El Hombre ante sí mismo. V.J. Wukmir, 1964. SEGUNDA PARTESER LO QUE UNO ES
LA PERSONA Y LA PERSONALIDADLos términos «persona» y «personalidad» son unos recién llegados y casi advenedizos al reino de los conceptos humanos. Pasaron siglos y siglos y la «persona» no significaba en la terminología de nuestro género más que un individuo separado de la totalidad o de la sociedad, o como máximo, un objeto o sujeto de derechos. ¡Parece increíble que el hombre tardara tanto tiempo en percatarse de que no era más que un individuo! Incluso los famosos códigos modernos sobre los derechos del hombre apenas hablan de la persona en él, o de él como persona, y sólo indirectamente, fijando los derechos que un hombre como los demás pueda tener ante las leyes, implican ciertos conceptos que podrían caber bajo el título de «persona humana». Ni la Biblia, ni Buda, ni los griegos emplean este término; muchos siglos del pensamiento moderno han pasado sin elaborar su sentido. Aun cuando más se acercan a lo que la orectología de nuestro siglo quiere definir como persona, no llegan más que a identificarla con el carácter especial de un hombre. A este tremendo retraso se debe que todavía hoy, cuando ya empieza a amanecer y a disiparse las tinieblas sobre este concepto, su terminología sea muy vaga y embrollada. Y sólo unos cuantos, pocos, hablan de tal concepto como del que podría ascender al trono de los valores de la civilización. Sin embargo, la persona humana como devenir interior de una «más forma» del individuo ha existido siempre, desde el momento inmemorial en el que se le ocurrió a la Naturaleza dotarnos de imaginación y de la autoconciencia introspectiva. Pero es precisamente el autoconocimiento del hombre lo que ha progresado con un ritmo lentísimo. Lo característico en la historia de nuestro siglo será probablemente, contemplado desde fuera, lo nuclear. En el calendario interior podríamos llamarlo el siglo del despertar de la persona. La orectología es la ciencia que se dedica a observar los fenómenos de esta nueva vigilia. Es preciso que, al empezar a hablar de ella, intentemos definirla. Los centenares de definiciones que pululan en los libros —que no vamos a citar, ni a polemizar con ellos en este trabajo— coinciden en unos cuantos puntos: que es una «suma total» de las disposiciones, tendencias o simplemente de reacciones de un individuo; o que es una «totalidad integrada» y al mismo tiempo «organización dinámica» de sus cualidades, aptitudes, rasgos; la integración consumada de sus hábitos y adaptaciones, etc. Y es natural que, hablando de «totalidad» y de «integración», los autores de estas definiciones generales enumeren y estudien los factores de la condición básica del organismo del que surge esta totalidad. H. Piéron, en su Vocabulario, resume bien estos esfuerzos, cuando dice: «Lo que la personalidad representa esencialmente, es la noción de la unidad integrativa de un hombre, con todo el conjunto de sus características diferenciales permanentes (inteligencia, carácter, temperamento, constitución) y de sus modalidades propias de comportamiento». Después añade: «La definición que da Sheldon, inspirada por Warren y Allport, corresponde en gran parte a esta noción: según aquél, la personalidad es «la organización dinámica de aspectos cognoscitivos, afectivos, conativos, fisiológicos y morfológicos del individuo». No pretendemos reprochar nada a estas dos excelentes definiciones. Lo que nos interesaría saber es una especificación un poco más detallada de lo que ellas llaman «unidad integrativa» y «organización dinámica», es decir, cuáles son los factores que se integran y cuál es su modo de integrarse para que se «organice» y se manifieste «dinámicamente» lo que llamamos la persona o la personalidad. Y, cuando se manifiesta esta unidad integrativa, ¿es una forma realizada, o incluso una «más forma» frente a lo dado en el organismo? Porque la definición de Sheldon, por ejemplo, corre un poco el riesgo de definir al mismo tiempo e identificar la noción del organismo con la de la personalidad. Otra observación que nos parece justificada es que quizás tendríamos que distinguir entre la noción de «persona» como aquélla unidad de forma, subjetivamente sentida, y la noción de la «personalidad» que podría ser la persona objetivamente vista por los demás. Nos parece que tal distingo se impone, junto con los demás, tanto en el lenguaje común como en el científico. No cabe duda de que, cuando nos sentimos como persona —y no tan sólo como organismo— queremos expresar cierta unidad que abarca la totalidad pasada de nuestras vivencias y lo individualmente característico de tal unidad. Es la experiencia acumulada de muchas integraciones pasadas de los factores que nos componen, sentida como pasado vivencial total, frente a una orientación actual. En nuestras orientaciones vitales tomamos parte con todo el organismo más con la conclusión que podemos sacar sobre lo pasado en él hasta ahora, es decir, el organismo plus la concienciación actual del pasado. Que no podemos sentirnos unidad sin esta concienciación del propio pasado, lo acentuó ya con mucha claridad Ch. Wolff en su «Psychologia rationalis», en 1734. Y es este acto de concienciación del pasado el que constituye la «más forma» de nuestro sentirnos persona y no solamente organismo. La unidad del organismo se manifiesta en la cenestesia. Es ésta una forma de manifestarse la unidad y la totalidad del organismo. La «más forma» de la concienciación del pasado, contenido en la memoria y ecforiado para los fines de utilidad vital en la valoración de la vivencia actual, es el ingrediente adicional imaginativo, autocreador. La persona sería entonces el sentirse uno consciente de su propia maduración, en un momento de concienciación, de autoobservación, de introspección. El organismo está continuamente en un desarrollo hacia el futuro; la persona, también continuamente, en una maduración progresiva, observable en un momento de valoración en el que empleamos el pasado mnésico de la experiencia acumulada, relacionado con el momento actual de orientación. Sintiéndonos persona movilizamos el significado total de nuestras vivencias pasadas, frente a la totalidad potencial de las reacciones que en el momento actual de la orientación vital podemos prever como maduración posible. Y ¿qué es la acumulación de la cual hablamos? Es la de las integraciones de los cuatro factores básicos, I, C, E, Hf, presentes en todas nuestras vivencias, integraciones afectivas, orécticas, depositadas en la memoria como pasado biósico vivido individual y personalmente. El potencial de darle a este pasado acumulado un significado de conjunto, la ideación de este conjunto durante la valoración en la vivencia actual, es característico de la persona, y solamente de la persona humana. Desde el punto de vista endoantropológico, la persona sería la más-forma interior del organismo, conseguida por el individuo a través de las integraciones ICEHf [1] pasadas que se presentan mediante la memoria como resultado cumulativo de la maduración progresiva de las capacidades y modalidades individuales y concienciada en su significado de utilidad vital como unidad de conjunto vivencial logrado hasta el momento de la autoobservación actual, frente a la proyección del futuro inmediato o mediato. Esta misma definición, enfocada desde el punto de vista del sentir subjetivo, tendría la siguiente variación: persona = sentir Se desprende de nuestros criterios que la persona es algo que sólo se puede sentir subjetivamente, a través de la concienciación del conjunto del pasado y de su unidad. Y concienciación quiere decir sensación. La sensación del pasado vivenciado surge tan sólo a través de una vivencia actual y, como cualquier sensación es necesariamente una autoobservación, y cualquier autoobservación e introspección está relacionada tanto con el pasado mnésico como con el futuro inmediato, el sentirse uno persona también tiene que llevar este carácter dicotómico entre el pasado y el futuro. No enjuiciamos el futuro sin fijarnos de una o de otra manera en el significado de utilidad vital que éste pueda tener para nosotros. Y el pasado lo ecforiamos mediante las representaciones para lograr más fácilmente este significado. A base de aquélla cenestesia vital que nos permite el sentirse uno y mismo en el pasado, a pesar de su enorme diversificación, ligamos el pasado con el futuro, siendo normales. El esquizofrénico, por ejemplo, ya no logra tal unión. Por esto decimos que se despersonaliza. El amnésico tampoco: la garantía de la unidad está en la memoria y en su disponibilidad. En una forma abreviada la persona podrá definirse como sentir subjetivo de la unidad de lo innato y de lo adquirido en el organismo, experimentado en el presente como valoración del pasado frente a la proyección de un futuro acto de maduración. La personalidad, en cambio, es la persona vista objetivamente a través de las observaciones de los demás y mediante sus manifestaciones ante ellos. Estas últimas pueden hasta cierto punto revelarnos su «más-forma» interior lograda en el curso de la maduración si le prestamos la debida atención. Aun con ésta, el sentirse uno la persona que es, dista siempre mucho de la valoración objetiva de los demás. Como conocimiento de una persona, la heterognosia es inferior a la autognosia correcta. Para lo que llamamos individualidad queda tan sólo la parte subconsciente del desarrollo organísmico. Si existe, pues, la posibilidad de desdoblarnos normalmente entre la persona que actúa y la que se ve actuar, como ocurre en cada concienciación, es lógico que hablemos también de los tres tiempos en los que se manifiesta la persona, tiempo pasado, presente y futuro, ya que toda concienciación tiene estos corolarios. Podemos distinguir, sin caer en verborrea ni en tautologías, la persona del pasado y llamarla la persona dada. Frente a toda vivencia nueva, el pasado, medido como conjunto de las integraciones orécticas, es la persona dada. Lo característico de la persona actual, la que se está orientando y valora ahora —y— aquí, echando un vistazo al conjunto cumulativo del pasado, es que en cada valoración el elemento que predomina como sentir es el optativo. Lo optativo es inmanente en todos nuestros actos, si no por otra razón más especificada, sí seguramente por la de querer sobrevivir el organismo. La tercera, cara al futuro, es la persona lograda en el acto realizado, la más-forma conseguida. En resumen, no es difícil diferenciar entre lo que hemos sido (persona dada), lo que queremos ser (persona optativa), y lo que hemos logrado ser (persona conseguida). Son aspectos de la concienciación de la persona. La maduración pasa siempre por estas etapas de la concienciación. También se precisa, para la comprensión de la función de la persona, otra clasificación. La de la persona interior y exterior, vista subjetivamente. No nos mostramos siempre por fuera la misma persona que somos por dentro. Podemos autoobservar las dos, distinguir subjetivamente y manejarlas separadamente a través de los actos. La persona interior, ya sea la dada, la optativa o la conseguida, se puede enmascarar, disfrazar, ocultar ante los demás, por motivos de estrategia existencial. Y al contrario, podemos intentar y conseguir que nuestras manifestaciones exteriores expresen, cuanto más nos sea posible, la persona interiormente conseguida. Si llamamos maduración a los procesos de la personalización & través de sus estados de lo dado, optativo y conseguido, y equilibrio standard al logro en la ecuación entre la persona interior y exterior, habremos marcado las etapas principales de la auto-creación. La finalidad biológica de ésta consiste en llegar a ser lo que de verdad somos. Lo aparentemente paradójico de esta proposición necesitará unas cuantas explicaciones. Procuraré darlas de una manera sencilla, sin entrar en la embrollada terminología del existencialismo filosófico moderno, que no rechazo ni lo creo poco interesante: sólo supongo que es demasiado logorreico, y que las palabras y los compuestos fraseológicos disfrazan a veces lo esencial de las funciones en el proceso de la personalización. El «llegar a ser lo que (de verdad) somos» parece contener una contradicción. Lo que somos no podemos llegar a serlo, porque ya lo somos, diría, con mucha justificación, la lógica racional. El «devenir» es porvenir y no presente. Pero en la biología todo presente es un presente futuro, porque en ella todo es proceso y devenir. Nuestro problema puede solucionarse de una manera más simple, sabiendo que todo en el organismo, y el organismo misino, es siempre y en cada momento y sitio, un devenir irrefrenable. Sabiendo que toda concienciación es autoobservación que abarca el triple potencial del pasado evocado, del futuro proyectado y del presente consciente de esta evocación-proyección, no podemos atribuir a la lógica de la concienciación una función estática. Dicho de otro modo: con la lógica no podemos parar el devenir biósico, ni siquiera el nuestro propio. Con la concienciación sólo podemos seguir, hasta cierto punto, el cambio de la forma de la sensación, su articulación progresiva de orectón a orectón. La valoración se manifiesta en formas, en formas que, según pensamos, son el método de la orientación vital. Y todas estas formas son potencialmente disolubles, pueden devenir «más formas» o «menos formas». Hablando al nivel de la persona, y refiriéndonos al «llegar a ser lo que de verdad somos», es la palabra «potencialmente» la que falta en esta frase y que debe ser copensada o añadida. Por tanto, sería más completo decir «llegar a ser de verdad lo que somos potencialmente». Podemos descubrir, explorándonos interiormente mediante la autobservación, lo que es la persona dada en nosotros. Lo personal, lo individual innato, heredado, lo ontogenético formativo de nuestra unicidad de espécimen dentro de lo genérico. Y también podemos explorar y fijar lo que, sobre esta constitución con marca individual, se ha añadido como experiencia ulterior, siempre característica en su forma, a aquello dado primario. La integración de los cuatro factores básicos siempre lleva una marca individual de lo ontogenético. Cuando miramos a nuestro pasado como al conjunto de las integraciones orécticas —función de la persona autoobservante— nos enfrentamos siempre con la marca individual que las caracteriza. Dicho en otras palabras, los instintos, el ego, la estructura son siempre nuestros, peculiares y particulares, y las reacciones frente a las circunstancias son también nuestras reacciones, peculiares y particulares. Nuestra autoobservación es también de esta marca. Podemos fijarnos, pues, en la peculiaridad y particularidad de nuestra existencia individual y personal. Lo que nos es dado por la herencia y desarrollado por la experiencia puede ser hasta cierto punto fijado por la autoobservación, su significado de conjunto puede ser captado y entrar en nuestro saber mnésico sobre el pasado personal. Pero este saber nunca es definitivo en un organismo humano vivo, ni es definitivo nuestro desarrollo hasta el momento de la muerte. Siempre existe, en cualquier evento interior, el potencial de lo optativo. Incluso cuando llega el momento de morir aún queremos conseguir algo, aún deseamos algo. Este desear nuestro también lleva aquélla marca de peculiaridad y de particularidad personal. No podemos liberarnos de lo dado en el organismo; éste es el único optativo que no puede darse. Pero fuera de esta limitación, lo dado nos deja un margen bastante amplio para devenir, en un escalón superior de la maduración, más o menos adecuado a lo anteriormente dado, algo que confirma su forma primaria, o algo que es adecuado a su íntima peculiaridad, o bien algo que niega su forma y la quiebra. Potencialmente siempre somos un «más o menos» frente a lo dado. Siempre y cuando se consigue el «más» en esta dirección, todo el organismo se afirma, toda la persona resuena de sintonías standard. Y si no hay tal logro, es decir, si no logramos llegar a devenir lo que según la ley de nuestra peculiaridad somos potencialmente (y éramos a continuación), el organismo no se afirma, la persona va hacia las distonías. La «más-forma» de la persona quiebra. La maduración corre a lo largo de esta línea: desde lo peculiarmente dado, a través de lo particularmente optativo, hacia lo individual y personalmente conseguido. Este proceso de la maduración no es mecánico. Podemos intervenir en ello. Tenemos la autonomía de la autocreación, la única que nos distingue de los animales. Esto cuesta cierto esfuerzo y tensión: sólo a base del patior, concienciado él también, podemos llegar a más autocreación, a más ecuación verdadera entre aquellas tres etapas de la maduración. Podemos escudriñar lo dado con más o menos interés y aumentar el saber interior sobre el devenir interior. O podemos ser poco curiosos. En resumen, podemos explorar con atención lo que es nuestra vocación de ser el hombre-persona que potencialmente somos, o dejarlo que las circunstancias lo determinen mecánicamente sin nuestro esfuerzo especial. Y no se trata aquí tan sólo de la vocación profesional, sino del ser lo que uno es (ya abreviamos totalmente) aun fuera, por debajo, y a pesar de una profesión mal escogida, y en contra del impacto de las circunstancias desfavorables. Podemos ser siempre lo que esencialmente somos si conocemos suficientemente lo que nos es dado y si no nos equivocamos en esto. Si fuéramos filósofos enfocaríamos desde este punto el problema del sentido de la vida y daríamos la respuesta con la misma fórmula de la maduración concienciada: ser lo que uno es. Pero aquí no se acaba la escalera de esta ascensión. Hay un paso más. Uno puede lograr ser lo que es interiormente y no poder serlo exteriormente frente a los demás. Este equilibrio standard de nuestra existencia depende de muchísimas cosas. Algunas de ellas las mencionaremos en las páginas que siguen. Baste con decir aquí que la sintonía suprema, cumulativa, el último vencer los obstáculos hacia la cima de la felicidad, del continuum recuperado, no puede conseguirse si nos quedamos solos con nuestra verdad interior sobre nosotros mismos, si solamente la sabemos nosotros. Ser lo que uno es, lo que uno ha logrado llegar a ser, será algo completo si podemos serlo también ante los demás y, si tenemos gran suerte, en unión con ellos. Si tenemos la posibilidad de compaginar nuestra verdad interior con el comportamiento exterior, estaremos cerca del continuum recuperado o en el mismo centro de tale logro supremo de la autocreación. Es la persona autor realizada por dentro y por fuera, autoafirmada en su eclosión. Esto se puede lograr por muchos caminos. Por todos los caminos por los que anda el hombre consciente de sí, de su peculiaridad y particularidad personal. Si todos los sentidos vitales nos dejan, si todas las circunstancias nos quieren aplastar, la conciencia de que hemos intentado ser lo que somos con todas las fuerzas de nuestra autocreación empleadas, puede mantenernos en pie, firmes y serenos. La autocreación es el mejor camino para conservarnos sanos y normales; hacemos valer ante nuestros propios ojos y ante los demás; encontrar el sentido de la vida; cumplir con la misión otorgada por la Naturaleza o Dios, misión particular que tienen igualmente tanto los últimos como los primeros: vivir lo que nos ha sido dado.
ESQUEMA DE LA MADURACIÓN DE LA PERSONA
Autognosia
Autocreación
Dialéctica interior-exterior
Cuestionario metódico de la autocreación
GLOSA 34.—Sobre la vocación.La vocación es el matiz individual, ontogénico, en el cumplimiento de la vida dada y proyectable hacia la maduración de la persona; la capacidad innata y heredada de vivir plenamente lo individual dentro de lo genérico; el mensaje de la Evolución sobre su tiempo y sitio, proyectado a través de una persona concreta; la concienciación de las disposiciones personales que como estilo de vida están potencialmente depositadas en cada uno de los seres humanos. Los animales, y el hombre en su vida zoica, no tienen ni necesitan vocación. La raza, el género, la especie no son objeto de concienciación de la unicidad individual. El león vive sin darse cuenta de que es tal león. El hombre puede comer y procrear sin darse cuenta de que es tal hombre. Sólo con cierto grado de imaginación y con el desarrollo del tercer instinto, el instinto creador, pueden concienciarse fines personales y, entre ellos, explorarse las inclinaciones especiales que el hombre tiene como individuo único entre todos los demás. La permutación genética individual de la constelación standard de los cuatro factores, el matiz especial único que crea disposiciones preferenciales y selectivas en cada individuo, y la concienciación de tales inclinaciones, componen el lenguaje de las voces internas que se pueden escuchar con debida atención y por las que llega uno a las conclusiones sobre su vocación. Esta es fundamentalmente una: llegar a ser lo que potencialmente somos, cultivando las predisposiciones innatas. Esto es relativamente fácil en aquellas personas en las que la vocación brota como un impacto brutal y precoz. En otras ni es unilineal, ni temprana, y cuesta sudores encontrarla. Los Mozart empiezan a componer buena música a los seis años; los Lope de Vega escriben mil obras de teatro durante una vida; los Shelley dejan poesía inmortal a los veinte, y los Whitehead descubren su verdadera vocación de filósofo a los sesenta. Entre estos extremos, la humanidad, con talento o sin él, vacila o sigue devotamente las voces interiores, luchando por ser fiel a ellas, o cansándose pronto en entenderlas, o ni siquiera logrando darse cuenta de ellas. Para lanzarse a la autocreación uno puede tener más ayuda en lo innato que otro. El talento de vivir según el propio estilo de uno existe aun sin llegar a producir otra cosa nueva que la propia persona potencial. Descubrir lo dado en nosotros equivale a cualquier invento que la historia del calendario convencional aprecia. La vocación más cumplida, con cualquier matiz y dirección, es siempre la del descubrimiento de la propia verdad. No tiene importancia que ésta se manifieste en cosas nuevas, exteriorizadas o no. También podemos ser grandes artistas desde dentro los que no dejamos para la posteridad ninguna escultura, siempre que hayamos esculpido la nuestra por dentro, siguiendo las indicaciones de las voces interiores de la inspiración vocacional. Para todo podemos tener talento y vocación, para llegar a ser buenas madres, buenos amantes, hombres buenos tanto como para ser grandes estrategas militares, impostores, embusteros o asesinos geniales. Para todo se necesita realmente vocación, menos para la rutina y la inercia. Estas son antivocacionales por antonomasia, siendo zoicas y anticreadoras. Es la Evolución acabada, detenida en el tiempo y en el espacio. Por la rutina y la inercia de los padres y de uno mismo es por lo que a veces nos dedicamos a una vida social y de trabajo que no corresponde a las predisposiciones vocacionales. Es rutina e inercia si no exploramos en nuestros hijos o en nosotros mismos lo que más nos haría vivir una vida plena y propia. Rutina e inercia es ceder pronto al impacto de las circunstancias que tantas veces son obstáculos que se oponen a nuestro camino personal. Son la rutina y la inercia las que nos hacen ceder prematuramente a la adaptación más barata, más confortable por fuera. Montones de ejemplos para tales crímenes contra la persona pueden encontrarse en nuestras sociedades, llamadas modernas, al escoger erróneamente uno su profesión, su campo ¿e trabajo, su línea de hacerse valer. Esta se elige muchísimas veces en contra de la predisposición personal y a esto contribuye tanto la mecanización actual de la vida social y la del trabajo como la falsa educación que en esta dirección reina en nuestras escuelas. Y la esclavitud a la que condenan a la persona humana las instituciones socializantes, haciendo de ella puro instrumento de fines, llamados superiores, de interés público, general o como quiera que llamemos la dictadura de lo social sobre lo personal. Razones de economía y de ascenso social, materialistas, estratégicas y cráticas, motivos de soberbia y de falta de convivencia, colectivos e individuales; los imperativos cada vez más acentuados del estado de los entes colectivos que dirigen la persona al sitio forzado de trabajo; cálculos de las familias y, sobre todo, la ignorancia y el diletantismo vital que empujan al hombre hacia su mayor mentira de la vida personal, que es organizaría en contra de su vocación y hasta ahogar a ésta. Le fuerzan así hacia las fuentes abundantes de conflictos interiores, haciendo de él mercancía en el mercado de la oferta y demanda del trabaje, un tornillo de la maquinaria social, combustible genérico de la producción y distribución de cosas. Y un candidato propicio para la clínica. Para los que atentamente observan a sus hijos y a sus alumnos resulta claro que la vocación, a pesar de estar a veces muy escondida —¿quién sabe lo que hay en nuestro interior antes de escudriñarlo bien?—, puede también manifestarse temprano o a su debido tiempo. Pero ¡cuántos padres y educadores hay que no tienen tiempo ni capacidad, ni cariño, ni amor para llegar al fondo de las personas que, pequeñas o adolescentes ya, esperan tal atención espontáneamente! Y ¡cuántos adultos que por la falta de sus padres y educadores no han podido encontrarse a sí mismos! A unos y a otros les costará muchísimos esfuerzos innecesarios y hasta infructuosos reparar por su propia cuenta las omisiones de los padres y de los educadores. Los heterotests sí que son necesarios (y las respectivas «escuelas de padres») frente a los hijos, mientras éstos no alcancen la edad de introspección más madura, pero no los tests de las matemáticas, sino los de los corazones comprensivos y compasivos. En vez de esto acuden los padres, en los dilemas escolares, a los consultorios de selección profesional para saber, a base de unos tests presuntuosos y tantas veces erróneos, siempre precipitados, no si su hijo será más feliz, y más lo que es, sino si es bastante listo para alcanzar en tal rama el grado de remuneración material que pueda calificarle como buen logrero práctico. Por todas partes se elaboran estadísticas minuciosas sobre lo que necesita, como material humano, la sociedad y su economía, el poder y su estado, capitalista o comunista. No son inútiles tales estadísticas diciéndonos que Francia, en 1975, necesitará tantos ingenieros, o Inglaterra tantos maestros nacionales. Pero ¡cuántas veces se equivocan totalmente por prever en escasa medida otros factores del paso histórico! Y ¡cuan burdos y poco flexibles son los trucos que con variaciones de la fórmula numerus clausus barren el acceso y el ascenso en tal profesión a la juventud, forzándola a entrar en carreras anti-vocacionales! Los motivos de tal «política educacional» son a veces puramente oráticos. ¿La persona humana? Sacrificada también por este conducto al Moloch de la máquina y de la economía con un bruto paganismo diluvial. La injusticia vital fundamental infligida a la persona humana y fomentadora de rebeldías juveniles en las sociedades civilizadas empieza con el experimento criminal o inconsciente por el que los padres que están en el poder familiar, económico, estatal u otro tratan el derecho a la vocación en las generaciones venideras. Ahogarla, desviarla, dirigirla autoritariamente es querer matar. Ningún ideal de los bisnietos hipotéticos y de su felicidad futura, siempre muy futura, puede justificar la mutilación de la persona actual, viva y concreta, privándole contra su voluntad de la libertad del camino vocacional. Ni es interés social, bien enfocado, permitir sin gran necesidad tal ahogo. La sociedad funcional puede encaminarse hacia sus fines tan sólo si sus miembros ocupan en su seno aquel puesto que, además de la utilidad social exterior, se basa también en la exigencia autocreadora de que el individuo lo ocupe por sus capacidades vocacionales. Cuanto más pueda el individuo ser lo que es en su puesto social, tanto más funcional será la sociedad. La pregunta de si un hombre es útil para la sociedad, y en qué medida, no se puede resolver sin preguntarnos anteriormente: ¿quién es este hombre? Y ¿no ha de servir mejor dentro de la sociedad como conocido, que como anónimo? Las colmenas y los falansterios humanos que nos brinden las perspectivas socializantes sin este correctivo serán tan sólo conjuntos tristemente forzosos que habrán trocado la primitiva gracia del rebaño por la civilizada esclavitud de los robots de carne y hueso. Y cuanto más se imponga tal automatización que convierte la biología en mecánica, tanto más se podrá esperar la revolución de los anarcómanos. La santa rebeldía de la persona humana.
Autoexamen sobre la exploración vocacional (para los adolescentes y adultos).
Partiendo de la dialéctica de tales cuestiones, uno puede ensancharla por senderos sin fin, entre santas dudas y certidumbres torturadoras. Aun cuando se ha encontrado la vocación, empujándonos por una parte, fuerte y hasta apasionadamente, nos expone a mil otras preguntas de la realización más o menos acertada en lo conseguido o bien en lo optativo. Un literato, por ejemplo, en su largo camino de autorrealizaciones a través de obras literarias, puede preguntarse si el mejor logro que puede alcanzar es la forma de la novela, del teatro o del ensayo. Se siente atraído vocacionalmente hacia las tres y hacia otras formas no mencionadas. Le parece que en las tres puede expresarse al mismo nivel del logro creador, e incluso que, para expresar todo lo que quiere salir de él, tiene que emplear necesariamente las tres formas indicadas. Y, sin embargo, le invadirán a menudo dudas de si una idea naciente de la realización tomará más aspecto de verdad segura y de síntesis lograda en forma de novela o de teatro. El esquema de su dilema podría ser el siguiente:
Y no pocas veces el dilema no será resuelto fácilmente y, si se queda sin solución, puede incluso inmiscuirse en la realización y dejar allí huellas de vacilación, perjudiciales a la forma. Otro dilema de tal índole, como ejemplo de las especificaciones dentro de la vocación:
O bien:
El amigo que me dirigió esta pregunta tenía razón. Y si para él era algo sorprendente la paradoja que provocaron sus preguntas, la respuesta para mí era bastante sencilla. Se la di sin vacilar: «Tienes gran talento de organizador de la producción, de la compaginación de intereses comunes de la empresa, y de la distribución de bienes y de trabajo. Todo esto no te sirve para nada en tu contorno inmediato de la oficina (empleados) y aún menos en el hogar (mujer, hijos). Las relaciones humanas no se organizan, como tú crees; no son objeto de organización, es decir, de racionalización, sino de convivencia». La perplejidad de este amigo mío fue una indicación para mí de que tendría que explicarle detenidamente lo que es la convivencia, palabra que ni siquiera existía en su lengua (la inglesa).
I. ASPECTOS ÉTICOS DE LA AUTOCREACIÓNGLOSA 35.—Sobre un dilema fundamental: matar o compartir.El Congo, riquísimo en materiales del suelo y en esplendores de una naturaleza casi inagotable, vivía en las gravísimas consecuencias del parto complicado de su libertad. Le asistían demasiados médicos modernos y curanderos-magos, con terapias contradictorias, y demasiadas comadronas, con anticuadas prácticas de siglos. Presa entre las malicias de los logreros internacionales, que a veces tienen la cara, pero no el corazón de los civilizados, y su propio primitivismo, doblado de complejos viejos de esclavitud, el Congo fue el escenario trágico de la vuelta de tres Erinias, furias mayores de la historia humana que se llaman: el hambre, el odio y la ignorancia para deshacerse de las dos primeras. Las variaciones psicológicas sobre el Congo son las de un leit-motiv siniestro: el de la historia humana impotente ante su propia enseñanza. Mientras el hambre fue un fenómeno puramente biósico y la raza del hombre relativamente escasa en el vasto paraíso de la Tierra, su satisfacción anduvo bastante bien. Con primitiva técnica de piedras y lanzas, de redes, de fuegos y de molinos, la especie sobrevivió, matando y comiendo otros animales, y después domesticándolos e incluso cultivando el suelo. Mientras pudo desplazarse descubriendo regiones nuevas y hasta continentes enteros, el hombre no tuvo tanta necesidad de sobrevivir matando al otro hombre para hacerse dueño de sus alimentos y bienes. Podía huir. El asunto empeoró de un modo considerable al apoderarse nuestra hambrienta especie de la mayor parte habitable del planeta, puesto generosamente por la Gran Creación a nuestra disposición; y cuando las matemáticas del nacimiento empezaron con su cibernética exuberante, a pesar de hacerse el territorio del planeta cada día más estrecho para estas multiplicaciones. A medida que esta desproporción iba creciendo, el fenómeno básico del hambre fue convirtiéndose cada día más en problema social y societal [2]. El método fácil del «matar-o-huir» se transmutó desde su escala primitiva en el creciente y apremiante problema del «matar-o-compartir». Ha habido siempre fronteras y territorios propios en la biología animal. Los peces y las aves, los perros y los lobos, los insectos y los hombres viven en territorios. Hay fronteras del solitario, fronteras de pareja, familia, tribu, lenguas, grupos, naciones, estados, federaciones. Defendiéndolas, el hombre se ha mostrado hasta ahora dotado de muchos más talentos en el «matar» que en el «compartir». Buen buscador y adquisidor estratégico de bienes, en cuanto a la satisfacción de su hambre, el hombre ha progresado muy poco como distribuidor inteligente y repartidor responsable de bienes. Si su técnica le lleva a otro planeta y la vida se le hace posible allí, es de temer que el retraso en la sabiduría del compartir se vuelva crónico para nuestro género. Aun con las estadísticas de población creciente en la mano, es evidente que hay bienes suficientes para que todos podamos satisfacer el hambre, y que podríamos hacerlo eficazmente si estuviéramos bastante preparados en el yoga del compartir. Pero evidentemente no lo estamos, ya que de otra manera no tendríamos que preguntarnos, con las estadísticas en la mano, por qué, todavía hoy, pasan sus días en escasez, en enfermedad, pobreza e ignorancia nada menos que las dos terceras partes de la humanidad (si las estadísticas de la UNESCO son de fiar), por qué la mitad de nuestros contemporáneos casi nunca tiene el estómago lleno. Y por qué, debido a miserables condiciones de hambre, sólo una cuarta parte de la humanidad puede esperar un promedio de vida superior a los 38 años. Con las bombas nucleares graciosamente acumuladas en nuestros soberbios arsenales, el matar se ha vuelto ineficaz para sobrevivir. Nos queda, pues, y para bastante tiempo, el problema de cómo progresar en la muy enojosa ciencia del «compartir». Es verdad que, para el mantenimiento de su lujoso sistema de ¡numerables géneros, la Naturaleza se sirve con mucha tranquilidad por parte de la Gran Creación y en varios casos de la fauna, del método de entrematarse estos géneros, y sobrevivir también de esta manera violenta. Pero no es un método exclusivo para todos, ni mucho menos. Además, no es aplicado como regla para la subsistencia entre los congéneres. Y, sobre todo, no se requiere para el sobrevivir del hombre. Tanto, que todos los códigos de la humanidad prohíben la matanza. Y es hecho axiomático que en todas las épocas mucho más gente ha muerto de muerte natural que de muerte violenta. La agresión es siempre provocada especialmente entre los humanos, y como método crónico de sobrevivir es excepcional y extrema. En cuanto al odio, su línea creciente está en directa proporción con la del hambre, vista y sentida socialmente, el hambre etológica. Y, naturalmente, con la mala y maliciosa distribución de bienes, la eterna insuficiencia cardiaca del «compartir». Odiamos porque la satisfacción de nuestras necesidades y su auto-realización mediante instintos encuentra obstáculos, subjetivamente sentidos como injustos y que provienen no ya de las fronteras del planeta ni del factor cósmico, sino que dependen de otras personas que, aunque podrían eliminarlos fácilmente o con poco esfuerzo nada sobrehumano, no nos hacen caso, y esto que en nuestras miradas pueden entrever claramente la llama azul del odio naciente o ya presente. A tanto llegan en su indiferencia y menosprecio de nuestro sufrimiento, que provocan agresión: queremos aniquilarlos para libramos del obstáculo injusto. El odio se compone de los elementos de la ira y del miedo, pero la característica especial de esta emoción es que —como hemos explicado en la POV—, además de sentir ira contra el obstáculo y miedo ante él, también deseamos su eliminación violenta mediante el comportamiento consciente de agresión. Es preciso subrayar otra vez que no existe el llamado «instinto de agresión» ni en el reino animal ni en el del hombre, solamente cierto comportamiento de agresión. Pero éste requiere una previa motivación emocional negativa del tipo de la ira, del miedo, del odio, de los celos, etc. Y estas emociones no nacen ni en el animal ni el hombre si el otro no amenaza la satisfacción justificada de nuestra hambre, nuestro territorio vital o alguna de nuestras expansiones esenciales. En esto no hay diferencia entre un pez y un bisonte, entre el hombre de Neanderthal y Churchill. Toda agresión es motivada por emociones valorativas previas, y éstas a su vez tienen su motivación en el conjunto de las circunstancias exteriores que se presentan como amenaza hacia la conservación, procreación y creación en el hombre, o contra las dos primeras en el animal. Entre estas circunstancias exteriores, las que en mayor grado fomentan la más fuerte de las emociones del comportamiento de agresión son las que provienen del otro cuando no quiere o no sabe cómo compartir con nosotros los bienes compartibles. Aquí está la motivación fundamental de todas las guerras y revoluciones violentas. En el Congo vemos un geyser de esta trágica motivación del odio. Y una catástrofe del «compartir». Es el espejo del siniestro diletantismo humano ante esta tarea. No es solamente la rivalidad interna frente al poder que sirve como motivación del odio y de su agresión. Los diversos grupos que allí se encuentran no combaten solos, sino que están asistidos por las nada desinteresadas intervenciones de los blancos de Bruselas, Washington, Moscú, etc. La gran tensión agresiva del Oeste-Este se ha trasladado también al territorio de la libertad congoleña y actúa como un factor Cs de presión amenazadora. Cuando les queda espacio en sus corazones para no odiarse mutuamente, los congoleños lo llenan en un abrir y cerrar de ojos con el odio al hombre blanco. Para esto tienen, desgraciadamente, una triste tradición a su disposición, la de una esclavitud larga y siempre mala como consejera de sentimientos. Les bastaría ya la desgracia típica de las nuevas sociedades humanas, el impacto de las divisiones tradicionales en regiones, provincias y tribus. Pero tenían encima aún el gran cisma de los centros del hombre blanco, al lado del cual el de Bizancio y Roma era un juego infantil. Y el único factor que pretendía hacer obra positiva y constructiva, la O.N. U., era tan impotente que incluso llegó a aumentar el patrimonio de las iras y de los miedos de sus protegidos. Para estas líneas el Congo no sirve más que de un ejemplo orectológico: en el punto rojo del Congo el «compartir» otra vez, como tantas veces en la Historia, retrocede ante el «matar», aun sabiendo toda la Humanidad que éste es ya del todo ineficaz. ¡Lento es el aprendizaje histórico, y los fallos se repiten inexorablemente! El más lento de los progresos de la Humanidad es el ético. No se ha encontrado para él ningún catalizador, ningún acelerador eficaz. El Congo o Berlín, Laos o África del Sur, Formosa o Vietnam; la huelga de la metalurgia americana o la huelga francesa, de las áreas rurales o de los altos hornos; las de los indígenas primitivos o de los laboratorios nucleares; ningún punto del planeta está a salvo del brote del hambre y del geyser del odio, de la fácil matanza y del difícil compartir. Si se salva de los apremiantes dilemas nucleares y sale de ellos con vida, al hombre le incumbe el duro trabajo de implantar una mejor comprensión entre los supervivientes. Necesitamos urgentemente una nuova scientia. No ya aquella que cuatrocientos años atrás puso eufórico a Francis Bacon, que cantó victoria ante los descubrimientos de la imprenta, de la pólvora y del imán. Necesitamos, para sobrevivir, la victoria de la ciencia que descubra al hombre desde dentro para que sus sociedades puedan vivir liberadas del hambre y del odio y convertirse en sociedades funcionales, en las que el poder esté más exento de la injusticia y los grupos de presión no estén inspirados por el deseo del mal innecesario. A pesar de aquel paso de tortuga, el hombre se ha acercado por fin a una introvisión pre-apocalíptica de que su supervivencia depende de su interior y no de la técnica. Y aún hoy se le vislumbra este albor de la salvación cubierto de nubes de la más negra ignorancia. La endoantropología aún está lejos de ser su ciencia preferida. En su vida cotidiana todavía le parece que su existencia depende de lo que hagan los jefes políticos. Si de lo que hagan los capitalistas y los comunistas. O los científicos de la técnica y de la química en sus laboratorios. Aún no ve con la suficiente claridad que las fechas del calendario exterior tienen su contrapunto básico en el calendario interior de la motivación y que la verdadera historia de los acontecimientos se halla por debajo de ellos, en los hondos motivos del actuar humano. Y que si quiere una mejora de las relaciones humanas —tanto en la política y la economía como en la vida familiar y la de su sociedad— tiene que buscarla en esta motivación interior de sus propios actos y los del otro. El odio y el miedo que matan, deliberada o impulsivamente, o los que no saben compartir, dependen del conocimiento de motivos por los que tales sentimientos nacen interiormente. Ninguna técnica nuclear o electrónica puede sustituir a la única que puede conducir a mas paz,, la técnica de la autognosia, en la cual somos aún tan ignorantes como el hombre de Cro-Magnon.
GLOSA 36.—Sobre lo que es matar.Matar no es solamente dar muerte física al ser humano o animal, individual o colectivamente. La capitis deminutio, que ya en el Derecho romano tenía matices bastante refinados, es también intentarlo y —aquí comienza todo— tener sentimientos que conduzcan al deseo de matar, es decir, poder valorar si matar o no matar. A pesar de que el mandamiento «no matarás» cuenta con millares de años de historia, la convicción de que no se debe matar a nadie no es todavía ninguna convicción general. Aún pensamos que hay situaciones en las que el matar es incluso un deber y hasta una virtud. Y otras en las que el matar es una necesidad que exculpa de toda responsabilidad o le priva de imputabilidad ante las normas. Esta fundamental paradoja, contradicción y mentira de la civilización y de la sociedad moderna, tiene una gran defensora en la lógica de la Naturaleza cuyas especies, como hemos dicho ya, suelen sobrevivir devorando a otras especies. Pero mientras las musarañas devoran a los ratones sin conocer ninguna norma que se oponga a tal procedimiento del sobrevivir, y matan por las necesidades que impone su metabolismo, el hombre no solamente conoce tales normas prohibitivas, sino que pretende obedecerlas, pero no las cumple. Más aún, mata incluso en las situaciones que hubiera podido evitar, mata haciendo mal innecesario a individuos y a colectividades. Mata incluso, por paradoja máxima, en nombre del mismo Dios que prohíbe matar, y cuyo adepto fiel se cree hasta infringir de la manera más descarada y triste una de las mayores prohibiciones de su Ser Supremo. No es éste el lugar a propósito para lanzarnos a la explicación de los problemas morales envueltos en este trágico dilema humano. No nos preguntaremos si el género humano puede sobrevivir sin matar a los demás animales y, entre ellos, a sus congéneres; ni si podemos exculpar o justificar cierta clase de homicidios y asesinatos. Limitando aún más a nuestra época y a nuestro género la hipótesis de que el «no matar» está sometido a una realización progresiva, como muchos otros rasgos del más civilizado, nos reduciremos a tres afirmaciones en pro de aquella norma que está presente en todos los códigos vigentes:
El precepto de no matar no parece ya estar en tanta contradicción con los métodos de la Naturaleza como parecía a algunos sociólogos, incluso de nuestro siglo. Sin embargo, aún resulta muy difícil su aceptación total en la práctica del comportamiento humano. Hemos presenciado el estallido de dos guerras mundiales en nuestra propia generación; y aún ideamos, ante el último peligro de desaparecer juntos en el cataclismo nuclear, cómo podríamos sobrevivir matándonos con más eficacia unos a los otros. El desarme nuclear fracasa, esencialmente, por esta estrategia y por la distonía de la desconfianza. La motivación o la justificación de tales valoraciones no nos interesan aquí; el hecho orecto-lógico sí. Hemos hablado en la POV de ciertos aspectos del acondicionamiento orectológico y social del hombre para disminuir el matar, o al menos la frecuencia de ese mal innecesario. Pero no hemos subrayado del todo el método absolutamente necesario para que se llegue a mejores resultados en esta dirección: la educación y la autoeducación del individuo en el deseo de no matar. Mientras la matanza del otro no nos sea repugnante en todas las ocasiones, sin excepción, el hombre matará; mientras el no-matar tenga su justificación no ya en normas prohibitivas de la sociedad, sino en la profunda convicción del individuo, el hombre matará. Mientras la sociedad, por sus instituciones, no llegue a disminuir su parte de la responsabilidad en la lenta disminución del hambre y del odio, el hombre matará. Mientras la educación general no logre convertir el principio de competición en un principio de convivencia, el hombre matará. Finalmente, mientras cada individuo no explore en su propio interior la medida personal del asesino potencial que hay en él, el hombre matará e intentará matar, podrá convertirse en asesino y homicida, y hasta buscar una justificación para ello. Aquí nos toca componer el cuestionario más extraordinario que jamás se ha podido leer en las exploraciones del interior del hombre, el de la motivación que pueda incitar al hombre a fijar mediante su propio espejo:
Ninguna autocreación ética puede ser ideada sin que el hombre se enfrente con el endograma que le muestre quién es é] de verdad en este sentido. Y nadie es lo bastante santo entre nosotros para permitirse el lujo de poder omitir tal investigación en su interior.
Autoexamen del asesino potencial.
GLOSA 37.—Sobre el asesino menor en nosotros.Tener ideas éticas; convicciones firmes; tener la presunción de que somos cumplidores de tales ideas y convicciones sin la posibilidad de averiguar si tales ideas y convicciones son
Las preguntas anteriores, poco exhaustivas, y que solamente inician la vasta temática sobre la piedra de toque del problema ético en nosotros, el del asesino potencial, vivo o acallado hasta la primera ocasión, combatido en el interior o dejado sin reparo contra lo que suele manifestarse en el género humano, sirven tan sólo como un mínimo de la dialéctica inicial que cada uno puede usar o desechar, pero que pocos pueden justificadamente omitir como superfluas. Los santos se vuelven santos precisamente porque se espantan del asesino potencial que hay dentro de ellos. Hay una enorme distancia entre el precepto difícil de cumplir y nuestra actitud frente al precepto-norma aceptada sinceramente en la teoría. Hay un camino largo entre la decisión de cumplir y el hecho de haber cumplido según el ideal concebido. Hay, pues, un terreno fértil para la autocreación ética en todo ser humano, suelo que se presta a mucho cultivo imprescindible, sí es que nos decidimos a cultivarlo. Porque también aquí, como en cualquier otro punto de la autocreación, podemos prescindir, con todo el apego al mimetismo social y a la rutina, de dar el paso hacia el interior; también podemos sobrevivir, e incluso ser considerados como hombres de bien y ciudadanos dignos, sin siquiera haber intentado mover el meñique hacia la autocreación. Por este mundo andan muchos que parecen no haber matado aún a nadie y que caben bajo la hipótesis —de las más débiles que puedan imaginarse— de que no matarían. Pero también hay mucha gente que se para ante este dilema fundamental y se pregunta con una de las cuestiones que directa o indirectamente están contenidas en nuestro interrogatorio: «¿Mataré o no mataré?» Más que en cualquier otro caso, en éste sale a plena luz la evidencia cristalina de que ningún heterotest puede revelarnos la verdad concreta y exacta sobre nosotros mismos como el autoexamen ante nuestro propio espejo. Cuanto más sincera es tal búsqueda en nosotros, más «hombre» somos por una parte; y por otra, más persona. Hay cosas que no podemos dejar a los profetas, moralistas, científicos, filósofos o santos: éstos no pueden sustituirnos en la medida individual en la que nos hemos hecho adeptos suyos. Esto lo podemos ver y determinar sólo y exclusivamente nosotros. La autenticidad personal de una respuesta es la única que puede preservamos de vivir inconscientes de cosas que pueden ser objeto de profunda y perfecta concienciación. Podemos no ser grandes artistas, místicos religiosos, genios científicos, pero todos podemos ser creadores en el inmenso terreno omnihumano de la autocreación ética que empieza con el problema «matar-o-compartir» en cada ser humano. Aquí podemos hacer gran cosa con nosotros mismos, seamos reyes o esclavos. O dejar que sigamos en lo dado, miserablemente, inhumanamente, por más intelectuales que seamos. Aquí todos podemos ser grandes navegantes, exploradores, descubridores, genios y «yoguis», o brutos con máscara de superhombres. Y cualquiera verá que el gran problema se reduce esencialmente —si la vista del asesino en nosotros nos horroriza—, a unos pocos capítulos que versan sobre:
No escribimos ningún tratado de moral, no nos lamentamos de la naturaleza humana, ni de la maldad del hombre. Ni queremos dar consejos. Pero es evidente que, si alguien inicia, en concepto de autocreación, la lucha contra el asesino potencial en su interior, tendrá que hacerlo también con toda su comparsa. Tendrá que sustituir el nombre «asesino» en el mismo cuestionario, y completar la encuesta con las preguntas que pueden arrancar de la siguiente línea del campeonato ético:
Porque matar al otro puede uno hacerlo con venenos de palabras, con cuchillos del gesto, con la bala de la mirada, con cualquier trauma afectivo. Con toda clase de mal innecesario que hunde al otro en el abismo del odio. En la orilla opuesta está el reino de la palabra compartir. Palabra joven y aun poco descifrada por la humanidad. Y vacilante en la ideología de la convivencia responsable y amorosa al lado de coexistencia estratégica y convencional; en la de la justicia social y vital; en los conceptos sobre el otro, el semejante y el prójimo. ¡Compartir! Palabra mágica... Compartir sonrisas y dolores; bienes materiales y afectivos; valoraciones e ideas, confort y paz. Compartir antes que matar, engañar, traicionar, ser injusto, antes que hacer un mal innecesario. Esta palabra rige el fondo de todas las éticas religiosas jurídicas, y de todas las reformas sociales. De toda la actitud social de la persona. El código penal, los tribunales y los policías pueden perseguir y sancionar el crimen pertrechado e inculcar miedo al crimen ideado. Pero con todo esto no hacen desaparecer o disminuir al asesino potencial que hay en nosotros. Los preceptos morales nos aconsejan que no seamos asesinos, pero no nos dicen cómo lograr tal perfección en nuestro interior. La educación que se propone formar generaciones de contrincantes, más bien fomenta el asesino en el hombre. La medicina puede exculpar a algunos criminales patológicos ante la ley o tratarlos en los manicomios, pero no llega al asesino normal que anda por la calle impecablemente vestido de hombre Civilizado. Punitivas o preventivas, las instituciones no pueden conocer la medida concreta del asesino potencial en el individuo. El único que puede realmente conocerlo, es él mismo. Y es también el único que puede llevar a cabo la labor autocreadora en la lucha contra su propio odio y miedo. Sólo yo puedo matar al asesino que hay en mí. La sociedad puede ayudarme en esto o hacerme la tarea penosa e imposible. Si la sociedad no lucha contra su propia injusticia, seré un héroe o un santo, logrando matar al asesino que reside en mí. En cambio, si me rodea el dinamismo de una sociedad funcional en sus tendencias, también yo acabaré más fácilmente con la autocreación ética. Pero no sin endograma sincero y veraz, ni siquiera en este caso.
GLOSA 38.—Sobre lo social y la persona.En nuestra época la palabra «social» y su contenido han adquirido una importancia exuberante. Se están elaborando ideologías y sistemas sociales, se hacen reformas, revoluciones y guerras sociales. El hombre busca seguridad y amparo en instituciones sociales, su trabajo adquiere valor por su rendimiento social. Las relaciones humanas se regulan por la legislación del trabajo, de los derechos sociales. El contrato entre la mano de obra y la dirección de la empresa se rige por criterios sociales. La posición del hombre en ambas zonas del mundo actual depende de su actitud hacia la sociedad organizada, y sus actos son enjuiciados en primer lugar por su carácter social o asocial. Somos miembros del partido o del sindicato, esquemas en la lista de las entidades, tributarios del estado, socios de grupos de presión, pertenecientes a los estamentos de la mano de obra o del capital, profesión, gremio, asociación. La sociedad en que vivimos está organizada como superestructura potente a la que se somete el individuo, y que le exige lasque se debe dar, lo queramos o no. En los países comunistas se cree incluso que la educación y la higiene mental sociales son las que forman la persona y que su felicidad depende de la sencilla adaptación a las exigencias de lo social, prescritas por la ideología y llevadas a cabo por los dirigentes en el poder. Hasta la actividad más libre del ser humano, la poesía y el arte, sufre censuras del partido si no tiene el matiz deseado de ardor social. Este acento dominante no ha venido por nada. También esto tiene su honda motivación histórica. Todos la conocemos y no hace falta volver a explicarla ni a justificarla en este sitio. La única cosa que cabe subrayar aquí es que, por la lógica de esta dialéctica, el hombre persona se ve a veces tremendamente reducido por la preponderancia de lo social. El hombre-persona, es decir, el individuo, marcado por la misma Naturaleza como algo bastante diferente del otro individuo, con su vocación biósica de ser lo que uno es, con su autocreación hacia la formación de su propia persona, y persona libre. Está casi aplastado por las exigencias de la sociedad y por lo social. La mejor justicia social, si en las consecuencias de su sistema lleva tales resultados, hace a veces cosas que la biología humana no tolera a la larga. La justicia social puede arreglar las condiciones del trabajo y del empleo, puede contribuir a la seguridad material y física del hombre, con toda la serie de seguros. Esto, si lo consideramos históricamente, es mucho progreso, incluso ético. Pero ninguna legislación de la justicia distributiva llega a salvar al hombre de sus posibles distonías de la soledad y del aislamiento, de la inseguridad de su vida íntima, de las taras individuales de la herencia y de todo aquello que podríamos concentrar bajo el vastísimo capítulo de la frustración y de la injusticia vital. El hombre es algo más que un instrumento de la cooperación social. Es persona que tiene su destino propio, altamente individual, diferente del esquema igualitario bajo el cual tiene que considerarle necesariamente toda legislación social, y por lo tanto generalizadora frente al lujoso Bíos individualizante. Es este mismo que intenta brotar hacia el paso próximo de la Evolución a través de la autocreación de la persona. Las psicologías de la empresa, desde Taylor, Münsterberg, Elton Mayo, y sus secuaces, han enfocado la mejora de las relaciones humanas dentro de la comunidad de trabajo, principalmente desde el punto de vista de mayor rendimiento en la producción de bienes. Las reformas siguen el pensamiento fundamental de que el obrero y el empleado tienen que estar satisfechos con las condiciones del trabajo para que la producción y las ganancias aumenten, incluso cuando estas últimas se repartan entre todos. En estos conceptos, muy característicos de nuestra época de materialismo, tanto en las zonas capitalistas como en las comunistas, el hombre, obrero y patrono, es un sujeto y hasta un esclavo del rendimiento y de la producción, sujeto y esclavo voluntario o forzado. Pero, aun con el convenio sincero entre los estamentos patronos-obreros las huelgas estallan en cualquier momento en las fábricas mejor acondicionadas por fuera, y esto por unos motivos que a veces no tienen nada que ver con la producción y las ganancias, ni con el rendimiento: tratos injustos personales hacia un empleado desencadenan una solidaridad colectiva que no apunta hacia ningún aumento de salarios, sino que en el fondo exige que cambie la cara fría de los dirigentes, el modo de comportarse ellos frente a lo que no está asegurado en la legislación social, la persona en el hombre. De la zona de las comunas chinas nos señalan unos arrebatos extraños que se apoderan a veces de los grupos de obreros con síntomas de histerismo y que surgen de repente con motivos al parecer nimios e insignificantes. Y que no son más que protestas de la dignidad de la herida persona humana. Esta dignidad no se muere ni aun cuando nos declaremos los más humildes servidores de la comunidad, con la autodisciplina que nos imponemos por nuestra propia decisión o por ser adeptos incondicionales de una ideología de cualquier índole. Hay un resto personal en el hombre que nunca muere, y que si es inútilmente herido por la aplicación injusta generalizadora, esquematizante, de las leyes, por buenas que sean las intenciones del que se hace cargo de tal aplicación, se rebela dando paso a la ira, al miedo y a la composición química del odio. Las relaciones humanas no se resuelven tan sólo con la justicia social y aún menos con las enfocadas desde el punto de vista del rendimiento económico. La tendencia socializante en todos los tipos de sociedad, tanto comunista como capitalista, es tan sólo una componente de la Historia humana. La otra, es la tendencia individualizante, con sus derechos de la persona humana. Esta también hace constantemente la Historia. Y la hace tanto en la familia o en las pequeñas agrupaciones como en las grandes comunidades y en las relaciones internacionales. El arreglo con esta tendencia importantísima no es asunto de la legislación social sino de la orectología, del conocimiento de la motivación bien o mal aplicado en las relaciones humanas. La organización social se olvida muy a menudo de este componente y fácilmente cae, aplicando la justicia social, en los errores y crímenes cometidos contra la persona en el hombre. La política nacional e internacional, que a veces parece el cúmulo y el colmo de tal ignorancia profunda de cómo tratar al hombre, es fuente inagotable de las innecesarias injusticias vitales. Abundan éstas en el estado y en la empresa de toda clase, e incluso, muy paradójicamente, en las instituciones caritativas y en los mismos hospitales. Y es que, a pesar de las solemnes declaraciones de los derechos del hombre, contenidas en las constituciones, nuestra civilización y sus instituciones no han llegado aún a darse cuenta de la importancia que la persona en el hombre tiene como motivo de tensiones y del mal innecesario.
GLOSA 39.—Sobre la injusticia vital en la empresa.Durante mi estancia en Italia, un buen amigo, modesto empleado de una compañía de seguros, me confesó un día que odiaba a su jefe.
Las leyes pueden acondicionar la injusticia social. La técnica moderna puede acondicionar las salas de trabajo. No obstante, el dinamismo de las emociones negativas puede envenenar las relaciones humanas, aumentar la injusticia vital a pesar de todo el acondicionamiento objetivo.
GLOSA 40.—Sobre el mando.
Para cualquier Toldi o Román en el sector empresarial, pero también para cualquier dirigente de una empresa comunista (hay una tremenda cantidad de dirigentes malos, inadecuados, poco formados, advenedizos en el mando y en la sabiduría de las relaciones humanas en las nuevas sociedades comunistas), un cuestionario mínimo sobre las relaciones humanas con sus colaboradores es imprescindible si la autocreación ética es en cierto modo viva en ellos. Tal endograma está por encima o por debajo del sistema social que compone su contorno. Cualquier sistema social exige el correctivo de las actitudes personales, sin que pueda omitirlo ni el mejor de ellos. Cristiano, mahometano, budista o ateo de este o aquel matiz, socialista, comunista, demócrata, liberal, conservador, el dirigente, si no es simplemente ejecutor ciego de la máquina empresarial montada, y en cualquier sector del mando, no puede evitar las preguntas del endograma ni eludir sin consecuencias (para él, para la empresa, para el otro en relación con él) las respuestas veraces.
Autoexamen sobre el mando:
GLOSA 41.—Sobre la ineficacia de los preceptos.Una prestigiosa fábrica de tejidos de Cataluña me pidió recientemente que diese a sus empleados una serie de conferencias sobre las relaciones humanas. Alguien en esta fábrica pensaba de una manera sorprendentemente moderna sobre lo que la orectología podría hacer en ella en pro de la mejora de estas relaciones. Digo «sorprendentemente moderna» porque en muchas empresas la intervención del psicólogo se acoge aún con cierto escepticismo o se limita, según las superficiales recetas anglosajonas, a unos «tests» de valor muy relativo. A la orectología anglosajona le gustan mucho las cifras. Medir las capacidades del trabajo, medir la inteligencia y expresarlo todo en gráficos y fórmulas, en cifras, sobre todo en cifras, es un síntoma típico del «cientismo» de nuestra época y de su racionalismo occidental. No digo que estos tests sean completamente inútiles para medir ciertas habilidades sensoriales o motoras, pero lo que «desde nuestro interior rige las relaciones humanas, no se puede expresar en cifras. La motivación del comportamiento es esencialmente afectiva: el miedo y la angustia, el amor y el odio, la envidia y la compasión, los celos y la libertad, lo injusto subjetivamente sentido, el amor propio y la vanidad, la simpatía y la antipatía, y centenares de otras emociones son las que determinan nuestra orientación vital. Es ridícula la ambición de querer medir esto que ni siquiera es constante en el interior del hombre como cantidad o aptitud. Pero no es nada ridículo —y puede ser muy útil— el querer valerse incluso de las cifras sometiéndolas a la comprensión y no al revés. Sirviendo ellas de herramientas humildes y no dictaminando la verdad sobre el hombre. La medida de las diferencias que existen en una fábrica entre los obreros y los dirigentes no se puede expresar en cifras. Pero se pueden escudriñar con toda seguridad sus motivos y —en muchos casos— las tensiones pueden eliminarse si no lo hace de antemano imposible la soberbia de los dueños o las ganas de destrucción de los empleados. Sin embargo, la eliminación progresiva del mal innecesario no se puede lograr con preceptos ni con secas fórmulas de conducta. En las conversaciones que sostuve al margen de mis conferencias, alguien me pidió que diese a los jefes de sección instrucciones sobre cómo mandar a los obreros y a los empleados, y esto en forma de breviario, en fórmulas que pudieran ser comprendidas por cualquiera y que contribuyeran a que el mando evitase los roces y los descontentos innecesarios. Tuve que decirles a mis interlocutores bienintencionados que no podía complacerles. Que existen, es verdad, bastantes libros de estrategia social que pretenden darnos unos consejos muy sabios sobre cómo atraerse amigos o sobre cómo acercarnos al comprador basándonos en que el futuro amigo es un ingenuo y el futuro comprador un idiota. Pero no existe el catecismo de cómo mandar a los demás y aún menos un catecismo apto para todos. Podemos enseñar a la gente buenos modales. Todas las escuelas lo hacen. Podemos decir, como regla general: trata bien al obrero, manda sólo lo que es justo, lo que cabe dentro de su obligación, no le exijas lo que no le incumbe como deber. Corrígele instruyéndole y no mandándole bruscamente. Si eres jefe o capataz tienes que saber más que él, estar plenamente capacitado para tus revisiones y vigilancias, tener autoridad de tu real prestigio y no solamente de tu posición. Cuando le hables, más vale que los hagas con suavidad, no vejándole, irritándole o riéndote de sus faltas o de su ignorancia. No le muestres desprecio, nada de ironías. Que su inferioridad no te sirva de excusa para mostrarte superior a él. Exígele disciplina, pero no hagas de él un autómata. Exígele rendimiento como a los demás, pero sin mostrarle antipatía. Dales pausas, márgenes y respiros. No trates a unos con preferencia personal y a otros con frialdad. Escoge las palabras. Que tu tono sea correcto, el contenido adecuado y justo, la forma del mando tajante, pero funcional. Puede ser imperativa pero no altiva, puede ser incluso una reprimenda pero hecha con argumentos y no con la voz elevada. Ve siempre en el obrero a un colaborador y no a un subordinado. Sé firme, pero humano, etc. Se puede componer un breviario magnífico, pero a primera vista surge la verdad de que es dificilísimo aplicarlo, y el orectólogo apenas puede usarlo. En vez de distribuir preceptos abstractos, él querrá conocer la persona que manda para poder decirle qué es lo que le falta para mandar bien. Pero también querrá conocer a los obreros a los que manda; y las condiciones de la sala y del trabajo. Si una jefe es mandona por su carácter, si un jefe es en su vida privada un hombre frustrado, su modo de mandar será siempre inadecuado, y hay que curarlos primero de sus dificultades interiores a fin de hacerlos más aptos para la difícil tarea del mando. Y si un obrero siente, por su temperamento, que su posición social es vitalmente injusta, hay que librarle primero al menos del peso innecesario de sus rencores, tratándole personalmente, conociéndole individualmente, comprendiéndole en su caso concreto. El buen mando no es asunto de ser cordero o lobo con el otro, sino de cómo ser justo con él. Y nunca se puede ser justo con el otro sin conocerlo. El director, el jefe, el compañero no tiene tiempo para tal investigación. Ni tiempo ni capacidad. El orectólogo sí. Es por antonomasia el hombre que tiene tiempo para los demás, este mismo tiempo de atención que falta en la época sobreorganizada. La mejoría de las relaciones humanas empieza con el capítulo que se llama ¿Cómo prestar atención al otro?
GLOSA 42.—Sobre el tiempo de la atención.Todo en nuestro alrededor se opone a los deseos de prestar la debida atención al otro. Sin embargo, ésta es la primera condición de la convivencia. Nuestro tiempo corre a más velocidad que el de nuestros abuelos. Nuestra economía y nuestra técnica son falsos orgullos que abruman el vivir íntimo desde el Descubrimiento y el Renacimiento. Nuestra educación nos induce a creer que el hombre blanco merece la dudosa denominación de «superhombre». Hemos destacado en muchas ciencias del hombre estratégico —el presumido vencedor en nombre del más fuerte— y del confort; hemos destacado también el nombre del hombre exteriorizado en conquistas, es decir, en las llamadas victorias sobre la Naturaleza. En cambio, no lo hemos conseguido en el sentido de crear unas mejores relaciones humanas desde nuestro interior. El hombre hindú o el tibetano nos supera en esta dirección. En primer lugar, por sus doctrinas y la aplicación cotidiana de cómo prestar atención al otro. El budismo dispone de toda una serie de doctrinas sobre cómo hacerlo, observándose a si mismo y ajustando estos resultados a la observación del otro. Pone esto en práctica con gran riqueza de detalles y enseña que de la atenta observación hay que hacer una costumbre que vaya ampliándose a lo largo de la vida. Claro está que si el otro cae bajo tal mirada atenta, también puede esperar que le comprendan. Este es el primer paso hacia el otro. El querer fijarse en él, y no por nuestra propia cuenta, sino por la suya. Es un método que los hombres de hoy no practicamos, a pesar de las apariencias. Porque si nos fijamos en él para deshacernos de sus problemas, el otro desaparece y quedamos solos con nuestro «sacro egoísmo». En este caso el otro es simplemente un estímulo exterior bueno para nuestra propia orientación vital. Así, el otro ser humano se convierte en una cosa. La observación adecuada es el primer paso. Después viene el saber escuchar, la tolerancia del problema del otro. La cual nos impide liquidarlo con una fórmula de esas que el egoísmo propio tiene a su disposición de una manera terriblemente abundante y que mata con sonrisas y con gestos falsamente generosos. Aquello de «no te preocupes, ya verás como todo saldrá bien» que en sus innumerables variaciones empleamos a cada paso, es una pura matanza de las relaciones humanas, porque traducido al lenguaje de la sinceridad y de la veracidad no significa otra cosa que «yo no quiero ocuparme de esto, y por eso te brindo la fórmula que a mí me parece más cómoda». Este es el segundo paso hacia el otro. Y el tercero, en el supuesto de cumplir con el segundo, es el de substituimos, imaginativamente, en su posición, como si fuese la nuestra. Esta es, en su definición más sencilla, la comprensión. Pero ésta puede ser fría, puede ser solamente un saber de los hechos que se refieren al otro. La comprensión de la inteligencia, de la razón. Ya es mucho si llegamos al tercer estado de la atención. Sin embargo, podemos comprender con toda claridad la situación del otro y quedarnos dentro de nuestra propia coraza, una larva encapuchada al lado de la otra. Y aquí se abre la posibilidad de añadir a todo esto el cuarto paso, el de la compasión activa, que no es otra cosa sino la de vivir el problema, la pena, el sufrimiento o la huida del sufrimiento del otro, como si fuese nuestra propia vivencia. Todo esto no es nada nuevo, sino que tiene dos mil quinientos años. Insisto en que es patrimonio del budismo, y no de los griegos, que también enseñaban, y bien, la autognosia, aunque sin acentuar debidamente la atención al otro, ni el escalón de la compasión. Así, no es nuevo, es solamente algo profundamente olvidado y descuidado en nuestra época del rendimiento, es decir, del trabajo dividido por la velocidad del tiempo y multiplicado por el cociente del olvido de sí mismo...
NOTAS: [1] Los que no aceptan, en teoría, nuestros cuatro factores, pueden sustituir en esta definición las palabras «integraciones ICE Hf» por las de «experiencias emocionales». [2] Social = lo que pertenece al hecho de que el hombre vive en sociedad; societal == lo que pertenece a las instituciones de la sociedad. |
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