El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. CAPITULO I - LOS DUEÑOS MILENARIOS: SOBREVIVIR, PROCREAR, CREAR (continuación III)
PUNTOS DE PARTIDA PARA UNA TEORÍA ORÉCTICA DEL CONOCIMIENTO
Para los que, como nosotros, opinan que no se puede pensar sin sentir, y que todo pensamiento, razonamiento, juicio, conclusión —es decir, valoración consciente— están regidos por los procesos subyacentes de la orexis de comprensión, y sólo se manifiestan, conscientemente, dentro de estos procesos, quedarán de antemano condenados a serias dudas los intentos que tienden a la separación de las leyes psicológicas y a las de la lógica. Lo que acontece en el interior del hombre no se puede separar del sentir: la endoantropología tiene esta base única. No podemos admitir, conceptuando así las cosas del acontecer interior, que pueda existir una verdad lógica y matemática diferente de la verdad de la experiencia común como se esfuerzan en asertar algunos logicistas de gran talla, entre otros también Bertrand Russell en su libro An inquiry into meaning and truth. Por otra parte, carecemos completamente de la ambición de los filósofos y de los matemáticos, que creen que puede lograrse la fórmula de la verdad absoluta y total. Los números son para nosotros abreviaciones del pensar lógico, y éste una abreviación del sentir biológico. Este modo de conceptuar nos desvía fundamentalmente de la postura de los «separatistas» como Frege, Russell, Wittgenstein, Carnap, Neurath, Hilbert, Husseri, etc. que, con sus brillantes obras, quieren consagrar la división entre la lógica y la psicología e incluso dictar leyes del pensar abstracto renegando de la cuna en la que nació la palabra. Leyendo estas obras de gran vuelo, hemos podido comprobar a menudo que, al forjar la teoría del conocimiento, sus autores apenas podían prescindir de categorías puramente orécticas. Pasan por encima de ellas como si fueran algo abstracto y no el sentir en una u otra dirección. Russell mismo, que entre ellos es el que más coquetea con el Bíos, opera con las nociones tales como «expectación», «recogimiento», y convierte en columna vertebral de su teoría del conocimiento la noción de «creencia» (belief), categoría afectiva por antonomasia. Aun cuando se trate de las leyes de la física, no hay que olvidar que éstas sólo expresan nuestra relación humana con los cuerpos astronómicos y con los fenómenos llamados «materia» o «energía» en general, y que los números que formulan estas leyes son para nuestro uso doméstico, y no otra cosa que el significado de la orientación vital que una u otra época humana da a estas relaciones según el tope evolucional de sus conceptos. Si la lógica tiene como propósito «exponer los detalles de las reglas formales de todo pensar y comprobarlos exactamente», como dice Kant, nos parece hoy más seguro que nunca que las raíces de estas reglas descansan en el análisis de la sensación. Y si aún es válida la definición de la escuela cartesiana diciendo que «la lógica es el arte de conducir bien la razón en el conocimiento de las cosas», este «conducir bien» arraiga en conocer el mecanismo de las emociones, instrumentos primarios de la orientación vital. Estamos completamente de acuerdo con S. Stebbing cuando dice que «el pensar es una actividad de toda la personalidad», lo que para nosotros significa que el llamado razonamiento abstracto no se puede elaborar nunca independientemente de las emociones. Pensar es siempre valorar sobre la utilidad vital, y en ésta rige la biología oréctica. Por esto es natural que nos fiemos también en la lógica tan sólo de las categorías que puedan incorporarse como nociones dentro de la orexis de la comprensión. En las páginas siguientes daremos, como un núcleo de orientación, las definiciones y un corto glosario de algunas nociones principales que se necesitan en cada teoría del conocimiento, partiendo desde el punto de vista oréctico, confinándonos al marco que nos impone nuestra tarea actual, es decir, a trazar los senderos de la autognosia, del hombre ante sí mismo. La concienciación de los estímulos, la articulación del conocimiento y la averiguación de su sentido para la orientación vital, corren a cargo de toda la persona humana, pero su activación es asunto del instinto creador: la inducción a conocer es de su competencia. Por esto intercalamos este capítulo sobre la teoría oréctica del conocimiento en la parte que se refiere al Tertius. El que quiera conocerse a sí mismo y al hombre de su convivencia no puede prescindir de las preguntas sobre la verdad, de su sentir, ni omitir cierta claridad de método en cómo conseguirla. El lector al que no interesen los pormenores de esta teoría puede repasar tan sólo las definiciones que encabezan cada uno de los puntos y que estriban en la lógica oréctica de valoración.
Partiendo de la realidad interior, todos los hechos que vienen del mundo de las circunstancias cósmicas o sociales adquieren existencia tan sólo desde el momento en el cual producen cierta estimulación en nuestros receptores. Muchos usan la palabra «hecho» para designar tan sólo los llamados hechos exteriores, circunstanciales. Si tales hechos existen o no, o —cuando existen, o se suponen como tales— cómo se manifiesta su existencia, son, en cuanto a su explicación metafísica, problemas que no nos interesan aquí. Para el racionalismo occidental un hecho es, en muchos conceptos, incluso una proposición comprobada o que puede ser comprobada. Para tales conceptos un hecho debe estar primeramente contenido en una proposición para poder ser verificado. Pero es evidente que, si empleamos la palabra «hecho» cuanto más sencillamente, un hecho es hecho, o puede serlo, mucho antes de ser formulado en una proposición, y también mucho antes de que alguien piense en su comprobación: cualquier cosa que ocurra en un receptor es un hecho. La palabra «hecho», en su uso más general, quiere decir en su descripción tautológica «algo que ha ocurrido». Y todo lo ocurrido no puede ser reconocido como sucedido sin la recepción de un estímulo en el receptor de alguien, ya se trate de un hecho directamente ocurrido en este receptor o de una información sobre el hecho ocurrido en otro receptor de alguien (proposición). Los hechos son primeramente hechos por haber ocurrido algo; y algo es siempre una estimulación recibida en algún receptor de alguien. El hecho ocurrido debe ser reconocido como tal al menos por una persona, la que siente la ocurrencia que se ha producido. Siendo para ella un hecho, su calidad no tiene que ser ni puesta en una proposición articulada, ni comprobada por los demás. El hecho de que «tengo calor» es una sensación-hecho lo suficientemente sensible para ser calificada de hecho, de una existencia eficiente. Y es un hecho subjetivo. En la categoría de hechos subjetivos hay una clase que puede inculcarnos problemas. Lo que ocurre en nuestros receptores cuando un estímulo cae en ellos de un modo subconsciente está evidentemente lleno de hechos; sólo que de ellos no nos percatamos conscientemente. Se dan cuenta de ellos los receptores por sus propios medios, en cognición subconsciente, muy sutil y refinada. La persona no se da cuenta de ello hasta que la estimulación no alcance el grado de sensación. Son efectos reales, no cabe duda, pero el organismo nos lo comunica tan sólo si necesita, para su elaboración, los niveles conscientes. Tales eventos, escondidos ante la conciencia, pueden inferirse a posterior;", pero no con per-catamiento directo. Por esto envolvemos en nuestra definición del «hecho» tan sólo las sensaciones y las representaciones. A las subsensaciones y a las subemociones las llamaremos ocurrencias, para distinguirlas de los hechos conscientemente sentidos. Existen hechos subjetivos y objetivos conscientemente sentidos. ¿Cuándo y cómo se convierten los hechos subjetivos en objetivos? Para esto se necesita una serie de operaciones de comprobación. La más sencilla es cuando un estímulo cae simultáneamente en los receptores de al menos dos personas con una cierta similitud de efecto, en una situación semejante o idéntica para los dos. Un trueno que estalla al mismo tiempo en el oído de mi esposa y en el mío. Es un hecho cuya comprobación no necesita muchas operaciones, como yo no esté sordo como un cañón. «Truena» —decimos los dos en un perfecto acuerdo de proposiciones—. Las cosas se complican cuando no se trata de tales situaciones ideales para la teoría del conocimiento y la noción del hecho. «Me duele la cabeza», digo, y es un hecho subjetivo consumado. Pero mi buena esposa no lo cree, a pesar de que yo lo diga en serio e incluso con una expresión de la cara que apoya dramáticamente mi solemne declaración. Mi esposa no cree que sea un hecho verdadero (sino que es más bien una excusa para que no vayamos al teatro). Para ella mi proposición no se apoya en un hecho, y el hecho subjetivo no se convertirá en un hecho objetivo si no la convenzo o si ella misma no se convence. En ambos casos tendrán que reunirse muchas condiciones, porque se trata aquí ni más ni menos que de verificar la verdad de un hecho. Y la verdad es una cosa costosa, requiere esfuerzo y tensión. El cuadro de tal esfuerzo comprenderá, grosso modo, un esquema rico de condiciones y operaciones. Podríamos reducir su esquema a lo siguiente:
Con estas suposiciones factoriales reunidas puede ponerse en marcha la orexis de la compresión sobre la existencia del supuesto hecho comunicado en el estímulo. La valoración cognoscitiva requiere además:
Tales conclusiones, para hacerse adecuadamente, suponen una serie de creencias intermitentes:
y, en los casos de que los hechos están presentados por otras personas,
Un hecho es posible cuando cae dentro de lo usualmente experimentado por la organización genérica de sentidos humanos (sensibilia); un hecho es probable biológicamente cuando su estimulación llega a ser objeto de valoración consciente; un hecho es real cuando su estimulación llena todo el espacio valorativo que una sensación requiere; un hecho es verosímil cuando es creído como posible, probable y real relacionado con nuestra experiencia subjetiva pasada. Detallando nuestro ejemplo con el fin de ilustrar los puntos grosso modo expuestos sobre la conversión de un hecho subjetivo en un hecho objetivo, el esquema concreto del proceder de la esposa frente a la declaración de su marido será conectado con los puntos anteriores de la manera siguiente:
El hecho se ha convertido de subjetivo, sentido por el esposo, en objetivo, asequible en forma verosímil a la esposa. El significado del hecho está comprendido a través de una proposición. Aún no está comprendido el probable sentido que eventualmente el esposo quiere dar a la existencia del hecho y a lo expresado en su declaración: si querrá ir al teatro o no, lo que, como sentido de sus palabras, es importante para la orientación vital de la esposa. Pero esto ya es asunto de unas averiguaciones ulteriores, que la esposa ha de hacer a base del mismo esquema 1-12. De todo este proceder puede concluirse que, en el fondo, el conocimiento de un hecho y el conocimiento de una verdad no son más que diferencias de grado a lo largo del mismo proceder fundado en el saber-y-comprender. Llamaremos hecho objetivo a un estímulo exógeno reconocido corno cierta relación entre cosas y cosas mediante la ecuación de ideas que presentan, por una parte, sus fuentes de procedencia y, por otra, el saber del que lo comprueba sobre su probabilidad, realidad y/o verosimilitud en una valoración de comprensión.
Esta noción vaga y auxiliar del lenguaje común, una universal de las más universales, casi una universal absoluta —porque no hay nada que no llamemos, en el lenguaje común, una cosa—, debe obtener en la terminología del conocimiento una determinación más circunspecta. Nosotros la empleamos en su sentido citado; y después también para abreviar fastidiosas enumeraciones en cierta dirección. Así en nuestro sistema hablamos a menudo del orden y de la conexión de las cosas (ordo et connectio rerum). Aquí las cosas significan fuentes de estimulaciones, pero también los hechos relacionados con cosas, objetos e incluso personas cuando son tomadas en su significado de fuentes de estimulación. Tal extensión del significado parecería inadmisible en un pensar limpio si no tuviéramos para ello la justificación de que todas estas «cosas» las imaginamos confrontadas con el sistema de «ideas». En la memoria, el orden de las cosas puede suponerse como una categoría apartada; el de las ideas como otro departamento. Entonces incluso podemos catalogar a las personas entre «cosas». En el orden de las cosas existen también las huellas de las personas como hechos; los hechos de otra índole también, y los mantiene juntos cierta conexión de la que vive el sistema de la memoria. Por ejemplo: unas personas existen en el depósito de nuestra memoria como vestidas de rojo o de uniforme, sin tener a veces más datos sobre ellas. Para la memoria son cosas en forma de persona, personas cosificadas, casi objetos, o solamente hechos sin mucha mezcla de ideas. Están categorizadas como algo que se mueve o presenta en rojo, o con cierto uniforme; son tan sólo manchas de esta índole en la memoria. Claro está, todas las cosas de la memoria pueden convertirse en ideas, pero este ascenso no es siempre automático: la ideación se hace por un proceso especial cuando es necesario. (Véase el párrafo sobre las ideas en la POV.) Podemos evocar aquella «persona vestida de rojo» como una mancha roja; sale entonces del depósito de la memoria del reconocimiento como cualquier otra mancha entre otras de las que disponemos, y es una cosa recordada. Es en este sentido como empleamos la palabra «cosa» cuando hablamos de conexiones entre «cosas y cosas», enfrentándolas con las de ideas e ideas, o cuando tenemos que hablar de la categoría combinada de «cosas e ideas» y de sus conexiones.
Esta es una categoría mnésica que significa una especificación de utilidad vital, un análisis acabado del laboratorio en el almacén de la memoria. La experiencia hace necesaria tal economía y orden de especificación. Las manchas verdes o rojas pertenecen, como atributos de la experiencia, a ciertas cosas especificadas. Y si tenemos a nuestra disposición la experiencia de que tal color está asociado a una señal de carretera, o a un incendio habitual, la orientación se nos hace más rápida y fácil. Cosas o hechos, convertidos en sensaciones recognoscibles sin valoración extensa y repetida, que tienen ya en la memoria una preparación terminada mediante varios o muchos atributos, son objetos, cosas un poco más concretas que las cosas tout court. Esta palabra, como la noción «cosa», además de esta clasificación mnésica, tiene en el lenguaje común, filosófico y lógico, una cantidad de significados muy complicados. También «objeto» es cualquier cosa, si se presenta como estimulo a nuestra valoración; y es antítesis lógica del «sujeto» que lo valora; y es un fin de nuestras tendencias, objeto «de»; y es el propósito de nuestras satisfacciones. Y es sustantivo en la gramática que se rige por verbos transitivos y por preposiciones; y es «cosa pensada» en la metafísica, etc. Es difícil no confesar ante tal palabra omnipotente la impotencia de nuestro lenguaje corriente. En este punto empezó la tortura de Wittgenstein: «El mundo es la totalidad de hechos, no de cosas». En este primer axioma se basa todo psicólogo. El genial pensador padecía la conocida obsessio exactitudinis de los logicistas. Pero se olvidó, como muchos de ellos, de un deber científico que es el de confesar en qué punto empieza su impotencia. Obsesivo orgulloso, no lo hizo, huyendo de la angustia logicista. Las definiciones son casi siempre tales confesiones de impotencia, sobre todo frente a las cosas de la concienciación y de las vivencias subjetivas. Y no definió ni el hecho ni la cosa; de tal manera, al seguirle en su Tractatus ya desde el primer paso cojeamos. «El mundo es lo que acaece», su primer punto, es poesía, pero él la toma por ciencia. Otro verso suyo, el citado, también es poesía, contra lo que no tenemos nada que decir. Pero es también un escape de aquel deber de definir, y esto ya nos gusta menos: la definición (en este caso las dos, una del «hecho» y otra de la «cosa») hay que intentarla de todas maneras. Si es errónea, o cojea fuertemente, es lamentable, pero es menor pecado intelectual que cerrar los ojos ante la dificultad. Lo definido podernos seguirlo hasta el centro de su error o de su impotencia. Lo no definido sólo nos deja con nuestro embrollo y es trampa para todos. Ya en las siguientes aserciones empieza el embrollo en el Tractatus. «El mundo se divide en hechos», dice en el punto 1.2. Bien. Pero en el siguiente (2) ya viene la confusión: «Lo que acaece, el hecho, es la existencia de los «Sachverhalten». Ahora bien, aquí le ha ayudado Russell a embrollar aún más las cosas, traduciendo esta palabra «Sachverhalt» como «hecho atómico», una noción que requiere más explicaciones que cualquier otra, y con dudosos resultados. El «Sachverhalt» en alemán significa: «estado de cosas», o quizá mejor «relación de cosas», pero siempre de cosas y no de hechos. Wittgenstein lo confirma en el párrafo siguiente: «El Sachverhalt» es una unión (Verbindung) de objetos (Sachen, Dinge)». Cada «Verbindung» es una relación, y cuando es «Sachverhalt» es una relación entre cosas. Si el mundo se divide en «hechos» y no en «cosas», ¿qué diablos hacen las «cosas» en esta lógica? ¿No sería mejor operar exclusivamente con hechos? Ya en la primera página nos encontramos con una burda contradicción. Estas cosas son difíciles. El uso del lenguaje común para designar las relaciones que el hombre siente que se presentan entre él y las fuentes exteriores de estimulación está lleno de trampas o de inconvenientes. Cojeamos a menudo. Pero yo prefiero ir con muletas que dar volteretas para ocultar mi invalidez. Y lo que hace Wittgenstein es volteretas. La psicología y la orectología son terrenos que pisamos con botas, es verdad, no con zapatillas de ballet. Si se nos quedan en el barro de la impotencia lo decimos abiertamente. En la teoría del conocimiento esto ocurre a menudo. Estamos conscientes de ello y no pretendemos otra cosa sino mostrar nuestras dificultades y pedir ayuda. Pero no enseñanzas de juglares, por honrados o geniales que sean.
Lo que recoge la memoria podemos controlarlo, natural o artificialmente (esto último con experimentos de drogas), tan sólo para las cosas que han llegado, al menos en parte, a niveles conscientes. No sabemos hasta qué punto recoge la memoria ocurrencias subconscientes. Nuestro término se refiere, pues, tan sólo a las primeras, a las conscientes. Pero es evidente que el organismo tiene su experiencia subconsciente. La «sabiduría del cuerpo», como la llama Cannon, acude a los mismos procedimientos en ambos niveles, y es de suponer que sea capaz de informar a unas partes sobre lo que sucede en otras no inmediatas. Si hay márgenes de valoración en los niveles subconscientes, la memoria de reconocimiento tendrá su papel en la información sobre la experiencia de la estructura, de las necesidades del ego, sobre el estado de las instintinas, como también sobre los efectos de las circunstancias. Llamamos ocurrencia al hecho de la experiencia llevada a cabo en los niveles subconscientes por cualquier estímulo o su elaboración Vivencia es experiencia causada por cualquier estímulo o su elaboración en los niveles conscientes y paraconscientes. Evento es experiencia como unión de las manifestaciones de estimulación-valoración-reacción que ha adquirido cierta forma de conjunto cognoscitivo, valorativo o reactivo. Es idéntico al orectón de nuestro sistema.
Los signos mnésicos interiores son productos de la experiencia conservada en la memoria. De ellos se sirve la memoria para informarnos sobre datos necesarios para la valoración. Estos signos pueden ser los que indican la identificación de las ocurrencias y vivencias, cosas, objetos, hechos en el reconocimiento de los contenidos de una sensación; imágenes completas de los recuerdos; indicaciones de ideas; suministros del tonus pasado. Signos son siempre estímulos endógenos, pero confinamos su definición tan sólo al suministro del material mnésico. Los demás signos endógenos son simplemente estímulos, por ejemplo, ondas o partículas que llegan al receptor. Los signos mnésicos llevan contenidos interpretativos. Por esto son representaciones: representan contenidos del pasado sin tener que reproducirlos, extenderlos en todo su contenido. Signos son de esta manera los mnemes, engramas, ideogramas y fonogramas para el uso interior. Lo que en el lenguaje corriente llamamos signos (señales) exteriores son siempre estímulos exógenos. Los que no son estímulos eficientes, no pueden ser signos. Por esto no empleamos para los estímulos exteriores el término estímulos-signos (sign-stimuli) que algunos autores emplean como término técnico, diferenciando entre modos de estimulación. Cualquiera de los signos exteriores o es eficaz, y entonces es estímulo, o no es eficaz, y entonces no es signo. Al separar el manejo de ideas en los procesos de la valoración de los procesos orécticos, y más bien oponiendo la emoción y el manejo de ideas, la lógica clásica solía emplear las palabras «razón», «razonamiento», «pensar», «pensamiento» como algo que tiene sus funciones autónomas, separables de la emoción e incluso antagónicas a ella. Aún más; erigiendo el manejo de ideas en método que pueda controlar las emociones y la orientación vital, el racionalismo ha invertido la causa y el efecto, y los papeles de dueño y de servidor. Nosotros, que nunca separamos el manejo de ideas del proceso oréctico; que no podemos imaginar ninguna valoración consciente que tenga lugar fuera de tal proceso básico; y que no vemos en la emoción, por una parte, y en la razón, por otra, ningún antagonismo biológico, sino, al contrario, procesos íntimamente ligados e inseparables, damos a aquellas palabras el significado idéntico a la valoración consciente cuando y en cuanto ésta se hace mediante el empleo de signos. Entre tantos otros —algunos citados ya en otros sitios— esta verdad fundamental la expresó tajantemente Vauvenargues diciendo: «Las pasiones (emociones) han enseñado al hombre lo que es la razón. En la infancia de todos los pueblos y de todos los individuos, la emoción ha precedido siempre a la reflexión (razonamiento) y ha sido su maestra».
En la Naturaleza y en el interior del organismo no hay símbolos. Estos son invención puramente humana, práctica y económica. La categoría más vasta de símbolos son las palabras, pero también lo son las obras de arte expresadas con otros métodos de simbolización, o signos empleados en la ciencia, como fórmulas químicas o geométricas. La abstracción simbolizante es una de las más antiguas invenciones humanas, desde los gritos que indicaban el pertenecer a un territorio o a una familia, hasta los más complicados signos de las matemáticas. La simbolización es función continua y progresiva de toda creación. Nuestras imágenes e ideas se hacen sobre cosas reales de la experiencia; nuestros símbolos son abreviaciones de ellas. Aun cuando son patológicas o desviaciones simbolizantes, el material es real; sólo las conexiones entre las cosas y cosas, cosas e ideas han sufrido estorbo de orden y de jerarquía.
Como resultado mnésico de toda vivencia, se forma un ideograma abreviado sobre su utilidad vital, ideograma que es crudo cuando sirve tan sólo para el uso interno de un organismo, o articulado cuando se convierte en palabras u otros medios de expresión inteligibles para los demás. Poco tenemos que añadir a lo que dijimos en la POV sobre la formación y el significado de las endoideas. La ideación es el manejo de las (endo y exo-) ideas, de los signos y símbolos y de sus conexiones en el curso de la valoración emocional. La capacidad de ideación, sinónimo de inteligencia, se confronta usualmente con otra capacidad, la de la imaginación, el manejo de las imágenes. Biósicamente es la misma capacidad de proyección de huellas mnésicas. La proyección interior en forma ideativa o imaginativa es el instrumento principal de la valoración consciente. Pensar, razonar, no es otra cosa que articular, hacer correr la ideación o la imaginación, componiendo la valoración sobre una situación abierta dentro de la emoción. Antes de reaccionar, en cualquier sitio del organismo, éste tiene que valorar la situación abierta y el peso de los factores que se encuentran en ella, el valor de la constelación I, C, E, Hf.
Los valores son los de los factores I, C, E, Hf y sus coeficientes, o es el valor global de toda la constelación I, C, E, Hf dentro de una emoción. La valoración puede referirse a todos los atributos que el organismo sopesa en ellos. Esta medición interior puede tener como objeto su cantidad, intensidad, energía, duración, resistencia, velocidad, contenido, proporción y otras cosas de importancia en la valoración biósica. Tales atributos, convertidos en el lenguaje organísmico, componen la escala de la utilidad vital, cuyo criterio principal, como sabemos, es el de la forma mantenida y desarrollada. Así los valores I serán sentidos como lo que, dentro de varios grados, podrá promover —o no— la satisfacción de las necesidades. Los valores E significarán la mejor o peor presentación de las necesidades de equilibrios-desequilibrios. Los valores C indicarán la presión que las circunstancias exógenas, cósmicas o sociales ejercen sobre el resto de una constelación concreta. Los Hf representarán la capacidad más o menos adecuada de los dispositivos de la estructura. Estas son las valencias biósicas. El peso de las valencias es sentido mediante la tensión y el esfuerzo (patior) con los cuales: 1) se lleva a cabo la misma valoración; y 2) se produce el acto-reacción. La lista de los exo-valores —los valores formulados en ideas y palabras del lenguaje común— tienen su origen en las experiencias que el organismo humano ha tenido con sus valencias organísmicas. El rango de estos valores formulados (Cosmos, familia, Dios, patria, sociedad, sexo, etcétera) es resultado de la experiencia concreta y subjetiva y de las revaloraciones que hemos emprendido en el curso del contacto con ellos. Esta lista y su rango sufren cada vez revaloración cuando se presentan como contenidos de vivencias nuevas en las que tales valores tienen un papel. Las fuentes de los valores, que hasta podríamos llamar eternas, son tan sólo los cuatro factores básicos y su misterioso amo, la forma. La relativa estabilidad de los exo-valores —que consideramos, en su forma formulada, como nuestro patrimonio consciente— depende de la autocreación de la persona. Pero su ley es más bien la relatividad y no lo absoluto. La inversión de todos los valores no es una fórmula nietzscheana. Es biósica.
La valoración consta de dos operaciones básicas:
Así, la valoración, en la elaboración emocional consciente —de la cual hablamos en primer lugar porque es más controlable que la subconsciente—, requiere como condición imprescindible la colaboración mnésica: para empezar a articular la cognición de un estímulo y llevar a cabo la concienciación progresiva de una sensación, para darse cuenta de lo que es la sensación que nos ha producido una situación abierta en la preconstelación I, C, E, Hf, necesitamos identificar cuanto más exactamente posible su naturaleza y contenido. Para esto sirve la memoria. Mediante ella la persona puede identificar la cosa-estímulo, el hecho, el objeto que se está esbozando en la primera llegada de la sensación. La memoria de reconocimiento (M-re) —siempre movilizada por las instintinas correspondientes— nos suministra los signos que en el orden mnésico de las cosas existen para reconocer el elemento «cosa-estímulo» (objeto, hecho) en el contenido de la sensación. La memoria de las vivencias (M-vi) puede completar los datos relacionados con la «cosa-estímulo» en la sensación con muchos detalles adicionales de recuerdos ya articulados, y que la misma o semejante «cosa-estímulo» ha tenido en las elaboraciones anteriores. La memoria de endoideas (M-idea) puede añadir, a la identificación del orden y de la conexión de «cosas», sus indicaciones de significado que, por el criterio de la utilidad vital, han tenido tales o semejantes cosas-estímulos y sus vivencias en la experiencia previa. Por fin, la memoria del tonus afectivo reactivo (M-t) nos dice con mucha seguridad si tales cosas y sus conexiones con otras cosas y con las ideas correspondientes son de índole agradable o desagradable. Todos estos datos que acuden a la identificación del contenido de la sensación son un material indispensable para la orientación. Este saber se completa con las valencias que los factores han tenido en elaboraciones previas semejantes: es por la memoria como sabemos de la forma en que se han comportado anteriormente los instintos (I) en la relación con esta «cosa»; cuál fue la presentación previa de sus necesidades (E); cómo han influido en tales elaboraciones las circunstancias (C) en el pasado; y cómo se ha comportado con ellas la capacidad de la estructura (Hf). En una palabra, la memoria puede facilitarnos los datos sobre el coeficiente ontogénico y los precursores dinastásicos de nuestro propio carácter y temperamento, de nuestro usual comportamiento en tales situaciones abiertas, todo esto con minúsculos, pero suficientes detalles. Con este material, maravillosamente selectivo y normalmente bien ordenado, puede uno lanzarse con buenos augurios hacia la emoción de la comprensión, el orectón valorativo especial dentro del esquema SVR. Esta es la verdadera fase interpretativa, analíticamente orientadora; con ella se enciende la caldera de la orexis. Hay que conocer las valencias actuales de los factores en todas las direcciones que sus atributos exígela. De la cognición receptiva de los datos del pasado progresamos hacia el conocimiento interpretativo de la situación abierta actual. Antes de decidirnos (v) hacia una orientación firme, proyectamos su auto-realización en aquella posición que tomaría el estímulo elaborado si la sensación llegase a un acto consumatorio posible. Y valoraremos, adelantándonos a ese resultado, los datos de que disponemos (el saber) y los colocaremos imaginativamente como si fueran ya hechos: antes de auto-realizarnos prevemos la auto-realización. Y valoramos al mismo tiempo, mediante tal proyección, si el resultado posible será satisfactorio o no. Preferiremos, corno regla general, una solución positiva (preferendum) y, si es posible, la mejor (optimum). ¿Qué es lo que hacemos al comprender una situación abierta? Proyectamos un momento futuro compuesto de posibles o probables hechos nuestros o ajenos, como si ya hubiese acontecido. O proyectamos un momento pasado compuesto de posibles o probables hechos, nuestros o ajenos, como si ocurriesen ahora. Nuestra imaginación abarca este futuro (mantengámonos en él), inmediato o lejano, como si ya aconteciera. Todas las comprensiones son en primer lugar un futuro nuestro, subjetivo, aun las que revelan el pasado propio o ajeno, o el estado de las relaciones entre cualquier cosa y cosa, cosa e idea, idea e idea. En la comprensión siempre prevemos (cuando no nos equivocamos):
Tan pronto como acude el primer saber mnésico a nuestra ayuda en una primera valoración de la situación, empieza a actuar también la palanca de la comprensión. Comprendemos lo que sabemos, y sabemos lo que hemos comprendido. Sólo después de estas dos clases de operaciones múltiples —las del saber-y-comprender— podremos concluir hacia el acto consumatorio (a) a través de la decisión orientadora volitiva (v). Estas permutaciones del saber y del comprender nos acompañarán en cada orientación consciente. Dentro de cada esquema SVR, una fase oréctica está dedicada a la orexis valorativa, y es en ella donde sentimos la naturaleza de la emoción en curso. Ella nos revela el sentido de la utilidad vital de nuestro sentir. Por el proceso de la valoración sabremos si es amor u odio lo que sentimos actualmente, o bien otra de los millares de emociones que rigen nuestro comportamiento. Decir que todo esto es un proceso racional, o que la valoración depende de nuestros pensamientos articulados en palabras del lenguaje común, sería juzgar por la espuma el sabor del vino. Lo que no es racional en la valoración, lo que tantas veces no llega a formularse en palabras, pero sí nos lleva, a pesar de ello, a una orientación definitiva: la emoción misma que se produce por el esfuerzo y la tensión en estos procesos valorativos, es mucho más importante que la articulación formal en palabras. La verdadera e importante valoración es cruda y muda. Las palabras y los pensamientos la ilustran, la perifrasean, pero no la determinan. Digamos aquí de paso que el dictamen que los tribunales exigen de los peritos psicólogos tiene que dedicarse en primer lugar al análisis de lo normal o anormal de estas dos palancas de valoración, es decir, si el hombre en cuestión, antes de llevar a cabo su acto inculpado, ha podido debidamente:
Sólo después puede concluirse sobre su responsabilidad social. Pero aun si estamos tan sólo ante nuestro propio tribunal personal —y en cada caso nuestro estamos en esta situación, partiendo de la utilidad vital y de la maduración de la persona— la valoración tendrá este aspecto fundamental. En la comprensión (valorativa) manejamos el saber mnésico relacionado con la situación abierta en preparación del acto futuro mediante la imaginación proyectiva. Donde hay mucho saber alrededor del estímulo-cosa, la imaginación proyectiva no necesita mucho empleo. Esta es la base de la racionalización.
Esquema oréctico de las fases recepción-cognición y valoración emocional
Hemos vivido una vivencia sencilla, agradable, sintónica. Hemos conocido, a base de cogniciones-valoraciones emocionales-voliciones-actos, una sensación; lo hemos hecho mediante reconocimientos mnésicos sucesivos del saber; y mediante los actos de la comprensión-articulación-concienciación sucesivos; hemos descubierto varios significados, se nos han revelado muchos hechos, mediante las conexiones entre las cosas sabidas ya y la actual; y también por mediación de las conexiones entre las cosas sabidas y las ideas sabidas. Pero aún se han producido otros eventos interiores, y han colaborado a la articulación de la sensación otros orectones solapados, imprescindibles para la concienciación. Por ejemplo:
Es ésta una vivencia sencillísima, pero la Naturaleza exuberante está lejos de equiparar todo este acontecer con el burdo nivel de una máquina. Dentro de este hormiguero de orectones tras orectones, nos hemos encontrado con un gran número de «instintones», cantidades de sustancias instintinas necesarias para propagar el estímulo; y también con varios «peritones» determinando las variaciones de las energías que en forma de estímulo exógeno llegan a nuestros receptores; con vibrantes «egotones» de los electrolitos en el interior y en la membrana de la célula receptora y muchas otras células, que se han movilizado después con la propagación del estimulo originario; y se han puesto en marcha muchos «filetones» de la estructura y su metabolismo. Los «mnemotones» de toda índole han sido muy activos; han acudido mnemes del reconocimiento, engramas de los recuerdos, ideogramas y los fonogramas de lo agradable que fue durante toda esta operación la mancha verde del bosque lejano. Un acontecer riquísimo, abundante en valoraciones, una megaorexis variadísima y, sin embargo, de una duración cortísima, quizá tan sólo uno o dos segundos o menos. Tiempo demasiado corto para que con todo detalle pueda aplicarse nuestro análisis grueso, tosco, de la concienciación observada. Este interesantísimo hormigueo de eventos ocurre constantemente en nuestro interior, pero solamente sus grandes líneas pueden ser captadas, y a duras penas, por la autoobservación. La teoría del conocimiento debe contentarse con este nivel de operaciones. El control directo del acontecer celular «in vivo» no nos es asequible, pero nos basta para el autoconocimiento. Así, si alguien está con nosotros en nuestra contemplación y nos dice «¿ves aquel bosque lejano?» podemos confirmar fácilmente el hecho objetivo que contiene la proposición del otro. Pero si dice: «Está a dos kilómetros de aquí», y si tenemos interés en averiguarlo por nuestra propia cuenta, tendremos que emprender una serie de operaciones encaminadas a la verificación no ya de un hecho, sino de una verdad. Y para esto necesitaremos, entre otras cosas, no tan sólo conexiones entre cosas e ideas, sino ecuaciones entre ideas e ideas. El método será el mismo, por el uso de las palancas del saber-y-comprender. Sólo el nivel de las vivencias se elevará un poco hacia el terreno en el que cultivaremos la orexis de la comprensión de conexiones entre ideas e ideas, el nivel al que no llegan, o sólo con mucho esfuerzo, los animales.
10. Antes de tratar de la verdad, resumiremos algunas definiciones sobre las nociones que pertenecen a la valoración, sin comentarlas:
Para la teoría oréctica del conocimiento hay que recordar de la POV que:
Tanto el hábito como la habituación convierten el patior necesario (tensión y esfuerzo) en innecesario. Mientras el hábito es una adaptación a la elaboración ahorrativa de esfuerzos frente a todos los estímulos, la habituación es una especificación del hábito referente a la soportación de los efectos negativos de la estimulación. El hábito no suprime la valoración ni el acto orientador como algunos creen (Thorndike, Grindiey); sólo los facilita, es decir, disminuye el empleo del esfuerzo y de la tensión. Las teorías sobre la memoria y el aprendizaje (reflejos condicionados) no alteran nuestras definiciones.
Es difícil imaginar en nuestra época que el hombre, basándose meramente en los instintos de conservación y procreación, pueda sobrevivir sin el tercero y, por consiguiente, sin valerse de la búsqueda de la verdad; sobrevivir, como tantos otros géneros animales, a base de sensaciones y del conocimiento de hechos, sin acudir a las ecuaciones entre ideas e ideas que caracterizan la verdad. A nuestras alturas parece que incluso la mera supervivencia de nuestra especie depende de su imaginación y de sus inventos, y que la búsqueda de la verdad es una condición incluso necesaria para el sobrevivir en el ambiente artificial —queremos decir no exclusivamente natural— en que se encuentra ya. El hombre tecnicizado ya no tiene otro remedio que seguir por el camino emprendido. No obstante, mirando su vida emocional, parece que el hombre común, típico del género, vive en gran parte sin buscar la verdad y sin necesitarla. Nos basta que nos amen como nos gusta; nos pondrían en un apuro si nos mandaran definir lo que es el verdadero amor. Tampoco necesitamos definir la verdad de lo bueno o de lo malo; basta que lo sintamos como tal vivencia para nuestro uso doméstico. Y somos muchos los que no preguntamos si el dios al que adoramos es el verdadero Dios, siempre que nos entendamos con El. Una mujer, un paisaje son bellos para nosotros; este sentir lo bello privadísimo nos es suficiente: no preguntamos si de verdad son bellos o solamente nos lo parecen. No tenemos, los humanos, hablando en general, una pasión exagerada por la verdad. Ni nos interesa la gran exactitud de lo que sentimos, ni se nos deja mucho tiempo para tales averiguaciones. Vivimos grosso modo, con aproximación y a lo «más o menos», mientras que la verdad tendría que ser algo de índole «todo o nada», algo muy preciso, seguro. Y esto es precisamente lo más inseguro e inexacto en nuestra vida: la exactitud y la seguridad de nuestras verdades. Casi todo lo demás es más seguro que la verdad. Lo más seguro son los hechos de nuestros sentimientos, nuestras emociones, muchas sensaciones. Las valoraciones sobre la verdad son unas buenas probabilidades, posibilidades, pero seguridad muy apenas, porque la verdad en el interior del hombre está tanto más en progreso cuanto más autocreador es él. La inseguridad es una distonía, y de las distonías huimos. Por eso la lógica clásica, la ciencia que trata de descubrir los caminos de la seguridad en nuestro pensar, procura, con gran pasión y gran impotencia, independizar la valoración humana —al menos ciertas partes y ciertos casos de ella— del sentir. El sentir es fuente de la inseguridad, dice; si nos independizamos del sentir, y dejamos correr la valoración con proceso en sí, podemos aislar los caminos de la verdad de las influencias perturbadoras del sentir. Aun los logicistas apasionados de las matemáticas, ese gran refugio contra la inexactitud, reconocerán que las matemáticas abstractas tienen su origen en el sencillo silogismo de nuestras conclusiones cotidianas, pero se niegan a aceptar el hecho de que este mismo silogismo siempre sigue el modelo de una lógica íio-lógica. Y que antes de sumar, dividir, multiplicar, restar, diferenciar, integrar nosotros con los instrumentos de la lógica y la logística, el Bíos suma, divide, multiplica, resta, diferencia, integra cosas en nuestra sangre y por debajo de ella, en el átomo, y que más que Bíos, y de modo distinto a él, no podemos lograr ni conseguir autonomía que nos libere de sus preceptos esenciales. Si la verdad es cierta fórmula de ecuación, el esquema de tales fórmulas, tanto en nuestra valoración como en la Gran Naturaleza, ha de tener la misma raíz primaria, que es el sentir. Si la búsqueda de la verdad sufre desperfectos e impotencias, es porque el error se ha infiltrado en el mismo sentir nuestro. Lo que fundamentalmente quiere decir que nuestro saber mnésico se ha constituido con ciertas taras, o que nuestro comprender es inadecuado. Por nuestra parte, intentaremos definir la verdad quedándonos con estas dos categorías de la articulación de la sensación. El conocer la verdad va más allá del conocimiento de un hecho. Y más allá de la aceptación sin verificación de los datos mnésicos. No nos basta la cognición de tales datos o de la sensación convertida en hechos. La situación abierta con la necesidad de conocer la verdad sobre algo que está en el signo no ya de la cognición en sí, sino del conocimiento, una grado más alto de la concienciación. La cognición nos sirve para fines prácticos e inmediatos de la orientación vital sobre lo que quiere, sobre lo que exige el estímulo del organismo. El conocimiento nos sirve para explorar el significado del acontecer relacionado con la persona en nosotros y del sentido asequible por ella. La persona no puede madurar sin cierto grado de la verdad. Pero ¿significado de qué? El hecho puede constituirse, como hemos dicho, si hemos comprendido ciertas conexiones entre cosas y cosas y sus respectivas ideas. El hecho de que alguien ha levantado la mano para abofetearnos es la comprensión del gesto (cosas y cosas) y cierta interpretación ideatoria del intento (cosas e ideas). Si de este acontecimiento-hecho hacemos una proposición y decimos «él levantó la mano para abofetearme», será verdad sólo en el caso de que lo relatado en nuestra proposición formulada esté ulteriormente comprobado, bien por otros hechos adicionales, bien por la confesión del insultador de que así fue, y que su intención era de verdad abofetearnos. ¿Qué es lo que se ha añadido aquí al hecho relatado? Una congruencia entre ideas e ideas. El intento de insulto era, fundamentalmente, una idea —signo, del significado de la utilidad vital subjetivo del insultador, determinado, por ejemplo, mediante una emoción de ira—; es decir, además de un intento de acto, el significado de este acto, la idea era la de abofetearnos. La interpretación de esta idea por parte nuestra coincide con la idea que nosotros hemos tenido de su acto proyectado. Lo relatado en nuestra proposición —ante un tribunal, por ejemplo— y el intento de su acto concuerdan, revelan una completa coincidencia de las dos ideas. Era pues, dice el tribunal, verdad que aquél quiso abofetear al otro. Aquí hay no solamente una serie de hechos, una conexión entre cosas y cosas, y sus respectivas ideas, sino también una conexión —congruencia, identificación— entre ideas e ideas. Si esta última conexión es formulada en una ecuación de ideas (idea A, la nuestra, y la idea A1, del otro), y a esta proposición no se opone ningún hecho alternante, podemos hablar de una proposición verídica, o de la verdad. Para que la congruencia de hechos (el acto de él, la interpretación mía) adquiera grado de verdad es necesario que las ideas sobre el significado del hecho sean también congruentes y se expresen en una proposición. Pero este asunto ante el tribunal puede fácilmente poner en duda la verdad y hasta averiguarse como error. ¿En qué punto y cómo? Si las ideas interpretativas sobre los hechos discrepan. «He levantado la mano —dice el inculpado—, pero no quise abofetearle de verdad, sino solamente mostrarle el grado de mi indignación, o sólo amenazarle. Mi acusador se equivoca en la interpretación de este hecho (de levantar la mano).» En este caso las dos ideas no coinciden. Aquello de «para abofetearme» en nuestro relato, aunque tenga cierta probabilidad, verosimilitud, aún no es una verdad; es solamente una hipótesis, una suposición. Para que el tribunal se decida, tendrá que recoger muchos otros hechos en pro de nuestra tesis y su conclusión, o en pro de la otra. El esquema de la verdad, concebido como ecuación entre las ideas que cubren la misma interpretación de hechos por parte de al menos dos personas, ocurrirá en todas las proposiciones que quieren expresar una verdad. Lo mismo ocurrirá, pues, si decimos «las abejas se comunican entre ellas por ciertos signos rítmicos»; o si decimos «Einstein nació en 1879». Los logicistas podrán analizar las variedades de tales proposiciones, pero en el fondo no habrá diferencias entre tales verdades en cuanto a la congruencia de ideas sobre hechos cuya existencia no sobrepasa cierto grado de inverosimilitud, imposibilidad o improbabilidad. Interiormente ¿qué ha sucedido en mí, el insultado, para llegar yo a la verdad de mi proposición enunciada ante el tribunal? Una serie de valoraciones dentro de mi emoción de comprensión, provocada por aquella situación amenazadora (y que hubiera podido formar parte de mi emoción de miedo, o de ira, o de cualquier otra). La conclusión a la que llegué estaba determinada por muchos datos que mi memoria ha puesto a mi disposición sobre el otro, sobre mí mismo, y sobre las situaciones del pasado análogas a aquella situación. Con estos datos entreví yo con bastante claridad la conexión entre cosas y cosas (su actitud amenazadora, el levantar su brazo, su inherente expresión, etc.); entreví también la conexión entre estas cosas y la idea que éstas pueden significar (la idea de una amenaza); y por fin, a base de todos estos datos y conexiones entre ellos, comprendí que la idea del conjunto era el intento de abofetearme. He llegado a entrever el sentido del acto amenazador. Todo parecía indicar que mi idea sobre los hechos y la suya sobre los mismos hechos coincidían, y que, además de obtener la cognición articulada de la sensación de amenaza, también estaba en lo cierto sobre el conocimiento de la verdad. En el momento anterior se ha podido crear un desequilibrio en mi orden de cosas e ideas sobre lo que iba a ocurrir: ¿quiere abofetearme o no?; el grado de amenaza ¿es éste u otro? Tales preguntas-relámpago representaban un desequilibrio en mi orden de cosas e ideas, por su probabilidad, posibilidad, verosimilitud. Este desequilibrio se convierte en equilibrio con la adquisición de la certeza, habiendo aumentado la intensidad de las probabilidades y de la creencia de que la actitud de aquel insultante era la de un intento consumado. La verdad que he adquirido sobre este intento en mis valoraciones es para mí una verdad subjetiva. Esta se convierte en verdad objetiva con la confesión del adversario ante el tribunal. Las dos valoraciones, la del insultador sobre el acto futuro de abofetearnos, y la nuestra, sobre su misma valoración y sus consecuencias, coinciden en el resumen de la idea, del significado de la utilidad vital, proyectado en el acto y en la conclusión sobre su sentido. La idea A1 (del insultante) y la idea A, nuestra, son iguales. Todas las verdades obedecen a este esquema general. Pero mi desequilibrio de valoración puede, como hemos indicado ya, convertirse en equilibrio también por un error, por una valoración equivocada. Yo consigo el equilibrio en mi orden de ideas aun cuando piense equivocadamente que él quiso abofetearme. Evidentemente, éste no es un equilibrio que conduce a la verdad. Y esto es tajante para la definición de la verdad objetiva. En la orexis de la comprensión, también el factor C (las circunstancias cósmico-sociales) tiene que darnos cierta aprobación, poner su sello a nuestras valoraciones, para que nuestras verdades sean objetivas. Además de su posibilidad y probabilidad, los hechos constituyentes de una verdad tienen que ser reales, poseer la correlación de la realidad. Como hemos visto en la POV, esta correlación C en las emociones religiosas era la de la fuerza cósmica; en las emociones estéticas, la de la forma; en las éticas, la de la norma. En las emociones valorativas de la verdad, esta correlación es la de la realidad. Dicho en otras palabras: nuestra comprensión de las circunstancias cósmico-sociales por la cual se constituirá el acto del conocimiento de la verdad, no podrá hacerse a base de nuestra imaginación-ideación optativa, formada según nuestros deseos de preferencia (wishfulfilling thinking), sino que tendrá que seguir:
En nuestro caso: el levantar el brazo debe parecerle al amenazado como un gesto de una persona concreta y no de un ser fantástico; la bofetada en proyección como gesto que no tiende más que a ésta. Lo real genérico y concreto captado por un sensorium normal. El que tiene el sensorium perturbado, un confuso, onírico, delirante, carece precisamente de esta capacidad: su valoración sufre desrealización. Nuestro conocimiento está, pues, íntimamente ligado con el impacto de la realidad, tanto exterior como interior. Con el saber adquirido hasta hoy —y saber es la memoria ecforiada de la experiencia— he podido defenderme en mis valoraciones, y seguiré así si la realidad no me sorprende con una estimulación desconocida. Puede ser que el saber amontonado me sirva bastante para poder valorar adecuadamente los hechos nuevos per analogiam. Pero también puede ocurrir —y tantas veces ocurre— que los nuevos hechos me desorienten, porque el viejo saber se ha mostrado insuficiente y hasta erróneo: tenía yo otras ideas sobre cómo puede presentarse la realidad. Ahora tengo que rectificarlas según un significado nuevo que se está esbozando ya con la vivencia de orden nuevo, de situación nueva, revalorar, y encontrar el significado que corresponda a ella, determinar la ecuación de la realidad y del nuevo saber adecuado. «Nunca creí que este hombre iba a amenazarme con una bofetada (saber viejo); ahora veo que esto no solamente es probable, posible, sino que es un hecho. Y el significado de este hecho no corresponde a mi experiencia; la idea sobre este hombre tiene que cambiar si quiero estar bien orientado para el futuro. Aquello era un saber insuficiente, aquello fue un error. Pero he rectificado, he borrado el error, he encontrado la idea que convierte este desequilibrio, sentido en el orden de mis ideas, en un equilibrio, y, con esto, la ecuación entre la realidad y mi saber está hecha». Y, aunque la experiencia fue amarga y la reacción distónica, el mismo hecho de haber podido rectificar mi saber, por la comprensión de la realidad cambiada, me procura cierta satisfacción (pagada cara): he conseguido la verdad que puede servirme útilmente en mis orientaciones futuras. Toda adquisición de la verdad es esto, funcionalmente hablando: una rectificación del saber previo, insuficiente o erróneo frente a las manifestaciones ulteriores de la realidad exterior o interior. Y todas las verdades que mantenemos firmes, en forma de ideas, en nuestro orden mnésico de ideas, han nacido por rectificación del saber previo, insuficiente o erróneo. Cuando la madre buena se convierte de repente (la realidad es una fuente continua de sorpresas) en una madre dominante, el mismo niño tiene que cambiar de idea que, por vaga que sea, fue un saber. Todas nuestras verdades, concretas o abstractas, tienen este carácter funcional de rectificación del saber frente a la correlación de la realidad. Todas las verdades actuales que poseemos, para llegar a serlo, tuvieron que tener como precursor una verdad insuficiente o un error rectificable. Por esto nunca podemos afirmar que, sobre cualquier materia, aunque sean las matemáticas, lo sabemos todo. En tal momento manifestamos un error pendiente de rectificación. Y tal error puede costamos la vida en la primera esquina, en el primer cruce de la calle, en que, aun sabiendo in abstracto que por allí pasan coches, no sabemos suficientemente cuan locos pueden ser los que conducen in concreto. Y si nuestra verdad, empedernida ya, es la de que el hombre es malo, la realidad siempre puede sorprendernos por lo concreto de cómo se manifiesta esta maldad, y obligarnos a rectificar aquella idea vaga y poco útil para nuestra orientación vital, por no ser adecuada a la correlación de la realidad. Frente a las inmensas posibilidades del cambio de la realidad, exterior e interior, nuestra contabilidad del saber no está nunca al día. Nuestras verdades, aun cuando se petrifican como dogmas, axiomas o convicciones crónicas, siempre están expuestas al peligro de ser declaradas por la realidad como errores. Vivir activamente es en primer lucrar mantener la capacidad de rectificar. Definiendo la verdad funcionalmente como grado de valoración, como el optimun del conocimiento concreto y subjetivamente sentido, como logro de un equilibrio frente a un desequilibrio que se presenta en el orden de ideas y en su jerarquía, y, por consiguiente, como rectificación del saber erróneo, sugeriremos que la verdad subjetiva es ecuación valorativa entre, por una parte, un saber previo sobre ideogramas formados a raíz de hechos objetivos y sus conexiones, referentes a la realidad exterior o interior, y, por otra parte, entre la comprensión de una nueva experiencia frente a la cual el saber previo se muestra insuficiente, conduciendo la rectificación ideativa a un equilibrio en el orden y la jerarquía de ideas propias. Abreviada, esta definición podría resumirse en: ecuación valorativa entre un saber previo insuficiente y la comprensión de una nueva experiencia. La verdad objetiva sería una verdad subjetiva expresada en una proposición confirmada como idea idéntica por los demás. Si nos acordamos de lo que se ha dicho sobre el conocimiento del hecho, se verá que el procedimiento en el conocimiento de la verdad es el mismo proceso. La única cosa que se añade en la verdad es la ecuación de idea entre el saber previo y la comprensión nuevamente adquirida, es decir, entre ideas del pasado y las surgidas a raíz de la experiencia actual, frente a la cual el saber previo se muestra insuficiente o erróneo. La verdad es siempre una ecuación entre ideas e ideas. En aquel ejemplo doméstico, la esposa, después de haber conocido el hecho (de que el marido le dice en una proposición que le duele la cabeza), averigua también si esto es una verdad. En nuestra definición la verdad es enfocada como un proceso continuo de rectificaciones, de revaloraciones, dentro de la maduración de la persona. La única cosa que podemos reprochar a la Lógica como ciencia es que a veces se olvida de lo funcional de nuestras verdades. Ni las palabras de las que se componen nuestras proposiciones, ni los números que las sustituyen pueden llegar a una verdad absoluta. Mejor sería que esta ciencia se limitara a formular reglas que por lo menos permitieran al hombre liberarse de las contradicciones en sus proposiciones, sin pretender acceder a la perfección absoluta. La realidad no se detiene en sus cambios reservados a nuestro sensorium. No progresaríamos si no fuera así. La evolución se acabaría en la parte que corre responsablemente de nuestra cuenta. Una verdad absoluta supondría la inmovilización de tales cambios: moriríamos antes de conocer esta verdad, la única que podríamos suponer absoluta. No hay ningún procedimiento mecánico para resolver de manera absoluta los problemas de la lógica y de la matemática (A. Church). Por esto nos mantenemos con preferencia en el terreno de lo biológico, oréctico (no mecánico), hablando de las verdades humanas, relativas, funcionales, dinámicas, pragmáticas, progresivas. Aun con toda la relatividad, el hombre puede alcanzar, en la autocreación. un alto grado de la verdad, el máximo que necesitamos para la autognosia y, a través de ella, para la heterognosia. La funcionalidad de nuestro querer alcanzar la verdad estriba en acercarse a ésta cuanto más nos sea posible por la medida individual y personal de nuestras capacidades. Los meros hechos de la realidad dada, optativa y conseguida no nos bastan: precisamos la verdad sobre ellos, la confirmación de su sentido. Para la autognosia tenemos incluso dos verificadores: la realidad interior y la exterior. Si quiero que la verdad subjetiva en la ecuación «yo soy == un hombre justo» se averigüe también como verdad objetiva, el criterio que yo empleo en esta ecuación sobre el «hombre justo» tendrá que coincidir con el que emplean los demás (Cs) en esta línea de juicios. Los demás son en este caso la realidad exterior. Pero también me hará falta el verificador interior. Si en varias ocasiones yo no he sido justo, tendré que revalorar el saber que sobre ello tengo de mí mismo, rectificar estos desequilibrios de ideas que se presentan ante mi tribunal interior como acusadores. Antes de pedirles perdón, ofrecer excusas y prometer un cambio radical en mi comportamiento, los verificadores estrictos y honestos de mi autocreación no me darán el certificado que necesito para atestiguar la verdad conseguida, quizás en un solo caso, del «yo soy = un hombre justo». Nuestras verdades son, pues, relativas, sobre todo cuando son formuladas en palabras. Todo fluctúa en el hombre interior, y también sus verdades. Frente a tal indeterminismo el hombre necesita y anhela certeza, firmeza, fijeza. Saberse incierto, flotante, ondulante, vibrante, puede llevarlo a la depresión, a la locura. Además, si solamente existiese cambio y oscilación, el conocimiento de sí mismo sería puro juego y ningún apoyo para la vida real. Pero en el más minúsculo proceso biológico existe cierta posibilidad y necesidad de invariancia frente a la variancia, forma relativamente duradera de los contenidos y límites, tanto en el mundo exterior como en el interior. La verdad conseguida es, entre otras cosas de nuestro vivir, tal invariancia comparada con el cambio eterno de las cosas e ideas. Desde la biología misma, las fuerzas de la inercia, en el nivel atómico del organismo, ayudan al hombre a mantener cierto tipo de invariancia también en la línea de sus verdades. La inercia nos hace también llegar a los límites del autoconocimiento, a las verdades fijas que, sin gran necesidad, no queremos, no querríamos cambiar... Así se forman nuestras convicciones, ideas-verdades que nos parece están bastante en concordancia con nuestro balance temperamental, con las posturas combinadas entre el carácter y el temperamento, es decir, el modo individual y personal de ver habitualmente las cosas de la misma manera. En esta misma línea encontraremos también nuestros axiomas, nuestros dogmas. La calidad de tales paros depende de la altura de la maduración. La inercia puede pararnos en un nivel muy bajo del conocimiento. Hay gente genérica en nuestra especie humana que se para casi al identificar la sensación y la verdad, nivel zootécnico. La verdad es lo que siento, piensa crudamente tal tipo de hombre, sin formularlo. Y con esto se acaba su curiosidad: espera que otra sensación haga lo mismo con él. Y hay otro tipo, antropotécnico por antonomasia, que tiene más vitalidad, más curiosidad en ser hombre, en concienciar y en ser lo que es. A éste no le gusta que sus convicciones se paren prematuramente. Rinde culto a la verdad revalorada, pulida, cuanto más limpia de dudas, cuanto más compaginada con las demás verdades que forman ya el patrimonio mnésico de su saber. Los dogmáticos, los fanáticos, no luchan por la verdad: tienen miedo a que la invariancia de su verdad pueda fácilmente ser derribada. El que admite, en el fondo, que sus verdades podrían cambiar, rectificarse en sus ecuaciones y formulaciones sin que se derrumbe su personalidad, tiene una condición esencial para el autoexamen y la autognosia. Tiene, en resumen, el talento del más-vivir. Cuando viene el momento de revalorar una verdad suya, no se sentirá molesto, sino sintónico: podrá progresar más en lo que es. Y si la rectificación es originada por otro hombre, no sentirá rencor, sino que se alegrará, le tendrá simpatía y hasta sentirá amor. La invariancia conmutada no le causará inferioridad: la verdad rectificada e incorporada en su sistema mnésico será un eje más fuerte que el anterior del vivir con sentido revelado. El auténtico vividor lucha contra la inercia prematura, contra el paro en las rectificaciones, revaloraciones. Ama la vida por la gran oportunidad del cambio que le ofrece. Le gustan los matices que una rectificación de su verdad pueda obtener en favor del más-vivir de su persona. Es el hombre genuino de la auto-creación que con cada prejuicio, cada error descubierto, está lleno de júbilo interior. Esta alegría, este amor a la vida a través de la verdad rectificada, siempre en evolución, pero también en progreso hacia una persona más completa, más veraz, más suya, revelada, ascendida a más-forma, es la sintonía de la autocreación. Cuando el hombre hace esto —cualquiera de nosotros—, sube al nivel del artista, aun sin exteriorizarse en la creación de una obra. La autocreación es el arte supremo al que ha llegado el ser humano.
Y útil quiere decir, en endoantropología, lo que ahorra el esfuerzo y la tensión, el patior innecesario. La palabra «racionalización» ha ganado en su empleo por su aplicación en la economía moderna, pero, como siempre ocurre, el proceso mismo es mucho más viejo: racionalizamos desde los albores de la civilización, desde que en favor de la convivencia o del mejor sobrevivir empleamos utensilios y tratamos de vivir con cierto orden pre-establecido y normalizado. Desde el paso decisivo de la zootecnia hacia la antropotecnia. En otras palabras, desde que entre nuestras ideas se destacaron algunas como ideas-normas. Costumbres familiares y tribales son los prototipos de las ideas-normas de lo social. Todas las leyes y todos los reglamentos son racionalización. El procedimiento de racionalizar el trabajo en una fábrica moderna no es fundamentalmente diferente del que hizo proclamar las primeras leyes de la coexistencia tribal pacífica. Los mandamientos religiosos son racionalización, tanto como cualquier taylorismo. Quieren acondicionar al hombre para que, en su valoración emocional, prevea el efecto de la norma que en cierto terreno se opondrá a un comportamiento demasiado arbitrario. La racionalización en la industria quiere proteger tanto al dueño como al obrero de las consecuencias de un rendimiento defectuoso. Y el científico que ordena sus notas de observación según una cierta idea-norma, un artista que co-ordena los rasgos de su personaje, también racionalizan, condicionan su comportamiento frente a una idea-norma pre-establecida y reconocida como útil. Toda racionalización es ante todo un «discurso sobre el método». Frente a la biología y la endoantropología, toda racionalización, que siempre quiere dar un predominio al saber adquirido frente a la comprensión progresiva, está sometida a constantes rectificaciones, porque supone un saber detenido a un cierto nivel, mientras que para el Bíos tal paro no existe: la única cosa que ninguna racionalización perfecta puede conseguir, es restringir la valoración emocional a tal nivel que el comportamiento humano obedezca tan sólo a las ideas-normas o al condicionamiento racional del organismo. El que en la racionalización no cuenta con la ley de la orientación emocional, verá sus previsiones del comportamiento humano rectificadas o simplemente derribadas por la realidad, e incurrirá fácilmente en error. El ahorro de los esfuerzos innecesarios que se persigue con la racionalización de cualquier índole, tiene que contar con el hecho de que el progreso biológico es fundamentalmente irracional: sobrepasa las previsiones basadas en ideas, en el saber. Aún en las fábricas más completas en cuanto a condiciones exteriores de trabajo estallan huelgas por motivos que podríamos llamar «sentimentales»: por ejemplo, por una solidaridad de los trabajadores con un compañero que ha recibido mal trato por parte de un director. Es este «mal trato», debido, digamos, a un rasgo del carácter del director, o a la sensibilidad temperamental del obrero, lo que la racionalización de las relaciones humanas en la fábrica no ha podido prever, y en el que la biología afectiva se enfrenta con la racionalización ideativa. Es una consecuencia del error general en el que incurre el racionalismo, que no se fija debidamente en las bases de la motivación del comportamiento y que en las instituciones no prevé una perspectiva que permita la reducción de tal rigidez geométrica. Las ideas, el saber, la ideación de la inteligencia son muy útiles y son también biológicas; pero no hay que olvidar nunca que son tan sólo servidores de la orientación vital emocional; sus instrumentos, y no sus dueños. El condicionamiento racional puede sernos útil como abstracción, como abreviación, como ahorro de tiempo, de espacio, de energías en nuestras orientaciones tan sólo mientras no nos olvidemos de su papel de segunda línea, de herramienta y palanca, y no de motor. Glosamos el tema de la racionalización en este punto para insistir una vez más en la importancia del concepto oréctico, que subraya, quizá más que cualquier otra teoría sobre las emociones, lo secundario de lo ideatorio, y lo primario de lo primordialmente afectivo —concepto que el racionalismo cree heterodoxo—. Pero no somos los primeros «herejes» que han contribuido a remover las aguas estancadas de la religión racionalista. Y es precisamente en este punto de la teoría del conocimiento donde queremos hacer hincapié en que:
De este modo de pensar se desprende que el dominio de sí mismo, el «self-control» que tanto resplandece como teoría utilitarista en la educación del hombre occidental y en el confucianismo oriental, no es asunto de la racionalización de los sentimientos y de la consiguiente mecanización y desensibilización de lo afectivo, sino, al contrario, del aumento y del cultivo adecuado de sentimientos positivos, a expensas de los negativos, mediante la maduración de la persona, la autocreación del Tertius. El miedo, la angustia, la rabia, el odio, la soberbia no se pueden racionalizar con ideas-normas sin acondicionar al hombre para que no nazcan con tanta facilidad en su seno, acondicionarle tanto por lo que se refiere al factor exógeno, circunstancial, social, como por lo que atañe a sus instintos, el ego y la estructura. Lo que tiene que cambiar es la orectogénesis de sus represiones, frustraciones y presiones. Lo racional de los preceptos y de las normas tiene que estar al servicio de esta tendencia. Este principio hemos tenido que repetirlo otra vez en este brevísimo esbozo de la teoría del conocimiento, porque ésta es nuestra mayor discrepancia con la psicología, filosofía, pedagogía y medicina clásicas.
INDUCCIÓN TERCIO-INSTINTUAL A LA CONCIENCIACIÓN, IMAGINACIÓN, IDEACIÓN.I3 1. Autoexamen sobre la concienciación general.
I3 2. Autoexamen sobre la capacidad valorativa general.
I3 3. Autoexamen sobre la inducción tercio-instintual a actos de imaginación e ideación en el comportamiento de conservación y procreación (papel auxiliar tercio-instintivo en el comportamiento de salud, adquisición de bienes materiales, poder, relaciones sexuales).
I3 4. Autoexamen sobre la inducción a los actos de imaginación e ideación en el comportamiento de creación.a) autocreación:
b) creación de cosas nuevas:
I3 5. Autoexamen sobre la capacidad de imaginación e ideación.
GLOSA 10.—Sobre el brote del Tertius.Con estos pocos cuestionarios sobre las funciones del tercer instinto hemos esbozado los cruces interiores en los que se puede captar la medida en que aquél está dispuesto a ayudar a nuestra orientación personal, como auxiliar en la conservación y procreación, y autónomamente en los procesos de creación. La concienciación de las sensaciones y representaciones, la valoración, la imaginación, la ideación, su medida, su fuerza o su debilidad y los esbozos generales de la actividad creadora en el hombre pueden encontrar su endograma a lo largo de nuestras preguntas hechas a vuelo de pájaro y a base de nuestra teoría del conocimiento. Fieles a nuestro concepto biológico, en el que hicimos hincapié en la POV, no hemos mencionado ninguno de los conceptos que tanta conexión tienen en el lenguaje común con la creación: el lector buscará en vano los vestigios de una terminología dualista cuerpo-alma, y tales expresiones como «espíritu» o «mente». Si hemos tenido la suerte de que el lector se haya interesado por nuestra teoría de lo afectivo, se habrá percatado de que la unidad del organismo a través de lo emocional, en la que tanto insistimos, cubre toda esta terminología filosófica y la hace superflua en orectología. Tanto en la creación como en otros comportamientos, la Naturaleza se sirve de los mismos métodos orientadores del organismo. Si la actividad de los músculos nos parece más corporal y material que las sutilezas de las neuronas cuando colaboran en la producción de los finísimos productos de imágenes e ideas, esta diferenciación aún no justifica el dualismo ni el intento de suponer dos principios generales en el comportamiento del organismo. Solamente indica que estamos todavía lejos de descubrir las finuras y el refinamiento con que es capaz de proceder la Naturaleza en el inconcebible lujo de sus procedimientos. Pero no nos parece que se haya excedido más en su Gran Creación componiendo los dispositivos que hacen posible la pantalla proyectiva de imágenes e ideas interiores, absolutamente impalpables, que en la maestría con la cual compuso, por ejemplo, los millares y millares de conos y bastoncitos en el receptor visual, un poco más palpables, es verdad, pero permaneciendo en el mismo nivel de milagro genético ante nuestra mirada de basta captación. La creación humana, llevada a cabo mediante los dispositivos de imaginación e ideación, y por los métodos del saber y comprender, y sus procedimientos de valoración, es producto del mismo organismo que tiene que llevar a cabo, con no menos milagrosa actividad, los procesos del metabolismo o de excreción y combustión. Tildar este modo de pensar de «materialismo» es suponer que la materia es algo que se distingue fundamentalmente de aquel otro algo que es el «espíritu». En el fondo de las cosas, en núcleo nuclei, tal división no parece existir. Ni hace falta que la construyamos. El monismo puede creer en Dios, admirar la Gran Creación o temerla tanto como el dualismo, ya que, para pensar cualquier cosa, el hombre, pequeño e impotente ser, llega siempre, genial o vulgar, a una categoría que, dualista o monista, es igualmente desconcertante y silenciosa, sin cuestionarios posibles: la categoría de la última causa. Cosa que no se resuelve con la ciencia. Cuando nos vienen, desde no sabemos dónde, las ideas y las imágenes que engendrarán una novela o una escultura, con cosas dentro de ellas que nunca han existido, como productos hechos en la realidad de la historia humana, aquéllas parecen tocar el fondo de tal última causa. Pero tal última causa se manifiesta en un organismo genéricamente igual a millones de otros tantos. Y nunca se sabrá por qué el juego de permutaciones, con que se divierte esta última causa en el fondo de los millones, ha escogido precisamente un solo organismo como el útero de una cosa nueva. Pero se sabe bien y se ve claramente que este Miguel Ángel y este Cervantes fueron, en todo lo demás, miembros de la misma especie, con la misma vida cotidiana de todos los demás que pertenecen a aquélla. Cualquiera de las ciencias que pretendan ser más exactas que otras lo serían tan sólo desde el momento en que pudieran prever, ya por cálculos sacados de los astros, ya por los biológicos, cuál es la composición genética de un germen que con suma exactitud produciría cosas nuevas, tales corno son los Sófocles o los Rutherford. Hasta este momento dejémonos de tal vanidad de exactitudes.
GLOSA 11.—Sobre el poco tiempo que nos permiten vivir.A lo largo de nuestro cuestionarios nos hemos encontrado ya con alguna que otra lista de preferencias: la salud antes que el dinero, la mujer antes que la salud, la obra antes que la mujer, etcétera. El superinstinto de la avidez de vivir quisiera cumplir las necesidades en todas las direcciones, pero no todo puede enfocarse a la vez, aunque muchas tendencias hacia las satisfacciones y la autoafirmación corren paralelamente en el organismo por los teclados misteriosos de la genética, inspirados quizá por el ácido nucleico. Cuanto más consciente es el vivir, tanto más se nota la sucesividad de las satisfacciones, la lista cumplida o no de las preferencias y el tiempo perdido en cumplir las necesidades de menor rango a expensas de los valores más elevados. El tiempo interior se mide según estos criterios. El calendario exterior, convencional, nos interesa fundamentalmente tan sólo como presión del factor C. El tiempo interior depende de la orexis: es aquel que separa un acto nuestro de otro. Medir la distancia entre uno y otro es poder valorar, sentir. Por lo tanto sólo podemos medirla con más facilidad en la orexis consciente, donde hay valoración extensa. Los reflejos, en su dominio subconsciente, no nos dan la posibilidad de medir subjetivamente el tiempo entre un acto y otro, o entre las fases de la orexis. (Esto no quiere decir que no podamos medir ciertas duraciones de funciones subconscientes a base de las medidas del calendario convencional, por ejemplo, la velocidad acústica de una partícula, el tiempo de la conducción neurónica, etc.; pero sentirlas conscientemente no podemos.) La capacidad de hacer mediciones subjetivas, de sentir si el tiempo nos sobra o escasea para vivir adecuadamente, sólo la logramos a base de la concienciación, a partir de la sensación o representación consciente. Los hechos del calendario exterior —el de las circunstancias— tienen para nosotros importancia según se manifiesten como favorecedores o entorpecedores para el calendario interior, según que nos permitan durante más o menos tiempo sentir, valorar, vivir con autoafirmación o no. Cuando los dos calendarios coinciden, permitiendo que logremos la autoafirmación, casi no tenemos necesidad de medir el tiempo. Lo medimos, en realidad, tan sólo cuando hay discrepancia entre ellos, cuando el tiempo del calendario exterior se opone al tiempo de nuestras satisfacciones. Las unidades de tal medición interior dependen de muchas cosas que no trataremos en este sitio. Sutiles investigadores (Hoagland, Symposium Macy, 1951) han subrayado, por ejemplo, la importancia de la temperatura del cuerpo en la medición del tiempo interior: en la fiebre es más veloz, en estado normal más lenta. Otros se han ocupado de la relación de los ritmos nictemerales con el tiempo subjetivo, de las diferencias del tiempo sentido según las edades, etc. Para nuestra tarea de endograma será suficiente que reduzcamos el problema a los casos principales de escasez, del tiempo de vivir. Estos se pueden clasificar según los siguientes criterios:
Dicho de otro modo, el tiempo escasea, o se siente como perdido, o no encontrado, cuando compiten en nosotros dos necesidades de igual importancia vital (1); cuando no hemos establecido una lista preferencial, sino que tenemos la ambición de satisfacer muchas cosas paralelamente (2); cuando un factor especial, por ejemplo el instinto o las circunstancias, es de impacto preponderante (3); o cuando nos apasionamos por el ideal-optimum de una lista preferencial establecida, aunque distanciada en cuanto a su realización (4). La felicidad está siempre distanciada, la muerte siempre al acecho, y la importancia de vivir según nuestro propio estilo está muchas veces por elegir. Continuamente vamos hacia la recherche du temps perdu (Proust) o du temps non trouvé, y entre estos dos, teniendo posibilidad de elegir, nos atenaza la angustia vital de que no viviremos lo que podemos, ni con la intensidad que deseamos; y que no llegaremos a ser lo que potencialmente somos, ya que ni siquiera podemos elegir entre dos preferencias. Toda clase de angustia vital tiene como fondo la escasez del tiempo. Contra ella parece, pues, muy importante el establecimiento, para cualquiera,
Pero esto no es fácil, ni se hace a menudo, ni con mucha atención. Parece que para lo que más nos escasea el tiempo es, precisamente, para el trabajo alrededor de tal lista interinstintual. La época es tal que, aun si tenemos bastante tiempo para conservarnos y procrear, la autocreación está condenada a los márgenes del vivir. Si nos decidimos a ensancharlos, no será inútil que hagamos un pequeño autoexamen sobre cómo y por qué (y para qué) nos escasea el tiempo. Si no por otra razón, al menos con el fin de poder protestar y acusar. ¿A los demás? ¿A nosotros mismos?
I3 6. Autoexamen sobre la escasez, del tiempo.El tiempo escasea (siento y acuso en vano al destino)
El tiempo escasea (siento y acuso en vano a la época)
El tiempo escasea (siento y acuso en vano a la sociedad)
El tiempo escasea (siento y acuso a mis padres)
El tiempo escasea (siento y acuso a los demás)
El tiempo escasea (siento y me acuso a mí mismo)
El tiempo escasea (siento y no acuso a nadie)
I3 7. Autoexamen sobre el tiempo que podría tener.Lo emplearía:
GLOSA 12.—Sobre el tiempo perdido.Una de las características de nuestra época y un tema muy banal es la queja de que nos apremia el tiempo. Al parecer no tenemos tiempo para nada. Es la frase que cada uno de nosotros pronuncia cada día varias veces. Y si por casualidad, y siempre de paso, añadimos alguna que otra explicación, hablamos de la prisa de nuestra época, del ritmo de la vida moderna, de las distancias que el hombre actual tiene que recorrer; después viene lo de la mecanización, automación, rutina de nuestro programa cotidiano. Por En, a veces, surge también algún que otro concepto sobre el por qué de este fenómeno. Lo más importante en esta dialéctica es el problema: ¿para qué? ¿Para qué cosas nos falta el tiempo? Aunque tengamos prisa por mil razones, lo que requiere la fisiología encuentra su tiempo: comemos, dormimos, nos lavamos y arreglamos, y cumplimos con otros actos de higiene cotidiana. También encontramos tiempo para ganarnos con qué sobrevivir: muchas horas en fábricas, oficinas, cuarteles, laboratorios, talleres, gabinetes. También para obtener calificaciones encontramos tiempo: otras horas en las escuelas. Y para cubrir distancias también: horas en vehículos de toda índole. Para el recreo y descanso u olvido tampoco nos faltan horas si el trabajo lo permite: cine, radio, teatro, televisión, deportes. A la salud también le damos lo suyo: esperamos pacientemente en los consultorios. Cuando nos quejamos es generalmente porque nos falta tiempo: 1) para nosotros mismos; 2) para las relaciones humanas. En una palabra, para la persona en nosotros. A pesar de estar ocupados intensamente, la vida personal es la que sentimos escasear. No es difícil encontrar las principales causas de esta característica de los tiempos modernos. En varias ocasiones las hemos mencionado ya, e incluso las hemos reducido a una sola palabra, la exteriorización de la civilización. Y hemos añadido a este múltiple fenómeno y a su análisis que el propósito de nuestra civilización y su máxima preocupación es la producción de cosas, más cosas. Temas de población creciente, y otros en los que surgía con muchas variaciones el tópico de la crisis de la civilización y el olvido de sí mismo, han sido elaborados, y se ha subrayado que la educación del hombre moderno tendría que cambiar su rumbo en 180 grados. Aquí, en nuestro endograma, no proponemos recetas para subsanar la crisis. Más bien nos interesa acercar, mediante un cuestionario, a cualquiera de nuestros lectores al foco personal de la crisis, tal como él pueda sentirla desde su destino personal. Todos llevamos nuestro tiempo de una manera característica. Si hay crisis y quejas, en ellas no somos tan sólo los que podemos pedir .soluciones de los demás, sino también contribuyentes responsables frente a lo que nos apremia. El tiempo que se siente como perdido, escaso o mal gastado es siempre el que no se encuentra para llegar uno a sí mismo, el tiempo interior de la persona. Es siempre el que no podemos emplear en autocrearnos o conseguir el balance entre la persona exterior e interior. En fórmula más breve: cuando no podemos prestar atención a lo que ocurre en nosotros mismos. Cuando podemos hacerlo, el tiempo se llena, en compañía de los demás o sin su presencia. El tiempo bien cubierto es sólo el que vivimos desde dentro. El vivir o el no vivir así es el criterio de la distonía del tiempo. Para remediar la distonía del tiempo, la vocación bien escogida, bien encontrada (que a veces esto es pura buena suerte, ya que no es siempre fácil hallarla) es la mejor medicina. Si somos médicos potenciales y hemos escogido la técnica (porque, hijo mío, en esta rama ganarás más dinero, créemelo, y después ya puedes ocuparte también de tu medicina); si somos educadores natos y nos encontramos en cualquier oficina burocrática (pagan mal a estos maestros); y así, en casos innumerables de mala colocación, vista desde dentro, ¡cuántas veces nos parecerá el tiempo que pasamos ganándonos la subsistencia (¡y bien!), si lo miramos por el éxito social, confort y bienestar material, como tiempo vacío! No hay tiempo corto si el ritmo de la autocreación entre lo dado, optativo y conseguido pulsa con fuerza; y si la dialéctica entre la persona interior y la exterior progresa sensiblemente. La sociedad que no ayuda a estos compases en nuestro interior, no es sociedad funcional, y tenemos muchas razones para acusarla. Las sociedades comunistas insisten en la prioridad de lo social y en el poder del individuo de someter sus preferencias de vida interior a las exigencias de la comunidad. Así lo manda la ideología, que en este momento histórico subraya el privilegio evolucional de una sociedad bien acondicionada por sus instituciones. El racionalismo antibiológico de tal rumbo pro-social puede ser más tolerable tan sólo si esta sociedad se puebla de individuos cuya vocación personal ha sido bien guiada y libremente escogida. Y la libertad en las sociedades llamadas capitalistas puede ser esclavitud si el hecho de que una persona escoja su puesto en la sociedad depende del privilegio de alistarse entre los ricos. Sentirá como perdido todo el tiempo que tendrá que emplear en esforzarse para lograr tal posición privilegiada a expensas de su carrera vocacional. Si, por tanto, cierto Dr. Artanov, médico soviético, da en su libro consejos a la juventud rusa en el sentido de que incluso en las relaciones sexuales y matrimoniales restrinjan sus deseos personales y realizaciones autocreadoras en favor de las exigencias de la sociedad soviética y de un matrimonio conservador a toda costa, hay que tomar estos consejos, ardientes de ideología, cum grano salis de aquellas correcciones que impone, por una parte, la biología, por otra parte la orectología, y por la tercera, precisamente, la ética de una sociedad sana. Y ninguna es sana si el impacto de sus presiones colectivas despoja a la persona humana de sus derechos de autocreación (como no sean los de un criminal o los de un enfermo social). El tiempo más perdido entre todos es aquel en el que hubiéramos podido llegar a ser lo que somos si los demás no nos hubieran hecho el daño innecesario de impedírnoslo.
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