa cuales son exactamente. Pensando así quizás nos sintamos muy a gusto,
superiores, salvados, reyes de la naturaleza, pero también es cierto que somos
incapaces de comprender la mayoría de las cosas que hacemos los humanos.
¿Vale la pena pagar este precio? ¿Podemos seguir sin saber que hacer ante la
mayoría de problemas humanos por el simple hecho de
satisfacer nuestro orgullo?
Es cierto que saberse hermano de los chimpancés, de los osos y del maíz no nos
otorga ninguna superioridad, pero, a cambio, nos hace
infinitamente más eficaces y comprensivos para enfrentarnos a los problemas humanos que cada
día más nos amenazan. Dejemos de juzgar al ser humano y concentrémonos en
comprenderlo para, así, poder ayudarlo.