El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. CAPÍTULO IILA PERSONA HUMANA Y EL MUNDO DE LAS CIRCUNSTANCIAS
LO OTRO EN NÚCLEO (Cc)En vez de lanzarnos a las teorías sobre la realidad cósmica que nos rodea —el factor Cc— tenemos que contentarnos aquí con una breve enumeración de estímulos que pertenecen a ella. Evitaremos, pues, la cuestión de si esta realidad exterior existe fuera de nuestro sensorium, y, si existe independientemente de éste, cuál es su aspecto en sí. Tenemos que dejar esto a las hipótesis de la filosofía y de las ciencias físicas. La trataremos como aquélla realidad exterior que, debido a nuestro sensorium, se convierte siempre en nuestra realidad interior, en lo sentido a través de las sensaciones y representaciones. Más aún, emplearemos tan sólo el lenguaje común, para categorizar las cosas que pertenecen a esta clase de estimulación en relación con el individuo, la persona y su ambiente cósmico, y pasaremos como en vuelo de jet supersónico sobre las influencias que de éste proceden en la concienciación del existir. Cc 1. Autoexamen sobre las influencias cósmicas.
GLOSA 13.—Sobre la infiltración de lo cósmico.Sería remover tópicos si nos lanzáramos en este punto a construir caracterologías derivadas de las influencias cósmicas. Todos sabemos que influyen mucho estas circunstancias por su geoquímica, por su geofísica. Pero la consideramos una literatura que hay que dejarla al arte, toda esta caracterización matizada del tipo del Norte, Sur, Oeste, Este; marítimo, terrestre; selvático, desértico, del campo, urbano, montañas, hombre de llanura. Aportamos a menudo a estas caracterologías muchas categorías sociales para hacer nuestras diferenciaciones pseudocósmicas. Los que quieren hacer caracterología geofísica y geoquímica tienen que ir al metabolismo en el que los factores sol, humedad, densidad del aire, rayos, calorías, etc influyen contundentemente y son, por vías del metabolismo, formativas del tipo del organismo. Nosotros queremos tan sólo subrayar los efectos generales que en la vida oréctica, afectiva, tiene el paisaje de nuestra infancia o de nuestros días actuales. La Naturaleza es un gran fabricante de sintonías y distonías humanas. Las nubes y los ríos, el sol y las sombras, los prados y el mar, los bosques y la nieve son los primeros filósofos que nos enseñan cómo es la vida y cómo podría ser. Son una tremenda serie de experiencias de la infancia para las cuales no necesitamos, en la valoración, el juego artificial de las palabras abstractas. Son un mapa riquísimo de toda clase de nuestras penas y alegrías, expresadas en exclamaciones de gran felicidad o congoja, de risas o lágrimas, cuya valoración es cruda y muda. Sonreímos al sol, al río, al árbol; tenemos miedo de las nubes, de los vientos, de los rayos; amamos el bello campo, amarillo y salpicado de rojo; somos en esto grandes estetas antes de saber lo que es la estética; incluso tenemos emociones éticas al valorar el viento que mueve las florecillas y la tormenta que mueve nuestra casa; y antes de catequizarnos presentimos a Dios que está en el cielo azul o navega sobre una nube de plata. Los horizontes lejanos, los horizontes alpinos entre los que se encontraba nuestra casa de la infancia, son esquemas-maestros de nuestra vida futura; las lluvias de muchos meses, las nieves que dan paso a la primavera, son prototipos mnésicos a los que se añadirán las futuras vivencias sobre la vida y se clasificarán allí, bajo la ordenación sabia de estos maravillosos endogramas primarios. Tal vez como las pertenecientes «a la nieve que se marcha» o a la «primavera que vuelve a pesar de todo». Hay un parentesco y mimetismo profundo entre las pulsaciones de nuestra sangre y los ritmos de las olas del mar, o entre el compás de la puesta del sol y el de la música de la transición que pulsa en nuestra melancolía. El color de nuestro acontecer interior futuro, nuestros pesimismos y optimismos dependerán en parte del metabolismo y de sus consecuencias. Pero este mismo metabolismo depende del hábito con que hemos frecuentado en los años pasados sitios húmedos o secos, si hemos tenido sobre nuestra piel poco o mucho sol, si nos hemos bañado en los ríos o aspirado el aire de los abetos, y si hemos tenido mucho o poco miedo al trueno, o muchas alegrías con el árbol de nuestro jardín. Nuestros futuros deseos de liberación y de desahogo estarán formados en buena parte por las experiencias diferenciadas según hayamos tenido en la infancia unas intimidades suaves con las lluvias tropicales o éstas nos hayan traído unos meses negros de desesperación. Las tormentas de la vida no nos amenazarán tanto si previamente, en la infancia, hemos comprendido con alegría las que hicieron temblar las ventanas de nuestra casa.
EL OTRO EN NÚCLEO (Cs)GLOSA 14. (o un breve resumen de la teoría social).Hemos definido el factor C social envolviendo en él todo estímulo exógeno que procede de otras personas y de sus productos. Nacemos de los demás, somos sucesores y herederos de su organismo y de sus rasgos. Esto es Bíos. El factor social surge con el nacimiento del ser humano en forma del otro y de sus grupos. Esto es Ethos. El ser humano es social por antonomasia. No puede ni nacer, ni sobrevivir, ni vivir sin los demás, sin la sociedad. La influencia del factor Cs (circunstancias sociales) sobre el organismo individual y la persona humana es tan constante y continua como la del otro factor circunstancial, el cósmico. Ningún evento que ataña al organismo es posible sin que también esta influencia se integre con los demás factores en la orexis. Esta es la razón por la que la orectología no puede prescindir del análisis de esta parte del factor exógeno. Le interesa la prehistoria y la historia, la exoantropología y la sociología, que estudian al ser humano como organizador y como miembro de la sociedad humana. Siendo endoantropología, es decir, ciencia dedicada al estudio del hombre visto desde dentro, la orectología, valiéndose de los resultados de todas las demás ciencias, explora también los efectos que el otro y su sociedad tienen o pueden tener sobre el organismo individual y la persona dentro del conjunto de todos los factores que constituyen el comportamiento- El factor Cs es importante, pero es tan sólo un factor. Con esto queremos subrayar que no le damos más importancia que a los demás factores, sin los que es imposible la orientación vital. Es un factor muy potente, pero no puede sustituir ni eliminar los instintos, el ego, la estructura o las influencias del factor cósmico. Por sus influencias, este factor puede parcialmente condicionar al hombre, en un grado más o menos elevado,
Frente al individuo y la persona, el otro y su sociedad se presentan bajo varios aspectos de estimulación positiva y negativa. Pueden facilitarle u obstaculizar el mantenimiento y el desarrollo de la forma de su organismo, aumentando o disminuyendo la gama de sus necesidades (ego), su satisfacción (instintos), favoreciendo o no la estructura innata y heredada (Hf). Según esta dirección positiva o negativa, el factor Cs influye poderosamente en la vida emocional del ser humano y de su orientación vital. Estas influencias pueden proceder del otro individuo o de las instituciones sociales. En un sentido biósico de la palabra, el individuo puede sentir estas influencias, cuando le son favorables y proceden del otro individuo, como justicia vital; las desfavorables como injusticia vital. Cuando son las instituciones las que las ejercen, como justicia o injusticia social. Las dos desde el punto de vista de su autoafirmación o autonegación subjetivamente sentida. Damos en nuestra terminología mucha importancia al criterio de la justicia-injusticia vital y social para explicar la motivación del comportamiento relacionado con el factor Cs. Este criterio no vale para el factor cósmico. Nuestras reacciones son otras si aquél se nos muestra desfavorable desde el nacimiento o posteriormente. Si la Naturaleza es a veces madrastra y no madre con nosotros; si quiere que nazcamos cojos, ciegos o mudos, el odio o el disgusto que le tengamos irá siempre acompañado de cierta grave impotencia ante este impacto doloroso, y la terminología de nuestras expresiones de rebeldía se construirá, en variaciones sobre la mala suerte y el cruel destino, como algo que es primordialmente inevitable y está relacionado con fuerzas ante las cuales no hay apelación. En la injusticia vital-social, subjetivamente sentida, que procede del factor Cs, siempre apelamos a un tribunal supuesto o real que podría calificarla de evitable, es decir, como mal innecesario, que nos causa más sufrimiento (patior) de lo que, según nuestra opinión subjetiva, merecemos. Es la gran caldera de las injusticias vitales y sociales —también toda injusticia social se reduce subjetivamente a la vital— que la POV considera como uno de los móviles más poderosos del dinamismo de la historia humana, engendradora del patrimonio de sentimientos negativos, tales como miedo, ira, odio, envidia, soberbia, etc. Enjuiciamos, pues —con la POV—, a una sociedad como avanzada o atrasada, no según la medida de su bienestar material, de su técnica o de su arte, sino por la cantidad con la que el comportamiento individual y los efectos de las instituciones acusan la presencia más o menos elevada de sentimientos negativos en su patrimonio colectivo, según la medida del mal innecesario que sus miembros o sus instituciones infligen a los demás miembros de la misma comunidad; la medida del miedo, de la ira, de la soberbia y sobre todo del odio acumulado. Las técnicas sociométricas harían bien en inventar cuestionarios y aparatos con los que pudiésemos llegar a ocuparnos de fobo y misometría (medir la cantidad del miedo y del odio) para enjuiciar la estabilidad o el pronto derrumbamiento de una comunidad. Pero también sin tales aparatos es difícil aplicar el criterio de la injusticia vital y social, el del mal innecesario inherente en una comunidad y evidenciado en el comportamiento individual reactivo: el endograma tiene que servir necesariamente también para estos fines. No existe ni existirá jamás una sociedad humana perfecta, es decir, exenta del mal innecesario. Estas existen en unas comunidades de animales inferiores, tales como las abejas u hormigas, que deben sus maravillosas organizaciones a la preadaptación instintiva de la cual es omitida la imaginación creadora de cosas nuevas. Las sociedades humanas han llegado a sus progresos debido al desarrollo tercio-instintual. Pero la imaginación y la inteligencia nos sirven, dentro de las sociedades, para intentar y organizar tanto el mal como el bien en la lucha del sobrevivir. La proporción del mal y del bien efectivos en una sociedad es cambiable. En nuestra terminología llamamos sociedad funcional a aquélla en la que el condicionamiento de sus instituciones logra disminuir el patrimonio de los sentimientos negativos y sus respectivos actos de agresión individual o colectiva contra la persona y su maduración. Por encima o por debajo del tipo especial que en una época adquiere una sociedad, calificada por otras terminologías de autoritaria o democrática, capitalista o comunista, etcétera, el endoantropólogo mide sus valores por los criterios del mal innecesario, de la justicia vital o social realizados de hecho en la comunidad y evidenciados en el sufrimiento individual o en la huida de tal sufrimiento. En la maduración de la persona tanto como en el progreso de la sociedad, la POV atribuye gran importancia a la formación de dos prototipos socio-orécticos: el del hombre responsable y el del hombre estratégico, cuya eterna lucha interior sacude la existencia individual y la de la sociedad. En cuanto a las tendencias primordiales que determinan el dinamismo de la motivación social en las relaciones individuo-sociedad, mucha atención hay que prestar, según nuestro punto de vista, a lo que desde el Bíos primigenio brota como tendencias individualizantes y socializantes dentro de una comunidad. Socializantes: cuando la sociedad quiere condicionar el desarrollo del individuo por instituciones que juzga adecuadas para el bien de la comunidad. Individualizantes: cuando las instituciones sociales facilitan a la persona en el hombre el libre desarrollo de su personalización o, como nosotros decimos, el ser lo que es. La supuesta mejor sociedad funcional depende de la proporción de lo responsable-estratégico y del equilibrio individualización-socialización establecido en ella. Desde la familia en que nace (ambiente biosocial), la casa y sus alrededores, el municipio y la región, el estado y la nación, las comunidades de raza, trabajo, religión, educación, cultura, mundo internacional, etc., se presentan frente a los fines del individuo como influencias de grupos de presión. Más que en la sociología, y en un sentido más amplio en que este término se usa en las ciencias políticas, necesitamos también en la endoantropología esta noción: la presión que la sociedad en sus varios aspectos ejerce sobre el individuo es, en la mayoría de los casos, una presión de agrupamientos intrasociales. Incluso ¿n la relación madre-hijo, la más biológica y aparentemente individual, mucha presión ejercida por la madre es una expresión del grupo: la disciplina protoética que ella inculca a su prole lleva en muchos aspectos el rasgo de una educación tradicional, consuetudinaria, o el de la ciencia moderna. En ambos casos el grupo (de la familia, del sistema educacional) se hace sentir en las intenciones educadoras de la madre y son en parte de carácter superindividual. La norma, la experiencia social convertida en precepto, es siempre un producto de grupo y de su presión. La norma tiende a la regulación de las relaciones humanas y la presión injusta puramente individual sobre el otro es un mal innecesario, en primer lugar porque quiere salirse de alguna que otra norma existente (religiosa, legal, ética) y burlarla. La organización social tiene sus propósitos en la protección más eficaz de la vida del individuo, miembro de la sociedad. Este paga su tributo para esta protección reforzada con la disciplina con la cual se somete a las normas, es decir, con cierta represión del libre juego de sus instintos. Ninguno de ellos se sale libremente con la suya en la sociedad humana; todos sufren el impacto censurador del factor Cs. Pero la sociedad —cuanto más funcional tanto mejor— puede darles más o menos libertad de auto-realización y disminuir la represión innecesaria. Esto ocurre tanto más en una sociedad concreta y en las instituciones de su civilización, cuanto los fines de la persona humana se traten como aquellos que tienen un valor supremo. Lo que el hombre individual no pueda lograr en la maduración creadora de su persona debido a las injustas presiones socialitarias, es pura pérdida también para la sociedad. Pero hasta ahora tales conceptos en pro de la persona humana no han imbuido debidamente ni las instituciones ni los métodos de educación de la civilización. El factor Cs, como organización de las instituciones, no es aún ayuda eficaz en el condicionamiento de la persona creadora. El otro no es aún para ella lo bastante semejante, y, todavía menos, lo suficientemente prójimo. Lo que la sociedad organizada omite de esta manera, debido a su primitivismo en la socialización cultural, puede suplir y complementar, e incluso sustituir perfectamente, el comportamiento amoroso y compasivo del otro individuo. De esta manera las relaciones humanas coexistenciales se convierten en relaciones interpersonales de convivencia. La sociedad son personas, y sus instituciones también: la presión que proviene de la sociedad se hace siempre a través de los demás. Las palabras «sociedad», «comunidad», son abstracciones e ideas, no son cosas. Son nociones auxiliares para expresar ciertos conjuntos, compuestos de personas y sus instituciones, con los que el individuo se enfrenta en su orientación vital. Mientras que el individuo y su persona, son, como la Naturaleza misma, el lujoso, complicado y exuberante Bíos, el Ethos organizado a base de normas como sociedad y comunidad es incomparablemente primitivo y rígido. Los mandamientos, las leyes, los reglamentos, prevén la regulación de lo típico en el comportamiento, y apenas llegan a cierta individualización, es decir, a la comprensión de la persona individual. De esta manera el conflicto primario entre la persona y la sociedad descansa en lo antagónico que es el esquema objetivo y abstracto de las normas y sanciones frente a lo subjetivo y concreto de la persona. La ley define el concepto de asesino, traidor, ladrón, falsario, etc., según los criterios de un delito consumado o intentado; pero apenas pregunta por qué ha matado, robado, engañado, traicionado etc., el individuo. Las instituciones de toda índole, aun cuando no son prohibitivas, sino protectoras del individuo, nunca llegan a prever todos los casos a los que podrían ser aplicadas para afirmar la persona. Existe, pues, este conflicto primigenio entre el Bíos y el Ethos, fuente abundante del sufrimiento individual. Entre otras cosas, es preciso subrayar en este resumen el concepto de la co-responsabilidad de la sociedad en el comportamiento asocial del individuo. Esto no es tan sólo asunto de un humanitarismo filosófico, sino que está basado en el carácter antagónico Bíos-Ethos. La sociedad en la cual la comprensión de este antagonismo rige la corrección de las instituciones y de la aplicación de las normas en favor del desarrollo de la persona, es más funcional en nuestro sentido de la palabra y, por lo tanto, puede reunir más condiciones para reducir el patrimonio de emociones negativas. Si «los demás», que aplican las normas frente al individuo, poseen suficiente intropatía para el ser humano como tal, la rigidez antagónica Bíos-Ethos puede equilibrarse por actos creadores de los aplicantes. Definiremos la intropatía como reconocimiento comprensivo de la medida que el sufrimiento (patior) del otro ha alcanzado. Pero no solamente nos referimos al sufrimiento concreto, sino también a la compresión de la naturaleza misma de la posición del individuo dentro de la sociedad. La intropatía como regulador social no puede cerrarse ante el hecho de que, por motivos del sobrevivir dentro del conflicto bio-ético, todos somos potencialmente portadores posibles de actitudes asociales y antisociales. Dicho de una manera cruda: todos somos asesinos potenciales. Y quien dice asesino dice también toda la gran serie de otros comportamientos asociales y antisociales que abarcan los códigos religiosos, morales y legales. La acentuación de este potencial en la persona concreta depende en gran parte de la medida de la intropatía, de su presencia, escasez o ausencia, que los demás testimonian frente al individuo. En este sentido emplea la POV el término de la co-responsabilidad de la sociedad en el comportamiento asocial y antisocial del individuo.
GLOSA 15.—Sobre el otro.La psicología social es una extensa parte, y últimamente bastante cultivada, de nuestra ciencia. El otro ha sido escudriñado como vivencia subjetiva y como fenómeno social en una literatura a la que dentro de nuestro margen no podemos prestar debida atención. En la POV nos hemos ocupado parcialmente de varias tesis, esbozando el concepto orectológico. Alrededor de dicho tema encontraremos varios cuestionarios en este capítulo. De ellos se desprenderá indirectamente el concepto o, digamos, el esquema alrededor del cual los hemos elaborado. Este esquema es muy sencillo. El otro puede ser para nosotros:
Objeto casual, anónimo (1), cuyo estímulo no llega a interesarnos más que otros objetos, hechos, cosas: esta relación ocurre cuando el otro está hundido entre otros objetos sin destacarse por su estimulación propia, por ejemplo, una figura humana perdida dentro de un paisaje que contemplamos. Un individuo discernible y seleccionado (2) entre otros individuos de nuestra especie, anónimo, pero ya no objeto, sino individuo, ser humano: un soldado en un batallón que desfila ante nosotros y al que por casualidad se dirige nuestra mirada. Individuo como medio (3) de nuestra auto-realización: un obrero desconocido en nuestra fábrica; el conductor del autobús que nos lleva a casa; una prostituta que nos sirve para la satisfacción sexual momentánea, un enemigo que cae, anónimo, por nuestro disparo. Las otras tres categorías (4-6) ya son más interesantes: se caracterizan por relaciones menos mecánicas que las mencionadas; es el contacto entre dos personas, la nuestra y la del otro. Este contacto supone cierto conocimiento sobre la persona del otro y una relación mutua entre dos personas y no entre objetos o individuos. Supone ya cierta selectividad entre las dos. Una suposición, por parte nuestra, de ciertas características del otro al que escogemos para una relación. En éstas, el otro como persona puede servirnos como instrumento de nuestras auto-realizaciones. Es cuando, por ejemplo, nuestra mujer nos sirve tan sólo para el placer sexual; o el marido como instrumento de nuestros afanes de procrear. Las personas se conocen bastante bien; siguen la selección y sus leyes, pero nuestra relación mutua tiene el carácter de mero egoísmo paralelo, en el sentido del do ut des, te doy para que me des. La relación de convenio mutuo biológico, comercial, resultado de cálculos, de intereses creados. Las dos últimas categorías de nuestra axiología general difieren mucho de las anteriores: en ellas, la persona del otro nos interesa por sí sola, y nos preguntamos, con el afán de conocerla más profundamente, quién es, cómo es, qué podemos encontrar en ella, cómo se nos presenta y cuál es su ser esencial. Nos interesa no tan sólo por si puede servir nuestras auto-realizaciones, sino que también prestamos atención a su modo de ser y a sus afanes de auto-realización como persona. En los criterios de tal cúmulo de interés y atención, o en su ausencia, hemos basado nuestra categorización general de las relaciones humanas, alistadas bajo los términos de coexistencia y convivencia, de contacto, conflicto, conversación, diálogo, encuentro. Finalmente, con la última categoría, en la cual la persona del otro no es tan sólo objeto de nuestra atención, ni instrumento de nuestras auto-realizaciones, sino más bien motivo de nuestra autocreación —que engendra también la recíproca—, nos acercamos a los términos de la unión convivencial comprensiva y compasiva, es decir, seguimos por la línea de la máxima convivencia que nosotros y el otro ser humano pueden alcanzar. Por los criterios de tal escala de valores, el otro asciende de mera circunstancia mecánica, impuesta o escogida, a la circunstancia cualificada. Asciende en nuestra valoración, concienciación gradual a ser humano, a particular definido, a motivo de nuestra atención, a reconocido por lo que es, a comprendido, compadecido y, eventualmente, amado.
INFLUENCIAS DE LAS CIRCUNSTANCIAS SOCIALES SOBRE LA PERSONA Cs 1. Autoexamen sobre el ambiente biosocial inmediato.a) en torno al nacimiento:
b) recuerdos de infancia relacionados con el contorno inmediato material:
c) contorno inmediato de la casa:
NOTA.—Hemos hecho un vuelo rapidísimo por el endograma del sitio de nacimiento, de las primeras impresiones y de los primeros recuerdos de la infancia en cuanto al contorno material y de paisaje. Todo esto —y muchas otras cosas— es importantísimo para la formación ulterior de la persona y para las características de su endograma. El factor cósmico y social se mezclan aquí en sus fronteras respectivas y algunas preguntas son similares a otras mencionadas en algún cuestionario anterior. Hemos tenido que limitarnos en muchas direcciones. Todos los pormenores que la clínica considera como muy importantes en cuanto a las regularidades o irregularidades del parto, de la herencia tocológica y ginecológica, de la lactancia y del destete, la ficha patológica de la infancia, etc., quedaron fuera de nuestras consideraciones y dejados al examen médico. Hemos mencionado, de una manera muy restringida, tan sólo las cosas que cada uno puede hacer objeto de su propio análisis y ensancharlo por su propia iniciativa. La cosa principal es ocuparse en serio del pasado propio, no dejarlo a la casualidad.
Cs 2. Autoexamen sobre qué clase de hijo soy.
Cs 3. Autoexamen sobre las rebeldías juveniles.
GLOSA 16.—Sobre el conflicto de las generaciones.La crudeza que alcanza nuestro cuestionario en este punto podría parecer exagerada. Pero el autor ha pasado por cuatro guerras, dos de ellas mundiales, y por dos postguerras. Y al revisar estos endogramas sobre las rebeldías juveniles se encuentra con que los rusos y los americanos realizan pruebas nucleares del mayor alcance histórico. Por debajo de ellas, los desentendimientos entre las generaciones, dentro de la vida íntima de familia, no han obtenido ningún alivio de la época. El dinamismo entre la responsabilidad de los padres y las rebeldías juveniles se nutre en estos días abundantemente de dos corrientes, la pública y la privada, y también como nunca del veneno de la incomprensión. En ambos sectores hemos llegado a extremos de los últimos dilemas de los que hemos hablado en el Prólogo Apocalíptico de este libro. La Humanidad vive de un día a otro creyendo en el milagro del desarme, ya anestesiada por su propia creencia. La inconsciencia del peligro crece. Ya no hay protestas de los sabios. A Bertrand Rusell le han encarcelado porque la manifestación antinuclear de su grupo estaba en conflicto con los reglamentos policiales sobre las reuniones. La juventud universitaria mundial no ha encontrado la fórmula de la solidaridad que uniría a la muchacha de Massachusetts con el chico de Alma Ata en el grito común de la rebeldía más justificada del «¡queremos vivir!», dirigida contra los manejadores de las armas nucleares en ambos centros de la muerte genérica: ni siquiera ante la fosa común puede lograrse que las convicciones rojas y blancas encuentren —al menos a través de la desesperación de los hijos, si ya no puede ser a través del convenio de los padres— una fórmula de solución y acuerdo. En la crisis de Cuba (1962), la muerte genérica se aproximó a milímetros de distancia. Los padres e hijos históricos tanto como los padres e hijos íntimos, nunca han vivido con más incomprensión que en nuestros días. Si no me hubiera alzado deliberadamente por encima del momento actual, componiendo el cuestionario anterior, la confrontación de las generaciones en aquellas preguntas se hubiera puesto de manifiesto con mayor rigidez realista. También yo creo, impotentemente, en el milagro del desarme, pero no creo que, si éste se cumple, el antagonismo de las generaciones, público y privado, quede aliviado por este mero hecho si el hombre no cambia el rumbo de su civilización en la dirección de la interiorización, como ya he expuesto en el Prólogo. La gran disputa de las generaciones no puede aliviarse sin tal cambio profundo. Y aunque el desarme milagroso pudiera arrancarle al joven futuro el reproche de la muerte nuclear echado a la cara de los padres públicos, el íntimo reproche de la incomprensión no perdería su agudeza si el hombre en general no se decide a prestar más atención a su vida interior. La mejor paz —no diremos nunca la paz tout court— entre las generaciones no puede venir por reformas exteriores, aunque vaya acompañada de la abolición de la guerra total. La disminución de la cantidad del mal innecesario que se manifiesta en la confrontación de las generaciones puede venir tan sólo por reformas desde dentro: si tanto padres como hijos logran establecer con más verdad y sinceridad sus respectivos endogramas íntimos. Si los padres no tienen tiempo para conocerse a sí mismos, ¿cómo podrían tener tiempo y facultad de conocer a sus hijos? Si los hijos están en la mala escuela de los padres, ¿cómo podrán tener tiempo y facultad de conocerse a sí mismos y a los padres antes de que el desentendimiento fatal llegue a nidificarse? La escuela de las generaciones comprensivas ¿tiene que empezar con los padres o con los hijos? Empiece donde empiece, la cosa principal en el corte del circulo vicioso es que empiece en el hombre desde dentro. No en la civilización, sino en la cultura. Existe, sin embargo, también el antagonismo biológico entre las generaciones. Esta parte no se puede remediar. La evolución trae consigo el descontento biológico de los hijos con los padres, y viceversa. Tanto la juventud sana como la viciosa lleva en su seno el germen de la revisión, de la crítica inmanente de los antepasados y del ambiente en que nacen. Es la influencia del antagonismo y de la heterogeneidad evolutiva, por progresiva. Lo constructivo o lo destructivo de tal crítica y revisión depende en cada persona de los factores genéticos, es decir, caracterológicos, por una parte, y de las influencias del ambiente familiar y el del más amplio contorno social, por otra. Incluso la juventud más conformista y conservadora, la que se decide a seguir las leyes del orden social heredado, lleva en sí la crítica y la revisión. Pero una parte de las nuevas generaciones no es nada conformista, ni puede serlo, ya que la persona que madura en ella se enfrenta, dentro de su ambiente, con muchas contradicciones, mentiras, hipocresías e injusticias sociales y vitales. El llamado idealismo de la juventud no es otra cosa que el afán legítimo de poder realizar una vida más veraz, más llena de sentido que los padres. Encontrándose con tantos enigmas de su propio organismo y de su ambiente, a la juventud de todos los tiempos le parece posible la revisión del modo de vivir que encuentra hecho y que los padres quisieran mantener siendo portadores de un orden basado en su propia experiencia, o solamente en el estilo de su existencia. Y, mientras en una parte de la juventud brota la revisión con fórmulas revolucionarias o reformistas de orden político, económico, técnico, religioso o moral, en la otra parte, que no sabe qué hacer con toda la ebullición en su interior, la revisión busca salida en la rica escala de protestas y de rebeliones deformes que a veces se manifiestan en gamberrismo activo, iracundo y hasta criminal, otras veces en expresiones de indiferentismo anárquico y pasivismo apático del «no hay nada que hacer». Cada hombre necesita autoafirmación. En la juventud este afán fisiológico es muy fuerte, y además está desprovisto de la autodisciplina impuesta por la experiencia y por la maduración. El ser alguien, ser importante, incluso ser héroe, y pronto, es deseo vivísimo en el chico joven a quien falta toda la sabiduría de las restricciones impuestas por las filosofías de la madurez. Frente a este impulso, los padres predican el sentido común y el de adaptación de toda clase. Pero a menudo no dan buen ejemplo. Saben procrear —lo que es fácil—, pero son pocos los que saben educar y convivir con los hijos —lo que es difícil—. El gamberrismo es en gran parte una rebeldía contra este diletantismo educativo de los padres que, por los complejos que nacen en el joven a través de las contradicciones de la vida familiar, toman forma de protestas llameantes y excesivas. Se acumulan en el deseo de ser ante todo diferentes del orden predicado que no convence por la mentira adivinada, por la hipocresía sentida o por la autoridad sin verdad. Y, si ya no pueden cambiar según sus deseos y conceptos el orden que representan los padres malos educadores, al menos pueden separarse ostensiblemente de él. Para protestar íntimamente unos van sucios, despeinados y harapientos, se reúnen en tertulias y clubes que cultivan esta línea pasiva del «anti-orden», recitando allí poesías que son más que nada la «anti-poesía» de todo lo tradicional, crean arte que es en primer lugar «anti-arte», contra todo lo heredado en estética, etc. Otros, más activos, se alistan en los partidos «anti-padres», o en las bandas «anti-sociedad». Tenemos una enorme gama de las rebeldías suaves y de las destructivas. Entre las primeras, los «beatniks» americanos (e ingleses) representan un gamberrismo decadente, poético, vago y pasivo, una especie de existencialismo tipo St. Germain dès Prés 1952, exportado a América y re-elaborado con tintes antieuropeos y materiales antinylon. Su mérito consiste en que, por fin, la joven América ha llegado a su expresión de «bohème» que hasta las guerras mundiales era la vieja marca auténtica y refinada de los cafés como el «Romanisches» en Berlín, el «Luitpold» de Munich, el «Greco» de Roma, los de la «Kärntnerstrasse» en Viena y los innumerables alrededor del «Boul-Mich» de París. Los bares, semibares y antibares de la región de la Octava Calle y de su Greenwich Village —el centro de los beatniks— de Nueva York se llaman «El Epítome», «Colegio de complejos», «La luz del gas», «El pícaro», «Caravana», «Club de la confusión» y nombres semejantes. No se sabe exactamente lo que significa la palabra «beatnik», ni los adeptos del «beatnikismo» la usan entre ellos. La «beat generation» quiere decir para algunos generación marchitada, cansada, fracasada; otros dan a esta noción el sentido de vagabundo e incluso de santo, es decir, beatífico. ¿Según un ideólogo de moda, el ser un «beatnik» quiere decir ser pobre, trasnochar en los bancos de los parques como un «clochard» parisiense, tener ideas iluminadas sobre la Apocalipsis y mezclarse de vez en cuando en un «cocktail» con, las doctrinas del budismo Zen o con el psicoanálisis del marxista Wilheim Reich. Sobre todo consiste en buscar nuevas palabras en lugar de las viejas, o torcer éstas creando un nuevo vocablo extraño y fantástico que solamente puede comprenderse entre los consagrados. La jerga «beatnik» está compuesta de palabras secretas usadas en el contrabando de la marihuana —el estupefaciente preferido de estos soñadores—, del argot del jazz y del gamberrismo internacional, y puede confundir profundamente al mejor políglota o lingüista del mundo. Pero este dialecto los separa contundentemente de los burgueses ordinarios, de las mujeres callejeras y de los criminales. Los «beatniks» no son gángsteres, son pacíficos. Se llaman entre ellos «gatos» para el elemento masculino, «pollita» para el femenino y «ranúnculo» («buttercup») para los de sexo compuesto. Son más bien gente introvertida, meditativa, silenciosa. Suelen recitar poesías extrañas, escuchan peroratas sobre filosofía oriental y les gusta el ritmo del bongo. La barba es obligatoria para los machos; cuanto más descuidadamente visten mejor, y lo típico es un sweater al menos dos números más grande, pantalones bien arrugaditos y alpargatas. Las hem-britas, con pelo largo de mantilla, gafas de sol en todas las ocasiones y pantalones esquí o de torero. No beben alcohol, no bailan el Rock, no hay excesos sexuales; los desprecian. La actitud primaria que se le exige a un «beatnik» genuino es la de ser «frío», o al menos tibio frente a todo lo que es un estímulo vulgar para los sentidos. Excepto por lo que respecta a la marihuana, quieren convivir pacíficamente con la policía. En cuanto al arte, solamente admiten lo más primitivo del pasado y lo más abstracto del presente. Les atrae en general todo lo que es anti-forma, lo inacabado, huidizo, pasajero y pasatista, lo que no llega a ser, lo entre-ser-y-no-ser, aunque no sea de tipo hamletiano. Es una búsqueda solapada de la actitud no-conformista, expresada por medios baratos e inocuos (aparte las toxicomanías) , que fácilmente se traiciona a sí misma, porque fundamentalmente la vida de estos «clochards» estilizados no abriga demasiada valentía ni pasión gitana de la libertad: cuando el dinero del bolsillo empieza a escasear, los «beatniks» también buscan trabajo en las odiadas empresas burguesas. Estos «nihilistas» de tipo americano no tienen convicciones políticas como los antiguos rusos. Su ideal de una sociedad mejor es completamente desdibujado; su negativismo es pasivo y vago. Aunque desprecian al hombre de traje de franela gris, al comerciante codicioso, al superhombre industrial y al que vive para el confort de «sus partes traseras», su actitud no pasa de ser mero exhibicionismo. Y no crean la literatura inspirada de los clásicos bohemios, que desde las mesas solitarias de los cafés europeos llegaron a poblar para siempre las columnas de las enciclopedias. No obstante, es una posición característica de protesta y de rebeldía contra la crueldad, la falsedad y la hipocresía de su sociedad. Si bien escasea la ideología apta para una reforma, sobra en cambio el sentir asco y hastío hacia el ambiente. Es una rebelión ineficaz, pero su motivación interior es impulsada por una profunda insatisfacción e impotencia de tipo occidental. Si no encuentra expresión sana, no quiere decir que no es un intento de estigma. En sus manifestaciones ridículas, en esta locura pre-melancólica, hay cierto sentido subconsciente, como en cualquier histerismo o manía de tipo clínico. Su psicología es completamente diferente de la que ostentan los gangs activistas, bulliciosos y criminales que viven unas calles más lejos de estos barrocos de confusión. Los activistas de la juventud anglosajona, americana (y europea) se caracterizan por el «angry young man» (el joven iracundo) y «the furious» (el furioso). Entre ellos América sobresale con una oleada desproporcionada de delincuentes juveniles. El contrapunto ambiental de sus ciudades gigantescas y advenedizas se presta a fomentar la irresponsable actitud asocial y es una de las causas de la criminalidad. Allí la delincuencia de los adultos ha adquirido unas formas típicas y perfectas que sirven de ejemplo a los jóvenes desviados. Poderosas y cínicas bandas se oponen a la ley con una superorganización maestra. Su dinero corrompe a menudo a la policía, paraliza los esfuerzos de los fiscales más valientes; el poder de sus chantajes infecta a los sindicatos y se inmiscuye con métodos del Oeste salvaje modernizados en la política. El desorientado joven americano ve que con tales procedimientos uno puede ganar mucho dinero, ser poderoso eludiendo las sanciones de la ley e incluso presentarse como una clase de héroe y un superhombre que desafía a la sociedad. La gran parte de su ambiente vive con tremendo lujo, a veces impunemente conseguido con falsa contabilidad y mediante la intervención lista de abogados o de «lobby» de marca, puesto al servicio de los gángsteres. Si a esto se añaden, por desgracia, unas contemplaciones desequilibradas de que en tal sociedad el dinero lo es todo; que si ella va a la guerra será por razones inspiradas por los poderosos de tal capa; y que si mantiene la paz, también será en favor de ellos, de sus trusts o de sus caciques políticos o administrativos, la impresión que por estos caminos de fácil argumentación nace en la nublada y bulliciosa mente joven no es muy propicia para canalizar sus turbulentos complejos hacia lo positivo y lo ético. Los «slums», los barrios bajos de los blancos y negros contribuyen a esta desviación; y la soledad en la vida familiar aun entre los jóvenes ricos y la ignorancia de los padres sobre cómo educarles, no son los últimos motivos que les empujan hacia la búsqueda de la vida aventurera, aunque sea por los senderos del crimen. La jungla de los gangs jóvenes de Nueva York es el colmo del gansterismo juvenil. Tienen sus agrupaciones en el centro mismo de la ciudad a dos pasos de la sede de su alcalde. Se llaman «Young Lords» (señores jóvenes), «Viceroys» (vicerreyes), pero también «Vampires» (vampiros) e incluso «Assassins». Y al lado de los «Blancos pobres» hay también bandas exclusivas de portorriqueños y de negros. Total, la bagatela de unas 150, con 250-300 miembros cada una, con territorios estrictamente limitados de mutuo acuerdo y con arsenales de armas. Hacen peligrosa la vida de sus barrios, atacando a los transeúntes y guerrilleando entre ellos en las calles, a veces con una racha de víctimas inocentes. Su organización interior trata de amoldarse a los esquemas empleados por los criminales adultos. Es interesante mencionar aquí que Nueva York es la única ciudad del mundo que tiene un hospital para los toxicómanos de menos de veinte años. Sus 140 camas están siempre ocupadas. Los cinco millones de alcohólicos (cada año aumentan en 200.000) son otra cifra fatal al margen de la criminalidad. Ante el peligro, los diversos Estados se defienden como pueden. Después de que John Guzmán, jefe de los «Coronas valientes», de dieciséis años, mató por cuestiones de territorio violado a un miembro de los «Cuchillos reales», Edward Pérez, de diecisiete años; y después de la riña habida entre los «Sportsmen» y los «Chicos de la Forsyth Street», en la que perecieron dos jóvenes de catorce y quince años, el gobernador Rockefeller decidió establecer campos de trabajo forzado para la reeducación de los delincuentes juveniles. Ochenta y cinco ciudades americanas han proclamado la queda nocturna para jóvenes de menos de veinte años. Filadelfia impone multas graves a los padres de los detenidos. Las autoridades están también alarmadas en Londres, París, Roma, Estocolmo, Berlín, Viena etc. Varios sacerdotes han convivido con los gamberros para estudiar la cuestión; los pedagogos culpan a las escuelas, que ofrecen más bien el conocimiento seco de las cosas, abandonando la formación moral; los gobernadores recomiendan mano dura; los psiquiatras proponen la fundación de «escuelas para los padres». En otras partes, por ejemplo en Suecia, la rebeldía de la juventud adquiere diferentes aspectos. Unos lo atribuyen al materialismo. El valor del dinero es allí prepotente, es criterio del éxito social, meta de muchas ambiciones, expresión de satisfacciones acumulativas, sinónimo no tan sólo del bienestar sino incluso de la felicidad. Pero en esto no hay diferencias fundamentales entre padres e hijos. Estos últimos no se rebelan contra los padres en nombre de un «espiritualismo» superior, ni los padres son tacaños en compartir el nivel material con ellos. La mayoría de ellos recibe unos dineros de bolsillos generosísimos, ante los que cualquier estudiante del Mediterráneo se quedaría amarillo de envidia. Y les conceden viajes, los visten bien, les proveen de coches y máquinas de toda clase sin las que no pueden «vivir», ya que pertenecen al standard acostumbrado. No obstante, son 50 los coches robados diariamente por los «raggare» en Estocolmo, muchos de ellos tan sólo para ser precipitados a algún foso periférico, entre carcajadas de la banda desenfrenada. ¿Alcoholismo y prostitución fácil? Sí, también. Beben los padres, beben los hijos, no en los bares, sometidos a un riguroso régimen de suministro de bebidas, sino privadamente. El clima tiene, en parte, la culpa; pero mucho más el hogar convertido en mero comedor y dormitorio a horas fijas, despojado de la vida íntima. Si las estadísticas siguen el rumbo actual pronto se contará en Suecia un divorcio por cada matrimonio. Muchos son los hijos que en sus años de infancia, pubertad y adolescencia tienen dos o tres madres sucesivas, unos presenciando en la casa las diversas fases del desentendimiento entre los padres y la adaptación consecutiva, otros relegados a los internados, que abundan en el país, al menos para los niños hasta doce años. Si en el hogar paterno las cosas no van bien, el hijo, desde esta edad, no tiene más que la calle como desahogo ante los problemas íntimos, la calle y la tertulia que bien fácilmente se convierte en la mala compañía de los «raggare» y de las bandas de otra denominación. El niño y la niña suecos llegan a ser, por estos caminos, unos adultos prematuros, unos jovencitos independientes antes de formarse. Y crece espantosamente el número de los pequeños héroes que buscan modelos para sus hazañas ideales en el cine y en la literatura del crimen, y el de las niñas-madres y de prostitutas-compañeras de los «raggare». La legislación sueca impone a la policía mucho guante blanco en el trato con los viciosos, de los que se llenan los reformatorios, poco aptos para sustituir al hogar perdido y a veces aborrecido. «Unos verdaderos demonios», suspiran los padres y las autoridades. ¿Demonios? ¿No escribió también Dostoyevsky sobre los demonios de su tiempo, sobre el trágico duelo entre el padre y el hijo Verjovensky? Unas páginas magistrales y lúcidas de dramática y profunda psicología, con respuestas tajantes. En una escena corta, pero densa, nos revela la irreconciliación que separa las generaciones que describe: la del destructor revolucionario, el hijo, y la del liberal charlatán, el padre. Dice el hijo que ha descubierto el adulterio en el pasado de su madre; el hijo, del que el padre no ha sabido cuidar durante veinte años, mientras hubo sostenido con una dama, Varbara Petrovna, una «liaison», tacha a ésta con gravísimas censuras: «Toda esta amistad vuestra es, sencillamente, un simple derroche mutuo de basuras, ¿Qué papel tan lacayuno has estado haciendo todo el tiempo? (Hasta colorado me ponía por ti). Has sido para ella un parásito, es decir, un lacayo involuntario. Somos perezosos para trabajar y tenemos ansias de dinero. Todo esto lo comprende ella ahora; por lo menos es un horror lo que de ti cuenta. Hay que ver, hermanito, lo que me he reído con cartas que le has dirigido. ¡Bochornoso y asqueroso! ¿Pero tan pervertido estás, tan pervertido? En la limosna hay algo que corrompe para siempre. ¡Tú eres un lamentable ejemplo!... Ella había sido el capitalista y tú, el bufón sentimental... Tú la has exprimido como a una cabra... Yo anoche estuve aconsejándola que te metiera en un asilo: no te apures, en un asilo decente... Tus cartas (a ella) son aburridísimas. Tienes un estilo horrible. Me abstuve de leer muchas de ellas. ¡Cuánto me he reído!» «¡Monstruo, monstruo!» —grita el padre. Y en el curso de la acalorada y terrible disputa, el hijo añadirá una pregunta que es como un puñal: «¿No sois vosotros, después de todo, unos seres ridículos? ¿Y no te da también a ti lo mismo que yo sea tu hijo o que no lo sea?» Y le reprocha que durante tantos años, ni siquiera se gastó un rublo en él y que le ignoró totalmente. «Y ahora se retuerce ante mí como un actor.» Cuando las cosas llegan a este punto, no hay remedio, por monstruo que sea el hijo, por culpable que sea el padre. Este es el punto clave de la incomprensión entre las generaciones: los padres no deben volverse caricaturas a los ojos de los hijos, número uno. Y, número dos: no pueden ser lamentables ejemplos. Cuando tales catástrofes ocurren, hay solamente guerra entre las generaciones. Cuando el ideal íntimo, el padre y la madre, se desmorona, es muy fácil se derribe también la autoridad en el estado y en la nación, en la sociedad. Y si la dolencia se ensancha, los hijos rechazan en bloque o en detalle también la sociedad entera que produce (ante sus ojos) padres de esta clase. Quizá el hijo Verjovensky hubiera podido perdonar al padre su calidad de «liberal afrancesado», y el amor propio desmesurado, o la mentira de su lema «il faut pardonner, pardonner». Pero no le puede disculpar ni por su desamor hacia él, ni por el ejemplo caricaturesco de su vida. Y, acusando, como suelen hacer las generaciones, a través del caso de su padre, a toda la Rusia ortodoxa y feudal, los hijos deciden, yendo hacia el otro extremo incendiario, cubrirla de tinieblas. No quieren vivir bajo el dominio de los egoístas y de los farsantes mentirosos e hipócritas. Este punto clave creo que existe en todos estos casos que presenciamos en nuestros días. Los «raggare» de Suecia roban los coches y los tiran al precipicio. No son tan radicales como los Verjovensky, no arremeten contra la sociedad o el Estado. Pero sí contra los padres que con sus divorcios y asuntos sexuales, y por su poco cuidado en tratar a los hijos como personas que necesitan comprensión y amor, les dan un «lamentable ejemplo» y se vuelven caricaturas. El coche robado es, hasta cierto punto, el símbolo del bienestar de los padres. Ese bienestar lo rechazan los hijos por falso, desde su punto de vista. Y tiran el coche al precipicio, gozando de su venganza simbólica. Pero no hace falta estudiar las rebeldías juveniles tan sólo a través de gestos revolucionarios, destructivos, de dramatismo histérico de gran tensión. Hay también rebeldías solapadas, que no estallan hacia fuera, sino que perforan hacia dentro. El disco sordo del «angry young man». Y para demostrar que esta fórmula no es ningún privilegio anglo-sajón, saco de mi cartoteca el característico caso de un estudiante español, Enrique P., el rebelde austero, orgulloso, reservado, desconfiado, al que conocí con un grupo de universitarios que veraneaban en los Pirineos.
Por debajo de la santa ira de mi joven amigo Enrique se entreabría, cada día más, la puerta secreta de un buen tesoro. Era un hombre de bien. Era capaz de arder por un ideal. Y tenía la angustia de verlo convertido en arena. No era difícil ayudarle. Pero los preceptos no hubieran tenido ningún efecto, los sermones le hubieran alejado de mí. Cualquier «tratamiento» le hubiera hecho más enfermo aún. Empecé, pues, con un pequeño endograma inicial, preparado especialmente para él (valía la pena, seguramente). La primera hoja, alrededor de los grandes cruces, salió así:
A este primer endograma añadimos poco a poco una media docena más que se referían a sus problemas personales relacionados con la historia, con la sociedad actual, con el Estado y, sobre todo, con su padre. Le dejé en completa libertad de contestar él mismo, y sin mi presencia, las preguntas de un autoexamen cada vez más detallado. No le pedí que me comunicara sus respuestas. Pero progresivamente él mismo empezó a participármelas, aunque yo insistí en que sólo él, sólo él podría saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre si eran exactas y sinceras. Mi papel se limitaba tan sólo a escucharle si tenía algo que decirme. Encontrar para él el tiempo de la atención necesaria.
Cs 4. Autoexamen sobre qué clase de madre soy.
Cs 5. Autoexamen sobre qué clase de padre soy.
GLOSA 17.—Sobre las dificultades de la educación familiar.No son doscientos los cruces de preguntas que tejen la trama y urdimbre de la tela calidoscópica de la responsabilidad y de la estrategia de tal endograma, sino miles y miles. Ni la verdad de la respuesta de si soy una buena madre, un buen padre, es rápidamente asequible. Y el contrapunto del amar y del saber amar, con sus armonías aparentes y disarmonías solapadas, es algo que no siempre encuentra apoyo seguro en el sencillo dictamen de la Naturaleza. A ella le interesa la multiplicación. La calidad de la prole la deja con amplia autonomía a sus delegados, la madre y el padre. Hay reglas generales para estas relaciones. Se suele decir que el amor y el verdadero cariño hacia los hijos son las mejores garantías, y que la falta de amor y el desamor son catastróficos. Pero no llegamos fácilmente, sin buscar detenidamente la verdad, a la seguridad de que lo que sentimos es realmente amor humano (con el puramente zoico no se contenta ya la persona humana). Y aun si lo es, el saber amar es un arte que no se contenta con el crudo talento, sino que necesita senda elaboración. Y hasta con todo esto bien acondicionado, el ver, sentir y ayudar a la persona en el hijo es un grado más de alto conocimiento no para los intelectuales, sino para todo el mundo de los padres. Si nuestro libro actual pudiese contener capítulos didácticos sobre la buena crianza y educación, nos extenderíamos largamente sobre estos puntos. Procuraríamos diferenciar los aspectos por los que la serie de atracciones zoicas madre-hijo, manifestaciones espontáneas y preadaptadas del Secundus, se distinguen en la crianza y educación del amor humano, dejando que los prácticos de la salud y de la higiene de la cuna y del cuarto infantil nos sobrepasasen con sus consejos sabios y siempre insuficientemente conocidos. Insistiríamos sobre todo, junto con los que se dedican a explicar los eventos del primer año, en que, a pesar de que el pequeño parece en la cuna, como bien dice Portman, citado por Rof Carballo en su obra «Urdimbre afectiva y la enfermedad», «ein hilfloser Nestflüchter» («un impotente escapado de su nido»), es ya una persona naciente. Y esto, pese a que la «formación de lipo-proteínas, de cerebrósidos, de fosfo-lípidos, etc., así como de los fermentos específicos, se realiza mucho tiempo después del parto», en una palabra, que se necesita todo un año para formar su telencefalización. Tendríamos que subrayar con mucha seriedad y extensión, partiendo de la orectología de la autocreación, que el niño empieza a tener muchísima experiencia desde que tiene a su disposición el criterio diferencial del continuum-discontinuum, el de lo agradable-desagradable. Y «sabe», con esta sabiduría del cuerpo de la que tan acertadamente habla Cannon, si la madre le quiere de verdad o sólo rutinariamente... Descenderíamos, con comparaciones captadas en la zoología, a la necesidad primordial del ser animal de tener el cálido amor zoico de la madre, la sustitución de la placenta, y de su protección convertida en aspectos postnatales, como lo demuestran los interesantísimos experimentos con pequeños monos y las muñecas-sustitutas de la madre. Y hablaríamos quizá de los excesos de caricias sensuales de las que a veces pecan las madres humanas, y que son, a través de besos, sus propios placeres. Placeres para-placentales de der-mofilia sensual, despertando en el niño predisposiciones de prematuras tendencias hetero y homosexuales e incestuosas. Trataríamos de los casos de esposas frígidas o insatisfechas que como madres trasponen sus frustraciones al hijo, con otras consecuencias para su ulterior relación con el padre. Y del mimo excesivo, y de la angustia que se pega a él, o de la sobreprotección que se convierte para él en pesadez y esclavitud. O de la posesividad de las madres, que quieren ahorrarle al «pobre» hijo cualquier esfuerzo que ellas juzgan innecesario, que lo hacen todo por él, criándole débil y desorientado, siempre nostálgico de la madre hecha indispensable. Y de la enorme serie de conceptos erróneos y hasta criminales por los que los hijos se vuelven tan sólo instrumentos de las propias ambiciones de la madre o del padre, vengadores supuestos de sus propias frustraciones. Y de que la gran palabra que resuena en tantos hogares, «lo hago sólo por tu propio bien», es muchas veces tan sólo un brutal disfraz del «lo hago por mi propio bien». Y sobre todo haríamos hincapié en que el propio bien del hijo empieza con el concepto de que, desde el mismo nacimiento, él es ya una persona en desarrollo y que en este mundo tendrá sus propios fines de ser lo que es. Que no es, pues, tan sólo «carne de mi carne», ni instrumento de mis propios placeres; ni el de mis ambiciones personales; ni objetivo impotente de mi sistema de educación; ni mi futura seguridad; ni esclavo de mis propios proyectos sobre cómo debería vivir, cómo y con quién casarse, ni cómo adquirir bienes y hacerse famoso para mi satisfacción y orgullo, sino que es un individuo con sus propios fines; con una posible vocación personal; un ser necesariamente distinto del mío. Y que, para amarle y protegerle, tengo que conocerle cuanto mejor desde el punto de vista de su futuro y su felicidad, y no desde el mío... Que no tengo que ver en él el realizador de mis sueños, deseos, ideales, sino ayudarle a que adquiera y realice los que corresponden a su persona. Este es el equilibrio difícil entre el amor zoico y el humano, el Secundus y el Tertius también aquí, como en cualquiera de los amores. Entre el egoísmo de los padres y el de los hijos, como en cualquiera de las relaciones humanas. Entre ser persona de su propio desarrollo, o instrumento de los demás, como en cualquiera de las relaciones interpersonales. Y entre el amar y saber amar, también. Como en cualquiera de los sitios en los que necesitamos la caldera del cariño. Entre el amor estratégico, en favor mío, y el amor responsable, en favor del otro. Cosa difícil que requiere mucho conocimiento de sí mismo. Y también difícil porque en todo este problema se mezclan, con. sus legados, los antepasados lejanos e inmediatos. Las madres que han sido poco mimadas por sus propios padres se exceden en otorgarlo a sus propios hijos, y no saben cómo amarlos debidamente. Los padres que han sido testigos de pasiones peligrosas en su propia casa paterna procuran con rígida disciplina salvar de ellas a sus propios hijos, y no saben cómo amarlos. La pobreza ascendiente y ambiciosa; la riqueza insaciable; las ansias de poder que de los padres quieren transferirse a los combatientes del mismo frente que tendrían que ser estos hijos y estas hijas nuestras se estremecen con trágico dramatismo cuando estos hijos, en vez de ser banqueros o directores de empresas, quieren dedicarse —¡qué horror!— a la pintura y la música; cuando estas hijas —¡qué ingratitud!— quieren casarse con un Don Nadie, al que pretenden amar... Pero los hijos tienen órbitas propias y no son nuestros satélites. Al endograma le interesa aquí tan sólo que, pasando por los ejemplos de preguntas, la madre y el padre, así como el hijo adolescente, averigüen con cuanta más certidumbre la verdad de sus respuestas; por lo tanto, que se conozcan, que intenten conocerse exactamente también a través de tales preguntas. La verdad exacta servirá tanto a los padres como a los hijos, ya adolescentes, con los que cuentan nuestras encuestas. La responsabilidad o el descuido en las respuestas se reflejará en las relaciones íntimas entre las generaciones. Con el endograma establecido nada se puede perder, tan sólo la inconsciencia...
Cs 6. Autoexamen sobre mi mujer, mi hombre.
GLOSA 18.—Sobre el hombre y la mujer como circunstancia social.A quién le parezca pobre nuestro temario anterior, que tenga en cuenta que ya se había encontrado con parte de él en el capítulo sobre la procreación, y que volverá al mismo ideario en varios capítulos posteriores sobre el amor. Basta, pues, que leyendo por encima las cien preguntas, si tiene prisa, se pare en sólo una de ellas, entablando una pequeña conversación consigo mismo. Para completarla le servirá quizás algún que otro rasgo caracterológico. aptitud temperamental, que encontrará más tarde. O en las páginas sobre la autocreación, en los distingos entre el amor zoico y su atracción sexual por una parte, y el amor humano, por otra parte. Hay que ir compaginando las auto-observaciones. El esbozo de la personalidad también se compagina progresivamente. No es un número... En este punto, el hombre y la mujer, candidatos eternos a la vida en común, reducida a lo más íntimo del dormitorio y del hogar, son tan sólo protagonistas de nuestro abstracto concepto que se llama «circunstancias sociales» (Cs), pero que por debajo de esta ridícula abreviación significa más o menos vida para nosotros, y también más cielo o infierno. La maldición de la ciencia es su abstracción, su fatal tendencia abreviadora hacia las fórmulas; su racionalismo inmanente frente al exuberante y lujoso Bíos; su reducción a síntomas y símbolos de lo que en verdad es un potencial enorme y múltiple de estimulación energética. Para la teoría de la motivación, una mujer o un hombre son simplemente una circunstancia Cs, en un momento dado de la orexis emocional. Pero para el hombre que se está sometiendo a tal estimulación, es un significado vital y un enorme despliegue de miles de pequeñas acciones, o de una sola, fuerte y tajante. Nuestras fórmulas científicas valen tan sólo algo si tienen la ambición de ayudar al hombre a acercarse a la comprensión propia y del mundo mediante ellas en su verdad completa. Y no valen nada si pretenden, por sus irrisorias abstracciones, despertar en el hombre la soberbia de que se está acercando a cualquiera de estas sabidurías superiores, llamadas verdades definitivas y únicas. Si bien de vez en cuando se sirve de las abstracciones por la impuesta tortura analítica, la orectología es la última de las ciencias que quiere reducir la orientación vital del hombre a operaciones de orden matemático. Se semeja aquella casa en «La Brugge morte» de Rodenbach, que en su fachada lleva la inscripción «dentro hay más». El Cs en un orectón tiene el sitio y el significado de una circunstancia social que puede proceder también de un hombre y una mujer dentro del grupo de fenómenos que se llama familia. Pero su fachada siempre lleva dicha inscripción del «dentro hay más» con la invitación de entrar, dar un paso hacia el interior, y ver uno mismo lo que puede encontrar. Y dentro ya no hay signos ni fórmulas: allí está una mujer, no puede ser más concreta; un hombre, no puede ser más real. Un estímulo, decís, pero ¡qué estímulo más maravilloso o más diabólico, que un día abre cielos sobre nosotros y otro los convierte en cementerios! ¿Y todo esto tan sólo con permutaciones de tales palabras sencillas y que todos pretenden conocer en su significado, como amor y sinamor? Vale la pena ocuparnos un poco más detenidamente de lo que en nuestra prisa de vivir solemos hacer con estos estímulos que contienen tantos «dentro hay más».
GLOSA 19.—Sobre la importancia del factor social.Hay un rasgo de exageración en la valoración de este factor en la endoantropología moderna, en cuanto se refiere al factor C social. Leyendo a los autores que subrayan la importancia de esta clase de estímulos en la organización de la personalidad, se llega a veces a la impresión de que para toda crisis de ésta, para cualquier crimen o conducta asocial en las nuevas generaciones, los únicos culpables o responsables serian los padres y la sociedad. Y otra, de que si los padres tuvieran una buena escuela de educación, los niños serian felices; y si la sociedad fuera justa según alguna que otra receta, las bandas juveniles y los crímenes de los adultos desaparecerían porque se subsanaría lo asocial o lo antisocial en nosotros. Más aún; se ha llegado a presentar este factor con tanta exclusividad, que se le da el papel del único formador y modulador del comportamiento humano: con el grupo adecuado, con la sociedad perfecta se conseguiría todo lo que el individuo y la persona necesitan para ser un nuevo tipo de superhombre, dedicado tan sólo a la creación. Según tales opiniones, la sociedad lo puede todo, y la persona es, feliz o desgraciada, tan sólo producto de ésta. Nuestra época es la era de lo social. Cierta psicología, en pos de tales conclusiones, quiere exaltar con exageraciones lo que en la época anterior ha sido objeto de lamentable negligencia. Encuentro muy útiles las exploraciones de la socio-psicología y de la ecología normal y patológica; comprendo que los soviéticos subrayen la importancia de su reforma histórica acentuando las influencias del ambiente y de su acondicionamiento; me parecen dignos de suma atención los excelentes trabajos de los antropólogos culturales o los de la psicología del grupo, etc. Pero, insistiendo en la equiparidad de la importancia biológica de los factores básicos, veo en el factor Cs tan sólo uno de ellos, lo que esencialmente quiere decir que es siempre erróneo atribuir tan sólo a uno las consecuencias del comportamiento total, cuando éste es siempre al menos cuatripartito. Por otra parte, no creo ni en un individuo superhombre, ni en una persona perfecta, ni en una sociedad de ideas y de falansterios, en primer lugar porque tal modo de pensar es antibiológico. Y si soy ferviente partidario de una sociedad mejor que aquella en la que se desarrolló mi vida personal, es tan sólo porque creo en que la cantidad de mal innecesario en las relaciones humanas puede reducirse si disminuye la ignorancia sobre lo que es el hombre en su interior. Pero no creo en la fabricación objetiva de la felicidad humana; no creo que podamos producir en el futuro seres socialmente acondicionados para la felicidad: la biología es demasiado exuberante para permitir, en su dialéctica evolucionista, que el hombre encuentre felicidad terrenal sólo mediante el acondicionamiento objetivo y racional del factor exógeno, por sabio y archicientífico que sea. La Naturaleza necesita una cierta dosis de patior inevitable para funcionar; y la persona necesita, para llegar a ser lo que es, incluso una cierta dosis de patior evitable, aceptada conscientemente como esfuerzo y tensión necesarios para la autocreación. El quietismo de los falansterios ideados no es tan sólo antibiológico para los seres con imaginación, y por esto falso, sino que es antibiósico, antivital, y por esto imposible. Pero el montón de mal innecesario es tan tremendo aun en todo el planeta, que sólo con querer aliviar las guerras y las torturas, la burda injusticia social y la ignorante injusticia vital, tenemos bastantes motivos para desear ardientemente que una mejor comprensión de lo que es el hombre se lance por sus caminos de ardua y amplia investigación de la motivación de nuestros actos, y que subraye, tanto en la educación individual como en la colectiva, la importancia del poder vivir sin hacernos responsables de estos grandes males innecesarios. Con esta corrección que depende de la lógica de nuestro concepto básico sobre los cuatro factores, insistimos en que el orectólogo, explorando el factor social, y aun dándole el significado restrictivo que acabamos de mencionar, no puede prescindir del estudio de las obras que para un enfoque de lo social emprenden los Marx, Lenin, Laski, Popper, etc.; para la antropología cultural los Malinowski, Frazer, M. Mead, Linton, Macbeath, etcétera. O para la historia y sociología Spengler, Toynbee, Tawney, Mumford, Gurvich, etc., o Moreno, Gehien, para la sociometría del grupo, o bien, para la infiltración del marxismo en la psiquiatría, los Smimov, Sluchevsky y tantos otros, y, volviendo al niño y la familia, los Piaget, Spitz, Syz, etc. En la larga serie de cuestionarios que cada uno puede construir por las múltiples líneas de las influencias que el factor Cs ejerce, saliéndose de lo más inmediato de la familia y ensanchándose hacia el periplo de nuestra navegación orientadora a través del océano social, no debe olvidar uno los criterios básicos que interesan a la persona en su formación. Todas las circunstancias sociales (y las exógenas en general) adquieren su importancia real para la autocreación y orientación del ser humano por la gama de valores subjetivos de sus estímulos. Estamos preadaptados para enfrentarnos con la presión del mundo social; y este mismo se empeña con sus normas en facilitarnos la adaptación. Pero como nuestra ley más amplia, más general es la del eterno cambio, también el peso del factor Cs está sometido a ella. Las mismas circunstancias Cs que en un momento son atractivas, proporcionadas a nuestra preadaptación o adaptación, y prometedoras de mejores autoafirmaciones, pueden volverse bruscamente amenazadoras, desproporcionadas, imperativas y ser causa de represiones fuertes e incluso paralizantes. Los padres más cariñosos de repente se convierten en rígidos y severos legisladores de nuestro destino; los hijos amados en furibundos rebeldes; tiernos esposos en ejemplos de crueldad; amantes adorados en traidores inconcebibles. Y esto mismo puede ocurrir con los abuelos y con cualquiera de los «míos», con los hermanos y tutores, con los maestros y con cualquiera de los «nuestros». Estos cambios son engendradores de nuestros sentimientos negativos del miedo, de la ira, del odio, de la envidia y de muchos otros. Si la presión cesa, podemos volver a las gamas del amor y de la paz, de la comprensión y de la compasión. Una circunstancia social adquiere su importancia por la forma preponderante con que ésta influye en nosotros frecuente o habitualmente como engendradora del mal, subjetivamente sentido como innecesario, causando sentimientos negativos, o bien constituyéndose como fuente del bien subjetivo. Valoramos, durante toda la vida, a las personas de nuestro ambiente como causas potenciales o reales de nuestras orientaciones. El ser humano es un «profesional» de la fobiometría, misometría o filometría: sopesa los estímulos también según su carácter de radiadores del miedo y odio, o del amor. Nuestro eterno patotropismo. Ante este tribunal íntimo desfilan todas las personas de nuestra área ambiental. Y si la sentencia se aleja de los padres e hijos, el código psicológico del continuum recuperado o del discon-tinuum reafirmado se aplica con los mismos criterios al hermano que nos roba el corazón de la madre, al profesor que nos trata duramente, tanto como a la nodriza que parece amarnos más que la misma madre, o al paciente preceptor del reformatorio que nos devuelve a la sociedad. Toda la sociedad humana, tan abstracta como término, tan concreta en la estimulación de las personas a través de las que nos atañen sus influencias, es en su conjunto el poderoso factor Cs, siempre presente, incluso en los sueños, en la hipnosis, en el último rincón de la conciencia y paraconciencia. En la más exclusiva soledad. Si no está presente como sensación, lo está como representación. Si no influye desde el presente, lo hace desde la memoria. Todos estos estímulos son positivos cuando contribuyen, a través de las emociones, a nuestra autoafirmación, y negativos cuando conducen a la autonegación y la represión. Cada uno de ellos nos puede impartir justicia vital y negárnosla. Aumentar la presión, aliviarla. No es seguro que la mejor justicia social (la aplicada por las instituciones) nos procure tambien justicia vital (la subjetivamente sentida). Pero cuando las dos se cubren mutuamente, la presión Cs tiene una poderosa condición para convertirse en un equilibrio subjetivo bienhechor. Entonces la sociedad es positivamente funcional. Entonces el factor social promueve la autocreación de la persona.
Autoexamen sobre los grupos de presión.Cs 7
Cs 8
Cs 9
Cs 10
Cs 11
Cs 12
Cs 13
Sea cual fuere la categoría psicológica del factor Cs a que pertenezca el otro y su institución, es preciso que revisemos de v^z en cuando las huellas que dejaron en nosotros para ver dónde estamos, en el escalón de la maduración, y para darnos cuenta, de pico a pico, de la influencia real que tuvieron sobre nosotros. Y a cualquiera pueden relacionarse las preguntas siguientes, contenidas en el pequeño autoexamen de las comparaciones:
Somos optimistas o pesimistas, luchadores o conformistas, egoístas o altruistas, comprensivos o egocéntricos, agresivos o pacifistas, etc., en gran parte por el temperamento y carácter que traemos en los genes. Pero la experiencia —que también es lotería vital— con los demás influye mucho, muchísimo, en lo innato, y repercute en que lo ontogénico se forme, acentúe o se adapte en una u otra dirección en que se desarrolla la personalidad. Cada contacto con los demás nos trae una respuesta a una o varias de las preguntas anteriores, nos demos cuenta de ello inmediatamente o no. Recoge la memoria el tonus de nuestros miedos y odios que nos han infligido los demás, tanto como las sintonías de los que nos han inspirado confianza y amor. Aun cuando no lo quieren, ni lo pretenden, los demás con sus gestos y comportamientos son siempre seres que nos enseñan a amar más u odiar más, a confiar menos o luchar menos, a ser más o menos egoístas, a seguir ejemplos o huir de ellos... Es tremenda, omnipresente, la influencia del factor social desde los primeros cuidados en la cuna hasta la última mirada que echamos al mundo. Pero como las demás cosas de nuestro vivir, también estas influencias no siempre están fijadas por la introspección. También hay mucha inconsciencia en el vivir social, como en el vivir instintual, egotino, estructural. El endograma insiste siempre en la concienciación no mecánica, ponderadamente valorativa; instiga hacia la verdad interior captada ante el espejo que no es espejismo ni ilusión vana frente a los otros. Cubrir bien la pista lo es todo. Cubrirla con la concienciación de lo que nos es dado vivir. No solamente sentir, sino también comprender lo que sentimos: en esta larga escalera uno sube hacia el hombre que es, o se queda con el animal que le basta ser. Incesantemente, los demás nos ayudan a subir en ella o bajar. Y es preciso saber qué papel tienen en ello. Los que intentan escribir autobiografía tropiezan con dificultades serias si previamente no se han acostumbrado a cultivar el arte de cómo ser y permanecer juntos con los demás que participaron en su vida. La condición indispensable de este interesantísimo arte es que uno llegue a ser justo con sí mismo. Con tal intento el interior de cada hombre se convierte en el espectáculo mayor del mundo. ¿No sería una nueva era de la humanidad caracterizada por la autobiografía sincera y honrada, escrita por el hombre responsable hacia sí mismo? |
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