El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. CAPITULO I - LOS DUEÑOS MILENARIOS: SOBREVIVIR, PROCREAR, CREAR (continuación II)
RESUMEN SOBRE LOS PROBLEMAS DE LA CONCIENCIA Y DE LA CONCIENCIACIÓN1
Al lector que quiera seguirnos en las interpretaciones referentes al enigma de la conciencia y de su articulación (concienciación progresiva de sensaciones y representaciones) tenemos que avisarle de antemano sobre algunos puntos de vista generales que se desprenden de nuestros conceptos de la orientación vital y de la teoría oréctica. Los principales son los siguientes:
La explicación complementaria de estas tesis se puede encontrar en la POV (capítulo «La llegada del estímulo») y en las páginas de este libro que tratan de la teoría oréctica en general. Aquí queremos subrayar una vez más dos cosas que a veces son olvidadas en las psicologías clásicas y racionalistas, y que para nosotros son de primordial interés: una de ellas es el papel de la elaboración subconsciente, de la suborexis, en todos los procesos llamados conscientes. No se puede «conscienciar» sin «sub-conscienciar»; es decir, nada puede llegar a ser consciente si el estímulo, exógeno o endógeno, no ha sido previamente elaborado en ciertos niveles y grados subconscientes. Una mancha verde reconocida como tal conscientemente, para llegar a ser lo que esta sensación significa para nuestra orientación, ha de tener siempre una elaboración suboréctica previa, incontrolable e in-observable en el receptor y en los conductos de su ascenso: tiene que estar precedida por una serie de procesos suborécticos; ser subsensación antes de poder ser sensación. La sensación es, pues, una continuación, una prolongación de estos procesos a partir de cierto grado de urgencia que le abre los caminos de la conciencia. Una sensación no se puede producir si en estos grados previos el estímulo encuentra obstáculos. El método de la elaboración oréctica (de orectón a orectón) no cambia, ni hay diferentes métodos para elaborar estímulos en los dos grados de lo subconsciente y lo consciente. La diferencia radica en la extensión de la valoración; ésta contiene más riqueza de elementos (mnésicos en primer lugar) en los grados conscientes que en los subconscientes. Sólo lo que es urgente y que requiere tal extensión de la valoración llega a ser consciente; todo lo que el organismo puede liquidar subconscientemente lo hace así, mediante tropismos (estímulo-valoración-reacción) breves, abreviados, a veces con valoración que llamamos inmanente, evolucionalmente acabada, o sea refleja. El fondo de lo consciente es esta raíz de la elaboración subconsciente. Y esto quiere decir que lo que llamamos conciencia no es un dispositivo autónomo y autógeno dotado de estímulos propios, sino que es tan sólo un estado cumulativo de reacciones que refleja un grado más movilizado de los dispositivos estructurales y funciones factoriales. Es verdad que la concienciación se hace posible a partir de la inclusión de ciertos dispositivos de la distribución cerebral, y esto dio ocasión, a los que todo lo quieren «localizar» en centros, para que hablaran también de un «centro» de conciencia y hasta de órganos de ésta. De todo esto es verdad tan sólo el hecho de que la concienciación se hace posible a partir de la movilización de ciertos dispositivos adicionales en el trabajo de la elaboración del estímulo: la elaboración consciente necesita más enchufes neurónicos. Pero para esto no es suficiente un solo órgano en el que reine este hada que se llama la conciencia. Este teatro necesita un numeroso equipo, y sólo cuando éste se reúne, se ilumina la escena. Sin embargo, la investigación fisiológica y neuroquímica pronto llegará a establecer la composición de este numeroso equipo si no se olvida de aquellos técnicos del organismo que en la oscuridad del subconsciente han hecho todos los preparativos para que la escena pueda iluminarse. El último Ciba Symposium sobre el sueño (1961) trazó buenos caminos en tal investigación. La segunda cosa que queremos subrayar es el lenguaje erróneo que emplean incluso los mejores autores hablando de la conciencia. Cualquiera que sea el punto de vista desde el cual se intente la definición de la misma, no debemos caer en el abuso de la alegorización, enumerando las actividades de la conciencia. Podemos hablar de todas las demás actividades, menos de las que corren a cargo de ella. La conciencia no hace nada; la conciencia es. Ella no siente nada, no intenta nada, no corre en pos de nada; no es ningún factor, ni estímulo, ni cosa, ni es sujeto que pueda actuar biológicamente. La analogía más propicia para su descripción alegórica es la de la luz de un reflector que se ha encendido por el equipo subconsciente, pero no nos hace falta acudir siquiera a tal imagen. Hablemos solamente de la parte consciente de las elaboraciones del estímulo cara a la parte subconsciente, y describamos lo que ocurre en las valoraciones conscientes, ya que la noción «conciencia» no se presta fácilmente a la definición ni podemos fijar aún los dispositivos del umbral en que estos dos estados —consciente-subconsciente—, de fronteras muy vagas, tienden a confluir o a separarse. Existen tres nociones principales en la endoantropología, tercamente refractarias a toda definición: lo subjetivo, la conciencia y el dolor. Muy afín a estos rebeldes es la cuarta: el fenómeno de la conversión de los estímulos de orden físico-químico en los de orden biológico (la conversión de ondas y partículas en sensaciones). Cada ciencia tiene estos rebeldes: no podemos definir, por ejemplo, ni la materia ni la energía. Pero podemos operar hipotéticamente con nociones que indican su significado. No nos queda otro remedio que hacer lo mismo. Lo único que debemos evitar, en cuanto nos sea posible, es alegorizarlos. No hablemos, pues, de la conciencia que nos empuja hacia una acción, de la conciencia que valora y siente. El embrollo que surge con esta noción proviene de que significa un estado en que no solamente aparece algo que se llama vigilia, sino también algo que llamamos autoobservación, componiéndose todas las tambaleantes definiciones de la conciencia del esquema de estos dos: vigilia + autoobservación. Ni una ni otra de estas dos nociones pueden definirse fácilmente, pero, por suerte, todos entendemos lo que parecen indicar, más o menos. Y con esto tenemos que contentarnos. 2 La palabra latina conscientia (cum-scire) indica scio me scire (sé que sé) tanto como scio me agere (sé que actúo, que hago); las griegas syneídesis y synaísthesis también expresan esta simultaneidad del saber o del sentir doble, en el cual una parte del organismo actúa y otra parte observa lo que aquélla hace. Partir del lenguaje para interpretar este fenómeno no conduce a nada, por lo menos en la psicología, sean cuales fueren las lenguas que tomemos en consideración. La Fisiología no lo ha resuelto tampoco (Symposium Delafresnaye, series de comunicaciones Abramson, etc.) en cuanto al mecanismo de esta «conversación» consigo mismo («prosautén diálogos», Platón). Aquí hay que renunciar impotentemente a las ecuaciones, suponiendo que todo el mundo sabe distinguir entre lo que es el hombre (o el animal, que también mantiene estos diálogos interiores) cuando es consciente o cuando no lo es. En sus interpretaciones de lo consciente, la moderna teoría se sirve de la terminología en la que encuentran mucho empleo nociones de consciente, inconsciente, subconsciente, paraconsciente, vigilia, semivigilia; y tiene que acudir también a la disección de la atención para poder distinguir entre varios grados y niveles de la concienciación. Andamos en este complicado terreno con muletas. Y también tenemos que recurrir a ellas cuando, para marcar el doblaje interior, unos hablan de dos «yo», uno que actúa, otro que observa, y otros, de dos «personas» en el interior del mismo organismo. Y es evidentemente necesario resolver bastantes problemas al hablar de la observación objetiva y subjetiva (autoobservación): todo ello sin grandes pretensiones de haber dado en el clavo de la solución. Nuestra teoría oréctica nos impone el empleo funcional de lo consciente y de lo subconsciente, de la vigilia y de la semivigilia (paraconsciente) en las distinciones entre el sueño, estados semioníricos, post y preoníricos. Del inconsciente hablamos poco, ya que lo consideramos tan sólo como un grado de lo subconsciente. Y partimos de la hipótesis de que: 1) cada estado consciente es al mismo tiempo autoconsciente; 2) la autoobservación es simultánea a la heteroobservación y espontánea en todo estado consciente; 3) va siempre precedida por las paraemociones de la atención; 4) cada estado de conciencia está señalado por la presencia de una sensación o representación. Las sensaciones y representaciones no «caen» en la conciencia: ellas son conciencia. La concienciación se hace más intensa a medida que la sensación se hace más articulada, es decir, más legible para el organismo en su significación de la utilidad vital. Esto no quiere decir que el «subconsciente» es un analfabeto que no sabe leer, y el «consciente» un intelectual. Al contrario: el subconsciente, que sabe leer bien el complicado lenguaje de sus jeroglíficos, enseña al «consciente» a traducirlos al lenguaje articulado mediante la orexis en la recepción secundaria de las sensaciones. Esto sucede sólo si la suborexis de las subsensaciones puede convertirse en la orexis de las sensaciones: hay conciencia y, con esto, vigilia, atención y autoobservación. Sin éstos no podría llevarse a cabo la valoración extensa que la sensación debe imponer si es que el estímulo, convertido en sensación, no quiere quedarse sin elaboración. Y no hay sensación que, por su función de animadora del organismo, quisiera morir sin antes anunciar con las señales correspondientes su nacimiento. La vida no es otra cosa que la debida elaboración de estímulos. La concienciación puede ser extremadamente rápida (un fuerte golpe imprevisto en la cabeza): la sensación que se ha elaborado en tal orexis-relámpago pertenece a la categoría de sensaciones afectivas similirreflejas, con valoración reducida, que producen también reacciones relámpago (en este caso un grado de dolor fuerte). Estas elaboraciones orécticas tienen carácter reflejoide, aun sin ser reflejos puros. ¿Qué es lo que está muy reducido en tal orexis? El tiempo de la atención, el tiempo de la valoración, el tiempo de la reacción. A medida que estos tres tiempos se extienden, también la concienciación se hace más lenta, permitiendo que hablemos de fases de concienciación. 3 La atención es una paraemoción positiva cuya valoración se refiere a la posible utilidad vital de una constelación I, C, E, Hf en curso (o futura), propia o ajena, o de cualquiera de sus componentes. Al llegar una subsensación al umbral de la elaboración consciente, la atención con que la acoge el resto del organismo es su primera posibilidad de ser debidamente elaborada. Podemos hablar, pues, dentro de la concienciación, de un orectón de atención primaria, frente al brote consiguiente de la sensación. La atención es siempre selectiva y va regida por el principio de la utilidad vital. Puesto que es posible que al mismo tiempo lleguen varias sensaciones a punto de su elaboración (podemos al mismo tiempo ver, oír, sentir dolor o actuar en otra dirección), el principio de la utilidad vital hará lo posible para seleccionar entre la prioridad factual de tales elaboraciones en cuanto a su concienciación preferencial. Aun si tomamos teóricamente el caso aislado de una sola sensación presente, la acogida que se manifestará por la atención que el resto del organismo le preste es variable por la intensidad con la cual el estímulo llega en forma de sensación y por el acondicionamiento del resto del organismo para su recepción. Aunque el trueno nos puede estremecer con toda seguridad, ni siquiera lo oiremos si estamos profundamente afligidos al lado del cadáver de nuestra esposa. Desde los dispositivos del receptor hasta el conjunto de los dispositivos restantes del organismo, incluido el gran aparato de la distribución cerebral, el organismo tiene que estar bien acondicionado para la recepción. Sólo entonces se produce también la debida atención hacia el recién llegado. El primer efecto de la orexis de la atención es la incipiente valoración cognoscitiva. «Una mancha verde» es en primer lugar un contenido elaborado previamente de suborectón a suborectón, desde el ojo hasta los centros distributivos en el cerebro, si el primer orectón en el umbral de la concienciación, el de la atención, lo ha «declarado» interesante para el organismo. Esto ha podido realizarse tan sólo porque la «mancha verde», en su aparición inicial en el umbral de la concienciación, ha ido acompañada por el primer tonus reactivo que acude desde la memoria y es positivo: «esta mancha es agradable», dice el segundo orectón después de la elaboración primaria de la atención. La consiguiente situación abierta es la del interés del organismo en su elaboración consecutiva. Esta no es posible si el siguiente orectón de valoración ya en curso no resuelve el problema de por qué surge el interés. El interés del organismo estriba siempre y en todos los casos en mantener y prolongar las vivencias agradables, prometedoras de menos patior, y con esta insistencia primordial seguimos analizando la «mancha verde agradable». Ahora se moviliza, instigada por las instintinas, la memoria de reconocimiento (M-re): la mancha verde ha sido reconocida como la de «un bosque lejano con sol y sombra». La concienciación se ha ampliado con nuevos contenidos. Es posible que aquí se acabe todo: hemos visto un bosque lejano con sol y sombra que nos fue agradable y ya con esto hemos liquidado la elaboración de esta sensación. El haber visto «un bosque lejano con sol y sombra» es un acto oréctico, acabado en cierto nivel de la concienciación. Pero también podemos continuar con la elaboración consecutiva de ésta. Acuden, por la atención intensificada y por el interés más insistente, unos recuerdos (M-vi): el bosque es igual que aquel de nuestra infancia donde nos hemos sentido felices: ya el bosque es «lejano con sol y sombra como aquél». Y si a todo esto también se añade una idea que acude por asociación desde la memoria de endoideas (M-idea), ya puede ser que aquella mancha verde anterior se haya ampliado con el contenido del «bosque de mis sueños»: ya es un orectón de riquísima valoración, orectón en plena y variada elaboración emocional, una concienciación de contenidos complicadísimos y que acabará, si nos detenemos aquí, con un tonus afectivo reactivo, positivo, sintónico. En la concienciación podemos hablar, pues, de las fases orécticas de atención desvelada, de interés despertado, de hormización mnésica, como fases principales de la articulación de la sensación. El término «articulación» nos sustituye las categorías que tenían un papel en la psicología llamada de percepción y apercepción. Nosotros distinguimos tan sólo entre la concienciación más o menos articulada y tratamos estas fases según el contenido más o menos elaborado de la sensación y de su evolución durante la concienciación. Todo esto es un esquema basto de un proceso casi imperceptible que se ha manifestado de modo inmanente durante la concienciación de una sensación: el proceso de la autoobservación. Desde el primer movimiento de la atención prestada, del interés despertado, de la hormización mnésica, se ha establecido la dualidad activa entre la parte del organismo en que todo esto sucede y el resto del organismo que, entre otras cosas, puede observar lo que acontece en él. Los fisiólogos pueden medir hasta cierto punto la intensidad y la duración de ciertas sensaciones, el círculo de objetos que la atención puede abarcar, etc. (Fechner, Weber, Koffka, Cohen, etc.). Pero las distancias entre el agente y el observador en nosotros quedan y quedarán siempre refractarias a la medición. La concienciación va siempre unida a la autoobservación: toda conciencia es una autoconciencia. Un sentirse uno «uno y doble». Su propio objeto y sujeto a la vez. Esto nos confunde como lógica; pero la biología es superior a la lógica racional. Y nos es dado el distingo inmanente entre las dos. La misteriosa capacidad de poder observarse a sí mismo y desdoblar de este modo a la persona en nuestro interior proviene, por un lado, del maravilloso don de la imaginación, de la cual está grandemente dotado, sin ningún mérito por nuestra parte, el género humano, y, por otro lado, en conexión con esta capacidad de la conciencia conflictiva, antagónica, dialéctica, dinámica, de nuestros instintos. No sería para nosotros dialéctica si no tuviésemos la capacidad imaginativa proyectiva en el grado que la poseemos y que no es solamente el poder pensar —facultad que los animales también poseen—, sino también prever, cosa que ellos poseen sólo en los grados de «ensayo y error», es decir, al nivel de las sensaciones. Los instintos de los animales son más exclusivos que los nuestros: los animales son mucho menos dubitativos, no tienen dilemas torturadores, porque el juego de sus instintos es sucesivo y no conflictivo. Es el Tertius, el creador, el que hace nuestra vida interiormente dialéctica, y su mejor método es precisamente el de la imaginación. Un célebre zoólogo nos cuenta de un pez cuyo macho suele preparar, al atardecer, una especie de dormitorio para sus pequeños. Al dar fin a estos preparativos, el padre lleva a su prole en la boca al lugar previamente dispuesto. Uno de estos peces, observado por los indiscretos sabios humanos en el gran acuario, se encontró en su camino, llevando ya al pequeño en la boca, con algo que le pareció digno de su atención e interés: un gusano. Pero ¿cómo comer si se lo impedía la cría que llevaba en la boca? Se paró un instante; se detuvo ante el cebo y articuló la sensación: parecía estar frente a un dilema y tener que resolver el inusitado conflicto surgido entre su Primus y su Secundus. Después de meditar unos segundos escupió al pequeño, se comió el gusano y recogió otra vez a su cría para llevarla a dormir. El estado mayor de los indiscretos observadores prorrumpió en carcajadas ante el sabio filósofo acuático. Un rudimento del Tertius le había ayudado a resolver el problema. No tenemos que precipitarnos en denegar a los animales la capacidad proyectiva, previsora, de la imaginación. La nuestra es, por cierto, más desarrollada y, al propio tiempo, selectiva en triple dirección. No tenemos que escoger tan sólo entre comer y procrear, sino también entre estas dos direcciones y la tercera de autocrearnos, es decir, ser lo que somos en verdad, aun pretiriendo uno entre aquellos dos, pero uno que sea al propio tiempo conforme con esta tercera dirección. No nos basta comer, sino que queremos también comer a nuestro gusto; ni procrear tan sólo, sino también hacerlo con alguien conforme a nuestros placeres personales. Por estas exigencias del Tertius, muy imaginativo, a veces ni comemos ni procreamos, cediendo a las indicaciones de este último señor milenario de nuestro comportamiento: a veces escribimos novelas estando hambrientos... En conexión con este misterio del desdoblamiento múltiple, y, como mínimo, siempre triple, de nuestra conciencia personal, se ha hablado mucho del «Yo» que actúa y del «Yo» que se observa; del Yo y del «sí mismo», lo que, en tantas variaciones como se dan alrededor de este problema, complica enorme e inútilmente nuestra terminología. Por esto hemos sostenido, conforme a nuestra visión endoantropológica, la denominación neutra del vocablo latino «ego», dándole una significación biológica y puramente ontogenética: la medida de lo individual en el organismo presentada en la organización de las necesidades, siempre concretas y siempre subjetivas. Con esto no hemos resuelto aún el embrollo que la palabra «yo» nos ocasiona, en todos los idiomas. Mientras el ego, científicamente, es objetivamente captable, el «yo» del lenguaje corriente se presta a mil equívocos cuando se infiltra en nuestros textos. El embrollo proviene, naturalmente, de que la definición del ego y de la personalidad cojea aún. Si no fuera así, declararíamos —y lo hago por mi cuenta en este momento— que el «yo» del lenguaje común es superfino en psicología, como no sea que le demos el mismo significado que al ego. Para esto tenemos varias razones:
Al explorar el acontecer interior, a cada paso tenemos que confesar nuestra impotencia ante los misterios de la Naturaleza. Uno de los mejores ejemplos es también este desdoblamiento entre lo activo y lo observador, un capítulo de fracaso científico en la interpretación de la conciencia y del sentir subjetivo de la misma. Creo que tan sólo podemos aceptar el hecho de tal desdoblamiento: ninguna de las explicaciones es basta ahora satisfactoria. Y la Fisiología tampoco nos puede dar una respuesta sobre el sitio del cerebro en que este desdoblamiento comienza o se efectúa, ni sobre su mecanismo funcional. 4 En el proceso de la concienciación, como en cualquier otro proceso oréctico, es decir, aquel que requiere la presencia de los cuatro factores básicos, su integración y la valoración sobre la utilidad vital de un estímulo, el papel del instinto y sus instintinas es importantísimo. En este aspecto aceptaríamos la intuición del gran psicólogo McDougall, que atribuye al instinto cierta capacidad de «percepción». Esta capacidad se debe, naturalmente, en gran parte al empuje de los instintos, representados por las instintinas. Nuestra reserva sobre tal concepto de McDougall se refiere a que esta competencia, que en su definición parece exclusiva del instinto, está limitada en sus efectos por la co-presencia de los otros tres factores también en el proceso de la concienciación. Pero ¿por qué hablamos de la concienciación precisamente en este sitio, cuando de lo que se trata es de la inducción a la creación? ¿No se presentan conscientemente tantas otras necesidades, cuya satisfacción depende de la validación de tipo conservador y procreador? Naturalmente que se presentan. Podemos incluso imaginar fácilmente que una vida zoica que tuviera nuestro género, al igual que, por ejemplo, sus parientes próximos, los monos, pudiera mantenerse con esplendidez del sobrevivir, aun teniendo solamente los dos instintos de conservación y procreación, a base de los cuales se mantiene y se desarrolla la vida de los demás géneros zoicos. Pero con el análisis de nuestro comportamiento creador se hace contundente la presencia de aquel don que el hombre posee en un grado muy superior a las demás especies: la imaginación. Es este don el que nos hace creadores. Es para el desarrollo de la evolución en esta dirección para lo que la Naturaleza (o Dios) nos hace portadores de un principio suyo, el de la creación, dándonos la posibilidad de usarlo a través de nuestras vidas con cierta autonomía, actuando como sus mandatarios, delegados, apoderados, gestores. El género hombre nació en aquel momento en que en su constitución, estructura, etcétera, surgieron los dispositivos que le capacitaron para producir imágenes interiores, representaciones, sustituyentes de la realidad circundante y de sus sensaciones directas, proyectables con vistas a un futuro no sólo inmediato, sino también lejano, y engendradores no únicamente de recuerdos sobre lo agradable o lo desagradable que fueron unas vivencias pasadas (cosa que los animales también poseen), sino también de signos por los que el hombre puede determinar para el pasado, presente y futuro el significado de utilidad vital que las vivencias en si tienen para una orientación de esta índole: las ideas. Y como consecuencia de todo este despliegue de la imaginación, el poder —el más humano de todos— de encontrar las conexiones causales (y otras) entre unas y otras cosas, cosas e ideas, ideas e ideas, y combinar casi libremente estas conexiones, creando de esta manera situaciones y objetos que no existen como dados en la realidad circundante y que la Naturaleza (o Dios) está produciendo tan sólo por nuestra mediación (delegada). Esta creación delegada, transmitida al género humano como su característica especial muy marcada, puede servirnos para una interpretación adecuada de las palabras bíblicas de que Dios creó al hombre «a su imagen y semejanza». Es en la transmisión de la facultad creadora como el género humano adquirió cierta semejanza activa con la Gran Creación, y no por parecerse al retrato morfológico de dios en la iconografía de ciertas religiones. Desde estos tiempos lejanos en que empezaron a crecer los dispositivos de la pantalla proyectiva en el hombre, los procedimientos de creación han invadido toda su vida interior, ayudando incluso a los dos primeros instintos a ascender desde la conservación directa a la previsión, o de la procreación por necesidades inmediatas a la proyectada hacia el futuro. Los dispositivos y las energías creadoras se presentan por esto bajo el aspecto doble de : 1) auxiliares en la orientación vital del Primus y Secundus, y 2) de competencia autónoma de creación. Con ello le fue posible al hombre cambiar sus cuevas naturales por casas construidas a base de inventos, sus pieles de fieras que él había matado por vestidos de artesanía; escoger entre los individuos del otro sexo y no acoplarse con cualquiera de ellos, e iniciarse paulatinamente en la inmensa serie de sus inventos, de los que miles y miles de otros zoicos no tienen ni uno, por lo menos en objetos manufacturados. Desde aquellos tiempos lejanos el más joven de los instintos se convirtió en ayudante de los otros dos en las orientaciones que las circunstancias cósmicas y sociales modificadas exigían de ellos, y sin cuya prestación probablemente hubiera desaparecido ya el género humano. Este inmiscuirse en los asuntos de conservación y procreación por parte del tercer instinto mediante el poderoso instrumento de la imaginación, a veces nos hace difícil distinguir entre sus actuaciones auxiliares y las que le son propias, auténticas. Cuando imaginamos a la mujer soñada, nos parece que esta imaginación tiene como impulso tan sólo las energías del Secundus. Pero sin el Tertius no imaginaríamos nada, no proyectaríamos nuestra felicidad futura: raptaríamos a la primera mujer que encontrásemos y la guardaríamos después por el mero instinto de conservación o la abandonaríamos a continuación del acto, completamente inconscientes de nuestras responsabilidades o de su inutilidad en el futuro. La gama genérica de la concienciación ha tomado un gran vuelo con la instalación en nuestro interior de las capacidades de imaginación. Este gran vuelo se refiere en primer lugar a la extensión emocional de valoraciones. Son las permutaciones de la valoración que se han hecho enormemente múltiples; y con esto creció también la serie de emociones cada día más refinadas, sutiles y, sobre todo, selectivas. Con las vivencias más complicadas el patrimonio mnésico ha ido progresando, matizándose con contenidos vivenciados. El hombre primitivo sabía distinguir entre una mancha verde o roja, y esto le bastaba. Su sucesor de hoy puede añadir a ello la idea del bosque bajo sol y sombra, y aun la refinadísima del «bosque de mis sueños», lo que supone una gran capacidad previa de almacenamiento de toda clase de ideas, de una ebullición de conexiones entre cosas y cosas, cosas e ideas, ideas e ideas. Y la presencia de tal almacenaje mnésico hace que la atención y el interés hacia tales conexiones, movilizadas por el Tertius, pueda lanzarnos hacia la orientación en situaciones nuevas y en la producción de cosas nuevas. 5 El potencial biológico de la memoria se ha ampliado de una manera gigantesca con la entrada evolucional de la imaginación en el organismo de nuestro género. Aunque no sabemos casi nada sobre cómo funciona la memoria —fuera de los recientes datos sobre RNA (H. Hydèn, J. V. Mc.Connell, etc.)—; aunque la proyección interior de las imágenes y de sus abreviaciones, que son las ideas, es un misterio completo, no cabe duda de que el material que el hombre primitivo y los animales superiores tenían que manejar mnésicamente en su ambiente natural, no civilizado, dista mucho en cantidad y calidad de aquel que trata nuestro córtex de hoy, con sus respectivos ejes subcorticales. Es corriente tener de la memoria un concepto de almacén de datos, concepto sumamente ordinario y vulgar, mecánico, cibernético, poco biológico. Pero si lo mantenemos faute de mieux, insistimos en que la memoria es un «almacén» pasivo que funciona tan sólo si el instinto moviliza las imágenes, las ideas o el tonus. La concienciación no se puede articular debidamente si las instintinas no activan, no hormizan el material de la pantalla imaginativa y el mecanismo de ésta. El saber, durante el progreso de la concienciación de que algo es un objeto determinado —el bosque por debajo de una mancha verde, el transformarse una mancha verde en la forma de un objeto reconocido— supone que el conocimiento, el saber «bosque» ha tenido ya su primera enseñanza elemental en las previas vivencias, y que el resultado de estas previas vivencias sale rápidamente de la memoria, se ecforia, para identificar al objeto de nuestro interés. Sin ello, la consideración de la mancha verde se quedaría en un grado inferior de articulación. Al decir que el saber del hombre se ha ensanchado, decimos en primer lugar que mucho de lo que antes era pura imagen ahora es idea, significado, signo abreviado de una imagen extensa. Con este proceso de abstracción, de la reducción de una imagen a una idea, la concienciación se ha hecho más rápida y la valoración misma también. La concienciación del hombre moderno es caracterizada por un ahorro de tiempo en la conversión de imágenes en ideas. Dentro de la memoria, concebida como almacén, hay una fábrica secreta, una refinería, pero no de grasas y aceites, sino de conversión de imágenes y de vivencias crudas en ideas y signos, en significados, en sentidos. Y otra, ya después de inventarse el modo de comunicación muy progresivo que es el lenguaje: la superrefinería que convierte las ideas crudas, los signos y significados en símbolos y conceptos, encerrados dentro de las palabras, que son una abreviación más para el uso rápido, aún más ahorrativo y abstracto, de la orientación vital, y con ello de la concienciación. El signo «bosque» es ya aquí una idea universal (resultado del complicado saber precedente: todos los árboles son verdes y en conjunto hacen el bosque) y un sustantivo, una tremenda abreviación para el uso del rápido trabajo de la concienciación y de la valoración inmanente en su progreso frente a la sensación aún no suficientemente articulada. En su función interior, la memoria no parece tan pasiva, ni tan sólo un almacén estático. No es un material mecánico, sino uno que se elabora constantemente. Existe una minuciosa mnemopraxia cuyas empresas destilan el material crudo de las sensaciones convirtiéndolo en representaciones, las vivencias en recuerdos completos o parciales, sus partes en recuerdos-objeto separados, los recuerdos totales o parciales en su significado de utilidad vital (ideas), y, para todo ello, el recuerdo de si eran agradables o desagradables (tonus afectivo reactivo). Así, por medio de esta refinería interior mnésica podemos disponer, a la llegada de un estímulo a las altas esferas conscientes, tanto del material que identifica el objeto en cuestión (bosque) como de recuerdos enteros de bosques anteriormente vistos que hacen más fácil el trabajo de la comparación entre las vivencias pasadas y la actual; podemos disponer también de la idea del bosque y de su significado rápido y abreviado, y con todo este saber, a base de esta especificación progresiva, podemos distinguir también si esta idea o este recuerdo, que están clasificados en la memoria, pertenecen al estamento de lo agradable o de lo desagradable. Todo este saber nos facilita la comprensión actual de la sensación: en el proceso de la concienciación ya tenemos iniciada la actividad eminentemente creadora y prototípica del saber-y-comprender. La concienciación abarca, pues, los elementos, las raíces que pueden abrirse en florecimiento creador que permitirá en la valoración sucesiva el saber y el comprender y su orexis potencialmente creadora. Pero —preguntará el lector— ¿es toda concienciación creadora? ¿Es creador todo manejo de imágenes o de signos? ¿Son la imaginación y la ideación creadoras tout court? No lo son, evidentemente, como auxiliares del Primus y del Secundus en sus manifestaciones primordiales. La concienciación de la necesidad «tengo que comer» o de la otra: «necesito acoplarme con una mujer» y las imágenes que en la concienciación de tales necesidades pueden surgir no son auténticamente creadoras, porque no requieren validación en la dirección de enfrentarse con las situaciones nuevas o producir cosas nuevas, terreno genuino de la creación. El «tengo que comer» es una necesidad vieja, muy conocida, y la otra la conocemos también suficientemente. Pero la proyección imaginativa de un plato especial que iría muy bien para satisfacer mi hambre, aunque no exista como realidad dada e inmediata, la proyección de la mujer que preferiría como objeto de mi satisfacción, aunque no exista en la realidad dada e inmediata, ya contienen todos los elementos de la creación incipiente, puesto que son situaciones nuevas, sólo de probable o posible realización. No tengo el plato especial preparado, y para encontrarlo habré de valerme de muchos actos previos, por los que convertiré, con ayuda de muchas proyecciones, mi concienciación optativa de la sensación del hambre en su satisfacción correspondiente. Lo creador de mi imaginación me ayudará a ello. No tengo a la mujer a mi lado. También necesitaré muchas interpolaciones entre la necesidad y la satisfacción, en las que la imaginación y la ideación me ayudarán a convertir la situación nueva en realidad. Lo propiamente creador empieza a funcionar libremente, y en su propia competencia autónoma, sí en vez de buscar a la mujer para mi satisfacción la describo en una novela o solamente proyecto en mi imaginación cómo la describiría si compusiese una pieza de teatro o hiciese una escultura de ella. Pero esta concienciación creadora, optativamente proyectiva de cosas nuevas, no es asunto de este capítulo, que versa sobre la concienciación en general. Nos constreñimos aquí a la conclusión de que el comportamiento creador emerge como necesidad en la concienciación desde el momento en que, para liquidar una sensación, tenemos que inventar su solución. E inventar quiere decir no tener a nuestra disposición todos los factores de integración para el acto adecuado. O falta el factor C de la realidad dada, o la estructura Hf tiene que cambiar previamente, o el ego de las necesidades concretizadas no está preparado para ello. En la imaginación tenemos que actuar como si pudiésemos acondicionarlos a todos para este acto, inventar aquellas constelaciones I, C, E, Hf que nos capacitarían para el acto, y, para que así sea, sustituirlas en la realidad interior proyectada y actuar (Tertius) en esta situación nueva como si ya estuviera dominada. En la concienciación que abre situaciones nuevas, el instinto tiende hacia la producción de cosas nuevas. Estas son las que no existen ni en la realidad de las circunstancias dadas ni en la memoria como recuerdo de vivencias experimentadas ya. Pero sí existen como posibilidad o probabilidad de permutaciones que las conexiones entre las cosas en la realidad de las circunstancias pueden admitir a través de nuestro acto adecuado, por una parte; y que, por otra, puede imaginarse como proyección mediante la combinación de imágenes e ideas del pasado. La creación ex-nihilo no es biológicamente admisible. Ni existe ninguna concienciación de necesidades ex-nihilo. Al menos, no existe para el hombre. El verdadero progreso de la especie humana se manifiesta a través de la concienciación amplificada en el terreno de la creación. Pero no hay posibilidad de tal progreso sin la auto-observación amplificada. 6 Los problemas de la concienciación atraen cada día más la atención de los endoantropólogos, abundando los symposiums sobre este gran tema. Todos ellos tienen un rasgo negativo común: rehuyen las definiciones teóricas de aquellas nociones que son indispensables para llegar a un acuerdo de conjunto sobre los conceptos generales del acontecer interior. Por impotentes que seamos frente a tales problemas como la concienciación y su mecanismo, considero que, antes de revelar los hechos y los experimentos interesantes sobre los pormenores, los participantes en los referidos symposiums tendrían que exponer globalmente y con toda brevedad sus conceptos y convicciones sobre las nociones psicológicas que principalmente componen la urdimbre del material tratado. De otra manera, queda tras de las investigaciones más serias un vacío y una perplejidad acerca de lo esencial que se trata de indagar. Ocurrió algo semejante, por ejemplo, en el interesantísimo symposium sobre los Problems of Consciousness (Foundation J. Macy Jr., Ed. M. A. Abramson, Nueva York 1951, 1952), en que tomaron parte excelentes peritos psicólogos, psiquiatras, fisiólogos, zoólogos, etc. Ni siquiera pudieron ponerse de acuerdo, después de largas deliberaciones, sobre lo que tendría que ser el título de su symposium: tan embrollados eran los conceptos teóricos comunes. Para caracterizar la complejidad, uno de ellos (Fremont-Smith) propuso el título «Los aspectos caóticos de la conciencia». El humor que implica dicha propuesta es bueno; pero el caos intimo hubiera podido ser evitado con un cuestionario previo y obligatorio para todos sobre una serie de definiciones que correspondieran a las nociones auxiliares referentes al problema de la concienciación. Yo contestaría a tal cuestionario de la manera siguiente (lo que también podrá servir al lector de este libro si se ha cansado de las explicaciones previas):
Todas estas respuestas pueden engendrar discusiones teóricas y prácticas; pero en estas respuestas previas: 1) puede verse lo que uno piensa sobre lo esencial del problema; 2) puede lograrse, al menos en parte, cierto acuerdo teórico, sin el cual las discusiones ulteriores suelen adquirir el carácter de un eterno girar alrededor de lo no definido. La discusión científica no debe acabar con que cada uno se vaya a su casa con lo suyo. La teoría debe apoyarse en los hechos observados, y ser confirmada por los experimentos y rectificada por la observación. Pero nadie puede pasarse sin ella, es decir, sin la interpretación conceptual y el significado de los hechos: la concienciación de los hechos científicos tiene que acabar en una orientación vital científica si no quiere resolverse en una distonía y una depresión científica... En cuanto a la discusión sobre la terminología adicional, Kleitman, en el mismo symposium, cree que hay que distinguir entre la «vigilia de necesidad» y la «vigilia selectiva» (wakefulness of necessity y w. of choice), hablando de pequeños, neonatos y de primeros meses. La una sería impuesta al niño por las circunstancias; la otra sería una actividad crítica (critical reactivity) de impulso propio. Pero, si pensamos en que toda sensación, por débil y vaga que sea, tiene que contener (aun cuando es de estimulación endógena) un componente C, es decir, del factor exógeno, circunstancial, esta distinción pierde su valor, ya que no hay vigilia (sensación) constituida sin ello. La vigilia selectiva también es un término superfluo, si no indica tan sólo el grado de atención, siempre inmanente en los estados de vigilia-conciencia, atención crítica por preferencial entre las sensaciones «concurrentes». No hay conciencia sin atención: el contenido de la conciencia es una sensación o representación, y la imposición de una sensación es siempre selectiva. Llega al nivel consciente ya como una selección de urgencia, y llama la atención por tal cualidad. No se constituiría en sensación o en representación sin ello. Así, si nos preguntamos si hay estados, digamos bajos, de vigilia-conciencia, que no exijan sensaciones o representaciones, tendríamos que responder, desde el punto de vista de la orientación vital, con un tajante «no». El puente colgante entre la vigilia-conciencia y la no-vigilia-subconciencia es la primera sensación que llega a establecerse, indicando el mismo cambio. La intensidad del cambio no tiene aquí importancia. Puede ser la del «primer despertar», por ejemplo, un estado primordial posthípnico (hipnopómpico), que llamamos para-consciente, por la poca cantidad de concentración atenta y selectiva que le caracteriza. El mismo «golpe» desvelador del ciclo nictemeral vigilia-sueño, golpe que puede ser tan sólo endógeno, ya es una sensación. ¿Qué tipo de sensación? Del hábito nictemeral y de sus lapsos de metabolismo celular, terminaciones de recuperación, fronteras de reposo, distancias del tiempo interior, que cuando llegan desde dentro y desde fuera a reunirse en condiciones del hábito cotidiano, empezamos a despertar exactamente según este hábito adquirido, que es, por ejemplo, a las siete de la mañana. Exactamente a esta hora, la suborexis prepara, en su metabolismo y en sus irradiaciones reticulares, aquel conjunto de necesidades endógenas cuyo maestro es, por encima de las leyes más profundas del ciclo genérico vigilia-sueño, el hábito individualmente establecido. Este conjunto de necesidades provoca la movilización de dispositivos durmientes, descansantes, y esto nos (¡al organismo total!) da el «golpe» del desvelo (aurousal): sensación del despertar incipiente. Todos los que practicamos la introspección sistemática podemos confirmarlo. Por esto nosotros empleamos los términos del contrapunto vigilia-sueño para indicar los ciclos habituales nictemerales, no para distinguir entre las cualidades del proceso de concienciación. El término de concienciación pone fin al empleo cualitativo del distingo sajón del to be aware of y to be conscious of, usados para determinar varios tipos de conciencia y, a veces, para contrastarlos. No hay conciencia sin uno y otro presente. Su grado puede ser más intenso (lo que siempre significa atención más concentrada, autoobservación más desarrollada, y, ante todo, actividad mnésica de más contenido), o menos intenso, pero, como una sensación o una representación, no pueden constituirse sin que nosotros (el resto del organismo) nos demos hasta cierto punto «cuenta de» que algo sucede en el organismo, o sin que no estemos «conscientes de» ello. Estos términos son tautologías. Los patólogos y psiquiatras suelen a veces emplearlos hablando de amnesias. Un enfermo citado por Abramson, (ibid), se «da cuenta» de todos sus actos, menos de la identidad de su persona; ha olvidado quién es y cómo se llama (bajo el impacto de un conflicto afectivo). Y en un momento determinado también se da cuenta de que lo ha olvidado (y esto le preocupa). Sin embargo, sigue con el olvido de su nombre, etcétera. ¿Necesitamos cambiar algo de nuestra teoría para describir esta enfermedad? No. En la desorientación vital de este enfermo, la concienciación encuentra obstáculos en cuanto a la ecforia de ciertos datos mnésicos; no se cumple una necesidad suya (la de la identificación personal); las instintinas no acuden a activar estos estratos de la memoria; estas representaciones y estos signos quedan por debajo del umbral consciente, mientras que todas las demás sensaciones-representaciones de comprensión, incluso las del «darse-cuenta-de-la-ausencia-de-identificación-personal», funcionan perfectamente. Encontraremos con facilidad la causa de esta inhibición: en el conflicto afectivo que trastorna al enfermo (en el caso citado por Abramson el afán de olvidar la identificación por sentirse culpable de crímenes ideados y por el cansancio expresado en las palabras «quiero terminar con todo»). Es una dismnesia oréctica; pero es mejor que no hablemos de trastornos de conciencia, como si «el órgano» de ésta estuviese «lesionado», y que fuera ésta la causa del trastorno y de la desorientación vital. Los trastornos de la conciencia, vistos patológicamente, son síntomas del diagnóstico objetivo, y la conciencia también es un síntoma y no una causa. Por esto no podemos hablar de la conciencia «eficiente», porque los síntomas no hacen nada. Ni debemos hablar de contenidos de la conciencia, sino tan sólo de los contenidos de las sensaciones-representaciones correspondientes. Estamos de acuerdo con Kleitman cuando dice que es preferible hablar del centro de la vigilia y no del centro del sueño (N. Kleitman: «Problems of consciousness», página 31), haciendo hincapié en ciertas explicaciones fisiológicas de la formación reticular y en su importancia en cuanto a los estados de conciencia, diciendo que los animales decorticados mantienen los ciclos de la vigilia-sueño. «Estamos acostumbrados a pensar de nosotros —dice Kleitman— como de los que estamos vigiles, y que algo tiene que suceder para que nos durmamos. De hecho las cosas están al revés: dormiríamos todo el tiempo si no ocurriese algo que nos despertara». Este algo siempre sucede en casos normales, porque el género humano y el animal ya sabe desde dentro por el hábito nictemeral que una parte de sus comportamientos (aunque sea tan sólo la alimentación y la procreación) no se puede cumplir sin despertar. Son los superinstintos de esta índole los que dan el golpe nictemeral, con su sensación de desvelo. Los instintos, servidores del mantenimiento y del desarrollo de la forma del organismo. No me extrañaría si la neuroquimica descubriese pronto, entre las instintinas, una específica del despertar nictemérico.
EL DIFÍCIL PROBLEMA DE SABER ALGO SOBRE LA PANTALLA INTERIOR DE LA IMAGINACIÓN E IDEACIÓN1 La misteriosa actividad humana de producir imágenes en la pantalla interior ha confundido a los mejores espíritus que intentaron dilucidar este secreto. Son pocas las nociones sobre las que se han forjado teorías tan divergentes y a veces estúpidas como sobre la imaginación y las imágenes. Mientras que para Descartes la imaginación es la prueba más tajante de la unión del alma y el cuerpo, moviendo la glándula «pineal» de manera que los «espíritus animales» puedan penetrar en los poros del cerebro capaces de representar el objeto que uno quiere imaginar, para Spinoza la imaginación es una capacidad «amoral», fuente de ideas inadecuadas y de pasiones que esclavizan al hombre. Para Pascal es incluso «maestra de errores y de falsedad». Kant ha reconocido la importancia de la imaginación en la creación, sin darle el rango de factor en el llamado «conocimiento objetivo o exacto». Tenemos que llegar a la reciente escuela alemana de Wurzburgo para encontrar unas fórmulas desprovistas de arbitraria filosofía especulativa y con indicaciones sobre el íntimo parentesco entre la inteligencia y la imaginación, entre las ideas y las imágenes. Y esperar a que Bergson, ya en nuestra época, dilucide la sutil conexión entre la memoria y la imaginación. Sartre ha contribuido poco, con su equilibrismo literario aplicado a la psicología, a esclarecer la posición de la imaginación en el mecanismo de la vida interior. Decir, por ejemplo, que «la imagen abarca un cierto nada» es hacer cómoda literatura con pretensiones científicas. Cierto es que nada sabemos acerca de cómo funciona la imaginación, ni la memoria, que es su fuente, ni cómo nacen en nosotros las sensaciones, ni cómo convierten su material en representaciones mediante la pantalla de la imaginación. Podemos especular sobre estas materias, pero esto no nos conducirá muy lejos. Lo que podemos hacer es establecer el papel de la imaginación en la visión de conjunto de la orientación vital interior, sin pretender descubrir, de momento, su mecanismo. En esta situación es rigurosamente recomendable la sencillez con la definición de esta noción. Tanto ésta como la inteligencia ocurren como procesos en la misma pantalla interior. Las dos sirven para la orientación vital. Las dos tienen su fuente en la memoria, y ésta no es otra cosa que el «depósito» de nuestras vivencias, de la experiencia. Ambas sirven para la valoración de las situaciones en las que se encuentra el organismo. Las dos son procesos proyectivos. La definición más sencilla de la imaginación parece ser «capacidad y proceso de manejar imágenes interiores con el fin de utilizarlas en la orientación vital». Con el proceso proyectivo de la inteligencia manejamos ideas. A cuanto dijimos sobre la imagen y la idea en la POV poco podemos añadir. De todas formas, quizá no venga mal subrayar también en este lugar que ni los procesos de la imaginación ni los del manejo de ideas pueden ocurrir sin estar envueltos dentro de los procesos afectivos, orécticos, tomando parte en su valoración. Ni la memoria ni la imaginación se mueven sin ser estimulados por los instintos. Y donde se mueven éstos, la orexis está en marcha. 2 Al definir la imaginación como capacidad y proceso de manejar endo-imágenes, es decir, de evocar y combinar material de las vivencias pasadas, depositado en la memoria, hemos optado deliberadamente por una definición amplia, no muy precisa. Tal precaución nos impone la dificultad de distinguir con toda precisión autoobservadora entre las senso-imágenes (por ejemplo: la forma reconocida de un jarro sobre la mesa) y las imágenes auténticas. De estas últimas hablamos cuando proyectamos desde la memoria una imagen que nos sustituye la realidad dada (por ejemplo, la imagen de un jarro que no está en la mesa a la que miramos). Aquí ya creamos; nuestra imaginación nos sirve para una construcción de la realidad que solamente existe por su pantalla de proyección. En ambos casos existe evocación del material mnésico: cuando en la concienciación del jarro real identificamos el objeto mediante la memoria de reconocimiento (M-re), el Tertius moviliza el material del pasado. Esta movilización ocurre también cuando imaginamos una mesa con un jarro no existentes en la realidad dada. Sin embargo, el primer proceso es tan sólo una construcción —diríamos con nuestro lenguaje tan poco diferenciador—, una articulación de la forma (Gestalt), de la sensación visual. En el segundo caso no hay realidad que nos ayude, mediante su estimulación actual, a identificar un jarro existente: el jarro proyectado existe solamente en nuestra realidad interior. La diferencia es grande; el proceso es distinto. En el caso del jarro existente en la realidad exterior, la forma y la identificación a través de la sensación tienen otra génesis y otra interrelación que en el caso en que lo evocamos siguiendo una necesidad de, por ejemplo, una sensación estética a cuya satisfacción obedece nuestra proyección del objeto imaginado. Por esto nos parece acertado el criterio de Drever al decir que tal proceso es creador cuando es «auto-iniciado» y «auto-organizado», y es imitativo cuando tal construcción es estimulada exteriormente. La verdadera representación (imagen auténtica) es la creadora. Pero es evidente que la memoria evocada para fines de concienciación sensorial y la de la creación se sirven de la misma «pantalla de proyección» y que en ambos casos la proyección es debida a la activación de ciertas instintinas (mnemo-hormia). Cuando proyectamos un jarro inexistente en la realidad dada actualmente, no reproducimos usualmente una huella mnésica exacta, tal como se halla en el depósito mnésico de «jarros». Podemos proyectar un jarro similar o muy diferente de todos los jarros vistos en nuestra vida; podemos proyectar un jarro fantástico que es una combinación completamente nueva, un jarro que por primera vez empieza a existir a través de nuestra imaginación. Hemos sacado tan sólo su prototipo mnésico del material que está a nuestra disposición, casi una idea abstracta de un jarro universal, pero lo hemos revestido de colores nuevos y le hemos dado quizás una forma rara. Vacilante o muy claro, el jarro aparece en nuestro interior, cubriendo la necesidad que lo ha provocado. Si fuésemos pintores, podríamos incluso convertirlo en una cosa nueva exteriorizada. Si no lo somos, la cosa nueva se limita a su existencia representativa en el foro interno. ¡Esto es creación!, exclamamos, pura creación. Ningún instinto de conservación lo ha producido, ningún instinto de procreación. ¿A qué necesidad obedece tal proyección? Algo nos faltaba en la realidad dada (hemos descrito este proceso en la POV) y el vacío se ha llenado de nuestro jarro, o de cualquier otra pintura, mucho más compuesta, siempre interior. Una necesidad es siempre una distonía, un desequilibrio del tonus. Muchos de estos tonus negativos los podemos eliminar mediante la proyección imaginativa y crear el mundo de nuestras emociones destinadas a salvarnos de las distonías y del sufrimiento. Una gran competencia que el Tertius opone en el hombre a los viejos instintos de conservación y de creación. Aun con este esquema sencillo del papel de la imaginación en los actos de creación, nos asaltan muchos problemas no resueltos sobre la pantalla interior. Decir instinto, decir instintinas, es poca cosa. Tendríamos que escudriñar qué clase de neuroquímica es esta tan especial que propaga y libera esta proyección interior que sabemos es tremendamente rápida en aparecer, desaparecer, moverse, combinarse, matizarse. ¿Qué clase de enzimas superveloces catalizan esta salida de enjambres de recuerdos, ideas y tonus, para que se componga precisamente el grabado que tiende, más misterioso que todo lo demás, a formarse repentinamente y con una emergencia cuya importancia no nos resulta clara, a pesar del gran interés, atención y autoobservación con que lo acompañamos? Sabemos maravillas sobre la transmisión-propagación del estímulo, pero nos parecen un impotente primitivismo, si queremos aplicar este saber por analogía al proceso de la proyección imaginativa. ¡Qué sutilezas de concienciación afrontamos aquí! Aun con las sensaciones exógenas, la concienciación podemos cogerla por la solapa de la fisiología de los receptores, que son el ojo y el oído, unos dispositivos palpables. Pero, aun aceptando la teoría oréctica de cuatro factores para estos procesos imaginativos, y admitiendo que no ocurre nada en nosotros que no esté hecho por ellos, la estructura aquí, los dispositivos de la imaginación, se nos escapan por completo. Una cosa sabemos con toda seguridad: que para todos los acontecimientos interiores, la Naturaleza emplea en el organismo los mismos métodos de orientación vital. El esquema de la orexis creadora es idéntico al resto de la orexis. La pantalla imaginativa sigue también el principio de orectón a orectón. Y una proyección de una imagen o de una idea es también un acto oréctico. 3 El instinto, que es un ordenador de contenidos y procesos, el guardián más vigilante de la forma del organismo, su más fiel servidor y su protector, cuida también, en su aspecto de Tertius, de que del almacén de la memoria no se escapen sin motivo ni dirección estos enjambres que se llaman imágenes de las vivencias pasadas. A medida que también en los estados de vigilia parcial, paraconscientes, como en los estados oníricos y semioníricos, la orexis subconsciente, siempre activa, toca el umbral consciente, los instintos siguen el trabajo disminuido de los demás factores. Parece que, durante el sueño, el Tertius es el que más prontamente se alerta, facilitando proyecciones imaginativas y dándoles incluso más libertad que en el estado de vigilia. Lo mucho que desean escapar las imágenes nos lo demuestran los aspectos patológicos de la confusión, de la fiebre, del delirio. Dentro de lo normal, son los estados pre y post-oníricos los que indican la ebullición que reina en el hacendoso almacén de la memoria. Las cosas más extrañas del mundo puedan captarse si uno consigue un poco de autoobservación en los momentos antes de dormirse o en el momento de despertarse. En 'el tren o en el tranvía, al dormirse leyendo, llegan estos momentos en los que podemos apresar los caprichos de la imaginación antes de abandonar el último umbral de la autoobservación. Es entonces cuando el juego de la imaginación nos puede parecer arte de brujería. Aparecen, pues, en estos estados semioníricos unas composiciones de imágenes completamente ajenas a todo lo que el mundo de las circunstancias puede ofrecer como estímulo inmediato de sensaciones, y también totalmente ajenas a las necesidades actuales controlables, lo mismo que a lo que podríamos llamar la dirección de los instintos. Son estados de liberación mnésica, indicando que si dentro del almacén de la memoria no hay estricta inspección y vigilancia, el material mnésico tiene tendencia a escaparse sin orden alguno y dedicarse al juego libre por su propia cuenta (Leerlaufreaktionen, reacciones en vacío). Estamos en el tranvía, pero en esta fantasmagoría nos vienen unas imágenes que son paisajes que no recordamos haber visto nunca en realidad, ni lo más remotamente; o unos acontecimientos relámpago con personas que parece que jamás hemos encontrado en la vida; colores que no hemos imaginado durante nuestro soñar despierto; combinaciones de cosas e ideas, conexiones entre ellas que ninguna lectura de libros —que podamos recordar— nos puede haber sugerido. Parece que en el almacén de la memoria, saltando por sus departamentos, estos pequeños fantasmas, nacidos de cualquiera de estas estadísticas marginales, corren como locos de alegría por haber podido escaparse de las garras del instinto ordenador. Si pudiesen establecerse según su lógica, sería una verdadera locura. Por suerte su vida es más corta que la de un relámpago: los borra de la semiconsciencia tanto el sueño como el pleno estado de desvelo. Si por cualquier estorbo de hormización estos presos escapados se instalan, se organizan y se sistematizan, tenemos ya la base por la cual se inician la alucinación, la obsesión, la fiebre, el delirio. La concienciación desviada, la imaginación de escape tienen como primer causa el estorbo en el suministro de los instintos. La fainoblastia libre (brote libre de fenómenos) es un síntoma del Tertius vacilante. Siguiendo las sugestiones del tibetano Tzong Kapa, yo he anotado con frecuencia los contenidos de estos estados pre y post-oníricos, describiéndolos para mi uso propio, añadiendo las circunstancias exteriores que les acompañan y las posibles influencias inmediatas o anteriores que puedan tener un parentesco con su surgimiento. Y también intentando sorprender la ley de esta ebullición marginal de los instintos. Pero nunca he podido liberarme de la impresión de lo fantástico de tal juego. Y no he llegado al descubrimiento intuitivo de ninguna ley que pueda formar la base de estos pequeños acontecimientos paraconscientes. Por ejemplo, leo en la revista francesa «Elle» y empiezo a dormitar. Antes de dormirme puedo aún recoger la súbita imagen de un espléndido rinoceronte que corre, en mi pantalla interior, a través de la selva, y me desvelo sorprendido por la observación aún vigente, y por su total incompatibilidad tanto con las circunstancias de mi cuarto como con las vivencias previas de la lectura. En otra situación preonírica semejante en un autobús, veo de repente a un carro del Oeste precipitarse en un abismo. ¿Es un recuerdo de alguna de esas películas del Oeste? Pero ¿de dónde sale, precisamente en este momento, en el que nada me liga —que yo sepa— a ninguna de tales asociaciones? Rapaport nos cuenta también por su parte en la citada Conferencia Macy (1952), con una aportación valiosa de sus vivencias imaginativas de esta índole semionírica (hipnagógicas, hipnopómpicas), sorprendentes también para él. Yo he podido averiguar en un centenar de ocasiones que estas rapidísimas imágenes están de verdad totalmente desligadas, son arbitrarias para una lógica determinista y no tienen ninguna aparente ligazón asociativa directa con las sensaciones previas o con las representaciones inmediatamente anteriores. Son la mayoría de las veces absurdas, espontáneas en su sinrazón, sin sentido en cuanto a la continuación racional de las vivencias. Pero a pesar de esto son visiones clarísimas, si las cogemos, aunque extremadamente fútiles y escurridizas. Poseen colores o están hechas en grabados negro-blanco. Estos eidetismos marginales, como yo los llamo, son improvisaciones de acontecimientos en el umbral entre lo consciente y lo subconsciente; están en la misma puerta de éste, pero obedecen ya a unas estadísticas del acaecer que sobrepasan nuestra torpe posibilidad de retenerlas allí, en el umbral, para poder observarlas. Sin embargo, tienen ya cierta lógica de sueños, con abreviaciones y saltos, sobre todo saltos, y parecen tener tendencia a continuar por la misma lógica. Pero al primer empuje de la concienciación desaparecen, quién sabe dónde, sin dejar otras huellas emocionales que las de nuestra tremenda sorpresa. Uno tiene que anotarlos inmediatamente; cualquier demora los borra o los confunde, mucho más de lo que ocurre con los sueños que queremos contar. Pero el que se acostumbra a recogerlos lo puede hacer cotidianamente: están siempre dispuestos a manifestarse en los estados semioníricos. La mayoría de ellos son de contenido siniestro. Sin ninguna pretensión teórica, anotamos nuestras hipótesis orécticas sobre tales pequeños acontecimientos, concluyendo:
4 Según el concepto de la POV, entre la proyección imaginativa e inteligitiva no hay diferencias de proceso proyectivo; en ambas se proyectan contenidos mnésicos con fines de orientación, ambas son, en su función, instrumentos de valoración, y sirven tanto para fines auxiliares en comportamientos de conservación y procreación como para los autóctonos de la creación. Ambas se proyectan en la misma «pantalla» interior y son movilizadas por las instintinas respectivas. Sin embargo, el contenido de la proyección es el que nos hace mantener cierta diferenciación entre las dos: en la imaginación se proyectan imágenes, en la ideación ideas. Las fronteras entre la imagen y la idea no son fácilmente discernibles, ya que las ideas también tienen su forma: la Naturaleza se manifiesta siempre —al menos por lo que podemos concluir en relación con el hombre— en formas. La sensación, la emoción, la imagen, la idea, el tonus, etc., son siempre formas: el sentir subjetivo es forma compuesta por los cuatro factores de la orexis en la célula y en el organismo total. La concienciación es el proceso que nos confirma más tajantemente que la Naturaleza —viva y muerta— no quiere o no puede manifestarse de otra manera que en formas. ¿Qué es lo que distingue en la endoantropología la forma de la imagen y de la idea? Hemos definido la idea como signo abreviado del significado de la utilidad vital que una vivencia pasada ha tenido para el organismo, signo contenido en la memoria de ideas, legible para nosotros sin que tengamos que acudir a la reconstrucción de la vivencia pasada en su totalidad. La idea es un ahorro mnésico; en vez de manejar, en una orientación actual, el grueso material de recuerdos, contenidos en la memoria de vivencias, tan sólo nos servimos del significado que la vivencia ha tenido (y puede tener también en la orientación actual) para el organismo: usamos ideas en vez de ecforiar la vivencia total. Esto nos facilita la orientación y la hace más rápida. Esto supone también que todas las vivencias sean convertibles en ideas, pero sería lanzarse en hipótesis de poco valer si construyésemos una teoría sobre cómo se convierte una vivencia, una experiencia, en su idea. El enzima de tal aceleración, el proceso suboréctico de tales elaboraciones intramnésicas, son desconocidos. Sabemos tan sólo que, por ejemplo, la experiencia «madre», es primero una vivencia emocional; después una imagen, un recuerdo «madre»; un tonus afectivo «madre»; y gradualmente también un signo endógeno «madre» que poco a poco puede avanzar a ser también la palabra «madre». Para alegrarnos o tener miedo en relación con este contenido mnésico, en una vivencia actual, no precisamos reconstruir la serie de vivencias pasadas en forma de recuerdos totales; nos basta el signo abreviado, la idea. Así, la valoración emocional puede hacerse también manejando ideas, crudas o articuladas. Incluso el tonus afectivo, relacionado con las vivencias pasadas, es abreviado: por un tremendo sentido de orden, las ideas llevan consigo también su signo de agradables o de desagradables. Una facilitación más en el organismo previsor. La imaginación y la ideación son instrumentos para valorar las situaciones dentro de la orexis, son elementos de la gran categoría de la orexis de comprensión, y no son, ni la una ni la otra, idénticas a la capacidad de comprender. Para poder comprender tienen que acudir los cuatro factores e integrarse en un proceso oréctico. Dentro de éste, en la fase valorativa, hacemos uso de estas dos capacidades proyectivas en las vivencias conscientes y semiconscientes, es decir, en los tropismos extensos de orientación. En todos los procesos de valoración sobre la utilidad vital acuden, desde su depósito mnésico, huellas de la vivencias pasadas, en primer lugar las de la memoria de reconocimiento (reconocer objetos, cosas, hechos, en una sensación) y el tonus correspondiente. Si la valoración se hace más extensa pueden movilizarse también imágenes e ideas, con su tonus respectivo. Esta valoración extensa nos facilita la comprensión de las conexiones, pasadas o actuales, entre las cosas y cosas, cosas e ideas, ideas e ideas. El pasado acude, pues, con su saber imaginativo e intelectivo, para hacer posible, dentro de la valoración —que está a su vez encauzada en un orectón de comprensión—, la situación abierta frente a la cual tenemos que orientarnos. En cada acto de comprensión hay, pues, esta palanca del saber y otra del comprender (o del entender). Aquí cabe subrayar otra vez, frente a los prejuicios racionalistas, que no podemos valorar conscientemente, es decir, movilizar el saber para comprender, fuera de un proceso emocional. Y que el comprender mismo también es un proceso emocional. Con este concepto, elaborado en la POV, nos hemos:
Pensar es siempre valorar. Y nunca valoramos fuera del sentir. El papel del instinto en la ecforia de imágenes y de ideas es el de la fuerza inductora con la cual las instintinas las movilizan. Somos más imaginativos o más inteligentes por la actuación concreta con que el instinto moviliza, en los procesos de valoración, las huellas mnésicas que necesitamos para la orientación. Podemos, pues, en el lenguaje común, hablar de una inteligencia viva o brillante, o de una imaginación exuberante. Pero, definiéndolas orécticamente, tenemos que tomar en consideración que estos adjetivos nos sirven tan sólo para demostrar la capacidad tercio-instintual de movilizar las ideas o las imágenes, debido a su papel dentro de una emoción. Con esto queremos decir que las manifestaciones imaginativas e intelectivas no son factores autónomos equivalentes a los cuatro factores ICEH, sino fenómenos y productos interfactoriales. Por esto nuestra definición de la inteligencia es restrictiva. No pensamos, como por ejemplo Spearman, que la inteligencia comprende la habilidad 1) de observarse uno a sí mismo, ya que este famoso desdoblamiento interior requiere la cooperación de más elementos que el manejo de ideas; o 2) la de descubrir relaciones esenciales que existen entre varios conocimientos: sin la orexis de comprensión activada no podríamos llegar a tal resultado. Y lo mismo vale también para 3) el establecimiento de correlaciones entre estos conocimientos. El manejo de ideas es un proceso, y no una habilidad fija y autóctona, un proceso que depende de muchas cosas y del actual estado de estas cosas en el organismo. No siempre somos inteligentes de la misma manera, no tenemos a nuestras disposición la misma «cantidad» de inteligencia; no somos, frente a las situaciones abiertas, inteligentes del mismo modo: cualquier genio cuyo «cociente de inteligencia» es valorado como muy alto, puede comportarse, en una situación dada, como un idiota. Por esto nos parece tan relativa toda esta sabiduría moderna que «mide» la inteligencia general de un individuo. Más cerca de la verdad nos parece la fórmula de Binet que atribuye a la inteligencia la capacidad de tomar y mantener una dirección, adaptarse al propósito de conseguir cierto fin, y poder controlarse en éste con autocrítica. Sin embargo, esta es más bien la definición de la valoración, porque hacia todo esto que menciona Binet tendemos durante los procesos de valoración. Pero Binet anda por buenos caminos cuando en su fórmula intenta establecer las relaciones que en el camino de la movilización de ideas se encuentran entre el instinto (propósito, dirección) y la memoria que lo facilita con su material (adaptarse quiere siempre decir también medir la experiencia pasada por lo que ella puede tener de efecto en la orientación actual). Bergson identifica la inteligencia con el surgir en la historia del Homo Faber, el que sabe inventar y fabricar utensilios. Pero esto significaría identificar la inteligencia con la creación tout court. La inteligencia es evolucionalmente más antigua. El concepto de Allport es muy ancho e identifica la capacidad intelectiva con la de poder orientarse, diciendo que la inteligencia es la capacidad de resolver problemas de la vida, de razonar con habilidad perceptual, con imaginación constructiva, con enjuiciamiento sano. Esta fórmula, hecha a medida del hombre, parece no abarcar los animales que también tienen inteligencia, y pueden manejar imágenes e ideas hasta cierto punto. Piaget identifica la inteligencia con la adaptación. Es uno de los primeros que insiste en que la inteligencia no es una facultad fija, sino un proceso biológico. El sistema oréctico que seguimos nosotros define la inteligencia como «medida individual variable de orientación vital que un organismo animal posee para valorar una situación abierta, sirviéndose de signos mnésicos (representaciones) de su experiencia pasada». De esta definición se desprende que:
5 Y aquí se presenta un problema que ha hecho correr mucha tinta, el de la relación entre el instinto y la inteligencia. Es uno de los problemas que se han hecho crónicos por las debilidades de la visión sobre el conjunto de factores del comportamiento. Pero el último medio siglo de investigaciones zoológicas lo han esclarecido bastante. Y a la luz de éstos, todo lo maravilloso que, en el comportamiento animal, se atribuía antes a la llamada «inteligencia» animal, ha quedado reducido al instinto jerarquizado, todo lo de las abejas, hormigas y termitas, falanstéricos y socializantes, hasta todo aquello de los sabios delfines y de las focas, de los monos y de las leonas, casi creadores e individualizantes. Nos sorprendieron, entre tantos otros, los brillantes resultados de las investigaciones de von Frisch con las abejas. Estas no tienen que aprender de nadie para llevar a cabo unos comportamientos que por su complejidad y alta «inteligencia» las pueden elevar ante nuestros ojos humanos a unas sabias, dotadas de exiguas matemáticas. La elegancia de la Naturaleza —que tiene un enorme culto a la forma y es una suprema magistra elegantiarum— se permitió en este caso el lujo de dotar a las abejas de un lenguaje de baile, con coreografía matemática aplicada al principio de la utilidad vital. Cuando regresan de sus vuelos en los que coleccionan alimentos, visitando flores, las trabajadoras comunican sus experiencias a las demás compañeras mediante unas figuras de baile. Sus matemáticas son especiales, pero se pueden traducir al lenguaje de las nuestras: indican con toda seguridad la distancia que las fuentes de alimentos recogidos guardan: 9-10 movimientos significan 100 metros, 6 movimientos 500 metros, 5 movimientos 1.000 metros, 2 movimientos 5.000 metros. Este relato está acompañado de muestras de perfume y material especial de las flores visitadas. Ahora viene la geometría y la astronomía: la coleccionadora baila también el ángulo, con relación al sol, que las demás compañeras tienen que tomar en su vuelo, al salir, si están interesadas en la misma fuente de su «néctar». Y también les comunica su opinión sobre el valor de estas experiencias: la «rentabilidad» de lo preferido entre la mercancía suministrada es subrayada por la vivacidad en el baile, según la muestra en cuestión. Todo esto es perfectamente instintivo y no necesita ningún aprendizaje ya que abejas aisladas, y de sólo siete días de edad, sueltas a su primer vuelo de coleccionadoras, al volver llevaron a cabo estos bailes con toda perfección, normalmente, sin torpeza, y con mucha vivacidad. Sobra decir que las demás abejas comprendieron exactamente tales informaciones y se valieron de ellas. No sabemos qué es lo que tenemos que admirar más en este institucionalismo refinadísimo de la Naturaleza, el saber coreográfico, o el comprender perfecto del congénere. Las abejas también valoran con márgenes de toda abundancia, pueden escoger y seleccionar entre las cosas, y —horribile dictu— incluso poseen imaginación y pueden comprender el significado de las cosas, es decir, tienen ideas, mediante las cuales pueden interpretar las informaciones que les dan sus compañeras. Es quizás aquí donde empieza el verdadero manejo de ideas. Si el hombre quiere entrenar a las abejas para que tomen sus comidas a horas especiales, tiene que contar con sus sistemas bio-matemáticos. Pueden ser entrenadas a distancias de 10-12 horas, pero tan sólo dentro de un circulo de 24 horas y no, por ejemplo, dentro de uno de 19 ó 48 horas. Pueden aprender cosas que corresponden a la naturaleza de su preadaptación instintual, innata y heredada también con cierta limitada modificabilidad, pero no pueden aprender cosas «no-naturales». Como bien dice Tinbergen: «Muchos animales están hereditariamente preadaptados para aprender ciertas cosas y para no poder aprender otras». Y von Frisch, en su sencillo lenguaje, confirma: «Se puede hablar de un aprendizaje natural en contraste con el contranatural (im Gegensatz zum widernatürlichen Lernen)». Estas complicadas matemáticas de las abejas y su arte provechoso están dentro de los límites que su instinto de conservación les impone. Desde luego, lo tienen todo preparado, preadaptado, menos la comprensión de la variabilidad de signos que les enseña la compañera: aquí ya parecen crear, enfrentarse con las situaciones nuevas. Cabe pensar con admiración en los posibles pormenores y en las probables etapas cuyos acontecimientos de experiencia han formado, en millones de años, los dispositivos y la química de las pre-abejas, para que en las abejas todo esto se convierta no ya en acontecimientos afectivos primarios, sino en tendencias fijas y en dispositivos acabados de un género superior, es decir, completamente preadaptado para sobrevivir en un ambiente especial y en territorios con fronteras que los grupos del género necesitan. Todo esto de las abejas, de su construcción de colmenas, de su producción de miel, de su sistema sexual y de sus habilidades de organización social cognoscitivas, afectivas y del acto, puede esquematizarse bajo las etiquetas de dos primeros instintos de conservación y procreación. Pero la comprensión de los signos ideativos, y los márgenes de tales valoraciones, ya nos inclinan a creer que también disponen de considerables rudimentos del tercer instinto, el creador. También en el hombre, una gran parte de su inteligencia es preadaptada, en cuanto a la composición de sus comportamientos de conservación y de procreación. En él, una vez madurada la constitución normal, los dispositivos genéricos de la estructura (Hf), los balances dinastásicos de sus funciones, los estímulos de las circunstancias exógenas y la organización jerárquica de los instintos le capacitan grandemente para llevar a cabo actos genéricos de conservación, con «inteligencia» adecuada. Para la creación propiamente dicha quedan tan sólo las situaciones nuevas y la producción de cosas nuevas. También para esto está instintualmente preadaptado. Pero dentro de estas fronteras genéricas la Naturaleza reserva al individuo humano la medida personal (supergenérica) de crear, de enfrentarse con las situaciones nuevas, y lo que más le distingue de otros géneros es su manejo de imágenes e ideas, es decir, la producción de cosas nuevas, cosas que en concreto la Naturaleza no ha previsto fuera del hombre. |
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