El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. PRIMERA PARTE - LAS VARIACIONES DEL PATIOR (continuación)
II. SER ALGO Y ALGUIEN¡Esto lo necesitamos todos, sin excepción! A medida que crecemos y nos desarrollamos tomamos más sitio en este mundo por el aumento de las fuerzas y de los deseos propios que desde el puro nutrir de los primeros tiempos se va ensanchando en una enorme paleta de mil matices de colores. Queremos sobrevivir, éste es el primer mandamiento de la naturaleza biológica; sobrevivir de todas las maneras y a toda costa, es decir, también a costa de los demás. Pero los demás también quieren lo mismo y a nuestra cuenta. Si de esta contradicción entre nuestro estimado ser y su querer sobrevivir, por un lado, y entre el lamentable paralelismo que los demás testimonian en la misma dirección, no se encuentra el adecuado compromiso, el conflicto puede llegar a acabar incluso con nuestra supervivencia. Y aun cuando se consigue el compromiso, la posibilidad del conflicto, diminuto o catastrófico, está siempre latente y bastante propenso a estallar. Para que esto no suceda estamos dispuestos —no de muy buena gana— a autorrestringimos, lo que quiere decir tanto como reprimir muchos deseos, acallar una cantidad de necesidades que brotan espontáneamente en nuestro ego, y prescindir de su satisfacción mediante los instintos. Todo esto hasta cierto punto, naturalmente. Es preciso que los demás reconozcan este cierto punto nuestro y que lo acepten como justificado. Queremos hacerlo valer en la ponderación de los demás, ser algo o alguien a sus ojos —¡los ojos de los demás son una cosa importantísima para nuestro sobrevivir!— y de esto no podemos prescindir durante toda la vida, por filósofos que seamos. Incluso cuando decimos, con toda la convicción, sabia y cautamente elaborada, que la opinión de los demás no nos importa, mentimos solemnemente, aunque no siempre con toda conciencia de la mentira, oculta bajo alguna que otra de nuestras santas iras. Y éstas siempre engendran distonías. Las penas que nos afligen cuando los demás no nos valoran debidamente, cuando a sus ojos no somos algo o alguien que quisiéramos ser, podrían resumirse en los siguientes puntos:
Y las grandes alegrías que pueden regalarnos los demás, reconociendo nuestro cierto punto, se alinearán bajo los tonus positivos:
Pero es difícil, a veces, separar las sintonías-distonías mencionadas de otras categorías que provienen no ya del mero sobrevivir en la sociedad, sino de nuestra manera personal de hacerlo. De la importancia subjetiva que damos a nuestra propia personalidad. No queremos tan sólo ser algo o alguien a los ojos de los demás, sino también a los nuestros propios. Nos autovaloramos siempre no tan sólo en cuanto a nuestros derechos del mero sobrevivir, sino también respecto a la manera personal, siempre muy singular, de poder vivir y convivir. Nuestro sentir de autoafirmación vibra a cada momento
El hacerse valer uno a sus propios ojos puede en cierto modo independizarle de la valoración de los demás. Podemos ser lo que somos, a veces, a pesar de la valoración negativa de los demás y, si tenemos algo de naturaleza heroica, incluso contra ellos, y hasta contra todos, si nuestra autovaloración nos sostiene desde dentro. Pero el mismo «contra ellos», «contra todos» señala la solapada o manifiesta omnipresencia de la sociedad y su tremendo impacto frente a nuestro existir personal. El agudo contrapunto de si uno es más fuerte sin los demás o con ellos, que el gran músico de las atmósferas interiores, Enrique Ibsen, hizo resonar a través de las fugas de su Stockman, es uno de los leit-motiv que surgen a cada paso de las partituras humanas, y en todos, por pequeños o grandes personajes que seamos.
1. La incomprensiónYa hemos hablado en otro lugar del mecanismo de la comprensión. Aquí nos toca resumir la distonía que nos causa la poca comprensión de los demás y el gran placer que nos inunda cuando la encontramos en la proporción debida. El acento recae en la palabra «debida», y esta palabra abarca muchísimas cosas. Tal comprensión de los demás nos invade de satisfacciones cuando ellos reconocen:
Somos personas diferentes, muy diferentes una de otra, y esto es lo que hace la vida tan interesante y la comprensión mutua tan difícil. Es, al mismo tiempo, una cosa que nos distingue de las máquinas. Los hombres son género, pero también, y siempre, individuos. Las máquinas son tan sólo género. Por esto las máquinas necesitan un manejo uniforme, al ser iguales cada una en su especie. Los hombres necesitan comprensión, por ser desiguales dentro de su especie. Queremos ser comprendidos por los demás en lo único que somos como individuos y, sobre todo, como personas, y no tan sólo por lo que somos iguales a los demás. Aunque a veces ni siquiera podemos conseguir el reconocimiento de esta última exigencia. Por consiguiente, la comprensión entre personas resulta difícil porque unos «únicos» tienen que comprender a otros «únicos». Lógicamente esto es imposible. Psicológicamente es posible porque la comprensión es necesitada por la amplia persona y no por el estricto individuo. La «unicidad» de la persona es asequible al conocimiento del otro porque para manifestarse la persona dispone de más recursos que el individuo, encerrado en sus capas ontogénicas, subconscientes. Es una comprensión muy relativa y limitada que esperamos de los demás. Y aun así resulta bastante difícil el hacerse comprender. ¿Quién no sabe cuan difícil es? Incluso para los que nos quieren —¡y ya es ésta una posición privilegiada!— no tenemos siempre la importancia que quisiéramos tener. Ni la más cariñosa madre ni el más apasionado amante nos comprende siempre. Ni los amigos logran entender nuestros actos por los que aparentamos lo que somos o quisiéramos ser, ni los maestros adivinan el fondo de nuestro carácter, tal como podríamos esperar de ellos. ¿Cómo pedirles comprensión a los contrincantes y a los enemigos? La más vasta categoría de las distonías de la incomprensión viene de una fuente muy común al género humano y a todos los desentendimientos interpersonales. No comprendemos al otro, fundamentalmente, porque no nos fijamos con bastante atención en su sufrimiento actual o potencial, es decir, presente, probable o posible. No añoramos en este mundo la comprensión seca, racional, científica, de conexiones entre cosas fuera de nosotros. La ciencia puede progresar o no; los conocimientos de astros, de máquinas, de fármacos pueden estar atrasados en una época determinada, en otra avanzados, y pueden aliviar o no los sufrimientos del género humano. Pero en todas las épocas, desde que surgió de sus tinieblas marinas, dotado del gran regalo de la imaginación, el ser humano pide a la suerte que la imaginación de los demás se sustituya en su propia posición y que entienda su sufrir o su huida de él. La importancia de ser algo o alguien a los ojos de los demás se reduce a esto. Si analizamos aunque sea someramente cualquier disgusto que nos venga de la incomprensión de los demás, encontraremos en seguida que lo que no comprendieron era nuestro sufrir, o que no tomaron parte (debidamente, siempre debidamente) en alguna sintonía nuestra que, como todas ellas, son escapes del mal subjetivo. Cuando queremos llamarles la atención sobre nosotros mismos, es, en la mayoría de los casos, para que se fijen en lo que sucede en nuestro interior. Comprender al otro es fijarse en la medida concreta de la vasta gama que estas variaciones sobre nuestro eterno tema del patior tejen incansablemente. (Hace muchos años borré para siempre de la lista de mis lecturas preferidas las obras de Oscar Wilde, por haberse permitido el lujo grotesco de escribir en «El retrato de Dorian Grey» una frase como ésta: «Puedo simpatizar con todo menos con el sufrimiento». Y me he conciliado con Bernard Shaw sólo por el pensamiento que encontré en su libro «El discípulo del diablo»: «El pecado mayor hacia nuestro prójimo no es el de odiarlo, sino el de ser indiferente hacia él; esta es la esencia de la inhumanidad»). Distonía de la incomprensión: tonus negativo, precedido de una emoción valorativa, caracterizada por la ausencia del conocimiento y reconocimiento de nuestra posición, verdad o sufrimiento en las personas (Cs) de las que depende o se espera nuestra autoafirmación (E-I).
2. Coexistencia mecánicaLa incomprensión de los demás, su indiferencia hacia nuestro sufrimiento, su poca participación en nuestra vida, si adquieren carácter crónico acaban a menudo en la dolorosa impresión de que la sociedad en la cual vivimos es algo mecánico y no vivo. Salimos por la mañana llenos de alegría y de bienestar al trabajo y entramos en el bar para tomar un café. Allí, un camarero de cejas fruncidas ni siquiera responde a nuestro saludo. Al servirnos nos mira como si le hubiéramos matado a un pariente cercano, quizás a su propio padre. En el tranvía que tomamos hasta la fábrica, la gente está sentada con caras malhumoradas, con pensamientos hundidos hacia dentro, tan aislados en su sitio los unos de los otros, que cada uno parece colocado en una celda insonorizada. Por algo estarán preocupados, y esto es lo único que les interesa. O tendrán alguna razón para despreciar a todo el mundo a su alrededor. O para sentirse superiores a todos los demás. Sus miradas rayan en el odio, y si no llegan a tanto, toda curiosidad que podría llegarles de nosotros está de antemano destinada a embarrancar en los escollos del «no-me-toques». En la fábrica ya sabemos lo que nos espera. El jefe casi nunca nos habla si no es para reprocharnos algo. El capataz es un hombre irritado, iracundo; cuanto menos tratemos con él, tanto mejor. Los compañeros son gente buena, pero cada uno está con lo suyo, y ya no tienen tiempo ni para una sonrisa. Al volver a casa, la mujer que tanto queremos empieza con sus quejas contra los vecinos, contra los hijos, contra los embusteros en el mercado —la muralla gris del aburrimiento—. Y cuando huimos a nuestra taberna, los mejores amigos ya están borrachos y no hay manera de cambiar una palabra sensata con ellos. La insonorización de la persona. Nuestro recorrido no está siempre concentrado de vacío y de vil rutina; en él hay interpoladas también muchas (o algunas) alegrías sonoras, y a ellas nos aferramos. Pero siempre tenemos la impresión de que aquel camarero nos debe al menos una mirada amistosa; y que los del tranvía, los del autobús, los del tren no tienen por qué ser sesenta y cuatro monumentos sentados o de pie. Que estos jefes y capataces, presidentes, o lo que sea, del mando, de la superioridad, de la excelencia, podrían ir por este mundo con menos cara de globos hinchados y con menos saña de dragón en el hígado negro. Ya no es la soledad la que nos invade, sino el vacío de la indiferencia ajena, seca —ni siquiera gruñona—, implacable por avaricia interior. Ya no es la incomprensión sufrida, sino el simple contacto cortado de antemano por la insensibilidad. Parece un contorno de larvas encapulladas paradas en su desarrollo hacia la mariposa; de refrigeradores que por casualidad y broma tienen pies y cabeza. Y, si somos muy sabios en Medicina, nos parecerán esquizoides ideales, lo bastante insensibles como para conformarse con nuestro diagnóstico y lo suficientemente parcos en amabilidad como para sorprendernos por normales. Hay grupos, círculos, clases, ambientes, ciudades y aldeas que resuenan de humana antimúsica, de fosilismo anticipado, de egoísmos paralelos, de alto folklore, de la gris rutina de sentimientos. La coexistencia mecánica, en la que la atención al otro es un rito calculado, la sonrisa confeccionada a la medida de los intereses, el gesto acogedor, un contrato leonino, y lo que nos dan de alma, un comercio. Es la desesperación de los sensibles, el funeral de lo humano, aun antes de su solemne entierro. Al preguntarme un día un amigo qué es lo que espero de las nuevas razas primitécnicas que están entrando activamente en la historia de nuestro tiempo, dije que confiaba en que, con su patrimonio emocional y con su herencia de sufrimiento nos aportarían un buen chorro de curiosidad, de espontaneidad y de sensibilidad fresca, que son siempre condiciones favorables, si no ya necesariamente garantías, para la convivencia dinámica frente a la coexistencia mecánica. La civilización se enorgullece demasiado pronto de sí misma, el confort rutiniza; la máquina mecaniza; la organización, racionaliza. El tiempo de atención hacia la persona humana escasea. De estos «bárbaros» espero nada menos que la rehabilitación de la vida emocional de nuestros viejos colectivos, como mejor fármaco. contra la desensibilización y la esquizoidia de los civilizados. Que sean menos cultos, pero más cálidos de corazón; menos sabios, pero más curiosos y espontáneos; que no tengan perfecta organización, pero que refresquen el aire de la automación; que vengan con el talento de tener tiempo de atención para el otro. Y con los nuevos ritmos de los que se estremecería nuestra manía de racionalizarlo todo, incluso las miradas. Distonía de la coexistencia mecánica: tonus negativo, precedido de una emoción valorativa caracterizada por la ausencia de interés y atención hacia nuestra existencia singular en las personas (Cs) de nuestro contorno habitual, cortándose así de antemano la posibilidad de nuestras autorrealizaciones (E-I), que dependen del contacto con ellas.
3. Distonía del falansterioSi por sociedad entendemos cualquier grupo organizado de personas, desde dos en adelante, cuyas influencias se encaran con la existencia individual, la sociedad puede ser para el individuo, y sobre todo para la persona, principalmente cuatro cosas: amparo, presión, hostilidad o desierto. Cualquier grupo social puede ser subjetivamente sentido por la persona como amparo, presión u hostilidad. El grado extrema de la coexistencia mecánica que puede dar lugar a la impresión de desierto social en medio de muchas personas es característico de zonas civilizadas, urbanas y tecnificadas en sus épocas de conservación o de involución colectiva. La desertificación social saca su arena de la racionalización progresiva en la división del trabajo, llevada a cabo en todos los estamentos de éste; en el de los dirigentes y dirigidos de toda índole; en la parcelación y la automación de las tareas especializadas; en el aislamiento celular de las viviendas. Esta mecanización llega a lo más profundo, incluso a la vida íntima, reducida por el empleo de los esposos en trabajos paralelos. Por una deflación progresiva del tiempo que le queda a uno en todas las direcciones y, sobre todo, en el de poder ocuparse de sí mismo y de las relaciones humanas. Estas sociedades altamente civilizadas son, por regla general y en cualquier época, incurablemente materialistas, lo que frente a la persona en desarrollo significa la presión de los criterios de riqueza en el éxito social. Son acusadamente cráticas, es decir, organizadas a base del poder insistente de los privilegiados. Su educación fomenta la formación del tipo competitivo, lo que reduce fundamentalmente el modo de pensar del que quiere valerse en tal sociedad de la actitud del hombre-zorro. La historia de tal progreso colectivo conduce inexorablemente a la sobrevaloración propia de las capas dirigentes; al tipo soberbio, vanidoso, organizador enamorado de sus intereses y enjuiciador del otro desde el punto de vista exclusivo que le presta el trono de sus valoraciones genuinamente viscerales; el ombligo. Cada sociedad conservadora —y las revolucionarias de ayer también llegan a nivelarse— cuyas características reciben este troquelado de conservadurismo umbilical, tienen en la biología de los venideros su más seguro contratiempo. Los venideros pueden simplemente ser los hijos que, por caprichos de la biología renovadora, no quieren conformarse con los cómodos marcos presentados por los padres como ideal. O son los dirigidos a los que tal idea de un futuro-muestra parece condicionada por demasiada espera. Pero todo esto aún queda dentro del dinamismo de las presiones y hostilidades mutuas entre los grupos. No conduce a la impresión de la sociedad desértica. Hay mucha arena, pero aún se sabe que el oasis existe realmente y que puede alcanzarse a marchas forzadas. Sopla un simún espantoso, un viento cegador y ahogador de la respiración, pero uno se abriga y espera que pase. El verdadero desierto aparece cuando el oasis, supuesto o real, resulta una fata morgana. Cuando, al despertar de la ilusión encantadora, uno ve que su vida propia transcurrirá irreversiblemente en una coexistencia mecánica en medio de fantasmas umbilicales. Que en las grandes reuniones de masas, en los partidos de fútbol o en las corridas de toros nos sobreviene una extraña sordera y parece que sólo hay viento y huracán en esas tribunas, nada más. Que en medio de la conversación con el otro nos damos cuenta de que éste no habla con nosotros, sino continuamente consigo mismo. Que, en vez del oasis que esperábamos encontrar, nos hallamos ante una ventanilla de pago. Que alrededor nuestro hay tan sólo centenares de taquillas con entradas demasiado caras para un espectáculo en el que los demás querrán otra vez ir a lo suyo y nosotros haremos de meros espectadores. ¿Espectador de qué? De un falansterio consumido de robots egoístas, de paredes totalmente insonorizadas para el eco de la voz humana, de contadores cibernéticos de sus propios minutos. cada uno de sus propios minutos. No es esta distonía del falansterio ninguna exageración literaria. La he encontrado bien formulada, agudamente sentida, entre jóvenes estudiantes. Ni depende del sistema social, capitalista o comunista; este impacto siniestro de la colectividad que se ha ido construyendo hacia la progresiva tecnocracia, el seguro matadero de la persona humana, es una enfermedad colectiva de la civilización. Lo social organizado y superorganizado no la salvará de este desierto. Sólo podrá conseguirlo una revolución —ésta ya sin destrucción ni matanzas—: la antifalanstérica, en pro de la libertad de la autocreación. Distonía del falansterio: tonus negativo precedido de una emoción valorativa caracterizada por la ausencia del interés y de la atención hacia nuestra existencia singular por parte del conjunto de las personas y de las instituciones de nuestro contorno, organizado como superestructura que absorbe las exigencias del hom-bre-persona y de su autocreación.
4. La injusticia socialCuando las instituciones de una sociedad nos hacen daño, se trata de una injusticia societal o institucional; cuando los hombres, aplicando las normas, nos la infligen, constituye una injusticia social. Cuando la gente nos aflige con el mal innecesario fuera de las instituciones y normas, por su cuenta personal, se produce la injusticia vital. Aun las mejores leyes y normas pueden causarnos un mal innecesario, injusto. No son pocas las que castigan con demasiada severidad incluso cuando defienden altos valores de la sociedad. Y no son pocos los jueces que, aplicando leyes buenas en sí, cometen sus clásicos Justiz-Mord, con cabeza cortada o con otras penas menores, pero lo bastante grandes para ser enteramente injustas y hundir a la víctima en sentimientos negativos. Y en la fábrica en la cual el dueño correcto cumple con todas sus obligaciones formales hacia las leyes y los reglamentos, puede infligirnos mil injusticias vitales con su desprecio inmanente de la persona humana, a veces tan sólo con la voz áspera con la que anuncia incluso el aumento del salario. Societal, social o vital, la justicia no es un invento del que podamos enorgullecemos mucho los civilizados y los primitécnicos juntos. Una sociedad tan funcional en la que el hombre pudiese tener garantías contra la injusticia de toda clase no se ha producido aún ni es muy probable que se produzca jamás. Ni los que han inventado falansterios ideales han llegado a dibujarlos sin una tara inmanente. El mismo sabio Platón se ha valido, en su plan de la sociedad ideal, de una omisión de la que ni siquiera se dio cuenta, aceptando la esclavitud como el ingrediente más natural de tal comunidad «perfecta». Podemos achacar esta impotencia humana a mil causas: a la ignorancia, al egoísmo, a la crueldad, o simplemente al pobre racionalismo, corto en su presunción de exacto. Hablando de la justicia, lo más cómodo es escribir sátiras. Pero la orectología no es muy comodona, y así más bien tiene que partir de la hipótesis de que la justicia que nos dan los demás, y que nosotros podemos regalar a ellos, está bastante cargada de relativismo crónico. Lo que en otras palabras quiere decir que con tal ingrediente de nuestras distonías tenemos que contar, un poco o mucho, todos. Los que con las mejores intenciones la distribuyen y los que la reciben. Porque aun sabiendo los motivos por los que se produce la injusticia en la sociedad y en las relaciones personales, la sabiduría del condicionamiento contra ella no es muy abundante en la historia que conocemos. En vano han formulado los socialistas primitivos, tales como San Juan Crisóstomo o San Agustín, sus rebeldías santas contra la injusticia, diciendo, el primero, que «la avaricia, la envidia y la codicia insaciable han hecho surgir la esclavitud» (Homilías XXII, 2); y el segundo, que «sin la justicia, los reinos no son más que grandes latrocinios» (De Civitate Dei, IV). Siglos y siglos después sigue la esclavitud sin abolición total y continúan los reinos-latrocinios. Seamos marxistas o no, tenemos que asombrarnos ante el hecho casi matemático que se nos presenta en la actualidad: que también la justicia social de los nuevos estados socialistas se está haciendo, a veces, mediante unas tremendas hecatombes de injusticias vitales, es decir, con mal evidentemente innecesario, tristemente superfluo, cruelmente ignorante, fatalmente diletante. La lógica racionalista de la ciencia ha progresado bastante durante los últimos cuatro milenios. Los egipcios y los griegos, Bacon, Kepler, Galileo, Newton, Descartes, Eddington, Einstein y otros, han contribuido a que sepamos pensar justo con números sobre las cosas, hacerlo con más refinamiento y economía de tiempo y producir máquinas, a base de estos métodos, que eficazmente llevan a cabo tal economía. Pero en estos cuatro milenios no hemos inventado ningún método eficaz para ser justos sin números con el hombre. Nos confundimos aún en el método. Incluso los reformadores y los revolucionarios de la justicia social aún tratan al hombre como cosa, como objeto de sus cálculos numéricos de producción y consumo, y creen que el asunto de la justicia también es un problema geométrico, y no el de la nueva ciencia, aún tremendamente primitiva, la del sentir justo. Si tuviésemos para ello un método al menos tan eficaz como el de las matemáticas racionales, sabríamos también cómo hacer mejor justicia social sin causar injusticia vital innecesaria. Lo que, en términos que conocemos, significaría fundamentalmente inventar el método de cómo comprender al enemigo antes de matarle. Hace unos dos mil años se formuló por primera vez en la historia de la humanidad la necesidad urgente de tal cambio de rumbo. Pero el método seguro de cómo conseguir su aplicación práctica en escala mayor aún está en estado de experimentación diletante, y no con pobres animales, sino con hombres deshermanados por plena cainomanía de mil matices. Mientras no se descubra el método para hacer justicia social sin causar demasiada injusticia vital, el método para un sentir justo frente al otro, aplicando normas, y educar a la humanidad en el empleo de tal método en escala mayor, digamos pública, nos queda la posibilidad de demostrar que es factible al menos en escala menor, privada. Buda dijo que si matamos previamente el deseo en nosotros no se nos ocurrirá matar a nadie. Cristo dijo que la auténtica justicia nos espera después de esta vida. Los dos fueron muy consecuentes en aplicar sus doctrinas en primer lugar a sí mismos, dándonos ejemplos únicos. Pero parece como si los dos se hubieran olvidado un poco de la biología. El Bíos no quiere que matemos nuestros deseos, sino que manda que conservemos la vida dada, que procreemos e incluso que creemos cosas nuevas, lo que no se puede hacer si matamos los deseos. El Bíos también manda que no nos dejemos crucificar todos para salvar a los injustos, y con esto resulta a veces extremadamente difícil en nuestro mundo actual tender la otra mejilla en todas las ocasiones, y sobre todo hacerlo en escala mayor. Sin embargo, Gandhi demostró en nuestros días que estas dificultades se pueden superar, y que podemos conseguir la no-violencia colectiva como respuesta a la injusticia sistemática. Su ejemplo es un experimento altamente convincente de la nueva ciencia de comprensión del enemigo y tiene valor de gran descubrimiento del método adecuado para hacer mejor justicia social sin cometer injusticia vital innecesaria. Al parecer no llegó a amar a los ingleses, pero tampoco siguió la recomendación de Buda de matar el deseo. Es verdad que estaba preparado para ser crucificado, como también es verdad que redujo la expansión de sus deseos personales a lo humanamente mínimo. Y se mantuvo dentro de la biología y de la justicia factible aun en este mundo, dos cosas que nos acercan íntimamente a reconocer su método como un gran invento que se puede aplicar a nosotros mismos. Más aún, que se puede aplicar a sociedades. (Es verdad que el caso de Goa demostró otra vez cuan difícil es por parte de un buen discípulo de Gandhi seguir con este método y, por parte de los portugueses, cuan penoso resulta tender la otra mejilla aun para los cristianos convencidos.) Estas grandes recetas no se pueden aplicar sin la debida preparación, y aún menos adhiriéndose abstractamente a las doctrinas. Nos confesamos adeptos de la doctrina cristiana, budista, etcétera, de la no-violencia, pero la aplicación práctica cojea. Se necesita para la aplicación justa una preparación, un paso hacia el interior propio, un ejercicio de la doctrina en el recinto íntimo de cada uno. Esto implica toda una larga serie de encuestas dirigidas a nosotros mismos y, lo que es aún más importante, una serie de averiguaciones sobre si decimos la verdad o mentimos descarada o inconscientemente al formular las respuestas. Sin referirnos a ninguna de las doctrinas especiales, éticas o religiosas, la preparación al sentir justo apenas se puede calificar de suficiente si no nos enfrentamos, en nuestro interior, al menos con los dilemas del siguiente
Autoexamen sobre lo justo.
Con el endograma personal, concebido por encima de ideas y doctrinas, y que cada uno puede ensanchar con cien preguntas más, podríamos iniciar el primer paso hacia aquel interior del que podría salir, quizás, una disminución de las distonías de la injusticia social. Distonía de la injusticia social: tonus negativo, precedido de una emoción valorativa caracterizada por la presión, subjetivamente sentida como inmerecida, de las instituciones sociales o de la aplicación de sus normas (Cs) sobre nuestra autoafirmación (E-I) libre.
5. La justicia vitalToda injusticia social es también injusticia vital, porque una mala ley o la inadecuada aplicación de una buena surten sus efectos sobre el hombre vivo, concreto y subjetivo. Sin embargo, si uno es grosero, cínico o duro con nosotros por ser tal su carácter o su temperamento, no podemos culpar por esto, o al menos directamente, ni a las leyes ni a su aplicación, tanto más cuanto que las normas en general, vigentes en cualquier sociedad, suelen prohibir el mal trato en todos los sentidos. El vasto margen que existe entre la coexistencia mecánica y la convivencia en las relaciones interpersonales permite una gran cantidad de injusticias vitales que no tienen otra sanción que la de nuestra reacción contra ellas. No podemos invocar ninguna sanción formal contra, por ejemplo, la frialdad, la parquedad, la sonrisa despreciativa, irónica, el tono elevado, la vulgaridad, la mala educación de la gente. Tampoco tenemos defensa formal contra la severidad, la presunción, el orgullo, la soberbia; o contra el egoísmo inmanente, la suspicacia, la desconfianza y mil otros rasgos negativos del carácter o del temperamento de los demás. Y, sin embargo, éstos son los que en tantas ocasiones nos hacen daño y nos llenan de distonías de la injusticia vital, que siempre tiene el matiz de lo subjetivamente inmerecido. No se trata ya de la incomprensión ni del mal innecesario deliberadamente causado. Ni de la soledad, ni del vacío social. Cosas aparentemente pequeñas pueden herirnos desproporcionadamente si defraudan nuestras merecidas expectaciones o suposiciones. Incluso puede ocurrir que no esté en juego ningún interés vital de supervivencia; el otro cumple el contrato, arregla nuestra petición, satisface lo debido; no podemos quejamos de lo que ha hecho. Pero sí nos quejamos de cómo lo ha hecho, y si ya no protestamos abiertamente, nos rebelamos desde dentro y se nos queda un aguijón distónico que puede ser de tanta importancia como si nos hubieran herido con un cuchillo. El «firme usted aquí» de un recibo que nos dará dinero; el «este es su sitio» al recibirnos el jefe de una oficina; el «está condenado usted a tres meses de prisión»; o incluso el «yo te quiero» pueden contener tantos elementos marginales que son puras heridas en vez de ser, como podrían, puros alivios o, al menos, comportamiento correcto: las informulables, las indefinidas, las matizadas justicias e injusticias que clasifican las miradas, las palabras, los gestos de los demás en aquellas dos grandes categorías paraemocionales que llamamos simpatía y antipatía, y que tanto determinan nuestras relaciones interpersonales. La sentencia es otra sentencia si el juez la pronuncia, sin cambiar ni una sola palabra en el tenor, como si se excusara de tener que condenarnos; la más negativa verdad sobre nosotros no nos aflige tanto si la sinceridad del otro va acompañada de una entonación suave; la represión más merecida puede agravarse en injusticia si su escolta es la del desprecio; las palabras de amor pueden perder todo su sentido con una entonación que sentimos falsa. Aun cuando no hacemos nada concreto, cuando estamos sentados ociosamente en un banco, nos lanzamos hacia más vida (que tantas veces son los demás) con un afán de expectación confiada. Nuestras paraemociones de curiosidad, de escudriñamiento, de simpatía, estas emociones exploradoras, marginales, son precursoras de nuestras añoranzas de autoafirmación, del placer y de la felicidad proyectada. Y nos sentimos cortados ya en el caminar por estos senderos hacia la carretera de los importantes hechos si tenemos que convertirlos, sin gran necesidad, en antipatías innecesarias. Ocasionarlas es ya una injusticia vital... Otra cosa es caer en conflictos; enfrentarse con la hostilidad en la lucha por la vida. Experimentar graves catástrofes del mal innecesario, tales como delitos, injurias, traición. Y otra, que nos parece siempre injusta, encararse, antes de llegar a la lucha, con la suspicacia por adelantado, con la frialdad sin motivación, con la escasez de calor que por nada hemos provocado nosotros. Con la estrategia prefabricada en los talleres regidos por la máxima precavida de que el hombre es, aun antes de manifestarse, malo, y que hay que ser prudente con cualquiera, incluso sin que éste diga una palabra o haga un gesto. Este hielo de la propia conservación abunda más en los países civilizados, en los que los cardio-refrigeradores del poder y de la desenfrenada competición inspiran la educación de precaución estratégica ante el hombre y empobrecen el patrimonio de las paraemociones positivas, encabezadas por la simpatía, precursora de la alegría. Simpatía que va hacia el otro con espontaneidad y acogida hasta que se comprueba que no las merece. Esta postura es lo mínimo que entraña la convivencia. Y aun asi, por gratuita que sea, falta miserablemente entre los que tenemos prisa y carecemos de tiempo incluso para sonreír a la vida. Son los rasgos caracteriales y las aptitudes temperamentales de los demás, las posturas en su comportamiento, los que determinan las injusticias vitales. Las sentimos como tonus negativo, precedido de una emoción valorativa, caracterizada por la presión, subjetivamente sentida como inmerecida e innecesaria, de las posturas personales (Cs) en el comportamiento de los demás, impidiendo nuestra autoafirmación (E-I) esperada o proyectada.
6. La inferioridadEl ser algo o alguien a los ojos de los demás y también a los nuestros propios quiere decir, esencialmente, poder evitar, compensar o superar las distonías que nos causa la emoción valorativa de la propia inferioridad frente a otras personas o situaciones. Hemos subrayado suficientemente, en nuestra caracterología, la importancia primordial de los sentimientos de inferioridad en la maduración y la autocreación del hombre normal. Los psiquiatras la han destacado en la patología de la orexis. La predilección a patologizar de los buenos médicos —el magnífico Adler incluido— por poco nos alista a todos como candidatos para sus consultorios, precisamente con motivo de tales sentimientos. Hace falta despatologizar la psicología subrayando el carácter normal de la inferioridad. Con el Cosmos o Dios siempre permaneceremos en inferioridad, aun con la compensación o superación religiosa. Algo semejante nos ocurrirá también con la sociedad o los colectivos. Pero con ellos hay arreglo posible. Podemos reconocer su superioridad actual o futura; podemos evitar que nos presionen demasiado e incluso conseguir que nos protejan. Podemos, por fin, rebelarnos contra ellos y hacer valer las exigencias de nuestra autoafirmación, destruyéndolos, lo que no es posible frente a las fuerzas sobrehumanas. La escena más prometedora de sintonías de la superación es la íntima con el otro individuo. Entre hombre y mujer, entre amigos y compañeros, los ambientes convivencionales. Hay inferioridades de las que no podemos huir ni convertirlas en superación. Muchas de ellas son implacablemente innatas. incompensables, cruelmente constitucionales e irreversibles. Pesan sobre nuestra existencia siempre fatalmente, a pesar de todos nuestros esfuerzos para no hacerles caso. Toda autocompensación resulta a veces vana contra ellas. Sus distonías están en la sangre y aumentan su presión, que se convierten en disgusto sistematizado con la vida y en basso continuo de irascibilidad con el Destino. Sólo el otro que, por milagro o por lotería de afectos, no les hace tanto caso como nosotros, puede borrarlos, curarlos, compensarlos. La mujer del cojo, del ciego, del mutilado puede devolverle la integridad de la forma aparentemente quebrada, puede reinstalarle la cenestesia vital, restituirle el miembro que el cirujano se llevó. La fealdad que ninguna cosmética es capaz de remediar puede dejar de oprimir a la mujer, a la que el azar benigno ha llevado al encuentro de un hombre que se ha fijado más en su alma, madura de bellezas, que en su cara rostrituerta. Desde muy temprano empieza a deslizarse en nuestras valoraciones de las situaciones abiertas el continuo acompañamiento de la comparación con los demás, del «más o menos» constante: si somos más o menos fuertes, capaces, bellos, inteligentes, buenos o malos, pequeños o grandes, esta valoración, con toda la infinitud de matices y de situaciones, no nos deja desde los primeros albores de la concienciación hasta la muerte. Tal actitud comparativa con los demás está intrínsecamente relacionada con las valoraciones, exactas o erróneas, de nuestra propia capacidad y vitalidad. El carácter de nuestras oscilaciones entre más y menos patior se hace patente también a través de las emociones de inferioridad y de su posible o imposible compensación y superación. La maduración de la persona en nosotros es una escalera que estamos subiendo y bajando incesantemente. Y sus escalones son muy a menudo los de la inferioridad sentida, compensada, superada o no. Tenemos muchos motivos para sentirnos inferiores en cualquier momento de la vida. Nuestro contorno cósmico es tremendamente superior a nuestras fuerzas. A lo largo de estas valoraciones, que pueden incluso cundir en la impotencia, nacerán, como superación, nuestros sentimientos religiosos, en los que el miedo a aquella supremacía inmutable, y a veces inconmovible, tendrá un gran papel, lo reconozcamos o no. Tal inferioridad primordial, y sus distonías, pueden convertirse en superación si encontramos a Dios de una o de otra manera, o también si creemos que lo hemos encontrado, o si creemos que existe. Aun cuando no creamos que exista, la inferioridad sentida frente a la omnipotencia cósmica nos sugiere emociones de una honda dependencia de este algo omnipotente que, aun tercamente ateos, debemos inclinarnos a llamar al menos la Gran Creación. También la sociedad es siempre más fuerte que nosotros. Los demás son adultos, y nosotros pequeños e indefensos. Los demás son familia y autoridad, son estado y organización, y nosotros tan sólo individuos. Los demás son muchos y nosotros uno. Y después ya vienen aquellas supercategorías de grupos y de tipos diferentes por los que ellos son poderosos y nosotros débiles, ellos ricos y nosotros pobres, ellos capaces y nosotros incapaces. En cien situaciones y con mil tintes. Y no solamente el colectivo cósmico o social. El otro individuo, genéricamente tan igual a nosotros mismos, puede representar para nosotros una supremacía y un predominio molestos y hostiles. Este otro, inevitable, también omnipresente, incluso en las ermitas e islas inhabitadas. Aun cuando es impalpable físicamente, está presente en la memoria y es inexpugnable; este otro, al que tanto deseamos convertir en fuente de las sintonías de convivencia feliz, matadora de nuestras inferioridades en el ruedo del Destino. ¡Felicidad aquella que nos viene de los que nos aceptan tales como somos! Dicha extraordinaria que brota desde el otro al que sin miedo hemos podido mostrar e incluso confesar nuestras inferioridades ocultas, sin miedo a que todo se derrumbe entre nosotros. El confesor en el templo puede perdonarlo todo, absolvernos de cualquier crimen o falsedad cometida. Pero los demás hombres no perdonan tan fácilmente; sor jueces y soberbios. Son además gente que se tija, con malicia deliberada o accidental, si por la mala suerte nuestra forma de cualquier índole no es la mejor del género, o si está incluso a punto de convertimos en caricatura. Pero el hombre o la mujer que, por encima de la evidencia, aprecia lo que es de más valía en nosotros antes que lo criminal o lo caricatural que sale a la vista, nos devuelve la confianza perdida, nos redime de lo que creíamos irremediable. No hay que creer en el amor que no nos puede aceptar con las inferioridades que llevamos desde dentro o por fuera. Ni en el que nos quiere ver siempre fuertes y colmados de éxitos. O en aquel al que no podemos confesar que hemos sido c somos feos, malhechores o simplemente diferentes de lo que se esperaba de nosotros. Para vencer inferioridades, el mejor laboratorio somos nosotros mismos. El mayor trabajo que este laboratorio lleva a cabo, y continuamente, es la autocreación del hombre a través de las compensaciones y superaciones emprendidas conscientemente, en la línea de lo dado, lo optativo y lo asequible-logrado. O compensamos la inferioridad mediante la acentuación de otras capacidades que nos afirman, o intentamos borrar directamente la inferioridad sentida. Mucho balance del carácter y del temperamento depende de la fuerza tercio-instintual (creadora) con la que intentamos cumplir esta tendencia general de la utilidad vital que es llegar a la inferioridad menos sentida. Pero poco podemos lograr si el falso conocimiento de nosotros mismos nos lleva o bien a la sobre valoración de las capacidades compensatorias, o bien a la subvaloración de nuestras fuentes de superación. No podemos hacernos más fuertes frente al riesgo vital y al impacto de las circunstancias sin conocer la verdad sobre nosotros mismos. Los errores de la autognosia, son, al lado del mal innecesario que nos infligen los demás, la otra fuente principal de la desorientación vital que nos lleva al conflicto con el ambiente y, con esto, a lo asocial, a lo antisocial y a lo criminal de nuestras posturas y de nuestros actos. Y también a las fronteras de lo anormal, de lo patológico. La inferioridad no-compensada, no-superada por la debida y valiente autognosia, es la puerta entreabierta a muchas sobrevaloraciones o subestimaciones propias, y a sobrecompensaciones y descompensaciones innecesarias y perjudiciales para la maduración de la persona. Si estas se sistematizan en nuestras miradas interiores y falsean tanto lo que nos es individualmente dado en fuerzas y cualidades propias, como lo optativo —lo que queremos y pensamos conseguir en la vida—, lo asequible y lo conseguido llevarán necesariamente el sello de una maduración inadecuada, ficticia, de la persona. Y aquí ya tenemos el punto de partida negativo de la desorientación vital que podrá convertirse fácilmente —si los demás factores de la orexis empiezan a cojear— en fuente de una huida del patior también ficticia, disfrazada, falsa, ineficaz por desviada de la valoración y de la autovaloración sana., de engranaje normal. En este camino nos acechan las angustias graves o euforias artificiales de la melancolía y de la manía, las debilidades de las astenias, el complicado mecanismo de las histeries y obsesiones, los laberintos de la paranoia, etc. En todas estas desorientaciones vitales, la autognosia fracasada tiene un papel importantísimo: el obstáculo de la inferioridad sentida pero no eliminada por vías de la autocreación. Distonía de la inferioridad: tonus negativo, precedido de una emoción valorativa caracterizada por la comparación real o supuesta entre la posición o fuerza vital propias y ajenas (Cs), o las del contorno cósmico (Cc), sentida como desfavorable para la satisfación (I) propia de las necesidades (E).
7. La frustraciónComo la inferioridad, la frustración es una de las categorías más vastas de nuestras penas. El prototipo del patior empleado en balde. Vivir es siempre tensión y esfuerzo —no es ningún síndrome especial como quiere Selye con su stress— y huida de ellos cuando esta fuga nos es posible. No nos rebelamos si este esfuerzo es requerido por el mero sobrevivir o por alcanzar satisfacción adecuada individual o personal. Pero nos disgustamos, a través de nuestros miedos, iras y odios, cuando la vida no nos ahorra esfuerzos desproporcionados a lo logrado, y hasta completamente vanos por el resultado nulo. El esfuerzo desproporcionado o malogrado termina en la distonía de la frustración, el tonus de la depresión. Nos hacen estudiar mucho los profesores, y nos preparamos bien, muy bien. Pero el éxito del examen es nulo; nos han preguntado precisamente algo que se nos pasó por alto. El esfuerzo era, en nuestra valoración subjetiva, concienzudo, adecuado, proporcionado, —el resultado desproporcionado. En esta situación estamos muchas veces también fuera de los bancos escolares. Una de las frustraciones más trágicas y muy intensas es la de la madre que en el parto pierde a su hijo. El esperarle significaba mucho esfuerzo fisiológico, tensiones de larga navegación y con la participación de todo el organismo, a veces incluso de toda la persona. Mucho patior proyectado hacia una liberación y descanso probables. Y se hunde el barco al llegar al puerto. En posición semejante se encuentra el escritor cuyo libro, fruto de muchos años de trabajo, encuentra poca comprensión. O el campesino que ha arado con sudores y labrado durante meses para ver un día fatal la cosecha aniquilada por una helada, por una inundación, por la sequía. El gran enemigo en estas distonías son las circunstancias cósmicas y sociales. Las primeras aún pueden caber en la categoría de la mala suerte, de lo sobrehumano. La frustración existe, pero es aliviada por la impotencia ante las fuerzas desproporcionadas en sí. Agudas, llenas de valoraciones negativas de ira, de odio, de vergüenza y rencores, son las frustraciones sociales, las del mal innecesario causado pon los demás y que obedecen a un esquema eterno de reproches humanos: «Esto nos lo hubieras podido ahorrar, dado el esfuerzo por nuestra parte». Loe que no reconocen el mérito de tal esfuerzo nuestro, son los engendradores de la frustración. Te he querido tanto y tú has hecho una caricatura de nuestro amor. Te he servido con tanta lealtad y tú me echas de la casa por nada. Te he colmado de tantos favores y tú te muestras vilmente desagradecido... Si la gente se hubiera fijado en el mal innecesario que nos hacen no reconociendo debidamente nuestros esfuerzos legítimos de sobrevivir, o de vivir a nuestra manera, la distonía de la frustración nos hubiera sido ahorrada. Pero la gente no se fija ni siquiera en nuestro patior actual; ¿cómo iba a tener tiempo para fijarse en algo que primero tendría que proyectar en su imaginación? ¡Quién se ocupa de esto! Hay un tipo de hombre y de mujer que sí lo hace, y con preferencia. El que ama. Su imaginación es protectora, amparadora, y quiere evitamos el patior futuro, no solamente el actual. Quiere liberarnos de la posibilidad de la frustración. Es una faceta más por la cual el amor humano pertenece a la creación y no al sexo. Un aspecto más de lo compasivo que es el verdadero amor. ¿Qué es lo que queremos ahorrar a nuestros hijos, protegiéndolos? Los grandes peligros del riesgo vital. Pero también peligros a los que podemos sobrevivir, aunque penosamente. También queremos salvarlos de las frustraciones de toda clase, en primer lugar de las que nosotros conocemos por la propia experiencia, y a los que hemos reconocido como innecesarios, evitables. Cuando decimos «pobrecillo», refiriéndonos a una persona querida o que merece nuestra simpatía, es una exclamación de compasión que se nos escapa espontáneamente. Y ¡cuántas veces lo hacemos, observando los pasos inseguros con los que se lanza hacia los riesgos de la vida el pequeño ser, el adolescente, o el hombre, la mujer a los que amamos! El amor tiene imaginación acelerada, quiere prever nuestros males y protegernos contra ellos. El desamor, el sinamor de los demás nos quitan incluso el sabor de la vida. Si al factor circunstancial se unen los fallos de los factores endógenos, por ejemplo, de estructura, la frustración puede cundir en lo hondo de la inutilidad propia; nos traiciona la memoria en el momento en que hubiéramos tenido que pronunciar la única palabra que cabe; o nos fulgura una impotencia repentina en el momento mismo de la primera reunión con la mujer amada. La frustración baja a una depresión de las más mezquinas que puede regalamos con creces el destino traidor. Distonía de la frustración: tonus negativo, precedido de una emoción valorativa caracterizada por la desproporción entre el esfuerzo empleado en el logro de una satisfacción (I) y de las necesidades (E) por una parte y la autoafirmación denegada por la intervención de cualquiera de los factores básicos, imprevista en la autorrealización proyectada o ejecutada, por otra.
8. El éxito y el fracasoTener éxito es, esencialmente, dos cosas:
Ambas tendencias se manifiestan a la vez a través del organismo; el vivir según nuestra manera supone que hemos podido sobrevivir. La Gran Creación está bastante interesada en el sobrevivir de sus productos. Necesita que nos desarrollemos, nos mantengamos cierto tiempo a un nivel adecuado para poder procrear. Esta es la vida zoica que llevamos todos los animales. En el vivir a nuestra manera, la Naturaleza nos otorga bastante autonomía, es liberal. Cuanto más persona y menos animal somos, tanto más nos interesa el vivir según nuestra manera. Sólo por ella podemos ser algo o alguien a nuestros propios ojos. El éxito social es serlo a los ojos de los demás, pero está intrínsecamente ligado con la afirmación a los propios ojos. Dependerá mucho del carácter y del temperamento de cada uno cuál de estos caminos de la autoafirmación nos interesa preferentemente. Un éxito social puede ser un fracaso interior y viceversa. Un literato que obtiene reconocimiento y buena venta con un libro que él considera inferior a otra creación suya, no se sentirá lo bastante compensado con tal éxito exterior. Y un pintor cuya obra es repudiada por la malicia de los críticos, puede sentirse profundamente satisfecho por el logro interior, y reírse de la ignorancia de sus calumniadores. En la vida común ocurre lo mismo; el fracaso en un examen puede ser también un fracaso interior, si confirma la impresión de que sabemos poco, y que nuestros esfuerzos en el aprender fueron realmente inadecuados. El reconocimiento de los demás, que nos otorgan una promoción o nos colman de alabanzas, será cubierto de sintonías sobre todo si confirma precisamente nuestra manera personal de ser algo o alguien ante los que nos prestan atención. El aspecto moral no tiene gran importancia biósica en cuanto al sentir la autoafirmación a través del éxito logrado, o la autonegación por el fracaso. Si los demás confirman nuestras sobrevaloraciones de vanidad, de presunción, de orgullo, etcétera, será vitalmente para nosotros un éxito, tanto como si, en una autovaloración adecuada, reconocen nuestras calidades morales de probidad, de hombría. de valentía. En la cumbre de nuestros éxitos está el balance standard positivo entre la persona interior y exterior. Una gran sintonía humana del éxito es la que se logra cuando uno puede ser el mismo hombre en su interior y en su comportamiento exterior, uno de los mayores éxitos de nuestra afirmación vital, una tremenda liberación de las presiones que por todas partes nos acechan. La sintonía de la sinceridad, o la del vivir en la verdad. Ser sincero consigo mismo, ver la verdad propia, ya es un gran éxito. El poder manifestarse frente a los dornas tal como somos desde dentro, llega a las fronteras de la euforia y, a veces, entra en pleno terreno de la felicidad. Aplicar tal método de vivir en gran escala, es poder alcanzar la serenidad, uno de los mayores éxitos del ser humano. Significa vencer muchas inferioridades que desde dentro nos acechan a todos; compensarlas, superarlas. Después poder enfrentarse con la propia medida de uno, que no siempre está al nivel de nuestros deseos, —reconocerla, aceptarla. Significa también, en esta línea, reconocer a veces la propia maldad, defectos, vicios. O encararse con el orgullo y la presunción, sin taparlo con trucos y teatro. Finalmente, buenos o malos, superiores o inferiores, salir con todo esto tal como es a la escena en la cual los demás nos pueden juzgar, rechazar o aceptar, salir sinceramente, francamente, cueste lo que cueste, aun si encierra el fracaso social, esto es tener gran éxito en el supremo arte de ser hombre, y hasta en el de ser todo un hombre. Por todas partes amenaza el teatro social de las hipocresías y estrategias. La angustia de no-afirmación propia, o de la falsa confirmación. El ser uno lo que es resulta un riesgo social en todo momento. La sociedad y el otro no parecen ser amigos innatos de la hombría. La norma no es muy propicia a las manifestaciones de la persona sincera y veraz. Lo genérico a través de lo social a veces quiere aplastar nuestra manera personal de ser y vivir, aun cuando ésta esté lejos de lo criminal o de lo patológico. Muchas veces tenemos que retraernos ante el fracaso social que pueda causarnos el vivir sincero y veraz propio. Pero aun con el retiro exterior, nos queda la benéfica sintonía de que hemos obrado de acuerdo con nuestro «ser lo que somos» y que no hemos claudicado ante una mentira hacia nosotros mismos. No hace falta que en esto lleguemos a las alturas de los mártires y héroes que murieron por su verdad. También en la vida cotidiana, y entre gente común, hay mucho margen para vivir en sinceridad con la verdad propia y exteriorizada. En este camino nace el hombre libre desde dentro. Distonía del fracaso: tonus negativo, precedido de la emoción valorativa caracterizada por el hecho de que cualquiera de los factores básicos ha impedido la autoafirmación propia a través del acto con el que se preveía la satisfacción (I) de las necesidades (E) y esto a pesar de esfuerzos adecuados, empleados en la autorrealización.
III. SER AMADO Y AMAR1. La definición del amorLa sintonía que proviene de la emoción de amar o de sentirse amado, es el mejor de los amparos, la más efectiva en la promoción de la autocreación, la más inspiradora en la creación de cosas nuevas, la más apropiada para hablar uno de esta cosa, al parecer rara, que se llama la felicidad o la recuperación del continuum perdido. Para que nazca la emoción valorativa del amor, que a su vez producirá el tonus positivo, la sintonía amorosa, —tanto en el amor activo (cuando amamos al otro), como en el amor pasivo (cuando recibimos el amor del otro)— se necesita una persona, real o proyectada, prometedora de gran expansión instintiva nuestra. Por una u otra razón, el sentir subjetivo de tal atracción es indispensable para el surgir de tal sentimiento. Pero atractiva, ¿en qué sentido? Su fortuna puede ser atractiva, y no nace el amor. Su físico puede ser atractivo, y sólo podría ser cumplido nuestro instinto procreador. Podemos tener hijos incluso con mujeres que tan sólo poseen el mínimo de cualidades para un cierto nivel de copulación y a las que no amamos. Algo más tiene que añadirse como promesa del futuro cumplimiento para que podamos hablar de amor. Esta promesa se refiere a la convivencia comprensiva. Con esta mujer (este hombre) —prevemos de una manera bastante misteriosa— podré ser lo que soy de verdad y podré también brindarle a ella toda mi comprensión en lo que ella es. Frente a la incomprensión que nos acecha por todas partes, nos ampararemos mutuamente viviendo juntos, cada día, cada noche, más y más, yendo hacia el descubrimiento de nuestras naturalezas intimas, en la sinceridad que los demás no pueden darnos, en la franqueza que sólo la escena íntima puede ofrecer a los seres humanos, en el amparo mutuo contra las debilidades, y con atención progresiva a lo que pueda hacer daño al otro, causarle mal innecesario, sufrimiento evitable. En este camino se cumplirán nuestros destinos, por estos senderos nos conoceremos mutuamente como nadie más nos conoce y no estaremos solos, inseguros, inferiores, con nuestros enigmas personales. No sólo tendremos hijos, engendrados en el placentero enlace de nuestros cuerpos; no sólo tendremos nuestra casa —amparo contra la enemistad y la incomprensión de los demás—; sino que llegaremos a expansionar nuestra personalidad en la exclusiva escena de comprensión inagotable. Viviremos no solamente la vida de la pareja sexual, sino también la de dos personas que con el conocer mutuo retan a todos los riesgos de la terrible soledad individual y de las tormentas de inferioridad. Tales promesas de sintonías posibles las proyectamos en el amor mutuamente creador, el amor que sólo merece este nombre cuando es comprensión del otro, convivencial y no sólo coexistencial, y cuando está imbuido, fundamentalmente, de la prontitud en evitarle al otro el sufrimiento innecesario. O cuando espera del otro el mismo amparo humano de la propia persona. Hemos definido el amor activo como emoción valorativa caracterizada en su valoración por la presencia o por la proyección de tal presencia, de las personas, subjetivamente sentidas como atractivas por prometedoras de gran expansión instintiva para nosotros, con predominio del instinto creador, con previsión de la óptima y cumulativa autoafirmación, conduciendo esta valoración al comportamiento de convivencia protectora, comprensiva y compasiva hacia el otro. Y el amor pasivo como tal emoción positiva, caracterizada en su valoración por una actitud ajena protectora, comprensiva y compasiva hacia nosotros, conduciendo a la autoafirmación óptima y cumulativa propia, con predominio del instinto creador. Y, para distinguir el amor humano del erotismo sexual, hemos determinado a éste como emoción positiva, caracterizada en su valoración por la presencia o proyección de tal presencia de un individuo de otro sexo, subjetivamente sentido como atractivo por prometedor de expansión de nuestro instinto procreador, con previsión de tal autoafirmación adecuada, conduciendo esta valoración al comportamiento de la coexistencia sexual con él [1]. A base de estas definiciones previas, la sintonía del amor es un tonus positivo, precedido de una emoción valorativa caracterizada por la presencia de personas prometedoras o causantes de nuestro comportamiento protector, comprensivo y compasivo hacia ellos, posible o cumplido en satisfacción (I) de nuestras necesidades (E) de convivencia con ellas.
Autoexamen sobre el amor en la escena íntima.
2. Sintonía de la convivenciaLa coexistencia mecánica, porque aún no hemos empezado a matar, si es que llega a ser sintonía —de lo que podemos dudar—, es una miseria del mero sobrevivir zoico con perspectivas de proyección cerradas en todas las relaciones humanas, en todas las escenas de la vida cotidiana, incluida la escena íntima. El socio que aún no ha engañado, el marido que aún no ha traicionado, el patrón que aún no nos ha despedido, el revolucionario o el guerrero que aún no ha arrojado su bomba, nos permiten coexistir, pero no sin miedo al otro. La convivencia es poder vivir sin este miedo. Tres palabras se unen a su definición: comprender, compartir, compadecer. Donde estas palabras se convierten en hechos emocionales, retrocede la miseria de la coexistencia mecánica y empieza la liberación, la vida libre de la persona. Es mediante la magia de tal feliz conversión de nuestras posturas, por lo que el otro, y nosotros mismos, ascendemos de la zootecnia a la antropotecnia. Este camino puede ser gradual o fulgurante, pero cualquier paso en él conduce a la sintonía y a la restricción de las fronteras del miedo primordial. Los senderos de este ascenso, para el otro, son aquellos en que él se convierte, a nuestros ojos:
Esta es la gama de la convivencia. Podemos escalarla en un salto, o subir gradualmente, preguntándonos en cada escalón: «¿Qué es él (o ella) para mí?» o «¿Qué soy para él (ella)?». Uno de los enemigos paradójicos de la convivencia es la inteligencia demasiado rápida —la superficial, estratégica y egoísta— la que cree saber antes de comprender bien; que valora sin sentir a fondo; que concluye esquematizando prematuramente, racionalizando con antelación. La convivencia no es posible sin esta detención sobre la verdad interior propia y ajena. Los que tienen prisa no pueden convivir. Y es dudoso que sepan vivir. Para convivir, y no tan sólo coexistir, es preciso encontrar tiempo para sí mismo y para el otro. El tiempo de la atención a lo que sucede en nuestro interior y en el del otro. La persona humana en nuestra época está postergada porque no hemos resuelto el grave problema de la búsqueda del tiempo que se necesita para conocerse a sí mismo. Esto nos priva de la posibilidad de llegar a conocer debidamente al otro. Se necesita tiempo para que uno llegue a la verdad propia. Sólo aquel que se ha acostumbrado a buscarla como primera necesidad puede también valerse de este método para conocer al otro y hacerle ascender al motivo de su curiosidad desinteresada. Asimismo se necesita tiempo para definir al otro como persona, y no tan sólo como estímulo anónimo. Y para hacerle subir a nuestros ojos hasta el grado de semejante, de prójimo, y conseguir que se una con nosotros. Igualmente se necesita tiempo para valorarle como merecedor de nuestra atención y como reconocido, descubierto en su propia verdad, y no a la luz de nuestra pobre estrategia. Y para comprenderle, sin ficharle prematuramente. Y para poder compartir con él lo que podemos o queremos darle.
La búsqueda del tiempo de convivir no depende del calendario convencional. La intuición puede ser más rápida que los minutos y los segundos, puede ser un flash relámpago, pero solamente si nuestras máquinas personales de la endoscopia están preparadas para estas tomas por la atención. Y cuando ésta exige una película de largo metraje sobre el otro, hay que rodarla y no contentarse con menos. Tiempo concentrado y rápido, tiempo diluido y fraccionado, que igual puede servir para la convivencia, siempre que sea tiempo de la atención dedicada a la observación de lo que realmente sucede en nosotros y en el otro: amigo, amante, o cualquier otro, desconocido aún. El contratiempo de la convivencia es el del egoísmo de los instintos crudos de conservación y procreación que van a lo suyo a espaldas de la autocreación. Si les obedecemos espontáneamente no sabremos nada ni de nosotros, ni de los demás. No sabremos ni con qué mujer nos acostamos ni con quién engendramos hijos, ni con quién trabajamos cotidianamente, ni a quién predicamos moral. Ni a quién podemos llamar amigo, ni quién es el supuesto enemigo. Ni podemos esperar que, procediendo de la misma manera, el otro pueda saber algo esencial sobre nosotros y salvarnos así de la soledad. Se extiende el mero coexistir corno mala hierba; nos esclaviza la inercia, la gravitación, el flotar inconsciente. Y de la vida regalada como todo un continente virgen nos queda tan sólo un mísero islote de náufragos, cubierto de arena y de barro... El gran antitalento de vivir es el de no poder ensanchar el presente comprensivo a expensas del futuro que apremia. Los diccionarios dan a la palabra «vividor» un sentido económico o mundano, pero su mejor acepción vale para el que vive intensamente desde dentro, aquel que es capaz de ensanchar en su interior el tiempo del presente comprensivo. Sentir detenidamente, sin prisa de atención, puede revelarnos lo que hay en nosotros y en los demás. Es la única manera de parar el tiempo del calendario y librarse de la esclavitud de lo zoico a favor de lo humano. Este es el método interior de la convivencia. Los verdaderos amantes son los que encuentran tiempo para inclinarse sobre lo que pasa en el ser que aman. Si en el Oriente nuestro beso sensual tiene poco aprecio, es porque con él medimos nuestro propio placer y nos olvidamos de lo que siente el otro. Los científicos auténticos son los que tienen tiempo para comprobar e interpretar lo que han visto en el microscopio, averiguando también lo que los demás han dicho sobre ello. Los religiosos genuinos son los que han encontrado el tiempo de espera para que Dios pueda revelárseles al final del camino de su propia maduración hacia tal encuentro. Los «todo-un-hombre» son solamente aquellos que han permanecido el tiempo necesario en cada escalón de su ascensión. La convivencia con el mundo de las cosas, con el mundo de los demás, con el mundo propio es concienciación detenida, atenta, compenetrante del eterno presente, sentido a fondo. Así se amortigua la presión del futuro que quiere levantar la sesión, y se anula la moción del pasado que la creía concluida ya. Convivir es permanecer. No tener prisa tanto si el minuto es cima como si es abismo.
IV. LIBERACIÓN DEL MAL INNECESARIOEsfuerzo y tensión. — Todo el comportamiento va precedido, y en todos los niveles del organismo, conscientes y subconscientes, por la elaboración emocional valorativa que rige la orientación vital. El vivir cuesta esfuerzo y tensión. No podemos orientarnos en la vida sin rendimiento de trabajo biósico, sin gastar energías en ello. Cuesta trabajo y desgaste de energías:
Ambas palancas del patior, el esfuerzo y la tensión, aparecen en todos los niveles del organismo, incluso en los que, por la economía evolucional de dispositivos relativamente acabados de la especie, están más automatizados en reflejos. La cantidad del esfuerzo y de la tensión crece proporcionadamente a medida que la propagación y la elaboración del estímulo asciende hacia las urgencias de los niveles conscientes. El esfuerzo se manifiesta principalmente:
Durante todas las fases de la orexis (c-e-v-a-t) el patior está presente y llega a su fin actual tan sólo en los actos que causan sintonías que son liberaciones del patior, mejor dicho, disminución del esfuerzo y cese de la tensión. Todo el esfuerzo biósico es precedido de tensión a la que definimos como el sentir subjetivo de la distancia que separa un desequilibrio-necesidad de su conversión en equilibrio. Entre el surgir de una necesidad y su satisfacción hay una distancia espacio-temporal que, para ser disminuida, tiene que ser cubierta por el trabajo valorativo y ejecutivo, por el esfuerzo de llegar a una orientación vital adecuada. Esto es lo que sucede en la orexis: como en cualquier otro trabajo, liberamos y gastamos energías cubriendo distancias entre los desequilibrios y sus balances, sus reajustes en equilibrios logrados. Si la proporción entre las energías gastadas en valoración y en ejecución por una parte y entre el acto logrado por otra es positiva, el tonus también es positivo, y nace la sintonía reactiva. En el caso opuesto tenemos que enfrentarnos con cualquiera de las distonías reactivas en la rueda del círculo vital. Tal lenguaje biológico nos es fácilmente comprensible para las situaciones abiertas conscientes: en ellas podemos analizar introspectivamente la presencia de la tensión y la medida del esfuerzo requerido, sea para la valoración, sea para el acto. Podemos sentirlos ambos, podemos convalorarlos. En el lenguaje común decimos que podemos sentir lo que nos cuesta o bien llegar a una solución (valorar) o convertirla en un acto. En la suborexis subconsciente esta convaloración no es posible, aunque suponemos, con Cannon, que el organismo valora de la misma manera en ambos niveles, subconsciente y consciente. Sin esta analogía fundamental no nos sería posible creer en la unidad del organismo, es decir, en la homogeneidad e identidad de sus métodos de vivir y orientarse. El vivir es patotrópico en todos los niveles; el arco de la tensión y el dinamismo del esfuerzo que libera energías es omnipresente en nuestro interior. Y también es omnipresente la tendencia de disminuir el patior si es innecesario, tanto en la célula como en el organismo entero. Es un principio fundamental de la orientación vital que la Naturaleza ha instituido en el interior del organismo al servicio del mantenimiento y el desarrollo de su forma. Satisfaciendo (I) las necesidades (E), la mayor parte del organismo, y en un enorme número de funciones normales, tiene también preadaptada la cantidad del esfuerzo que ha de emplear en cubrir las distancias del arco de tensión entre desequilibrios y equilibrios, siempre que las circunstancias (C) y la estructura (Hf) funcionen también adecuadamente. Esta cantidad de patior es el patior necesario para sobrevivir y no se puede disminuir esencialmente, sin poner en peligro la orientación vital. La Naturaleza misma interviene sabiamente en esta economía, reduciendo en esta parte del mero sobrevivir el patior innecesario mediante la automatización relativa de los reflejos, el hábito, el descanso a través del sueño y el olvido. La fatiga que sentimos es el signo de que incluso en la parte preadaptada del organismo, éste se acerca al límite del patior necesario con el riesgo abierto de que podríamos lanzarnos al patior innecesario, evitable. Pero el terreno más abierto al patior innecesario es el de las relaciones humanas en las que el factor Cs representa en cada momento una inseguridad e incertidumbre. Tanto el esfuerzo valorativo como el ejecutivo aumentan fácilmente en ellas, ya que el otro se convierte con suma rapidez en algo que no comprendemos o que es hostil a nuestro sobrevivir o a nuestro vivir a nuestra propia manera. El arco de tensión entre nuestras necesidades y su cumplimiento se vuelve muy a menudo una distancia hacia el acto satisfactorio que difícilmente puede cubrirse. La mayor fuente del patior innecesario son las personas-obstáculo, personas-amenaza. Y no pocas veces sentimos, a través de nuestras emociones valorativas del miedo, ira, odio, etc., que estas personas hubieran podido ahorrarnos el esfuerzo adicional, innecesario, que tenemos que emplear con ellas, para mantener nuestra forma. El mal innecesario también puede venir de la estructura misma, con la enfermedad, insuficiencia o involución, pero al sentirse las reacciones de tales distonías, pocas veces tenemos la impresión de que éstas eran evitables. El mal cósmico (Cc) que procede de las catástrofes naturales, gran mal a veces, estúpido, sórdido, implacable, nos llena de impotencia, pero no siempre sentimos que estas fuerzas nos lo hubieran podido ahorrar. Tales dolores nuestros son soportables a la fuerza. Lo esencialmente insoportable es el mal innecesario que nos infligen los demás, que habrán podido evitar si solamente se lo hubieran propuesto. El hecho de que no lo hayan querido es para nosotros —y para toda la Humanidad— hacedor de la historia agresiva, de defensa violenta. No somos muy justos siempre en apreciar si de verdad hubieran podido evitarnos los demás el mal innecesario. Fácilmente culpamos al otro, eximiéndonos de la responsabilidad. Pero esta subjetividad y su enjuiciamiento es una cosa secundaria, ex post: el mal del miedo, de la angustia, de la furia y del odio ha estallado ya en nosotros. Los estragos de sus distonías ya roen nuestro organismo desde dentro. Sólo dos cosas están realmente al alcance del potencial humano. La primera es llegar a ser lo que uno es. La segunda evitarle al otro el mal innecesario. En estas dos direcciones puede alcanzarse mucha liberación del patior, la infinita gama de nuestras alegrías, y hasta las sintonías de la paz, de la serenidad, logros supremos en las cumbres eufóricas. * * * Habiendo repasado en rápido vuelo los principales tipos de las sintonías y distonías humanas que marcan el contorno del círculo vital, hemos insistido en las definiciones diferenciales de algunas de ellas, haciéndolas depender de las previas emociones valorativas. Creemos que tal diferenciación era necesaria no tan sólo para completar nuestra teoría de las emociones, sino también para servir de apoyo al endograma con el que operamos en este libro, cuyo objeto es el hombre ante sí mismo. Como hemos dicho, éste quiere, en su vida, fundamentalmente, amparar y ser amparado, ser algo o alguien a los ojos de los demás y a los suyos propios, amar y ser amado, evitar el mal innecesario y, por fin, ser lo que es. A este último problema vamos a dedicar la última parte de nuestro trabajo.
NOTAS: [1] Habiendo hablado ya sobre la emoción del amor activo y pasivo en la parte de este libro que trata del instinto, y volviendo al mismo tema también en la última parte, nos limitamos aquí a una breve glosa sobre el tonus y los autotests correspondientes. |
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