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El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964.

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SEGUNDO LIBRO

PASO HACIA EL INTERIOR

PRIMERA PARTE

LAS VARIACIONES DEL PATIOR

 

EL CIRCULO VITAL O EL BIOGIRO

DISTONÍAS Y SINTONÍAS HUMANAS

I. SER AMPARADO Y AMPARAR
1. La separación de las cosas-amparo
2. La inseguridad ante el riesgo de vivir
3. La soledad del individuo y de la persona
GLOSA 31.—Sobre la soledad en Londres, la soledad en París y en cualquier lugar del mundo.
4. Suerte, transición, lo sobrehumano
GLOSA 32.—Sobre el falso amparo.
GLOSA 33.—El disco sordo de la impotencia.
Autoexamen sobre el amparo.
II. SER ALGO Y ALGUIEN
1. La incomprensión
2. Coexistencia mecánica
3. Distonía del falansterio
4. La injusticia social
Autoexamen sobre lo justo
5. La justicia vital
6. La inferioridad
7. La frustración
8. El éxito y el fracaso
III. SER AMADO Y AMAR
1. La definición del amor
Autoexamen del amor en la escena íntima
2. Sintonía de la convivencia
IV. LIBERACIÓN DEL MAL INNECESARIO

 

EL CIRCULO VITAL O EL BIOGIRO

El proceso de la orientación vital en los seres vivos gira entre las necesidades o desequilibrios surgidos, a través de los intentos de cumplirlos por una parte, y el eco que tales cumplimientos, positivos o negativos, producen en todo el organismo, por otra parte.

Este eco se llama el tonus afectivo reactivo, y puede ser, en caso de que las necesidades se satisfagan, agradable, sintónico, o, en caso contrario, desagradable, distónico. La vida se desarrolla, rueda constantemente entre estos ecos afectivos, orécticos. Vamos, pues, incesantemente de un tonus a otro.

Lo mismo ocurre en ambos niveles de la orexis, subconsciente y consciente. El eje del círculo vital es el patior: el sentir el esfuerzo y la tensión de vivir y liberarse de ellos mediante auto-realizaciones adecuadas.

El tonus reactivo siempre se convierte en una necesidad del ego: o bien es desagradable, y entonces nos apresuramos a paliarlo mediante nuevas orientaciones; o es agradable, y entonces la necesidad consiste en retenerlo cuanto más nos sea posible. Huimos de nuestras tristezas y penas, y queremos prolongar nuestras alegrías y euforias. El tonus afectivo-reactivo es, pues, un punto de partida de todas nuestras orientaciones vitales, mirándolas desde dentro.

La primera necesidad del ser que está a punto de nacer es la de poder nacer, lo que esencialmente quiere decir salvarse de la asfixia que empieza a amenazar el embrión maduro, poder salir del aprieto con la forma más o menos ilesa, apta para vivir. El nacimiento es la manifestación matriz de la ley del patior: en los últimos días de la vida uterina, ésta se hace insoportable para el embrión y se convierte en un abrazo de la muerte. El continuum. agradable de los meses anteriores se vuelve de repente una amenaza fatal: la gran vivencia del nacer está caracterizada por una lucha seria, la primera manifestación angustiosa del discontinuum que será la regla de toda la vida del ser vivo. Con el surgir de esta primera necesidad, la del nacer, empieza a activarse el círculo vital que no parará hasta la muerte. Su giro está en el signo de la liberación del patior. El poder vivir, sobrevivir o vivir a nuestra manera individual y personal, será siempre poder respirar mejor, con libertad, en el primer momento de nacer, como en cualquier otro momento en que el organismo sienta obstáculos para ello.

El tonus de la orexis oprimida o liberada nos indicará en cada momento la dirección de nuestras orientaciones vitales para poder sobrevivir. Durante todo el transcurso terrenal estaremos a la escucha de esta música: la orectotonía o las variaciones del patior.

 
Tonus reactivo de una vivencia acabada (E), convertido en una nueva necesidad (E), que requiere la validación del instinto (I), el consentimiento de la estructura (Hf) y el permiso de las circunstancias (C) para
ser valorada en la integración de estos factores por el criterio del más o menos patior —esfuerzo y tensión— (P), y dar por resultado el siguiente acto (a), después de pasar por las fases de la orexis (c-e-v-a),
en un nuevo tonus (t1), el cual se manifiesta por su repercusión en todo el organismo-persona, por una parte, y por la otra se encamina hacia una nueva vivencia, formando la espiral de la maduración.
El eje del patior (P) —esfuerzo y tensión hacia un futuro acto— mueve la rueda del círculo vital entre un acto (a) y su tonus (t), el cual, convertido en una necesidad-desequilibrio,
pasa por la elaboración integrativa de los cuatro factores y sus fases de cognición, de emoción valorativa, de volición, mediante el criterio de mas o menos patior, y resulta
un nuevo acto (a1) y su tonus (t1), que cierra el circulo vital de la vivencia pasada, y abre, con una nueva necesidad, el camino de la espiral de la maduración.

* * *

El tonus será negativo (distonía, hipotonía, atonía, es decir, depresivo de la vitalidad = displacer, pena, tristeza) siempre que la emoción valorativa previa y el acto precedente señalen.

a) un instinto reprimido, ya en la emoción valorativa misma, ya obstaculizado en el curso del acto positivo empezado / represión I/

b) una necesidad egotina no cumplida /desequilibrio E/

c) un estorbo de metabolismo estructural, ya por agotamiento, insuficiencia, ya por hiperfunción /estorbo Hf/

d) una presión, que continúa desfavorable, de las circunstancias exógenas /presión Cc, Cs/ o de los cuatro factores interrelacionados.

El tonus será positivo (sintonía, euforia, es decir, animador de la vitalidad = placer, tranquilidad, alegría), siempre que la emoción valorativa previa y el acto precedente señalen en una constelación ICEHf un instinto liberado, una necesidad egotina cumplida, estructura sin estorbos funcionales, y circunstancias favorables al organismo y a la persona, o las interrelaciones factoriales que se manifiestan bajo tal signo.

En la POV nos hemos ocupado del análisis de muchas emociones valorativas, positivas y negativas, desde el miedo y el odio hasta las éticas, estéticas, religiosas; hemos hablado del amor y de la compasión, de la simpatía y de la atención, procurando clasificarlas y definirlas, a base del análisis diferencial de cuatro factores I, C, E, Hf. Resumiendo, hemos tratado constelaciones I, C, E, Hf que engendran:
miedo (fobógenas)
angustia (anxiógenas)
odio, desprecio (misógenas)
ira (kolégenas)
agitación (clonógenas)
duda, confusión (taraxógenas)
restricción, repliegue (plexógenas)
represión, depresión (kalinógenas)
saturación egoísta (korógenas)
orgullo, soberbia (hybrógenas), etc.
o que engendran
amor (filógenas)
convivencia (simpatógenas)
compasión (tapeinógenas)
serenidad y paz (ataráxicas), etc.

insistiendo en la diferencia tajante que existe entre las emociones valorativas y el tonus afectivo-reactivo. La poca atención que han prestado a este distingo la mayoría de los psicólogos, ha conducido a una confusión lamentable en la visión del acontecer interior: una cosa es sentir el miedo como emoción valorativa que conduce al comportamiento correspondiente, y otra, sentir la consecuencia que del acto procede: el tonus afectivo-reactivo, en este caso negativo, distónico. Una cosa es amar (emoción valorativa) y otra cosa es sentir la alegría que proviene de los actos de amar. Nuestras penas y alegrías son reacciones frente a las emociones valorativas previas. Primero odiamos y después sentimos un tonus, una distonía a raíz de tal emoción valorativa.

Para los fines de este libro, dedicado a la autognosia, repasaremos en las páginas siguientes la orexis de las distonías y sintonías de una manera abreviada, la orexis vista a través del tonus reactivo.

DISTONÍAS Y SINTONÍAS HUMANAS

Si nos preguntásemos cuáles son las cosas esenciales que el hombre desea e intenta conseguir en su vida terrenal, caminando hacia una posible o imposible felicidad, podríamos quizás reducirlas a las siguientes grandes categorías:

1. Ser amparado y amparar.

2. Ser algo o alguien en la valoración ajena y propia.

3. Ser amado y amar.

4. Liberarse del mal innecesario.

5. Ser lo que uno es.

 

I. SER AMPARADO Y AMPARAR

Con la separación de la placenta maternal empieza la necesidad —una de las más primigenias del hombre y del animal— de ser amparado. Al nacer, se acaba la protección perfecta de la placenta. El brusco cambio que el ser vivo experimenta, como fondo de la distinción entre el amparo total (el continuum) y el desamparo incipiente (el discontinuum), le enseñará para siempre, y mediante un aprendizaje espontáneo, que en este mundo hay que distinguir en primer lugar entre las cosas que son amparo, abrigo, techo, protección, y las que no lo son. Las primeras las necesitará, en una forma u otra, siempre y continuamente mientras viva, y las deseará con añoranza primordial, y con todo su organismo, de pequeño y de adulto, como las seguramente agradables. Y procurará huir de las cosas y situaciones que no son amparo y protección. Es tan profunda esta necesidad y su satisfacción, que la mayor parte de las distonías y sintonías humanas podrían ser reducidas a este criterio. Casi todas las cosas de este mundo, que en millones de estímulos llegan a nuestro conocimiento, podrían en el fondo ser clasificadas como cosas de amparo y cosas de desamparo. Huir del patior es escapar de las cosas que no nos protegen.

Las principales distonías que nos afligen a causa del desamparo sentido a raíz de las emociones valorativas negativas (que pueden ser miedo, angustia, odio, ira, frustración, duda y muchas otras), y cuyo factor C determinará la calidad de desamparo en el tonus negativo sucesivo, son:
1. La separación de las cosas-amparo.
2. La inseguridad ante el riesgo de vivir.
3. La soledad del individuo y de la persona.
4. La mala suerte.
5. La transición y el eterno cambio.
6. La impotencia frente a lo sobrehumano.
7. La seguridad de la muerte.
Y cuando conseguimos evitarlas o vencerlas, nuestras sintonías-alegrías vienen de:
1. La unión con las cosas-amparo.
2. La seguridad ante el riesgo de vivir.
3. El encuentro con los demás.
4. La buena suerte.
5. El cambio detenido.
6. La fusión lograda con lo sobrehumano.
7. La superación de la muerte.

A todas las penas-alegrías precede siempre una emoción valorativa. Primero sentimos, por ejemplo, que las cosas-amparo se alejan de nosotros, valorando qué riesgo vital nos representa en una emoción de angustia, ira, celos, etc., con mil y un matices que estas emociones valorativas puedan tener y para los cuales todos los diccionarios del mundo tienen tan sólo unas cuantas palabras gruesas y escasas. Como resultado de esta valoración sobre la posible orientación vital sigue el acto de la orientación —lágrimas, por ejemplo— y después, a consecuencia de lo cual reacciona todo el organismo frente al acontecer anterior desfavorable. Esta distinción entre la emoción valorativa y el tonus que la sigue, después del acto de orientación, es importantísima para la comprensión del acontecer interior. El hecho de que muchos psicólogos no se fijaran en estos dos fenómenos, contribuyó considerablemente a la confusión en las teorías de la emoción. En las emociones del desamparo lloramos porque la madre se ha alejado o porque ha desaparecido para siempre un ser que representaba el amparo para nosotros. La tristeza —la distonía— nos invade después como expresión de lo desagradable que fue la emoción valorativa y su acto respectivo. Hace unos sesenta años los psicólogos James y Lange sorprendieron al mundo con su famosa tesis: «No lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos».

Esto sonaba como una paradoja y tuvimos que esperar muchas décadas para que las cosas se aclararan. Insistiendo en la distinción entre la previa emoción valorativa y el tonus —resonancia ulterior— distingo del cual James y Lange tampoco se dieron cuenta—, la teoría oréctica pone de manifiesto por qué la intuición de estos excelentes precursores no fue tan injustificada como parecía.

Con la misma lógica podemos decir que no nos reímos porque estemos alegres, sino que estamos alegres porque nos hemos reído, o hemos podido reír.

1. La separación de las cosas-amparo

Todo el mundo conoce la distonía que proviene de la separación de las cosas-amparo. Para cada ser humano esta clase de experiencias es una fuente riquísima del discontinuum, del sufrimiento. Esta distonía no perdona a nadie, y es una de las primeras que nutre el fondo mnésico del patior. El nacimiento mismo es la ocasión primordial para sentirla: la separación del cuerpo-amparo de la madre, con la cual el ser humano neonato pierde su más perfecta protección, su amparo ideal. Sale del feliz estado del continuum y entra en el del discontinuum. Lo que le dará después su ambiente será siempre una protección menor que esta primaria. En su piel y en su corazón quedará inmanente durante toda su vida esta añoranza del ser nacido hacia el paraíso perdido del «aún-no-nacido» en el que ningún cielo era lejano y ningún coexistir doloroso. De esta diferenciación que surge brutalmente con el acto del nacimiento nos quedará para siempre el espontáneo criterio sobre lo que son cosas agradables, cosas techo, cosas amparo, cosas abrigo y las que no lo son. Las que nos protegen contra toda clase de peligros, amenazas y riesgos del vivir, de estar expuestos a la inseguridad, y las que confirman el doloroso discontinuum.

Implacablemente, esta distonía se repite, en miles de matices, sobre el mismo surco del sufrimiento, cuando este cuerpo-amparo, después de la gran división, se aleja de nosotros aunque sea tan sólo por algunos minutos que, en nuestra medición primitiva del tiempo, nos parecen una eternidad. ¡Cuan prontas son nuestras lágrimas al sentir alejarse este cuerpo que quisiéramos estuviera siempre lo más íntimamente ligado a nosotros, junto a nuestra piel, desde el acto del nacer continuamente expuesto al riesgo de cierto frío, humano e inhumano. Los analizadores modernos de la infancia nos dan pormenores preciosos sobre la sabiduría refinada con la cual el pequeño ser es capaz de apreciar y distinguir si el acercamiento del cuerpo-amparo de la madre representa para él el auténtico calor protector o es tan sólo una falsa y mecánica substitución de la placenta. ¡Ya en los primeros meses de la cuna sabemos valorar, distinguir entre la protección cálida y la automática! Entre la verdadera recuperación de aquel continuum perdido y la engañosa y artificial. Y a base de este refinamiento fundamental nos será fácil distinguir también durante toda la vida entre las personas que puedan significar para nosotros el genuino amparo y las que tan sólo lo aparentan. Aplicaremos este criterio firme, que pocas veces se equivoca, también a las instituciones sociales que pretenden protegemos, y no nos será indiferente la medida del calor que nos darán o no. Lo buscaremos —¡tantas veces en vano!— bajo todos los techos que quieran sustituirnos el de la placenta, el de la cuna y la casa familiar, y sentiremos la fatal diferencia en los orfanatos y reformatorios, sindicatos y hospitales, y nos preguntaremos incluso a veces si la patria y la comunidad a las que pertenecemos son techos protectores o no. Volverá a repetirse la distonía del desamparo con cada separación que experimentemos perdiendo la protección de algún que otro grupo; la de las personas-arrimo; la de las instituciones-abrigo; la de los ambientes-techo; la de los objetos-sostén e incluso la del firmamento-refugio...

Desde que nacemos estamos demasiado al desnudo ante el mundo de las circunstancias para dejar de desear que se presenten, cuanto más frecuentemente mejor, en forma de asidero. El patior de la separación nos acecha continuamente por fuertes que nos hagamos, por independientes y bravos que parezcamos o seamos.

La unión con las cosas-amparo es el basso continuo de nuestros anhelos. Lo sentimos como una necesidad primigenia aun cuando, a causa de algún estúpido orgullo, no lo queramos confesar.

Todos los animales tienen en común este afán profundo de protección. El siempre útil informador sobre este balance primario de nuestra existencia, el miedo, nos suministra en cada momento el saldo vacilante de nuestra pobre contabilidad de seguro vital.

La orectología moderna ha insistido recientemente en la importancia de este distingo (Rank). Y algunos experimentadores americanos confirman las teorías de la orectología de la orientación vital con unos experimentos de laboratorio fisiológico, a la vez contundentes y graciosos. Así, por ejemplo, el profesor Harry Harlow, de Wisconsin, y sus colaboradores observaron el comportamiento de unos pequeños monos a los que separaron de sus madres, substituyendo a éstas por unas «madres» artificiales. Fabricaron, pues, dos clases de madres muñecas, una de alambre con cabeza de madera, otra de espuma de goma tapizada con tejido suave. Las dos madres tenían «pechos» artificiales, es decir, recipientes con leche y biberón, de los que se alimentaban los monos, colocados en jaulas. En cada jaula había ambas clases de madres, pero sólo una daba leche. Cuatro monos recibían alimento de la madre-alambre, otros cuatro de la madre-tejido. Y los animalitos chupaban tan tranquilamente de ambos biberones. Sin embargo, fuera del acto de nutrirse, todos los monos preferían la compañía de las madres-tejido. También los cuatro cuya alimentación estaba a cargo de la madre-alambre, la dejaban en seguida después de satisfacer sus deseos y volvían a las madres-tejido. A diferencia del hombre, los monos, de un modo innato, observan un comportamiento típico de su especie, que consiste en agarrarse al vientre de la madre y permanecer colgados en esta posición, lo cual parece procurarles una profunda satisfacción. Para esta necesidad de su organismo los monos no usaban nunca las madres-alambre. Les satisfacía esto aún más si el cuerpo de la madre se mecía un poco. Varios experimentos demostraron que lo que los monos buscaban en esta posición no era el calor del cuerpo de la madre: no daban ninguna preferencia a las muñecas calentadas eléctricamente. Era tan sólo la necesidad del contacto protector, la búsqueda de la placenta perdida. Y, si podía ser, también el intento de encontrar el lujo de aquel ritmo de mecerse, el placer de columpiarse que también tienen muchos seres humanos y que probablemente procede de tiempos inmemoriales de la selva.

Si ocurría algún peligro, por ejemplo, si los experimentadores introducían en la jaula un oso-juguete con un tambor automático, todos los monos se refugiaban al lado de las madres-tejido, acogiéndose y frotándose contra ellas. Sólo después de haberse calmado de esta manera empezaban a mirar al extraño intruso y, poco a poco, cediendo a la curiosidad que les caracteriza, a acercarse a él y a escudriñarlo. La misma cosa ocurría si los trasladaban, junto con las «madres», a un ambiente desconocido y hostil, por ejemplo, a un almacén con muchos objetos: primero buscaban el contacto con la madre-tejido y después cedían a su afán de curiosear. Pero si se los colocaba violentamente, y sin la presencia de las madres-muñecas, en un ambiente semejante, se apoderaba de ellos la terrible angustia del discontinuum, del desamparo: se retiraban gimiendo a algún rincón y nada podía inducirlos a salir de él, y aún menos a ir a escudriñar el nuevo mundo... La presencia de las madres-alambre no significaba tampoco nada para ellos.

Estos experimentos, a pesar de ser llevados a cabo en ambientes artificiales, demuestran contundentemente las analogías entre el comportamiento de los animales y el del ser humano. El distinguir espontáneamente entre las cosas-amparo, cosas-techo y las que no lo son, nos es dado espontáneamente desde el acto del nacimiento. Para el hombre esta clasificación puede empezar con la cueva, pero también puede salvarle del discontinuum una pequeña sonrisa protectora.

Lo malo es que la sociedad moderna, a pesar de intentar protegerle, fabrica demasiadas madres-alambre, llevando a los niños a los hogares-falansterios, como por ejemplo, en China.

Por suerte, la Naturaleza, que divide los cuerpos, también procura dotarnos de dispositivos que nos facilitan el poder amparar a los demás, que incluso hacen de ello una obligación natural y una necesidad personal. Otra vez es la madre la que mejor simboliza y efectúa esta necesidad de proteger. Una serie de glándulas rigen la cría, la lactancia y los mil cuidados que necesita el pequeño ser y que, en cierto modo, no dejará de ser pequeño ante la madre aun cuando se haga adulto, fuerte y, por las apariencias exteriores, independiente. Normalmente, aun perdiendo todos los demás amparos, el hijo tiene a su madre como al más seguro de los refugios. Normalmente, sí; y esta es una gran fuente luminosa para los desterrados de la vida. Pero se da la posibilidad fatal de que la madre pueda desaparecer; y la otra, siniestra, de que pueda perder sus cualidades de amparo. Y esto mismo puede ocurrir con todas las instituciones-madres de la sociedad. Organizadas para proteger, para ser techos y abrigos, se tornan a veces sistemas rígidos, aplastando al individuo y, lo que es siempre más grave, a su persona. Techos falsos que la dejan al descubierto de las tormentas.

La civilización está en el signo de crear cosas-techo, cosas-abrigo. Por maravillosamente técnica que sea a veces, con la calidad de inventos que marcan el progreso del hombre, no ha llegado a la invención de cómo proteger, en justa medida y aplicación, la persona en el ser humano.

Y esto, en primer lugar, porque no la conoce suficientemente, ni la aprecia aún, a pesar del floreo grandilocuente de tales lemas. Lo ha sentido dolorosamente en nuestra presumida época, la nación de los cuarenta millones de desterrados y la persona en estos hombres que buscan el amparo del calor auténtico no convencional ni el que se disfraza de la política. Esto es lo que no han comprendido muchos organizadores técnicos de los campos para refugiados, cuyo magnánimo antagonista es el gran compasivo de los desterrados, el padre Pire.

Definiremos las distonías del desamparo de la manera siguiente: tonus negativo, precedido de una emoción valorativa caracterizada por la ausencia real de las circunstancias cósmicas (Cc) o sociales (Cs) que suponíamos presentes, posibles o probables para compensar o superar la inferioridad previamente sentida en el cumplimiento (I) de las necesidades (E) vitales.

En las sintonías del amparo (pasivo, cuando los demás nos amparan), las emociones valorativas previas se caracterizarán por la presencia real de las circunstancias, mientras que en las del amparo activo (cuando nosotros amparamos a otros seres) seremos nosotros esta circunstancia.

La sintonía del amparo activo se definirá, pues, como tonus positivo, precedido de una emoción valorativa caracterizada por la necesidad ajena de amparo, cumplida por nuestro comportamiento adecuado a esta necesidad.

 

2. La inseguridad ante el riesgo de vivir

Los orectólogos de la infancia señalan de manera diferente la época en que en el niño nacen las primeras distonías de la inseguridad, pero estas diferencias teóricas no tienen importancia. El mismo pecho de la madre es una cosa insegura: no se presenta simultáneamente con el brote de nuestras necesidades. Por el mismo hecho de que el tiempo fisiológico (el de nuestras necesidades subjetivas, actualmente sentidas) y el calendario de las satisfacciones no coincidan, ya se abre en nosotros la vasta gama de las emociones del riesgo y de la dependencia que nos conducirán a las distonías de la inseguridad mucho antes de que nos invadan los miedos y las angustias que acompañarán nuestros primeros pasos vacilantes de bípedo orgulloso. La sintomatología del discontinuum está llena de inseguridad, la vida es riquísima en valoraciones del riesgo y en amenazas de dependencia, de las que el pobre oscilógrafo humano tiembla no solamente en su aguja, sino que se estremece en el mismo eje que la sostiene.

Los pormenores del análisis de tales distonías podrían seguir a lo largo de los capítulos que comprenderían las valoraciones fobógenas, anxiógenas, clonógenas, taraxógenas, etc., matizadas por las variaciones

1. Del riesgo vital valorado.

2. Del riesgo con las cosas cósmicas e instituciones sociales.

3. Del riesgo y de la dependencia en las relaciones interpersonales.

4. Del riesgo y de la dependencia en las orientaciones de autocreación.

Y las sintonías de nuestra autoafirmación se alinearán con las emociones que en nuestra orientación vital significan la superación de la inseguridad y que tantas alegrías nos causan.

La vulgar lógica del progreso supondría que, con los adelantos de la civilización, la seguridad del hombre aumentará mecánicamente. Nuestra época es la de las compañías de seguros contra todos los riesgos terrestres, marítimos, aéreos y subterráneos, contra robo e incendio, accidentes y enfermedad, contra la guerra para los que sobreviven, contra la muerte para los herederos. Comparado con los siglos precedentes, el hombre de nuestro siglo, asegurado y reasegurado de mil maneras estatales, sindicales y privadas parece haber superado una gran parte de sus riesgos del vivir y del sobrevivir.

Cualquier encuesta real nos dirá lo contrario. A pesar de todo, el miedo a la inseguridad (ante la amenaza inmediata) y la angustia del riesgo (la proyectada ante la amenaza posible y probable) no han disminuido, sino más bien han aumentado. ¿Cuál es el seguro que no podemos encontrar en las ofertas de todos los Lloyd's de nuestro mundo?

El de los valores vitales. El hombre no ha inventado el seguro contra la pérdida de la fe en Dios, en el otro, en las instituciones y en sí mismo. Contra la escasez de la libertad y de la equidad, contra la carencia del amor y del cariño. En vano buscamos la compañía que, a cambio de un premio que pagaríamos voluntariamente alto, pudiera preservarnos del riesgo contra la crueldad, la malicia y la ignorancia de los demás. Las dos terceras partes de la Humanidad tiemblan aún hoy por el miedo primordial a las calorías que no llegan. El resto, confortista, tiembla por deseos de más confort. Y todos juntos tiemblan por la muerte atómica o no atómica. Dentro del marco de estos miedos y estas angustias primigenias, muy poco aptos para aumentar las sintonías de la seguridad, la interdependencia del siniestro también ha aumentado hasta la impotencia: la felicidad de un joven español depende directamente de lo que sucederá mañana en el servicio de radar de Canadá o de Moscú.

Y, más hacia lo individual y lo íntimo, siguen las eternas inseguridades de los hijos ante los padres ignorantes de cómo criarlos, y de los padres sorprendidos por las rebeldías juveniles. A pesar de todos los seguros, desconfían los obreros de los patronos y viceversa. Y dependemos hoy como miles de años atrás, muy poco seguros, de la sonrisa del amante, de la mirada del jefe, del tono de la palabra pronunciada por el amigo y por el desconocido.

Ni podemos estar seguros ante el asesino potencial que podemos llegar a ser nosotros mismos, en actos o en pensamientos. O ante el traidor, depravado, ciego de pasiones y francamente loco que de repente podemos volvernos, en súbito y misterioso arranque de lo desconocido, oculto o no confesado en nosotros. Y por encima de todo la gran inseguridad del más sabio de nuestro género, revelada en el momento de máxima madurez: la de no saber nada, la de no conocer a nadie, ni siquiera a sí mismo.

¿De qué estamos, de qué podemos estar seguros, los que estamos tan asegurados?

Sólo de la verdad propia, verificada ante el espejo de la sinceridad y honestidad consigo mismo, y afrontada con valor.

La distoma de inseguridad se define como tonus negativo, precedido por una emoción valorativa caracterizada por la presencia real o proyectiva de circunstancias cósmicas (Cc) o sociales (Cs) cuya presión hace improbable el cumplimiento (I) de nuestras necesidades (E) vitales.

 

3. La soledad del individuo y de la persona

Al cantar Wordsworth:

«Cuando del mejor Yo en nosotros
hemos sido separados largo tiempo
por ese mundo de las prisas
enfermos de sus luchas, cansados de placeres,
cuan grata, cuan benigna es la soledad»

(The Prelude)

se equivoca psicológicamente: no es la soledad la que es tan grata, sino la paz, el retiro, la liberación del estorbo que el mundo de las prisas, o simplemente el mundo de los demás, nos puede causar. La soledad de los sitios exteriores o interiores que uno escoge deliberadamente para estar consigo mismo, es un amparo y una sintonía. La soledad humana, en cambio, es una de las más negras disfonías a las que estamos condenados, y que siempre es forzosa. Es un patior atroz del que quisiéramos huir y sólo huir, convertirlo cuanto antes en olvido, o lo que es mucho más, en unión añorada con los demás. Más cerca de la definición exacta está el viejo Francis Bacon al decir: «El que está encantado de la soledad, o es una fiera salvaje o un dios». En ambos casos nos deshumanizamos, nos privamos del amparo de la sociedad, del otro, sin poder lograr ser ni fiera salvaje ni dioses, siendo estos últimos los únicos que pueden permitirse el lujo de ser solitarios.

Los humanos, no. Para ellos la soledad es, como dice el joven poeta francés, G. Soleilhet, «repugnante»:

«Solitude repoussante solitude
C'est vers toi en toi
Que mon coeur à vif à sang
S'achemine se continue
Et poursuit son insolente plongée
Au fond de la nuit la plus chaste»

(Chemin du sang, NRF, 1959)

Mientras las distonías del desamparo y de la inseguridad son tristezas casi zoicas que el niño puede experimentar, la soledad es eminentemente la congoja de la persona madura, altamente consciente de sus circunstancias y de lo profundamente subjetivo que se manifiesta en el interior de cada uno. Las emociones que engendran la distonía de la soledad vienen de las valoraciones de:

1. Que uno está confinado al coto de su propia piel en la vida que siempre tiende a manifestarse hacia la unión con los demás.
2. Que, para manifestarse, uno depende de la atención de los demás.
3. Que no puede disponer siempre de tal atención.
4. Que, si la encontramos, no siempre se convierte en comprensión.
5. Que, aún encontrándola, no sabemos expresar bien lo que queremos comunicar.
6. Que, encontrada por suerte, la perdimos.
7. Que a menudo estamos condenados a vivir tan sólo de recuerdos de encuentros pasados.

Rica es la cosecha de las soledades en la vida humana y su conversión en unión grata es una lucha continua con los gigantes de los egoísmos, de las indiferencias y de la insensibilidad innata o deliberada en «compañía» de estos congéneres nuestros que, en vez de mirarnos al fondo de los ojos, están maniáticamente concentrados en el señorial yo de sus propios ombligos... Sí, estas malditas soledades en las largas horas de las oficinas en las que somos contadores el uno para el otro; de las fábricas, en las que somos tan sólo tornillos y atornillados; de las escaleras, en las que somos a lo sumo un «buen día» de los más antárticos; de los pisos-hervideros de vecinos cerrados; y de los «cocktail-parties» organizados con sumo refinamiento para que nadie conozca a nadie; de las mesas hospitalarias a las que estamos invitados con la condición de que no seamos lo que somos; de las sonrisas avaras; o de los portazos de todas las puertas en las que en vano esperamos caras de pascua. Sí, los largos años pasados en medio de la turbamulta de los soberbios, hipócritas y falsos; en familias de enemigos; en parroquias de santurrones; en la amistad de los rutinarios; en el amor de los ignorantes. Y en las noches en que queríamos estar con todos y nadie quiere estar con nosotros menos las estrellas inhumanas, o el mar, escuchador indiferente, troglodita bellísimo y sordo.

Miserias de los destinos no-cruzados, de las órbitas calladas, soledades de peces en tinieblas mudas. Como dice el joven poeta barcelonés, Juan Margarit:

Recorrer día tras día
como la sangre en un cuerpo,
el idéntico camino,
el sendero aborrecido,
con las manos sepultadas
en la oscura intimidad de los bolsillos.
Cada astro va girando
solitario allá en los cielos:
cada uno va tejiendo su destino
y las órbitas calladas
no se cruzan, no se rozan,
en su eterno viajar por los abismos.

(Un pez., un astro, 1960).

 

GLOSA 31.—Sobre la soledad en Londres, la soledad en París y en cualquier lugar del mundo.

El conocido psiquiatra inglés, doctor Ling, ha repetido en una serie de conferencias que la soledad es uno de los peores males que afectan la vida interior del hombre moderno. Inspirada por sus conferencias, la periodista Joyce Egginton visitó a varias mujeres solitarias y dio de ellas impresionantes endogramas de su lucha contra la soledad. He aquí una confesión que representa el caso de la mujer solitaria, perdida en la gran ciudad.

1. «No hay sitio menos amistoso, más frío y poco acogedor en todo el mundo que Londres. No sé por qué no me di cuenta de ello el día que alquilé mi primera habitación en esta ciudad. ¡Ojalá hubiese tomado el primer tren para volver al campo y a mi pequeña aldea, en la que al menos mis vecinos me conocían y siempre tenían una sonrisa para mí! En lugar de hacer esto escribí a mi casa una carta tonta, llena de optimismo, diciéndoles que había encontrado un «piso» y que éste era un encanto. Les dije también cuan fácil era ir a la oficina y encontrar las comunicaciones adecuadas; y que, además de todo esto, había hallado en el piso inferior una señorita que me sonreía amablemente, deseándome «buenos días» en la escalera. Seis meses más tarde ya no me atreví a decir a mi familia que estas fueron las únicas palabras que hasta entonces habíamos cambiado la amable vecina y yo. Esperaba que en una ciudad tan enorme como Londres no podría haber dificultades para encontrar amigos, a pesar de mi juventud y cierta timidez. El trabajo me interesaba mucho, pero lo malo es que aún después de dos años, sólo me queda el trabajo como cosa de mayor interés. El pequeño hogar que entre tanto supe crear entre mis cuatro paredes sirve sólo para mí, ya que nadie viene a verme. Nadie. Al contarle esto a una de mis conocidas, ésta me dijo simplemente: «Si te encuentras sola ¿por qué no vienes a verme?» Pero ella nunca pensó en ir a verme a mí. Para mi té basta siempre con una sola taza; las demás se quedan siempre en el mismo sitio del aparador. Mis primeros esfuerzos para hacer amistades se dirigieron a mis compañeras de oficina; tomaba a veces las comidas junto con ellas y también fuimos al cine. No obstante, ninguna de ellas me invitó a su casa, y yo misma estaba un poco avergonzada de la excesiva modestia de mi pequeña habitación. Al entrar en un club me di cuenta de que la gente se conocía entre sí y que, más que atraerme, las nuevas conocidas del club me aislaban, me daban la impresión de estorbarles y de sobrar. Lo peor son los «week-ends», cuando el camino para ir a casa le parece a una demasiado corto y el tiempo para quedarse en ella demasiado largo. No me quedaba mucho dinero para irme a divertir los sábados y domingos, y me aburría terriblemente estando sola en los parques y en los museos. En vano me matriculé en un club de cultura física y en una clase de alemán. No necesitaba todo esto, sino un poco más de confort en mi casa y, sobre todo, unos amigos que vinieran a verme en mi barrio de Kensington. Ahora ya es demasiado tarde para admitir mi fracaso. No puedo de repente revelar a mi familia que mi hermosura de cuarto es el sitio más feo que uno puede imaginar, que siempre huele a comida, que la chimenea es pequeña, que el timbre no funciona y que me son odiosas cada una de las figuras que me hacen compañía muda desde las paredes empapeladas. Lo peor es que ya me estoy dando cuenta de que ni siquiera un piso lujoso en el centro de Londres me salvaría de la tortura de la soledad, y esto ocurre porque los londinenses no tienen tiempo para los seres humanos, solamente para sus negociosa para los gatos. Su pundonor —digo esto para no decir su tremendo egoísmo— es el no tener interés por los asuntos de los demás. Si algo me ocurriera, toda esta gente diría de paso: «Oh, sí, era una chiquilla bastante agradable, pero no sabemos casi nada de ella.» Y es verdad: no saben nada sobre los demás, sobre sus propios vecinos, y cuando un problema humano se les presenta es siempre en un momento en que ellos tienen prisa para ir a sus oficinas, a sus cines, a sus colas. Y hasta en las colas no tienen tiempo para fijarse en el hombre o en la muchacha que está ante o tras ellos. Y si por una casualidad la conversación se entabla, no es sino sobre el tiempo. Dicen que en los barrios pobres hay mucha más amabilidad e interés para con los demás. Quizá tengan razón los que hacen esta distinción. Lo seguro es que en este Londres en que yo vivo no se conoce nada de esta suprema sabiduría humana que es saber convivir con los demás... Por primera vez en mi vida aprendí la alegría que es trabajar en horas extras en mi oficina, de noche, teniendo cerca de mí unas caras que al menos parecen ser amistosas. Pero a veces el dueño, presa de un ataque de generosidad, me dice: «No trabaje tanto. Dejémoslo por esta noche. Salga usted temprano y vaya a divertirse.» ¡A divertirse! El buen hombre no sabe lo que dice. El tampoco puede comprender nada. Absolutamente nada...,,

2. Michèle era hija de un músico francés retirado que vivía en Niza. Sus padres le alquilaron un piso en París, en el que vivía sola. Cursaba estudios de enfermera en un hospital clínico, pretendiendo especializarse en radiología. Era inteligente y tocaba muy bien el piano, estando también muy interesada por la Medicina y la Filosofía.

Poseía muchas cualidades, pero había algo que frenaba las alegrías propias de su juventud: siempre que se miraba en el espejo, ese consultorio diario de todas las mujeres, llegaba a la conclusión de que era poco atractiva. A esto contribuían unas gafas que intentaban remediar una grave debilidad de sus ojos.

Realista y escéptica, Michèle atribuía a esta circunstancia el aire implacable de monotonía de la que estaba imbuida su vida cotidiana: pasar cada día, a la hora precisa ante la portera con los mismos «buenos días»; después, los trasbordos en el metro, la llegada al hospital, la bata blanca y la radiología.

Luego, la comida solitaria en un bar, el regreso al hospital, el metro otra vez y la escalera de la casa. Y en el piso, aquel espantoso silencio en el que sólo se oían los propios pasos secos, y el sordo ruido de las cosas, de las sillas, de los platos, de los portazos. Entonces se dio cuenta de que no podía seguir así y de que esto suponía su hundimiento progresivo... Y decidió aceptar invitaciones de las compañeras y tomar parte en algunas tertulias del hospital, e incluso invitar a amigos a su casa. Por este procedimiento encontró a François.

Este estaba de médico interno en el hospital. Durante una alegre cena celebrada con los compañeros de trabajo, Michèle perdió sus gafas, las cuales fueron encontradas por François, quien aprovechó la ocasión para acercarse a ella. ¡De qué cosas dependen a veces las amistades de los seres humanos! Por primera vez en su vida, Michèle sintió una profunda necesidad de ser coqueta y de valerse de toda su inteligencia para transformar su poco agradable rostro en una cara radiante e iluminada. Y como no hay caras, por feas que sean, que se resistan a esta bendición afectiva, ni ojos que no adquieran brillo a consecuencia de una sincera pasión, François la encontró atractiva y dotada de una riquísima vida interior.

Por primera vez el hostil silencio de su piso se convirtió en una atmósfera grata, en un clima prometedor, aunque por poco tiempo. A François le esperaba un puesto de médico en un país tropical. El oculista que trataba a Michèle le aconsejó tajantemente que no se trasladara a aquellas regiones, pues corría el riesgo de que se agravara la enfermedad de sus ojos. François, por fin, se marchó. «Te escribiré», dijo sinceramente lleno de amistad, y quizás también de amor. Pero la inteligente Michèle intuyó que la separación era definitiva.

Y otra vez el silencio. Y otra vez el siniestro crujido de los pasos en el cuarto.

Un día se tomó un veneno. La portera de la casa, buena psicóloga, se dio cuenta de la situación de Michèle, y cuando la vio subir por la escalera, se fue tras ella. Gracias a esta intervención consiguieron salvarla. A continuación se marchó a Niza con sus padres. Pero éstos, desgraciadamente, no comprendieron nada. Creían que para Michèle París suponía la libertad y realmente no era más que la soledad. Volvió a la ciudad de la luz. Realquiló una habitación de su piso a una compañera. El espejo seguía reflejando la misma cara. Un día gris abrió la ventana y se arrojó a la calle. La portera trató también esta vez de evitar la tragedia, pero llegó tarde.

Definimos la distonía de la soledad como tonus negativo, precedido por una emoción valorativa caracterizada por la ausencia real o proyectiva de las personas (Cs) cuya comprensión selectiva necesitaríamos (E) para manifestarnos tal como somos (I) en cualquier dirección de autorrealización positiva, como individuos y/o como personas.

 

4. Suerte, transición, lo sobrehumano

Con estas sintonías-distonías nos alejamos de lo social, ensanchando la gama de nuestros temblores y de nuestras dichas hacia el amparo-desamparo de las fuerzas cósmicas. Supersticiosos o científicos, creyentes o ateos, siempre creemos en el fondo que la buena o mala suerte vienen de las lejanías indeterminables de los astros y de los siglos y de su misterioso calendario de estadísticas, que son un reto implacable a lo pobremente* racional de nuestro cerebro. Dios y Destino andan por estos remotísimos parajes cuyo paisaje está igualmente abierto a la fantasía del sencillo pescador como al ojo cansado por las infinitudes del microscopio electrónico. Desde que nos percatamos —¿quién sabe en qué momento?— de que en este mundo rigen fuerzas sobrehumanas, que muy fácilmente se convierten en inhumanas, las dimensiones del cielo y del infierno, cristiano o cualquier otro, hienden hasta el meollo de la célula la serenidad y la paz del puro poder vivir a nuestra manera. No hay tal vivir. Incluso Dios es justo tan sólo a su manera. Y el azar es el más irresponsablemente autócrata entre todos los autoritarios.

Mas hasta cierto punto de un orden universal que se refleja también en nosotros, y que con fe y esperanza suponemos a veces conforme a nuestra existencia, el cielo puede volverse protector y prometedor, y no sólo ser una amenaza de tormentas y tinieblas. El infierno de la mala suerte es sobornable con hábiles o humildes tácticas. El Destino de la transición es soberano en su capricho, pero puede promover también la lotería de nuestros favores pedidos. El azar es voluble viento para cualquier veleta, incluso para la de nuestra popa. La mala suerte puede ser una racha sin respiro, pero no es de diagnóstico científico; nada nos impide creer obstinada o tímidamente que, con la misma tremenda casualidad que es nuestra vida personal, también la buena suerte puede estar a nuestro lado hasta que otra vez se compruebe lo contrario. Y podemos legítimamente orientarnos mediante las emociones valorativas de fe, confianza, esperanza y admiración, y encontrar su resonancia en las sintonías de cambio supuesto favorable, de la fusión lograda con lo sobrehumano y hasta de la superación serena de la muerte, única segura. Y a oscilar y a dar vueltas cuando las dudas del disfavor nos invaden y buscar salidas mediante ceremonias y ritos, misteriosos como estas mismas fuerzas sobrehumanas, con amuletos y talismanes, con salmos y sacrificios, con supersticiones ridículas y con rezos sudorosos, votos calculadores y postración total.

Miles son las sutiles o las fortísimas emociones de valoración y pocos sus nombres en el diccionario limitado, que determinan nuestras orientaciones hacia las afueras sobrehumanas, su omnipotencia y omnipresencia, que sentimos regir sobre nuestros actos aun cuando éstos nos dan la ilusión de ser casi exclusivamente nuestros. Las relaciones con Dios, Cosmos, Azar, Destino, Suerte, Muerte son tanto más adecuadas cuanto más cubiertas de silencio empapado de tales emociones y de sus sintonías o distonías. Palabras que intentan sustituir al callar aquél suelen ser torpes de expresión aun cuando las forjen los poetas más iluminados. Pero nuestras emociones son una segurísima realidad. Y pueden ser picos altísimos y abismos sin fondo. Vivir no es expresarse, vivir es sentir.

¿Puede un alpinista, al llegar a su pico añorado, expresar lo que siente, echando la mirada de sus sueños a los horizontes, las luces, los colores, y la paz de la magnitud que se abren a sus ojos estremecidos y cegados por tal inconmensurabilidad cósmica? Nadie se atreve a expresarlo, avergonzado de antemano por el balbuceo que le espera en tal intento. Una racha de emociones, más minúsculas que el último de los compuestos del átomo y más intensas que el grito de la fiera herida, se precipitan con vertiginosos enzimas a través del interior en ebullición. Para verterse inmediatamente en el más cristalino de los goces sintónicos de las fronteras en las que el frenesí toca a la serenidad, el ardor a la paz, el paro al cambio. Trompetas, insonorizadas para todos menos para el oído exclusivo de su interior, cantan la victoria. Por un momento, vecino a la eternidad, se olvida incluso de que es tan sólo un ser humano y que ha subido aquí y ahora desde las tinieblas de la desesperación y de los pantanos de lo cotidiano. El tiempo, multiplicado por mil, es desde dentro denso y está cargado de euforia que, para perdurar, para perdurar... quiere inmovilizarle en escultura viva del cambio por fin parado.

Pero no hay paro en la felicidad. Siempre descendemos de los picos, ya sean los de las montañas, los de los lechos o los de la creación. Y el descenso también es rico en distonías de la transición, conversión, vuelta, transmutación. En alguna cueva mágica de la bajada interior encontraremos seguramente el mensaje olvidado de la Maestra Silenciosa, contable alocado de nuestras horas, perro siniestro de fiel pesadilla, serafín compasivo de nuestro cansancio.

Distonía de la mala suerte: tonus negativo precedido de una emoción valorativa caracterizada por la presencia proyectada de fuerzas cósmicas (Cc) crónicamente hostiles al cumplimiento (I) de nuestras necesidades (E) vitales;

Distonía de la transición: tonus negativo precedido de una emoción valorativa caracterizada por la fijación consciente en el cambio continuo del acontecer interior o exterior, haciendo improbable la duración de la forma de autorrealizaciones positivas de la propia persona (E-I);

Distonía de lo sobrehumano tonus negativo precedido de una emoción valorativa caracterizada por la impotencia ante las fuerzas cósmicas (Ce) que influyen desfavorablemente en las autorrealizaciones positivas de la propia persona (E-I);

Distonía de la seguridad de la muerte: tonus negativo precedido de una emoción valorativa caracterizada por la fijación en el fenómeno de la muerte de todo lo vivo, incluyendo la propia persona, que pone fin a todas las autorrealizaciones (E-I) propias.

 

GLOSA 32.—Sobre el falso amparo.

Como título de este capítulo hemos puesto la indicación «ser amparado y amparar». ¿Es el amparar activo también una necesidad primordial del hombre? La necesidad de amparar a la prole es primordial para la madre, tanto zoica como antrópica, y está grabada en el sistema endocrino y glandular de la hembra. Proteger a su hembra, a sus hijos y a su familia también está inscrito con bastantes imperativos en la constitución del varón-padre. El no poder amparar lo que podría y debería, crea en ambos distonías. La separación de los hijos que, por cualquiera de esas razones del destino se alejan del alcance maternal-paternal y de su amparo, producen motivos de grandes tristezas. Los seres amados a los que no podemos ofrecer el amparo que necesitan y que, si no fuera por las circunstancias hostiles, les podríamos prodigar, también son fuentes de gran impotencia penosa. Esto no es asunto de la moral, es más profundo, es vital: esta imposibilidad de proteger a los que están relacionados con nuestra vida personal es, solapadamente, una autonegación.

Tal concepto parece contradecir la evidencia del egoísmo primordial humano. Pero si seguimos con más atención la dialéctica de la motivación de nuestros actos, veremos que el poder amparar no se refiere tan sólo a los seres amados, sino también a los que se unen a nuestros intereses egoístas. Protegeremos o querremos proteger a los que representan de una u otra manera nuestras autoafirmaciones. La motivación oréctica debe ser observada por encima o por debajo de la motivación ética si queremos llegar a su fondo. Y esto sobre todo porque las motivaciones egoístas buscan a menudo una presentación ética, a veces falsa e hipócrita, a la que la formulación social, ética, moralista presta una fachada de justificación. No obstante, el efecto conseguido es amparo y protección, aunque sean estratégicos, y no responsables. No amparamos tan sólo por amor y compasión, aunque las emociones de tal índole sean ciertamente aquellas que más protección ofrecen al otro. En muchas valoraciones emocionales no son éstos los verdaderos motivos de nuestro patrocinio de los demás. Por paradoja, muchas defensas en favor de los demás se convierten en protección que tiende a poder sacrificarlos en interés propio del defensor.

La madre y el padre se exceden a veces en defender al hijo contra la injusticia de uno de ellos, no por compasión y amor, sino también con el fin de conquistarlo para su bando de estrategia contra el otro. El general cuida de sus soldados, con el fin de que sean más aptos para la defensa de los intereses del mando, por los que incluso deben dejarse matar. El patrón protege a sus obreros a veces no por ser comprensivo, sino porque necesita obreros sanos para su producción, o porque teme las horas perdidas que causan las huelgas y los brazos caídos. Y a veces somos generosos en la beneficencia por estimar que de esta manera aumenta nuestro prestigio social, y no por caridad hacia los pobres. La protección que otorgamos a los demás no pocas veces sirve tan sólo para demostrar —a nosotros mismos o a terceras personas— que somos poderosos. El protegido nos sirve como instrumento de tal manifestación autoafirmativa.

Pero «el instrumento» siente la falsedad del amparo...

El niño lo siente, y el adulto aún más. Y también el protector falso. De estas relaciones de falso amparo sentido y falso amparo aplicado resultan una serie de distonías en ambas zonas que estigmatizan la sociedad y el grupo de hipocresía y de insinceridad, y conducen a las distonías mutuas de aislamiento. El niño, el dirigido, se siente aislado por una capa de plástico insensible bajo tal amparo falso, transparente en su motivación egoísta; y el protector, falso también, se siente aislado por la reacción de miradas, de gestos que su amparo falso provoca en los demás. Sufren distonías los dos, el «amparado» por la hipocresía del otro, y el «protector» por la «ingratitud» del protegido. El protector cree haber hecho lo suficiente, y al amparado le parece que con el amparo falso está más inseguro, más solo que con una hostilidad abierta. La sanción fobo y misógena —engendradora de miedos y desprecios— es el levantamiento del telón de confianza y la conversión de la escena social en la atmósfera de la desconfianza.

Una vez establecida en las relaciones humanas de cualquier índole, viene la trágica urdimbre de las acusaciones mutuas y de la incomprensión creciente. El jefe correcto, pero de mirada de acero en una fábrica; el ministro sonriente con promesas demagógicas; el marido que cuida del bienestar de la familia, pero cuyo amor es ficticio, son prototipos de protectores falsos que se sorprenden cuando encuentran las reacciones de la desconfianza, con sus miles de matices. Sufren, siendo humanos, debido a las tapias del aislamiento, pero no siempre aprenden algo positivo de ellas. Y si no se dirigen la pregunta del autoexamen que pueda salvarles a tiempo: «¿Soy yo el culpable?», tendrán que aprender con más dramatismo algún día el chispazo de odio en que se habrá convertido ya la desconfianza creciente. Y al otro lado, la espiral carcelera del odio: la condena de las miradas silenciosas llenas de reservas, la rebeldía dp los impotentes que esperan su día de venganza, la amarga y la explosiva taciturnidad de los ofendidos y humillados, otro aislamiento crónico, depresivo, kalinógeno. Y que ahoga también en esta zona la salvadora pregunta del «¿Soy yo el culpable?»

Hay una diferencia tajante entre la distonía de la soledad y la del aislamiento. La primera arraiga, por una parte, en la naturaleza de lo individual y de lo subjetivo; puede proceder de la fatalidad de que somos seres únicos y singulares, difíciles de ser amparados por la comprensión del otro. La soledad sentida puede ser consecuencia del proceso de la evolución, por el cual nos hacemos personas formadas y por esto muy distintas de las demás. En todo ello no hay culpabilidad, o es poca e inconsciente. La distonía del aislamiento, en cambio, siempre va acompañada de cierta dosis de culpabilidad evitable. Y mientras la soledad es propia del individuo, el aislamiento puede ser colectivo. Clases, razas, gobiernos, agrupaciones, naciones y civilizaciones pueden padecer esta distonía, en la cual tiene su parte la culpabilidad tapada. El hombre blanco, tanto occidental como oriental, ante el cual se erige el telón endemoniado de las reservas y de los odios que las razas nuevas en la historia activa le demuestran, rencorosas e incluso vengadoras, padece también de esta sanción histórica de la desconfianza, como un síntoma característico de la crisis de su civilización.

Pero ¿cuántos males innecesarios les ha infligido este soberbio «super-hombre»? Su aislamiento es merecido. Y todavía no ha aprendido bastante con ello.

 

GLOSA 33.—El disco sordo de la impotencia.

En todas partes donde hay ricos y pobres, patronos y obreros, dirigentes y dirigidos, poderosos y humildes (y hasta ahora la sociedad funcional no ha eliminado esta dicotomía del poder en ninguna zona de nuestro mundo); en todos los tiempos y bajo todos los sistemas políticos, sociales y económicos; por debajo de las ideologías, al margen de las leyes, de la moral, de los convenios, contratos y compromisos; a pesar de las organizaciones protectoras del orden y de la justicia, existen potencial y realmente dos estamentos superestructurales de los opresores y de los oprimidos, de los ofensores y de los ofendidos, de los soberbios y de los humillados. Y hay un punto en esta dialéctica social —la única que podemos llamar motivacional, oréctica, la de los sentimientos— en que los ofendidos y los humillados abandonan su postura de rebeldes y de luchadores, y se retiran, impotentes, en la música sorda de la desesperación ya no agitada y angustiosa, sino del abandono de la lucha, al menos momentáneo.

Es como un disco encallado que, parado por un estorbo del surco en un punto aislado de las vueltas, repite sin cesar el mismo compás de la música, esta vez sincopada de disarmonías.

Esta es la distonía del fatalismo de la coexistencia sorda. El disco, a través de su gemido repetido, desesperadamente incesante, grita:

«Todo es en vano. No habrá nunca justicia ni paz en este mundo que yo conozco. Ni puedo hacer nada para que cesen, disminuyan, se alivien las injusticias de una manera espontánea, sin violencias ni destrucciones. No quieren los dueños de las fábricas, o de los campos y tesoros, compartirlos con los demás, aunque les dejemos sobrantes generosos para que continúen viviendo con esplendor. No ceden los beati possidentes ni el dinero, ni el poder, ni los privilegios, sean capitalistas o comunistas del poderío. Y no es el ministro ni el gobernador; no es el partido ni el sindicato: es la naturaleza humana la que no cede. Es la biología que los hace sentirse escogidos, elegidos para la opresión y creerse justificadamente representantes de la evolución siendo más fuertes que yo, los míos, nosotros.

No hay justicia social ni la habrá. ¿Por qué luchar entonces?

Todo es en vano. El hombre mata y volverá a matar mañana bajo cualquier régimen. Ha progresado su técnica de matar en escalas gigantescas, pero su ética no ha dado ni un paso. Cristo se ha dejado crucificar por nada. Buda ha predicado en balde. Cristianos son tan sólo los pocos que no tienen nada que ver con el poder codiciado; budistas tan sólo los monjes tibetanos. No nos han traído la justicia social. Los revolucionarios rojos se están capitalizando, los capitalistas dicen «après moi le déluge», unos y otros dispuestos a matar. Es la naturaleza humana, no son ellos, y no hay remedio.

No hay justicia social ni la habrá. ¿Por qué luchar entonces?

Todo es en vano. Por todas partes la fraternidad, la libertad, la igualdad son mentiras e hipocresías. La geografía del hambre no ha variado; sólo cambian de sitio, en un baile siniestro, los hambrientos de este y del otro lado. La compasión es comercio; la cara sonriente, mera política; el derecho, privilegio de los más fuertes. La naturaleza humana es así, y a quien le toca la lotería de un bando, allí se queda, justa o injustamente.

¿Por qué luchar entonces?

Las recetas de la felicidad futura después de otras tantas generaciones engañadas y sacrificadas son puro opio, nada más. Las promesas del cielo y del paraíso después de la tumba, una venda sobre la herida que se desangra por dentro. Además, no se trata de tal futuro, insocial, sobresocial, sobrehumano, sino de éste: ahora y aquí. No son ellos, ni los míos, ni los contra-míos. Es la naturaleza humana. ¿Por qué luchar entonces, si hasta el mero sobrevivir es un sin sentido?

El fatal motivo de esta música siniestra sigue en el disco encallado y llega a ser insoportable. Corremos furiosos hacia este tocadiscos y con un duro golpe lo rompemos. Pero se ha repetido tantas veces su eco implacable que se nos graba en la memoria sangrante. Y continúa el ritmo endemoniado, la música sincopada en el fondo de nuestro doloroso sentir. Vuelve con fuerza de obsesión el «todo es en vano»... Si logramos acallarlo lanzándonos al ruido del jazz histérico, al olvido de las drogas, a la vil rutina de lo cotidiano, es tan sólo por un momento.

«Donde no está el hombre, la Naturaleza es un desierto», dijo William Blake. Pero ¿no es este mismo hombre también Naturaleza? Y nos coge con las garras de negra desesperación lo que Séneca formuló tan alegremente: «Toda la armonía de este mundo consta de discordancia».

No se puede permanecer largo tiempo bajo los martillazos de esta distonía de la desesperación, que destruye la fe en el hombre, en Dios y en el sentido de la vida. Y que crea la conclusión del absurdo, esta palabra sobre la cual se vuelcan los existencialistas de la Nada. Pero tampoco se puede renegar de su realidad como sentir más doloroso. Los que han vivido las dos guerras mundiales y han visto de cerca al hombre en ellas, no han podido evitarlo. Muchos otros, aun sin guerras, pueden experimentar tal clase de desesperación, de un desamparo total ante el impacto de la Naturaleza sobre la lógica del hombre aislado o social.

La huida ante tal sentir reactivo, el tonus más negro de nuestra existencia, es también desesperada. Hay filosofías-excusas en las que podemos refugiarnos; hay religiones-enfermeras que nos consuelan; y hay también la biología-maestra que nos hace sobrevivir a pesar de las invitaciones al suicidio o a las de la angustia-locura.

El disco sordo no gime en los peores individuos de nuestro género, sino en los más sensibles, quizás en los mejores. El hombre ante sí mismo, enfrentándose con estos dilemas en las fronteras de lo normal, es tan real, concreto y vivo como en cualquiera de sus euforias.

Hay que vivir también esto, si se presenta, y en la medida individual en que este sentir acontece en el interior. Pocos se suicidarán tan sólo por ello; unos cuantos se hundirán en la locura, pero tampoco solo por el disco sordo de la impotencia. La mayoría huirá en el olvido de toda clase; algunos lo contarán en libros.

Lo principal es ser lo que se es también en esta ocasión: la implacabilidad del vivir. Primero pasar por esta prueba con toda la sinceridad y honradez del patior.

Sólo después es lícito huir incluso para los más valientes. Ser hombres aun cuando el conocernos tan profundamente como sea posible (en lo más profundamente posible) nos dé asco.

La distonía del asco del hombre ante su propia naturaleza no es menos humana que la de la gran postración ante lo bello y agradable que es el vivir a pesar de habernos asqueado.

 

Autoexamen sobre el amparo.

1. No tengo (tenía) la debida protección, aun cuando la vea posible y factible, por parte
2. De mi madre, padre, esposo, esposa, amante, hermanos, miembros de mi familia;
3. Nunca la he tenido en forma suficiente;
4. La he tenido, pero no la tengo ahora;
5. Estoy forzado a prescindir de ella;
6. Se me obliga a no buscarla en quienes esperaba encontrarla;
7. No tengo la debida protección ante las leyes, instituciones de la sociedad;
8. Ante los superiores en mi puesto de trabajo;
9. Ante la escasez de medios materiales;
10. Encuentro injusta mi posición de desamparado;
11. Encuentro inmerecida esta posición:
12. Me aflige el desamparo por el cual culpo a los demás;
13. Me aflige, pero también yo soy en parte causante por...;
14. Me aflige, pero yo puedo llegar a prescindir de ello;
15. Si no cambia el desamparo que los demás me deben, no podré resistir;
16. La experiencia de la vida no me enseña cómo conseguir el amparo que espero;
17. Las doctrinas que sigo no me lo enseñan tampoco;
18. Tengo que contar más con mis propias fuerzas que con el amparo de los demás;
19. Tengo que cambiar mi actitud hacia los demás para obtener el amparo que necesito;
20. Tengo que cambiar mis convicciones para obtenerlo;
21. Tengo necesidad de amparar a los demás;
22. A mis hijos, padres, esposa-esposo, amante miembros de la familia, amigos; „
23. A los necesitados que dependen de mi amparo;
24. Les daré mi amparo mientras sirvan mis intereses;
25. Les daré mi amparo por lo que merecen;
26. Les daré mi amparo por lo dignos que son de toda atención;
27. Les daré mi amparo por lo natural de nuestras relaciones humanas;
28. Me llena de satisfacción poder proteger a los demás;
29. Que cada uno cuente con sus propias fuerzas y no con el amparo de los demás;
30. No vale la pena excederse en la protección de los demás;
31. Me aflige la inseguridad con la cual me oriento en la vida;
32. Me aflige la inseguridad que en el cuerpo me han dejado los antepasados;
33. Siento que el mundo está demasiado lleno de riesgos para mí;
34. No estoy seguro de que podré ser feliz;
35. De que podré conseguir lo que me propongo;
36. No se lo digo a nadie, pero dentro de mí sé que siempre me muevo en la maroma;
37. No soy cobarde, me lanzo a pesar de este sentir, pero
38. Siempre es algo difícil para mí tomar una dirección, una decisión;
39. Esto ocurre en casi todas las cosas, menos en...
40. Ni siquiera sé si amo a la mujer a la que creo amar;
41. Al hombre al que creo amar;
42. Al dios en quien creo;
43. No sé exactamente cuál es mi vocación;
44. Me dejo arrastrar por las circunstancias;
45. Por lo que me indican los demás;
46. Sé lo que tendría que hacer y a pesar de ello no sigo mis conclusiones;
47. La verdad no está clara, es ambigua;
48. El mundo es muy complicado. ¿Quién sabe algo seguro sobre él?
49. Veo siempre el otro lado de la verdad, que siempre es vasta;
50. Incluso me gusta no decidirme por una verdad que encuentro insuficiente;
51. Dependemos de tantas cosas, de tantos otros;
52. Se me hacen intolerables mis indecisiones;
53. A veces me parece que mi propia inseguridad alimenta mi imaginación;
54. Me angustian mis vacilaciones;
55. Ya me voy acostumbrando a ellas;
56. Envidio a la gente que no las tiene;
57. Tengo que aceptarme tal como soy; se puede vivir también de este modo;
58. Tengo que hacer algo para fortalecerme contra esta inseguridad;
59. No lo podré conseguir sin ayuda ajena;
60. Aun sin ayuda ajena podré conseguirlo;
61. Siendo a menudo la soledad; a fondo;
62. Uno sí que está solo en este mundo, y nadie puede conocerle
63. Aun en lo cognoscible que somos, no se nos conoce;
64. Aun en lo cognoscible que soy, los demás no llegan a conocerme;
65. Ni siquiera puedo conocerme a mí mismo sin ayuda de los demás;
66. Necesito esta ayuda, pero no la encuentro;
67. La sociedad en que vivo no se interesa por mí;
68. El contorno íntimo en que vivo no me presta atención;
69. Mis padres no me conocen, estoy solo;
70. Mi mujer (esposo) no me conoce, estoy solo;
71. Mis superiores no me conocen, estoy solo;
72. Mis amigos, compañeros de trabajo, no me conocen, estoy solo;
73. Los que podrían comprenderme no me conocen, estoy solo;
74. Entre hombres vivo a veces como en un desierto, estoy solo;
75. Parece que no añoro otra cosa en este mundo que una persona que pudiera conocerme a fondo;
76. Aunque fuera una sola, ya me bastaría;
77. Para esto tendría que encontrar a alguien con quien poder ser sincero y honrado hasta el fondo;
78. Parece que esto es posible sólo en el amor, pero no lo he encontrado;
79. Lo he encontrado, pero ha muerto; se ha ido la única persona con la cual no me encontraba solo;
80. Vivo ahora del recuerdo de su comprensión;
81. Es difícil salir de la soledad si uno no puede comunicarse con otro hasta el fondo de la sinceridad;
82. Es difícil salir de la soledad si el otro no presta atención hacia lo que soy y cómo soy;
83. A veces me parece que para esta atención se necesita poca cosa, pero ni siquiera esto nos dan;
84. El hombre (la mujer) con el que convivo en la escena íntima me quiere comprender sólo para su propia orientación: esto me deja sola (solo) en lo esencial de lo que soy;
85. El ser con el que convivo en la escena íntima trata de penetrar en la profundidad de mi soledad; es único en esto;
86. Con nadie como con él he podido gozar de la liberación de mis soledades;
87. Por este camino he logrado momentos en que era feliz; los demás placeres cuentan mucho menos para mí;
88. Sólo en su presencia comprensiva tengo la alegría de vivir;
89. Me parece que la máxima alegría procede de la liberación de mi soledad;
90. El que me quita la soledad, me quita también todo el desamparo, la inseguridad, la inferioridad;
91. El cambio que veo por todas partes y la transición de todo lo que es vivo me angustia, me deprime;
92. Lo acepto con bastante serenidad;
93. Tengo miedo a la muerte;
94. Tengo miedo a la muerte prematura;
95. Me apresuro a vivir intensamente antes de morir;
96. He adquirido bastante serenidad ante el hecho de la muerte inevitable;
97. Aun con su aceptación vuelve a angustiarme;
98. No quisiera morir antes de vivir lo que me es dado;
99. Sólo viviendo intensamente lo que me es dado, me quita la angustia, el sinsentido, la implacabilidad cósmica de la muerte;
100. Si vivo para conocer lo que me es dado, la muerte parece un final con sentido.
 

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Última actualización:
21/03/06